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III. EL PRIMER «VERDADERO» OPERISTA: CLAUDIO MONTEVERDI
En estos años la familia ducal de los Gonzaga, de Mantua, tenía a su servicio a uno de los compositores que más se había distinguido en el campo del madrigal y de la música religiosa polifónica: Claudio Monteverdi (1567-1643). Este compositor se había labrado un considerable prestigio precisamente en un campo opuesto al de la naciente ópera: el canto a distintas voces, mientras que para componer una ópera era preciso orientarse hacia las nuove musiche, el estilo nuevo, también llamado del «recitar cantando» (actuar cantando).
A pesar de ello, cuando los Gonzaga le sugirieron que escribiera una obra del nuevo género de la opera in musica, el compositor aceptó el encargo y se propuso poner en marcha el proyecto basándose en el texto de un poeta, Alessandro Striggio, que había estado anteriormente en Florencia un tiempo y había conocido las inquietudes de los miembros de la Camerata fiorentina. Striggio decidió escribir su texto sobre el mismo tema que la Euridice de su colega Rinuccini, pero cambiando el planteamiento y el título, que se convirtió en La favola d’Orfeo (o, simplemente, L’Orfeo (1607).
Monteverdi, al enfrentarse con el reto de poner en música el texto de Striggio, cambió radicalmente el modo de ensamblar el texto y la partitura, y en lugar de concebir el espectáculo como una historia subrayada o intensificada con mayor o menor efectividad por la música, le dio a ésta el papel primordial, concibiendo que fuese ésta, sus formas, su aspecto e incluso la distribución de los instrumentos, lo que explicase el argumento al espectador, de forma que el texto quedase reducido a una función auxiliar.
Para lograrlo, Monteverdi utilizó, en primer lugar, una gran cantidad de instrumentos —algo más de cuarenta— pero no para que sonaran en bloque, como en una gran orquesta, sino para tenerlos a su disposición de modo parecido a cómo un pintor tiene los colores dispuestos en su paleta, haciendo un uso graduado de los mismos para incluirlos según las exigencias del drama. Teniendo en cuenta que Monteverdi, de hecho, carecía de modelos anteriores a los que referirse, resulta doblemente admirable su ingenio a la hora de disponer la instrumentación de los distintos pasajes de su opera in musica. Así, por ejemplo, en los pasajes bucólicos de los dos primeros actos, en los que ninfas y pastores están celebrando las bodas del cantor Orfeo con la ninfa Euridice, Monteverdi usa instrumentos acordes con el mundo pastoril (por supuesto, no faltan las flautas, tan vinculadas al mundo bucólico) y los ritmos de danza son también los propios del ambiente pastoril. Bien al contrario, cuando la música de los actos tercero y cuarto se desarrolla en el submundo infernal, cambia por completo la instrumentación de las escenas, que incluyen los tristes sonidos del metal (trombones incluidos) y el ronco sonido del órgano de madera, que acompaña las siniestras manifestaciones vocales del barquero del Averno, el implacable Caronte, a quien Orfeo trata de convencer en vano para que lo deje pasar con su barca al reino de los muertos. Para lograrlo, Orfeo entona un canto ornamentado, excepcionalmente florido —y difícil—; primer ejemplo del uso de un canto virtuosístico pero «justificado dramáticamente», ya que Orfeo es un semidiós con poderes especiales. La utilización en toda la ópera de ritornelli instrumentales muy vistosos y de signo cambiante es otro de los grandes recursos musicales de Monteverdi en la creación de esta obra única e irrepetible.
Sin embargo, como experto polifonista, Monteverdi mantiene el canto a varias voces en las escenas colectivas, algo que se desvanecerá pronto del mundo de la ópera a medida que vaya avanzando el siglo XVII.
La favola d’Orfeo de Monteverdi no circuló mucho por la Italia de su tiempo. Fue más poderosa la fama de su siguiente ópera, Arianna (1608), cuya música se ha perdido con la única excepción del famoso «Lamento» (del que Monteverdi escribió también una versión en forma de madrigal).
