Kitabı oku: «El despertar de Volvoreta», sayfa 2
CAPÍTULO 2
Es miércoles.
La semana transcurre tranquila, monótona. No he recibido todavía ningún correo ni llamada para un trabajo. Me lo tomo con tranquilidad; a ver... otra cosa no me queda. En el fondo tengo la extraña sensación de que me cogerán para el puesto en Carson. Solo quedan uno o a lo sumo dos días para recibir el correo más esperado. Es como estar esperando a que llegue el día del sorteo de la primitiva para ver si ha habido suerte... y te han tocado un montón de millones.
Salgo a correr una hora todos los días que puedo. Esta semana necesito más que nunca distraerme para no comerme el coco. Voy de compras con Andrea, su ruta habitual: Gran Vía, Serrano… Una locura ir con ella, al menos me distraigo un buen rato probándonos modelitos.
Pero con mi amiga no es suficiente, así que quedo a comer con Carlos.
Últimamente nos vemos poco. Anda muy liado con su trabajo. El ascender en la empresa le lleva a más responsabilidad, a más preocupaciones. Por suerte está con un cliente no muy lejos de donde vivo, hemos quedado en Vips Castellana.
Me espera junto a la puerta del restaurante. Hace frío y él aguanta el tipo estoicamente vestido con un impecable traje gris de Hugo Boss, camisa blanca y corbata color azul con pequeños motivos en gris plata. Lleva puestas unas gafas de sol tipo aviador y una enorme sonrisa que va iluminando su cara a medida que me voy acercando. Y yo con mis vaqueros, botas altas, jersey de cuello alto y la cazadora acolchada cerrada al máximo para que no se cuele el impertinente frío.
¡Tiene que estar helado!
Cuando estoy frente a él se quita las gafas y me rodea con su brazo a la vez que me da un beso en la mejilla. Al tenerle tan cerca me doy cuenta de que su aspecto ha cambiado. En todo este tiempo no me he fijado en los cambios que se han ido produciendo en él, como su cabello, lo lleva más estiloso, se ha vuelto más coqueto. Y el traje: parece un modelo, le queda increíble. Antes resultaba algo desgarbado con los hombros caídos y ahora… se le ve que tiene percha. Sus hombros parecen fuertes y bien alineados.
¡Guau!
Recuerdo por un instante la conversación que mantuve con Andrea sobre volver a retomar la relación con Carlos. Tengo que ser honesta conmigo, es difícil encontrar a una persona que encaje con una misma como lo hace él.
—Hola Marian. ¡Cuánto tiempo! —dice sin ánimo de soltarme.
—Algo más de dos semanas.
Sus ojos negros me desarman, no puedo evitar dejar de sonreír. ¡Y qué bien huele!
—Hueles bien.
—¿Te gusta? Es el perfume que me regaló Andrea por mi cumpleaños, es de Chanel.
—Sí que me gusta. Entremos, te vas a quedar helado.
—Ya lo creo.
Transcurridos algunos minutos, un camarero nos acompaña a una mesa que ha quedado vacía de cuatro comensales. El restaurante está a tope. Me quito la cazadora mientras llegamos a ella. Carlos retira la silla para que me siente mientras dejo la cazadora en la silla de al lado. Veo como se desabrocha la americana y la acomoda en la silla que queda vacía.
Al tenerle delante se agolpan en mi mente un montón de razones por las que deberíamos volver. Me da miedo que él no sienta lo mismo, que sus sentimientos hayan cambiado. Quizá esté enamorado de otra persona, alguien menos complicada y con las cosas más claras.
Nos miramos, nos observamos en silencio mientras el camarero retira los dos servicios sobrantes. ¡Qué pesado! Los dos estamos deseosos de que se marche, pero aún falta por traer la carta, la trae un compañero suyo.
—Aquí tienen la carta.
Nos entrega una a cada uno.
Por fin un momento a solas, aprovecho para esconderme tras la carta. Su mirada es tan embaucadora… que después de haber hablado con Andrea de él, se me antoja inquietante.
