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VI. LA ESCUELA VENECIANA DE ÓPERA

El arraigo de la ópera en Venecia y la influencia que su público ejerció sobre el espectáculo determinó el nacimiento de una escuela autóctona de creación operística con sus características propias. Éstas se pueden reducir, en esencia, a las exigencias del público veneciano de la época, y que eran:

• Reducción de la importancia de la orquesta, como una forma de disminuir el coste del espectáculo, puesto que el público no manifestaba ningún interés por la parte instrumental de la ópera.

• Desaparición del coro, que no tenía ningún atractivo para el público veneciano y también suponía una reducción de los gastos. Con esto se acabaron de eliminar los residuos polifónicos que hubieran podido quedar en las óperas de los primeros años. Si en alguna ocasión era precisa para la narración escénica que hubiera un coro, se reducía su presencia a la mínima expresión y se hacía cantar en él a todos los miembros de la compañía que no tuviesen que estar en escena en ese momento (incluyendo tal vez a los sastres, las cosedoras, los encargados de cobrar las entradas e incluso alguna vez el libretista y/o el compositor).

• Potenciación gradual de las líneas melódicas vocales, con una pasión especialmente desmedida por las voces agudas: los castrati en primer lugar, sopranos y mezzo-sopranos inmediatamente después, con los tenores en una posición más modesta; los bajos y barítonos ni siquiera estaban todavía diferenciados, de hecho, y su presencia era siempre en un plano muy secundario, aunque era costumbre que incluso ellos tuviesen alguna aria o intervención en solitario.

• Incremento muy notable de la escenografía, que adquiere ahora la grandiosidad típica y la variedad consustanciales con el barroco, con utilización de «máquinas» teatrales complicadas, siendo usual las «transformaciones» (pasar en pocos segundos de un palacio a una cueva, y de ésta a un jardín, por ejemplo).

• Mantenimiento de los argumentos clásicos grecolatinos pero con la cada vez más frecuente inclusión de personajes cómicos originalmente ajenos a la acción (criados y criadas astutos, nodrizas ambiciosas y lascivas, soldados fanfarrones, médicos estúpidos, etc.). Estos personajes añadidos ocupan cada vez mayores escenas en la ópera, lo cual se debe a la exigencia del público modesto, de los pisos altos del teatro, a que las narraciones «clásicas» (i. e., «aburridas») se animaran con la presencia de personajes divertidos. Los empresarios cuidaron mucho de exigir que libretistas y compositores dieran gusto a este público, que también pagaba su entrada y que suponía una aportación de dinero muy importante para la buena marcha de la empresa.

Los libretos gradualmente dejaron de ser apreciados por su contenido literario, aunque en los primeros tiempos de Venecia había todavía autores de calidad, como Gian Francesco Busenello (1598-1659; autor del libreto de L’incoronazione di Poppea, de Monteverdi, y de los de varias óperas de Cavalli); oficialmente se mantiene la denominación de «poeta» para referirse al libretista, y se perpetúa la ficción de valorar la «poesía» del texto, como se mantendrá aún durante todo el siglo XVIII.

• Separación cada vez más marcada de la parte narrativa de la ópera (recitativo, cantado sobre un simple «bajo continuo», formado por un clavecín y un violoncelo) y la parte lírica (arias o, en su caso, dúos), donde aparece normalmente toda la pequeña orquesta.

• Reducción gradual de la estructura del drama de cinco actos a tres.

Lo más curioso es que la primera etapa de esta escuela veneciana incluye la presencia de Claudio Monteverdi, que hacía años había abandonado Mantua para ocupar el cargo de maestro de capilla de la catedral de San Marcos. Cuando empezó la actividad operística pública en la ciudad, el ahora anciano compositor lograría dar todavía sus dos últimas grandes creaciones del género que él mismo había contribuido a crear: Il ritorno di Ulisse in patria (1641) y L’incoronazione di Poppea (1642), en las cuales se muestra adaptado en gran parte a las exigencias teatrales venecianas que se habían impuesto en estos años, aunque siempre se mostró hábil en extremo en la presentación musical de los personajes y haciendo atractiva la narración escénica.