Escena de la ópera L’incoronazione di Poppea (1642), de Claudio Monteverdi. (Maria Ewing en el papel de Poppea, dirección de Peter Hall, Festival de Glyndebourne, en 1984.)
Por otro lado, la Camerata fiorentina continuaba en activo, habiendo incorporado nuevas figuras de la música florentina, como la cantante y actriz Francesca Caccini, hija del compositor de este nombre, y como Marco Da Gagliano (1582-1643), autor de un nuevo ejemplo de opera in musica, una Dafne (1608) que también se ha conservado para la posteridad.
Estas primeras producciones operísticas circularon con cierta frecuencia por las ciudades-Estado italianas de este período y unos pocos años más tarde, en torno a 1616, llegó el nuevo género a Roma, donde se desarrollaría una nueva escuela de compositores que tomaron la idea de la opera in musica y la convirtieron en el centro de la vida teatral y musical de Roma de los treinta años siguientes.
IV. STEFANO LANDI Y LA ESCUELA ROMANA DE ÓPERA
Como apuntábamos en el apartado anterior, la llegada de la ópera a Roma supuso la aparición de un núcleo de compositores que se preocuparon de dar nuevas obras al naciente género de la opera in musica. El primero y quizás el más destacado fue Stefano Landi (ca. 1590-1639), quien se distinguió en 1619 con su ópera La morte d’Orfeo, que desde el punto de vista narrativo retomaba la historia del mítico cantor allí donde, por razones de conveniencia escénica, la había terminado Monteverdi: este compositor, atendiendo a la ceremonia nupcial que había dado pie al encargo, había evitado narrar la muerte de Orfeo, recuperado para el Olimpo por su padre Apolo, que descendía en una «máquina teatral» desde el «cielo» para llevarse consigo a su hijo, en medio de la alegría de ninfas y pastores, que bailaban una moresca final. En su ópera, desde el punto de vista musical, Landi parece seguir de cerca más bien los pasos de la Camerata fiorentina que el ejemplo de Monteverdi, pero no sin incluir extensos pasajes a varias voces para las numerosas escenas colectivas que se dan en la obra.
En todo caso, en Roma se fue aclimatando la ópera, y en especial cuando se enamoraron del género los parientes del papa Urbano VIII (1622-1644), de la familia noble de los Barberini, durante cuyo largo pontificado sus sobrinos (dos cardenales y un monseñor) hicieron uso de cuantiosas sumas para dar el máximo esplendor al prestigio de la familia, del modo típicamente barroco, constituyéndola en centro y fulcro de una brillantísima vida pública, sufragada por completo por el generoso patrimonio familiar.
Fueron los Barberini quienes ofrecieron a Roma el gran espectáculo de una ópera barroca de tema semirreligioso: Il Sant’Alessio, del antes citado Stefano Landi, y con libreto de ese curioso eclesiástico amante del teatro que fue el cardenal Giulio Rospigliosi (1600-1669). Este personaje, que había bebido su afición teatral en Madrid donde fue legado pontificio, después de haber sido ordenado cardenal, en sus últimos años llegó a ser papa con el nombre de Clemente IX (1667-1669). La ópera que escribió no era un oratorio ni una cantata religiosa, sino una ópera con todos los atributos del género, en la que se narraba la vida «normal» e incluso un poco libertina de un joven de la buena sociedad, con algunas escenas humorísticas con sus criados y otros personajes, y que finalmente abrazaba la fe y se convertía en un santo ejemplar. Fue uno de los escasos intentos de esta época de construir una ópera fuera de los temas literarios y teatrales clásicos heredados de la óptica de los primeros operistas florentinos. Hace algunos años fue recuperada esta ópera en el Festival de Salzburgo y existe actualmente una versión en CD de la misma.