—Vamos Marian, no me escondas tus ojos. No me prives de ellos.
Le miro por encima de la carta, esta vez lo que oculto con ella es una sonrisa tímida.
—Hace tiempo que no nos vemos y hablamos. Lo echo de menos.
Cierro la carta y la poso sobre la mesa.
—¡Será porque tú no quieres! —digo bajando la mirada a mis manos que están sobre la mesa.
—Yo siempre estoy dispuesto a ello —dice serio.
Levanto la mirada.
Me muerdo las ganas de decir muchas cosas, cosas que me dan miedo expresar… sí, me brotan los sentimientos a una velocidad que… al tenerle tan cerca…
—¿Qué piensas, Marian? Créeme, te noto rara.
Le miro… pero no me salen las palabras.
—¿Hay algo que me quieras contar?
Miro a un lado, perdiendo la mirada al fondo del restaurante.
No, no puedo, se me agolpan los sentimientos y pesan tanto…
—Tengo hambre —le digo volviéndole a mirar.
—Tienes hambre… lo que tienes es algo dando muuuchas vueltas en esa preciosa cabecita. ¿De verdad no tienes nada que contarme?
—En otro momento —le digo con cierto tono de indiferencia, no quiero que continúe indagando.
—¡Ah, vaya! ¿No me lo vas a contar? —me mira con gesto desafiante.
—Ya te lo contaré en otro momento. Comamos porfa —pongo cara de buena, no quiero que se enfade conmigo.
—Está bien. Pidamos la comida.
Durante la comida, Carlos intenta hacer alusión a nosotros dos como pareja. A medida que hablamos de todo un poco, me doy cuenta de que quiere llegar… a donde quiere llegar. A saber si estoy preparada para ello, si quiero retomar lo nuestro. Pero no sé cómo ni por qué me vuelvo fría y distante; arrebatándole la oportunidad de seguir indagando. Creo que no es el momento, ni el sitio, ni el lugar para hablar de algo que nos ha fracturado (por decirlo de alguna manera) como pareja. Sé que ha sabido interpretar mi reacción. Ha sido inteligente, ha cambiado rápidamente de sintonía y se ha dedicado a hacerme reír con sus típicas ocurrencias. La sobremesa ha sido lo mejor, recordando días inolvidables de acampada con la pandilla.
Después de pasar un rato encantador con Carlos comiendo y hablando también de sus nuevos proyectos y de mis supuestos proyectos que se supone, algún día se harán realidad… regreso a casa y me dedico a hacer magdalenas con pepitas de chocolate que tanto le gustan a Andrea. Entre tanto: pensamiento va pensamiento viene.
Son las nueve menos cuarto de la mañana del jueves.
Hoy puede que reciba el correo que con tanta ansiedad estoy esperando. Andrea ya me ha avisado de que no me haga muchas ilusiones. “¡Espero que sea hoy!, me digo a mí misma”. Me preparo el desayuno; como de costumbre, Andrea sigue dormida. Suspiro mirando al techo de la cocina esperando que una luz divina por fin me ilumine. Enciendo el portátil y miro mi correo, sin ninguna novedad; todavía es temprano... más entrada la mañana quizá lo reciba.
Me tomo un buen baño caliente de espuma, necesito distenderme. Pongo música relajante, sonidos de lluvia, de mar, de viento…
Me quedo como nueva.
Después de secarme con el albornoz, me pongo un chándal y me dirijo al salón. Allí está Andrea en pijama; con el pelo alborotado y una sonrisa en los labios. Está tomándose un tazón de cereales.
—¿Hay noticias? —me pregunta con curiosidad.
—Que yo sepa no. Tengo que mirar mi correo. A propósito ¿qué hora es?
—Las diez y cuarto.
Abro de nuevo mi correo. Parpadeo varias veces antes de soltar un grito de alegría. Me tapo seguidamente la boca con las manos para ahogar un nuevo grito. Andrea abre los ojos como platos y me mira atónita
—¡No me puedo creer que te hayan seleccionado! —dice entusiasmada.