En estas óperas podemos apreciar los cambios que se habían operado en el género, si las comparamos con su antiguo Orfeo de treinta y cinco años antes. Lo primero que notamos es la presencia de los preceptivos personajes cómicos. De acuerdo con el libretista Gian-Francesco Busenello, en L’incoronazione di Poppea, por ejemplo, la historia de Nerón y Poppea se ve animada por las intervenciones cómicas de nada menos que dos nodrizas: la de Nerón y la de Poppea. Esta última, llamada Arnalta, es un personaje con una considerable presencia musical y escénica, con intervenciones muy divertidas.

Podemos apreciar que Monteverdi continúa incluyendo en sus partituras el típico «lamento» que ya había introducido en su perdida Arianna (1608) y que en su última ópera, L’incoronazione di Poppea, adquiere una intensidad especial en el lamento de Ottavia «Addio, Roma».

Monteverdi había cerrado los números cantados de su Orfeo con un vistoso dúo; en L’incoronazione di Poppea hará lo mismo con el dúo amoroso de Nerón y Poppea, al término de la obra.

Esta curiosa actividad teatral de Monteverdi terminó pronto, pues el compositor murió en Venecia en 1643, justo después de haber dado a conocer estas dos últimas obras maestras de su labor operística.

VII. EL PRIMER GRAN COMPOSITOR VENECIANO: PIER FRANCESCO CAVALLI

Entre los compositores propiamente venecianos que formaron la nueva escuela operística hay que mencionar, en primer lugar, a Pier Francesco Cavalli (1602-1676), de origen judío (P. F. Caletti Bruni) que al convertirse al catolicismo había adoptado el apellido de su padrino y protector, un caballero veneciano apellidado Cavalli. Fue cantor y también músico eclesiástico; había sido discípulo de Monteverdi y muy pronto se distinguió como el más prolífico, dotado, elegante e ingenioso de los compositores que escribieron para la escena veneciana.

Su debut como compositor de óperas fue con Le nozze di Teti e di Peleo, estrenada en el Teatro San Cassiano, en enero de 1639. Sería ésta la primera de una extensa serie de óperas que llevan la huella de la influencia monteverdiana, pero que tienen una indudable personalidad propia.

Adhiriéndose a las exigencias teatrales que imponía el nuevo sistema del teatro público, Cavalli aligeró su orquesta y dio una preeminencia muy especial a la vocalidad, de acuerdo con lo que ya se ha comentado más arriba.

Entre las óperas producidas en los años siguientes se pueden citar, entre otras varias, La Didone (1641), L’Egisto (1643, en la que ya no utiliza coro), L’Ormindo (1644), Deidamia (1644), La Doriclea (1645), Giasone (1649), L’Oristeo (1651), La Calisto (1652, una divertida sátira de tema festivo y mitológico, alegre y despreocupada, que modernamente ha sido recuperada con cierta frecuencia), L’Orione (1653), Xerse (1655), L’Erismena (1656), Statira, principessa di Persia (1656), Ipermestra (1658) y muchas otras, con las que logró un prestigio inmenso por la elegancia de sus creaciones vocales, en las que se distinguen sobre todo las grandes páginas dolorosas o patéticas escritas para voces femeninas y las escenas cómicas para voces masculinas que interpretan roles femeninos «en travesti».

El estilo de Cavalli se fue afirmando en el decenio 1651-1660: sus arias fueron adquiriendo una consistencia mayor y sus recitativos perdieron prolijidad y fueron cada vez más homogéneos, ganando en concisión y efectividad. A veces Cavalli le da al recitativo unas cuantas frases de contenido musical más denso, sin que esto suponga el inicio de un aria. Por otro lado, el recitativo puede estar acompañado de orquesta, una práctica que años más tarde se irá haciendo más frecuente. Se perciben algunas diferencias entre las óperas escritas para ocasiones oficiales y las destinadas al público «corriente» del teatro.


Escena de una representación moderna de L’Orione, ópera de Pier Francesco Cavalli. (Teatro Goldoni de Venecia, en 1998.)

En esta época empezaba ya a generalizarse una costumbre que después tendría una gran incidencia en el mundo de la ópera: el de transportar arias de éxito de una ópera a otra, sin preocuparse mucho de la unidad de la obra original. Si tenemos en cuenta que los textos de las arias expresaban sentimientos y no elementos importantes de la acción, un aria en la que un personaje expresara dolor o alegría, así, en abstracto, podía muy bien colocarse en el contexto de otra ópera sin que el público notara fractura alguna en la unidad de la obra que oían en el teatro. Aparte del hecho de que estos conceptos de «unidad dramática», «obra original», etc., no les preocupaban mucho, así como tampoco les quitaba el sueño la verosimilitud de lo que veían en escena, con tal de que hubiese una buena cantidad de arias de gran exhibición vocal y escenografías vistosas.