Precisamente con esta ópera los Barberini inauguraron un gran teatro situado en su palacio, y que tenía una inmensa capacidad (casi 3.000 espectadores, según parece). El teatro se llenaba con los invitados, «clientes», allegados y simpatizantes del partido profrancés que en Roma defendía esta familia del papa, y opuesta al partido proespañol que trataba de combatir la facción opuesta. En Roma las facciones solían tener corta duración, porque la muerte del papa y las elecciones al pontificado muchas veces era ocasión de cambios. Pero en esta ocasión Urbano VIII ocupó el solio durante más de veinte años, uno de los pontificados más largos que se recordaban, y los Barberini trataron de afianzarse y perpetuarse en el poder a través del esplendor, el método típico de las cortes barrocas.
No es extraño que en este ambiente tan favorable la ópera arraigara en Roma con una fuerza inusual, y que naciera una escuela operística romana, que pronto incluyó a otros compositores, como Domenico Mazzocchi (1592-1665) que estrenó Le catene d’Adone, en 1626, y Chi soffre, speri, 1639 —esta última con notables ribetes cómicos—, así como su hermano Virgilio Mazzocchi (1597-1646), además de Michelangelo Rossi (1602-1656) y, con mayor relieve, Luigi Rossi (ca. 1597-1653), autor de un par de títulos notables: Il palazzo incantato (1642) y su más conocida (y recientemente grabada) versión de L’Orfeo (1647), que se representó en París, gracias a la protección del cardenal Mazzarino, quien trató siempre de introducir el arte italiano en su patria adoptiva francesa.
Mientras tanto había muerto ya el papa Urbano VIII y los Barberini, después de cerrar su teatro de Roma, se habían refugiado en la corte de París, cuyos intereses habían servido con tanta constancia.
Así terminó la fugaz pero importante escuela romana de ópera, ya que con el cambio político subsiguiente se redujo mucho la hasta entonces activísima vida teatral y musical de la capital pontificia.
V. LA ÓPERA ARRAIGA EN VENECIA
Hasta este momento (los años 1630), la ópera había sido un espectáculo solamente de corte, es decir, ofrecido por una corte nobiliaria a sus amigos, a su «clientela» política, a los diplomáticos o los grandes dignatarios eclesiásticos, y a las personas del entorno del noble que ofrecía esa solemnidad operística que ahora estaba de moda. Las representaciones eran sufragadas por el personaje que había tenido la iniciativa, y era un motivo más de ostentación del poder, tan necesaria en la sociedad barroca. Esta situación era típica de la que se daba en Roma bajo la guía de los Barberini.
Pero en 1637, un compositor, cantante y también empresario de cantantes, Francesco Manelli (1595-1667), considerando poco seguros sus negocios en Roma, puesto que un cambio de pontífice podía echar a rodar todo el sistema operístico allí vigente, decidió trasladarse a Venecia para presentar allí una ópera suya, Andromeda (1637). Resolvió el problema del espacio adquiriendo un teatrito adosado a la mansión de unos nobles, la familia Tron, y aceptando la asistencia de público civil a sus funciones mediante el pago de una entrada en su teatro, que recibió el nombre de Teatro di San Cassiano (por estar sito en la parroquia dedicada a este santo). De este modo sencillo se produjo en 1637 un trascendental cambio en el modo de representarse el reciente género de la ópera, como veremos enseguida.
Venecia era una ciudad con una larga tradición teatral, donde las audiciones musicales, la commedia dell’arte y las funciones festivas habían sido muy populares desde hacía muchos años. No sorprende, pues, que el resultado artístico y sobre todo económico de la iniciativa de Manelli fuera muy alentador. Por otra parte, precisamente mientras Manelli estaba en Venecia, el papa Urbano VIII, el gran protector de la ópera en Roma, había caído gravemente enfermo y el futuro de la vida operística romana parecía sumamente incierto. Y aunque el papa finalmente se recuperó (no moriría hasta años después, en 1644), Manelli decidió quedarse en Venecia y ser su propio empresario antes que volver al sistema romano y depender del capricho o del carácter personal de un pontífice.