Leo en voz alta el contenido del correo que dice así:
Carson Project Spain:
Departamento de RRHH.
Srta. Álvarez Martín.
Tenemos el placer de comunicarle que ha sido Vd. preseleccionada para una nueva entrevista en las dependencias de nuestra compañía.
Rogamos preséntese el próximo día 3 de diciembre a las 9.30 horas, en Recursos Humanos.
Esperamos su asistencia.
Gracias.
—¡Dios! ¡Es fantástico! —dice Andrea con una gran sonrisa—. Corre hacia mí y nos abrazamos con fuerza. Sabe lo que esto significa para mí.
—¡Madre mía, Andrea! ¡No me lo puedo creer! No quiero hacerme muchas ilusiones… pero… no puedo evitar hacérmelas.
Nos separamos y nos miramos a los ojos unos instantes. Finalmente:
—Amiga. Esta puede ser tu oportunidad. ¡Ánimo!
—Gracias, Andrea.
La miro con alegría mientras un torrente de ilusiones empieza a desplegarse en mi cabeza.
—¡Eh! Conozco esa mirada. No se te ocurra hacerte más ilusiones que las justas. Luego no quiero tener que aguantar tus llantos.
—Pero bueno, ¿desde cuándo has tenido que aguantar tú mis llantos? Sabes que yo no lloro y menos por algo así. Se trata de otra cosa.
—Cierto. Eres dura como el granito —dice convencida—. ¿Entonces de que se trata? —pone cara de pícara.
—Es solo que… —intento reprimir una sonrisa emocionada al decirle a mi amiga— Carlos... ha intentado hablar conmigo para volver, ya sabes… se ha insinuado —aparto la mirada de mi amiga para perderla a un lado—, me ha dejado caer que va siendo hora de plantearnos si continuar lo nuestro y…
—¿Qué le has dicho? —centra toda su atención en mí, está deseando oír, lo que las dos sabemos que quiere oír.
—En definitiva nada —le digo volviéndola a mirar.
—¿Nada? —dice con cara de no poder creer lo que escucha—. ¡¿Nada?! Marian, ¡por el amor de Dios! Ese hombre tiene una santa paciencia…
—Andrea, escúchame —le digo intentando captar toda su atención—. No era el lugar ni el momento indicado para hacerlo. Estábamos en el Vips. Había un ajetreo increíble en el restaurante. Hubiese sido diferente… si hubiéramos estado en un lugar más tranquilo, donde la conversación se pudiera llevar sin problemas. Pero no era este el caso. Es un tema delicado para los dos, y lo sabes.
—Lo entiendo —dice asintiendo con la cabeza—. El caso es que estés receptiva.
—Creo estarlo. Pero… me asusta… —digo pensativa— me asusta… descubrir nuevos sentimientos. De todos modos un año es mucho tiempo sin sentir y suficiente para que los dos nos hayamos enfriado. Quizá no vuelva a ser lo mismo.
—¿Tú crees? —dice volviendo a poner cara de pícara—. Vosotros no os dais cuenta. Os vengo observando a los dos desde hace tiempo. Desde que dejamos la universidad. Para vosotros es crucial esa fecha, es el disparo de salida para continuar lo que dejasteis. He visto como le miras. Hay mucho en ti y tienes que dejarlo salir. Él… estoy segura de que quiere quemar hasta el último cartucho para tenerte.
—Andrea, no le demos más vueltas al asunto. El tiempo nos lo dirá.
Mi querida amiga parece desesperarse.
Se queda un instante pensativa.
—Tienes razón. ¡Pero que lo diga pronto, que a mí me va a dar algo con tanta incertidumbre! —me dice agarrándome por los hombros y zarandeándome.
¡Qué pesada!
CAPÍTULO 3
Ya es el día.
El tan deseado 3 de diciembre.