Cavalli cuidaba bastante la calidad de los textos a los que ponía música: se puede apreciar la inventiva y la vivacidad del lenguaje de su colaborador Giovanni Faustini y otros de sus colaboradores también alcanzaron un buen nivel.

Cavalli en París

El prestigio de Cavalli fue tan grande que cuando el cardenal Mazzarino quiso volver a intentar la implantación de la ópera italiana en París (como vimos más arriba, ya lo había intentado en alguna otra ocasión), pensó que lo más convincente sería incluir una ópera de Cavalli con motivo de las fiestas de la boda del rey Luis XIV con María Teresa de Habsburgo, hija de Felipe IV de España. La boda se había pactado en la Isla de los Faisanes, en el Bidasoa, en 1659, pero los festejos y la boda propiamente dicha se prepararon para el año siguiente, para que el pueblo de París la celebrara. Para tal ocasión, Cavalli compuso una obra de circunstancias, Ercole amante, cuyo título sugería que el rey era un «Hércules» (cosa del todo falsa) y que estaba muy enamorado de su futura esposa (cosa que también era falsa). Pero ésta era la imagen que se trataba de extender entre el público.

La experiencia, para Cavalli, fue muy desagradable. A causa de varios problemas y algunas intrigas, se fue aplazando el estreno de su ópera. Su valedor, el cardenal Mazzarino, murió entre tanto y no fue hasta dos años más tarde de lo previsto que finalmente pudo aparecer su Ercole amante ante el público de París, en el Palais Royal. Lully, compositor y hasta cierto punto amigo del rey, fue quien escribió la música de unos ballets para amenizar la función, puesto que los espectadores franceses no hubieran podido soportar un espectáculo sólo cantado sin danza. Por otra parte, el uso de los castrati y sobre todo el hecho de que los cantantes se expresaran en italiano y no en francés, causaron un rechazo general del público hacia el espectáculo que se les ofrecía; sólo la maquinaria teatral consiguió causar la admiración de los espectadores parisienses.

Estas representaciones de la ópera de Cavalli fueron decisivas en provocar la búsqueda de otros caminos para la ópera en Francia, que construiría su propio sistema operístico, aunque al precio de quedar musicalmente aislada del resto de Europa durante dos siglos.

El retorno de Cavalli. Sus rivales, Cesti y Ziani. Otros autores

Cavalli regresó de Francia amargado y descontento, e incluso había decidido no trabajar más para el teatro. Además, durante su ausencia, sus rivales, especialmente Pietro Antonio Cesti (1623-1669) y en menor grado Pietro Andrea Ziani (ca. 1620-1684) habían minado su popularidad en Venecia. Sin embargo, Cavalli recuperó su actividad y volvió a la escena con óperas como Scipione affricano (1664), Muzio Scevola (1665) y Eliogabalo (1668), aunque su inmensa fama había cedido un poco.

Aunque no del todo en la órbita veneciana, citaremos aquí al compositor Alessandro Stradella (1642-1682), más inclinado al oratorio que a la ópera, pero autor de varias óperas que se representaron en Venecia, en Viena (hacia 1670) y en Roma. Pasó después a Turín y a Génova, donde estrenó Le gare d’amor paterno (1678). Autor de éxito, se metió en lances amorosos que provocaron su asesinato. Su novelesca vida ha sido tema de algunas óperas del siglo XIX, singularmente la de Friedrich von Flotow (1844).

Como tantos operistas de este período, Cavalli quedó virtualmente olvidado con el siglo XVIII. Su recuperación como compositor deriva del nuevo interés que se ha suscitado por la ópera barroca a partir del final de la II Guerra Mundial. En 1952 el Maggio Musicale Fiorentino puso en escena La Didone, y unos años más tarde el Festival de Glyndebourne, gracias a las revisiones de las partituras a cargo de Raymond Leppard, se atrevió con L’Ormindo (1967) y La Calisto (1970), que fueron después editadas en discos. Las versiones entonces utilizadas tuvieron el mérito de su carácter pionero, pero se consideran hoy superadas por las nuevas versiones de música barroca con instrumentos originales y con otras soluciones para la realización de partituras que han llegado hasta nosotros con muy pocas indicaciones instrumentales e interpretativas. En 1978 apareció la primera biografía completa del compositor, debida a la prestigiosa Jane Glover.