Así, pues, con su Andromeda, Francesco Manelli introdujo en Venecia una nueva forma de entender el espectáculo de la ópera, más por lo que respecta a la manera de financiarlo que por su contenido, aunque lo primero acabaría ejerciendo una enorme influencia sobre lo segundo. Y es lógico que así fuera, pues al abrir las representaciones de ópera al público, que ahora sufragaba el espectáculo en lugar de ser graciosamente invitado a presenciarlo, éste adquiría un derecho a opinar que antes, como invitado, no había podido ejercer. Pero precisamente por el hecho de pagar una entrada, ahora podía influir en el desarrollo del género operístico, puesto que podía demostrar su entusiasmo por los espectáculos que le gustaban, y dejar de asistir —i. e., de pagar— por aquellos que no le halagaban. El empresario era muy sensible a esta cuestión: las óperas que calaban bien en el público producían rendimientos muy superiores a las óperas que no gustaban. Había que procurar contentar al público que pagaba, para sostener el negocio. Sobre este elemental principio se basaron los cambios que se produjeron en el mundo operístico veneciano en el curso de muy pocos años.
Efectivamente, había surgido la figura del empresario teatral, preocupado siempre por atraer el máximo de público posible a sus espectáculos, procurando, por lo tanto, dejarlo bien complacido y tener en cuenta sus preferencias. No tardará, pues, el público en imponer su criterio y como es natural, el empresario tenderá a encargar las óperas en la forma más atractiva para sus clientes, que ahora tienen el poder de decidir qué quieren ver y escuchar y qué es lo que quieren favorecer con su asistencia.
Venecia, por otro lado, ofrecía una serie de seguridades para los espectáculos teatrales como ninguna otra ciudad de esta época. Ni la religión ni la política se interferían en la vida ociosa de la ciudad, y los cantantes y los empresarios estaban a cubierto de los cambios de fortuna que con frecuencia se hacían sentir en el seno de las familias nobiliarias, enzarzadas con frecuencia, en la Italia de la época, en guerras devastadoras y en partidismos fratricidas a favor o en contra de la política de Francia o de España.
En Venecia el empresario sólo tenía que tener en cuenta una cosa: ofrecer un tipo de espectáculo que estuviese en concordancia con el gusto del público, y esto es lo que motivó que la ópera fuera cambiando gradualmente y de modo constante a través de los años.
La creación de los teatros públicos, a partir de 1637, y a ritmo muy rápido —todo un fenómeno en la Venecia del siglo XVII— permitió que las funciones de ópera estuviesen al alcance de todos los niveles sociales de la población, todos tenían voz, e incluso voto, sobre el espectáculo.
Uno de los «hallazgos» de los teatros venecianos fue la disposición de las salas en forma de plazuelas rodeadas de palcos. Esta estructura era heredada de las antiguas plazas públicas, con sus balcones en derredor. Los palcos, en el fondo, no eran más que el recuerdo de los antiguos pisos que daban a la plaza pública, y cuyos balcones habían sido alquilados por la gente que no quería ensuciarse demasiado permaneciendo en la plaza pública, o asistir al espectáculo sin sufrir apretones ni empujones de la multitud, o incluso mantener su presencia en el anonimato. En los teatros, en efecto, los palcos eran como pequeños pisos amueblados (algunos incluso dotados de facilidades para servir algunos platos en el antepalco), e incluyendo a veces una pequeña dependencia para los criados de la familia que tenía en arriendo el palco. Éstos se solían alquilar por temporadas enteras o medias temporadas, dando derecho al arrendatario a asistir a las funciones de cada día, aun a riesgo de ver y escuchar varias veces la misma ópera, pues lógicamente los cantantes no podían ni querían dar una ópera distinta cada día, sino alternar dos o tres títulos durante un período de tiempo más o menos largo, según el éxito alcanzado por cada una de las óperas presentadas.