El despertador es despiadado, como siempre, pero se lo perdono, la ocasión lo merece. Esta vez no ha hecho falta que Andrea me preste la ropa para la entrevista ya que me he comprado, a muy buen precio, un bonito traje pantalón de color gris medio y una camisa blanca con rayas moradas. Me sienta como un guante. Estoy supernerviosa, más que cuando fui a la primera entrevista. Me monto en el coche de mi amiga —me lo ha vuelto a prestar—, y me dirijo a la tan deseada entrevista. El tráfico es algo menos denso que de costumbre y vuelvo a llegar con tiempo de sobra.
Entro en el edificio y me dirijo a la primera planta, donde está Recursos Humanos. Al entrar en la sala de espera, la señora que estaba el otro día tras el mostrador me mira por encima de las gafas. Seguidamente coge el auricular del teléfono y se comunica con alguien al otro lado de este.
—¿Señorita Álvarez? —me pregunta mientras me mira con las gafas esta vez en la mano. No me ha dado ni siquiera tiempo a sentarme a esperar.
Me acerco sorprendida al mostrador. No hay nadie esperando en la sala.
—La esperan. Última puerta del pasillo.
—Muchas gracias —contesto con un ligero sentimiento de recelo.
Soplo, soltando todo el aire que retengo dentro de los pulmones. Estoy nerviosísima, no sé como voy a poder controlar los nervios. Respiro profundamente y vuelvo a soltar el aire mientras avanzo por el pasillo. Me coloco bien el traje antes de traspasar la puerta que me separa de mi entrevistador. Golpeo suavemente con los nudillos en ella.
—¡Adelante!
Espero que esta vez la entrevista no sea tan fría como la anterior.
Respiro hondo mientras me deseo suerte.
Abro la puerta.
—¡Buenos días! —digo mientras esbozo una tímida sonrisa.
—¡Buenos días, señorita Álvarez!, al final va a tener usted suerte, siéntese por favor —me recibe con gesto arrogante y desconfiado.
Me siento en la única silla que hay disponible frente a mi duro e implacable entrevistador. Trato de tragar saliva. Me mira por encima de sus gafas. Sus ojos se clavan como dardos en los míos como si quisiera descubrir en qué estoy pensando. Un escalofrío me recorre la espalda, tengo las manos heladas y no soy capaz ni de pestañear. La tensión se puede cortar con un cuchillo. No sé cómo puedo mantener el temple. Me mira con mucha atención.
Desde el minuto uno… haciendo presión.
—El puesto que queremos cubrir, señorita, es más importante de lo que usted pueda llegar a imaginar —su arranque me desconcierta—. Se necesita tener mucha personalidad, ganas de trabajar, espíritu de sacrificio y un conjunto extenso de cualidades que me extraña que alguien tan joven como usted, pueda reunir.
Yo le miro sin mostrar atisbo alguno de mis emociones, seria y sin apenas pestañear; de todos modos no podría.
—Me gustan los retos —me atrevo a decir—. No me asusta trabajar, mejorar e incluso, si es necesario, multiplicarme —los ojos se me abren como platos, no me puedo creer que todas esas palabras estén saliendo de mi boca sin control.
—Bien señorita. Parece que está dispuesta a trabajar duro.
—Por supuesto —contesto tajante, sin dejar de asombrarme a mí misma.
Con gesto serio e impenetrable coge el auricular del teléfono y aprieta un botón; enseguida le contestan.
—¡Pase por mi despacho, la señorita Álvarez ha terminado conmigo! —vuelve a mirarme como si se sintiera satisfecho de sí mismo.
—Ya he terminado con usted.
Me quedo sorprendida: ¡¡Ya!! ¿Ya está todo? ¿Ya acabó la entrevista? El desconcierto se apodera de mí.
—Le doy mi visto bueno para que la secretaria del señor Carson se entreviste con usted. Tendrá que ir con ella a otro despacho, señorita Álvarez. Espero que se cumplan sus perspectivas. Aproveche bien esta oportunidad.