Escenografía que se utilizó para el estreno de Il pomo d’oro, del compositor Pietro Antonio Cesti, en 1667.

VIII. BARROQUIZACIóN CRECIENTE DE LA ÓPERA VENECIANA

Mucho antes de que Cavalli viajara a París, Cesti, que había sido monje, se había distinguido con una ópera titulada L’Orontea (1649), que circuló muchísimo y se representó incluso en Austria, donde las óperas italianas interesaban cada vez más en la corte del emperador Fernando III, muy inclinado hacia la música. En Innsbruck, en presencia del monarca, se representaron óperas de Cesti, y también en Viena.

Pero el gran éxito de Pietro Antonio Cesti fue, en 1667, la ópera titulada Il pomo d’oro, estrenada con motivo de las bodas del nuevo emperador Leopoldo I con la infanta Margarita de España. El emperador, que no sólo era melómano sino incluso compositor aficionado, quedó tan subyugado por el espectáculo que desde entonces la ópera italiana se convirtió en un artículo de primera necesidad en la corte de Viena.

En cuanto a Pietro Andrea Ziani, su música está todavía por divulgar. Se citan entre sus obras unas veinte óperas, como Annibale in Capua (1661) y una Semiramide (1671). Sobrino de este compositor fue Marc’Antonio Ziani (1652-1715), continuador de la escuela, con una cincuentena de títulos que, de momento, yacen más o menos olvidados.

Mencionaremos también, entre los autores venecianos del siglo XVII, a Giovanni Legrenzi (1626-1690), autor muy prolífico en todos los campos, a quien se atribuye la difusión del aria da capo, y Antonio Sartorio (ca. 1620, ca. 1681), autor de un curioso Orfeo (1672). El tema volvía a ser el manido relato de Orfeo y Euridice, pero la narración tiene tal cantidad de acontecimientos añadidos a la trama original, que se aprecia que se trata de una excelente muestra de la complicación barroca típica de este período, hasta el punto de que siguiendo la obra parece que el autor olvide a trechos el argumento que está explicando. Una grabación completa en discos y en CD de esta ópera de Sartorio permite al aficionado aproximarse al modo peculiar de narrar historias operísticas de este momento.

No sólo se complicaba la ópera en el terreno libretístico o escenográfico, sino que en el campo de la música y del canto surgían también formas cada vez más complejas. Los mejores cantantes sobresalían en las demostraciones vocales, añadiendo en todo momento las improvisaciones y las ornamentaciones que les apetecían. Así se inició la época de los grandes castrati y de las imperiosas prime donne, que hacían las delicias de los espectadores pero causaban la ira y la irritación de los compositores, que veían alteradas sus obras musicales hasta dejarlas casi irreconocibles. Por otro lado los libretistas, deseosos de complacer al público con cambios de escena cada vez más frecuentes y con gran variedad de incidentes escénicos, iban complicando los argumentos de las óperas con añadidos cada vez más extensos, con escenas cómicas prolijas y acciones colaterales que complicaban la acción cada vez más.

No todos los libretistas, sin embargo, veían con buenos ojos tales libertades y no tardarían en influir en la adopción de un nuevo sistema menos complejo.

IX. DIFUSIÓN DE LA ÓPERA ITALIANA POR EUROPA: AUSTRIA Y ALEMANIA

La incorporación de la ópera italiana a las costumbres de la corte de Viena tuvo grandes consecuencias para la rápida difusión de este género por toda Europa, ya que el emperador austríaco era nominalmente la máxima autoridad, por así decirlo, de todos los territorios del Imperio Sacro-Romano-Germánico, que estaba subdividido en unos 300 Estados de dimensiones distintas (la paz de Westfalia, de 1648, había consagrado esta división). Pero cada uno de esos Estados, de importancia muy variable (nobles de grados distintos, grandes eclesiásticos, príncipes, etc.) tenía su pequeña corte, y muchos de sus soberanos tendían a imitar las maneras y las costumbres de la corte imperial. El éxito de la ópera italiana en ésta supuso, por lo tanto, el interés de muchos de esos magnates y príncipes en esforzarse por cultivar también en sus respectivas capitales la música y la ópera de los italianos.