Hay que hacer un esfuerzo de adaptación a la época de la cual estamos hablando para entender estas costumbres teatrales tan distintas de las nuestras. Para empezar, estamos hablando de ciudades en las que sólo había, en realidad, tres clases sociales: la nobleza, la burguesía acomodada, y la pequeña burguesía y gente de oficios. Las dos primeras clases vivían principalmente de sus rentas y la segunda, además, de sus negocios; la tercera exclusivamente de su trabajo, pero no se trataba de clase obrera, puesto que no existían todavía las fábricas: todo lo más había talleres domésticos donde las personas hábiles realizaban en privado algunas manufacturas vendibles, usando a veces máquinas rudimentarias. También había un sector de profesiones liberales (abogados, notarios, médicos, sacerdotes, etc.) y un crecido número de personas que realizaban servicios, especialmente los de tipo doméstico.
Todas estas personas podían acudir al teatro en las ociosas tardes del año, cuando las clases poderosas habían ejercido ya la administración de sus bienes, tarea poco dura; las clases más modestas podían muchas veces terminar sus tareas a tiempo para asistir al teatro: los sirvientes con sus amos; las gentes de oficio, pagándose una entrada modesta.
Los diferentes pisos donde se hallaban los palcos permitían diferenciar nítidamente los niveles sociales de sus ocupantes. Los pisos más bajos, y el primero, especialmente, tenían palcos más caros y espaciosos y eran alquilados por las familias más poderosas de la ciudad (de hecho estaban «obligados» a alquilarlos por su categoría social), por los grandes diplomáticos y demás gente de alcurnia. En los pisos más altos se establecían los comerciantes enriquecidos y las familias de la clase media; arriba de todo había espacios para la población sencilla, que si carecía de asiento podía también agenciarse una «entrada de paseo» que le daba acceso al local sin puesto fijo: este tipo de público solía permanecer de pie (equivalente al antiguo espacio fangoso de la plaza pública). En la parte más cercana al escenario, con el tiempo se fueron colocando algunos bancos por si la gente del patio quería seguir el espectáculo con más atención, pero era una minoría; no sería hasta bien entrado el siglo XIX que las plateas se convertirían en vastos espacios con butacas para un público más interesado por la ópera; en el XVII y XVIII la mayor parte prefería hablar, moverse, saludar a parientes o amigos o incluso tratar de encontrar cobijo en alguno de los palcos de algún conocido. Ruidosos como eran muchos italianos, podemos imaginarnos el rumor que llenaba la sala (Stendhal lo comenta todavía a principios del siglo XIX en Nápoles) y que solo se acallaba cuando llegaba el momento en que la «prima donna» o el «primo castrato» se aprestaban a cantar algunas de sus arias refulgentes con toda clase de complejas vocalidades ornamentales o de las exhibiciones de fiato. El público, que había oído aquella ópera varias veces en la temporada, sabía perfectamente cuándo llegaban los momentos que todavía valía la pena escuchar, sobre todo porque estaba establecido que los grandes cantantes hicieran variaciones cada día sobre las ideas melódicas del aria. Así, pues, el público no oía necesariamente cada día la misma música, y cuando habían artistas de gran nivel valía más la pena acudir al teatro, porque se oirían maravillas «distintas» cada día, aunque la ópera fuera la misma. Éste era el desideratum de un cantante: que sus intervenciones fuesen escuchadas con un silencio religioso propio de los grandes momentos del arte lírico: así lograban que el empresario tomara buena nota de lo fantástico que era el cantante, y de que valía la pena volverlo a contratar, mejorándole el salario, pero también era útil para que se enterasen esos envidiosos rivales que estaban intentando segarle la hierba bajo los pies y tratando de sobrepasar su mismo nivel artístico —y de sueldo.
Pero por lo común, y dadas las circunstancias ya expuestas, el público no asistía a los espectáculos con la seriedad y el recogimiento con que se hace hoy en día. El teatro, además estaba iluminado durante toda la función, ya que apagar o encender las velas o las lámparas de aceite del local habría sido un proceso demasiado complicado. El público se sentaba en los palcos a ratos, y en otros se reunía en amigable conversación en los antepalcos, donde también se podían recibir visitas, merendar o incluso cenar, mantener relaciones sociales, de negocios, políticas —incluso amorosas, en ocasiones— y, de paso, escuchar a las gargantas privilegiadas de cuyas proezas toda la ciudad se haría eco en los días siguientes.