¿Cómo? ¿Qué? No entiendo nada.
—Veo que se ha quedado usted… —dice con gesto pensativo— digámoslo así… ¿Perdida? —se quita las gafas y me mira con detenimiento mientras se recuesta en su asiento—. No se preocupe, esto no se ha acabado aquí. Tiene usted la oportunidad de convencer a la persona que en estos momentos se dirige hacia aquí, de que merece el puesto que se le ofrece.
Antes de que pueda reaccionar… llaman a la puerta.
—¡Pase, por favor! —dice mi entrevistador.
—¡Buenos días, señor Ibarra! —una voz femenina se escucha a mi espalda.
—¿Señorita Álvarez? —se coloca junto a la mesa del despacho, frente a mí y me extiende la mano para que se la estreche—. Me llamo Isabel Gómez. —Me doy cuenta de que mis manos están empapadas en sudor, los nervios me están jugando una mala pasada; me seco con disimulo la mano en el pantalón y se la estrecho.
—Señora Gómez. Le doy el visto bueno para que entreviste a esta joven.
—Bien, —dice esta con una amplia y cálida sonrisa—. Espero que el señor Ibarra no le haya intimidado. Es un hombre implacable, capaz de sacar lo mejor y lo peor de los candidatos.
El señor Ibarra sonríe complacido. Parece que le encanta hacer sufrir al personal. ¡Será tirano...!
—No me he sentido intimidada —le digo tratando de autoconvencerme. ¡¡Vaya que no!!
—Por favor, acompáñeme señorita Álvarez; tenemos que continuar.
—Señorita, encantado de haberla conocido —el señor Ibarra se levanta, extiende su mano para que se la estreche y así lo hago.
Me levanto y acompaño a la señora Gómez.
Salimos al pasillo. Me conduce a través de otra puerta y otro pasillo aún más largo. Llegamos a los ascensores internos del edificio, supuestamente solo utilizados por trabajadores autorizados puesto que ella abre la puerta de este con una llave especial. Me hace un gesto con la mano para que entre en él. Estoy hecha un flan. “¿Qué será lo que me espera?”, me pregunto.
Pulsa el botón del último piso: el número seis.
Me cuesta respirar, hace un calor agobiante en el ascensor y el trayecto se me hace interminable. Por fin se abren las puertas. ¡Qué gusto! El pasillo es mucho más amplio y no hay tantas puertas como en el anterior.
Me conduce por el extremo derecho del pasillo hacia un despacho grande de planta cuadrada. Tiene dos mesas de oficina idénticas al fondo, una a la derecha y otra a la izquierda. Justo detrás de cada mesa hay una puerta. Al principio de la sala tanto al lado derecho como al izquierdo, un sofá y dos sillones que comparten una mesa baja, supongo que para las visitas. Hay otra puerta, está al lado derecho entre la mesa de Isabel y los asientos para las visitas. El fondo del despacho es una amplia cristalera desde el suelo al techo que llena de luz la estancia y por la que se pueden ver otros edificios cercanos. La señora Gómez se acerca a su mesa, la que está a mi derecha.
Se vuelve hacia mí. Yo me quedo de pie junto a los asientos, a la espera. Estoy tensa como las cuerdas de una guitarra.
—Siéntese, por favor.
Tomo asiento.
Observo que la otra mesa está vacía y totalmente recogida. Solo hay sobre ella un teléfono con una pequeña centralita, un ordenador y una lámpara de sobremesa. Quizá es la que yo, supuestamente, voy a ocupar. “¡No te hagas ilusiones, Marian!”, me reprocho.
La señora Gómez tiene aproximadamente cuarenta años. Viste elegante y luce media melena de color castaño. El cutis bien cuidado, ojos alegres y amplia sonrisa. Prepara cuidadosamente una carpeta con documentos sentada en su sillón de diseño moderno en piel de color negro. Se gira hacia mí mientras se levanta.
—¡Señorita Álvarez, pase por aquí por favor! —me indica justo la puerta que está detrás de ella. Queda un espacio amplio entre su mesa y la puerta.