Fueron muchas las compañías de cantantes que se formaron en Italia, no sólo en Venecia, sino en Roma, en Bolonia (que fue un centro destacado de contratación de cantantes), en Génova, Livorno y Nápoles, un poco más tarde, para cubrir esta demanda creciente de música escénica (así como también, de paso, de música instrumental). Una verdadera invasión de músicos italianos se dirigió hacia el Norte, para ganarse la vida en países y tierras más prósperos, y manteniendo celosamente ocultos los secretos del canto y de las ornamentaciones vocales que los compositores italianos habían hecho circular, y cuya aplicación vocal no se podía estudiar, entonces, en ningún lugar que no fuese la propia Italia.

De este modo, la gran oleada operística italiana cubrió antes de que acabara el siglo XVII una buena parte de los territorios del Imperio (Austria, Alemania, Bohemia, etc.) y llegó con más o menos fuerza e intensidad también a Escandinavia y Polonia. Por causas que veremos en su momento, no llegó a Inglaterra ni a España hasta el siglo XVIII, pero sí a Portugal. Francia quedó excluida en gran parte de la expansión de la ópera italiana.

Es importante señalar que aunque el canto quedaba exclusivamente en manos de los artistas italianos, la composición de música teatral era una técnica bien asequible a los no italianos, y así empezó a surgir una serie de compositores, especialmente alemanes, que se supieron adaptar a los métodos y modos de composición italiana y escribieron óperas en esta lengua, siguiendo los esquemas vocales e instrumentales característicos de los italianos (ya que de lo contrario, su público habría rechazado sus producciones). El primero de estos autores alemanes fue Heinrich Schütz (1585-1672), formado en parte en Venecia con Monteverdi. En 1627 escribió en Alemania una ópera basada en la antigua Dafne de Rinuccini, pero la música se ha perdido.

La verdadera introducción de la ópera en Alemania no tuvo lugar hasta mucho más tarde, y a través de, como veremos, la influencia de la corte imperial austríaca. Aunque en algún caso se intentó hallar una vía específicamente germánica para la creación de óperas, como fue el caso único de la ciudad libre de Hamburgo, donde en 1678 se abrió un teatro público de ópera (el Theater am Gänsemarkt), al modo de los de Venecia, con el tiempo las producciones de dicho teatro también se tuvieron que ir adaptando a las exigencias y costumbres del público favorable al espectáculo exótico italiano y a los cánones operísticos de este país.


Retrato de Georg Philipp Telemann.

Entre los autores más célebres de este primer período de la ópera alemana debe mencionarse a Reinhard Keiser (1674-1739), cuya ópera Croesus (1710) ha sido recientemente divulgada gracias a un par de notables grabaciones en CD. Keiser viajó algunos años por el Norte de Europa con una compañía de cantantes, ofreciendo espectáculos de ópera alemana.

También participaron en la vida teatral de la ópera de Hamburgo el posteriormente famoso Georg Friedrich Händel (1685-1759) y su amigo y colega Georg Philipp Telemann (1681-1767), que debutó en el teatro de Hamburgo con su ópera Der Geduldige Sokrates (El paciente Sócrates, 1721) pero cuya única ópera bien divulgada ha sido el intermezzo bilingüe (alemán-italiano) titulado Pimpinone (1725), sobre el mismo tema del de Albinoni y del intermezzo posterior La serva padrona, de Pergolesi.

Este foco de ópera alemana no prevaleció y finalmente las cortes del imperio germánico se nutrieron casi siempre de autores de Italia, llegados muchas veces con las propias compañías de cantantes de este país.

En Austria vimos ya como las producciones de Marco Antonio Cesti introdujeron la ópera en la corte vienesa, para quedarse ya en ella arraigada como espectáculo habitual y diversión de la familia imperial. Este hecho fue determinante en la difusión de la ópera en los pequeños Estados alemanes, siempre dispuestos a emular lo que se practicaba en la corte del emperador, a pesar de que algunos príncipes tuvieron que hacer grandes sacrificios económicos para organizar una vida operística de interés. En todo caso, el género adoptado por la corte austríaca fue inequívocamente italiano. Lo confirma el hecho de que más tarde el emperador Carlos VI mostrara un agrado especial hacia las óperas de Antonio Caldara (1670-1736) y por las visitas ocasionales de la compañía que dirigía Antonio Vivaldi (1678-1741), con quien el emperador departió hablando de música en más de una ocasión.

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