Entramos en un despacho rectangular grande y luminoso. El mobiliario es de diseño vanguardista: de color blanco y rojo. A la izquierda está la vidriera y delante de esta, hay una mesa de despacho de color blanco, con un portafolio de color rojo sobre ella. La pared que tengo delante da buena muestra de la longitud del despacho; delante de esta hay un mueble bajo de color blanco, debe tener unos tres metros de largo por medio metro de alto, con dos puertas de color rojo al lado izquierdo y otras dos puertas al lado derecho; el centro del mueble está dividido en cuatro huecos. En la pared justo encima del mueble hay una lámina enorme en tonos: negro, gris, rojo y blanco; en ella se puede ver el edificio sede de la compañía en Washington. Al lado derecho del mueble, a continuación de este, un sofá de piel blanco con una mesa de cristal de color rojo. En el centro de la pared opuesta a la vidriera hay una puerta. Frente al sofá, dos sillones pequeños, con ruedas, en piel color blanco.
La señora Gómez acerca uno de los sillones a la mesa del despacho.
—¡Siéntese por favor! —Ella se sienta al otro lado de la mesa, saca unos documentos de la carpeta y a continuación se acerca a la puerta que está en el lado opuesto y la abre. Entra en el otro despacho y, pocos segundos después, sale de él y deja la puerta entreabierta, para volver a sentarse de nuevo frente a mí.
—¿Quiere un café, agua o algún refresco? —me pregunta amablemente.
—Por favor, un vaso de agua, si no es molestia. Gracias.
Se acerca a la mesa del primer despacho y ordena a alguien que le traiga un vaso de agua. Seguidamente la persona se mueve con rapidez y en pocos segundos la señora Gómez me trae el vaso de agua. Me lo ofrece, lo cojo con ligero nerviosismo, le doy dos sorbos pequeños y lo coloco con cuidado encima del posavasos de papel que ha dejado sobre la mesa.
—¡Bien, ahora vamos con lo importante! El señor Ibarra es el psicólogo-sociólogo responsable de Recursos Humanos de nuestra empresa. Él suele entrevistar por segunda vez a todos los candidatos que cree que pueden ser interesantes y estar cualificados para cada puesto; hace una criba y vuelve a entrevistar a los definitivos. En este caso, a los tres definitivos para este puesto los entrevisto yo. De las tres personas seleccionadas nos decantaremos por la mejor. Le informo primero en qué consiste este puesto y después resolvemos todas las posibles dudas. ¿Le parece bien?
—Sí —digo con timidez.
—El Señor Carson, presidente de la compañía, necesita una persona de confianza: joven, dispuesta a viajar y sobre todo a trabajar. Se trata de llevar su agenda, asistirle en reuniones y ayudarle en los asuntos que lo requieran. En tres meses, poco a poco se pondrá al día, no se le exige la perfección de inmediato. Tendrá ayuda y apoyo tanto por mi parte como por parte del señor Carson. Le garantizo que se sentirá cómoda y sobre todo apoyada al máximo. Sé que es extraño esto que le digo, pero el señor Carson lo exige así. Quiere que la persona que va a estar tanto tiempo con él se sienta cómoda, ya que viajará y pasará tiempo alejada de su familia, el trato que se le dará será de persona de “confianza“.
¿Persona de confianza? ¿Así, por las buenas? ¡Esto me parece surrealista!
Seguro que es un multimillonario arrogante, altivo, con aire de superioridad, de los que mira por encima del hombro y mil cosas más que se me ocurren.
Ella se da cuenta de la cara que pongo mientras me confieso mis propios pensamientos.
—Su cometido, créame —dice—, es más sencillo de lo que usted cree. Es solo cuestión de tiempo; usted misma dijo que no le importaba trabajar, mejorar, aprender y, si fuese necesario, multiplicarse. No va a ser necesario que se multiplique, eso nunca se le va a exigir. No tema.
—Tres meses tengo para ponerme al día —recalco.
La verdad es que no me parece imposible ponerme al día en tres meses. No me puedo permitir el lujo de pensármelo. He de intentarlo, necesito este trabajo como sea. Hace por lo menos un siglo que no he estado tan cerca de conseguir un trabajo con semejantes perspectivas.
—Disculpe que le haga una pregunta: me ha dicho que somos tres personas las seleccionadas, ¿puede usted decirme… si estoy ya elegida para el puesto… o… todavía tienen que elegir a un candidato?
—Es usted muy rápida señorita Álvarez. Usted ha sido elegida. En el caso y, solo en el caso de que no acepte, se llamará a la siguiente candidata. Tenga en cuenta que el señor Ibarra es una pieza clave de esta compañía, su olfato para seleccionar el personal es infalible, muy pocas veces se equivoca. En usted ve unas cualidades francamente buenas. Tendremos tiempo de comprobarlo. Le dejaré unos minutos para que se lo piense y volveremos a retomar el tema. ¿Le parece bien?
—Sí. Gracias —la verdad es que necesito tomarme un respiro.
Al salir del despacho cierra la puerta.
¡¿Qué demonios estoy haciendo aquí?!
No creo que esté preparada para este puesto, no tengo experiencia —los nervios hacen verdaderos estragos en mí—. Tampoco tengo mucho donde elegir, me digo.
—¡Qué diablos, tendré que intentarlo, no tengo nada mejor! —me lamento en voz alta—. Necesito trabajar como sea y si he de empezar como asistente… puede que sea lo más cerca que voy a estar en mi vida de un puesto en Dirección. El estudiar una carrera no le garantiza a nadie que puedas ejercerla. Hay que tener hoy en día mucha suerte o un buen “enchufe” claro está. En fin… ¡que sea lo que Dios quiera! —suspiro resignada.
Diez minutos más tarde la señora Gómez entra por la puerta, se sienta nuevamente en la silla frente a mí.
De repente… Una voz masculina suena detrás de mí.
—¡Isabel, por favor!
Me quedo sorprendida. Pensaba que no había nadie en el otro despacho y yo… expresando mis pensamientos en voz alta, ¡qué vergüenza! Noto como se me sube el pavo sin remedio.
Isabel se levanta y me indica con la mano que haga yo lo mismo.
—Sígame de nuevo, señorita Álvarez.
La sigo. Entro en el despacho que está situado detrás de mí.
Un hombre de un metro ochenta aproximadamente, vestido con un traje azul marino inmaculado, se encuentra de pie de espaldas a nosotras, mirando a través de la cristalera. Su cabello es castaño, ligeramente ondulado, con algunas canas muy difuminadas que apenas se aprecian.
Se gira hacia nosotras en cuanto se percata de que entramos.
Debe rondar los sesenta años bien cuidados. Desprende carisma. Vaya; parece una persona interesante.
Me brinda una amplia y cálida sonrisa mientras sus grandes ojos verdes me miran con familiaridad.
—Señorita Álvarez, me es grato conocerla —se acerca a nosotras rodeando la mesa con sutil y natural elegancia. Es una de esas personas con encanto natural; de las que te sorprenden gratamente y no sabes porqué. En el mismo momento que se dirige a mí, me extiende la mano. Yo se la estrecho mirándole directamente a los ojos.
—Veo, señorita Álvarez, que tiene dudas sobre el puesto que ofrecemos. Discúlpeme, deje que me presente, soy el señor Carson.
Me quedo con la boca abierta. Sin duda ha escuchado toda la entrevista e incluso mis conclusiones en voz alta. “¡Marian contrólate que te tiemblan las piernas! Esto no te lo esperabas”, me digo.
—Siéntese, por favor —me indica una de las sillas de diseño situadas frente a él, mientras vuelve a rodear la mesa para sentarse en su cómodo y moderno sillón de cuero negro. La señora Gómez se sienta en la otra silla junto a mí. Se acomoda el nudo de su elegante corbata de franjas anchas en diagonal de tres tonos: desde el azul cielo hasta llegar al azul marino, con finas franjas rojo rubí intercaladas. Me sorprende observar que carece prácticamente de ese acento característico que los americanos tienen cuando hablan español. Su pronunciación es casi perfecta.
—Señorita Álvarez, el puesto que se le ofrece es sencillo y rutinario. Hemos podido comprobar sus referencias. No tiene experiencia en el puesto que le ofrezco pero… parece ser que es muy trabajadora y que dispone de iniciativa propia. Créame joven, eso es algo que valoro mucho en las personas: iniciativa, voluntad, perspectivas… Sí señor, muy buenas cualidades para empezar. El contrato que le ofrezco es fijo y con posibilidades de mejorar dentro de la empresa. Siempre están las puertas abiertas a todos los trabajadores que quieran escalar posiciones. ¿Entiende a qué me refiero? Una de las oportunidades que se abren hacia el puesto que va a ocupar o que podría ocupar en un futuro, es ejercerlo en nuestra sede central en Washington. E incluso en cualquier destino donde nuestras filiales estén presentes.
No dejo de mirarle a los ojos, atenta a sus palabras. En contra de mis primeras impresiones puedo asegurar que no es ningún engreído y arrogante millonario. Sus sencillas y sinceras palabras me tranquilizan; su forma de dirigirse a mí y mirarme, por extraño que parezca… me da seguridad. Él también me mira directamente a los ojos, hay momentos en que creo que sus ojos me sonríen. Absurda observación por mi parte.
Un contrato fijo. Nunca he tenido la oportunidad de permanecer más de tres meses en un trabajo, me entusiasma la idea. Me resolvería muchos problemas y podría ayudar a mi madre un poco, puesto que siempre se ha sacrificado para que yo pudiera estudiar y encima me ayuda a sufragar los gastos que me produce vivir con Andrea. Lo de ejercer el puesto en un futuro en Washington o cualquier destino donde estén sus filiales… siempre es un aliciente más. De todos modos es una posibilidad muy lejana aún para mí. Lo de Washington… sí me seduce. Siempre he tenido ganas de viajar y conocer Estados Unidos. El presupuesto no me ha dado para hacerlo. Espero que por fin tenga esa oportunidad.
—Si con el transcurso de un tiempo prudente, usted quiere renunciar al puesto porque no se sienta a gusto, o crea que no está suficientemente capacitada para él, le permitiremos sin ningún problema abandonarlo. Necesito a una persona que esté cómoda y a gusto conmigo, que me ayude a organizar el día a día. No va a estar esclavizada como muestran en alguna de esas películas… ya me entiende.
Hace una pausa.
Los tres nos quedamos callados, yo ordenando mis pensamientos y ellos esperando a que diga algo.
Finalmente me decido a probar. ¿Qué voy a perder?
Nada. Más bien todo lo contrario. El tener un trabajo fijo y seguro me va a dar estabilidad en todos los sentidos: económica, recompensa a tantos años de estudio, de días y noches sin poder salir, sin poder divertirme, fuera trabajos precarios de sueldos irrisorios, un planteamiento de vida futura con al menos expectativas… y Carlos.
Carlos es una buena expectativa.
Tener este trabajo también va a influir en que no me sienta en desventaja con él. Él tiene proyectos de futuro, los va culminando poco a poco. Ya vive independiente. Tiene su propia casa, su propia vida. Es algo que envidio, y no solo en él, en cualquier persona.
—Está bien, acepto el puesto —me dirijo al señor Carson, segura de mí misma.
El señor Carson esboza una sonrisa de satisfacción y se anima a explicarme con calma todos los pormenores y a despejar todas las dudas posibles que tuviera.
La señorita Gómez sonríe complacida, me anima.
—¡Todo saldrá bien! —me dice.
Seguidamente la señora Gómez pone sobre la mesa dos contratos, uno de ellos es de confidencialidad.