Kitabı oku: «Nos quitaron la miel», sayfa 3
El último año de guerra había llegado al pueblo, huyendo de los bombardeos de París, una familia que, casualmente, pese a ser franceses, eran de origen español. Todos hablaban nuestra lengua y tenían dos hijas más o menos de la edad de mi hermana y un hijo mayor, guapo y simpático, Toni, que se enamoró de Tata. Era lógico, mi hermana era una morenaza de grandes ojos negros, sonrisa preciosa, buen tipo, simpática y alegre. Cantaba y bailaba muy bien, por lo que siempre arrastró un montón de enamorados detrás. Así que a nadie sorprendió cuando se comprometieron. Los parisinos convencieron a mis padres para que mi hermana se trasladara con ellos a París con la promesa de que ellos la cuidarían. Nosotros tres nos quedamos unos meses más en Guillonville, hasta que mi hermana encontró un sitio donde cobijarnos, cosa harto difícil tras cuatro años de guerra, con gran parte de París arrasado por los bombardeos. Para mí fue un alegrón porque, de otro modo, me hubiese visto obligada a marcharme a un pueblo situado a más de 60 kilómetros para continuar mis estudios, concluido ya el ciclo primario. La perspectiva de vivir sola entre desconocidos me aterraba, así que reunimos de nuevo los cuatro era lo mejor que me podía ocurrir.
Liquidamos la casa de Guillonville, y en camión, ya de forma civilizada y sin sobresaltos, nos mudamos a París, o mejor dicho a las afueras, un pueblo, que ahora es una barriada. Se llamaba Choisy-Le-Roy y el majestuoso río Sena la atravesaba. La vida allí era tranquila y agradable. Había un castillo rodeado de un parque, que Luis XV, el «Rey Bienamado», hizo construir para su favorita, la famosa marquise de Pompadour.
En lugar de castillo, nosotros obtuvimos, como un enorme favor, una habitación grande situada en el semisótano de la vivienda de una tía de Toni, el novio de mi hermana. Tenía, eso sí, luz y agua, pero solamente había espacio para colocar la estufa, la mesa y la cama de mis padres. Nosotras teníamos derecho a una habitación para dormir arriba. El 13 rue du Bel Air lo formaban las diferentes casitas de las tías de Toni y de sus padres, formando una especie de U con un patio común en el medio, y al igual que el resto de las viviendas de la calle, estaba rodeado de huertos y jardines. Los franceses llaman esas casitas «villas» y son el encanto que rodea París, con jardines floreados y arbolados que constituyen un remanso de paz. El sueño de todos los parisinos es poseer «une villa en banlieue»3. Pero aquel chalet no era un sueño. Para nosotras era bastante incómodo tener que salir fuera para ir a dormir, pero tuvimos suerte de encontrarlo. Además aquello parecía un rincón de España, porque toda la numerosa familia hablaba español, cosa estupenda para mis padres quienes tenían muchas dificultades con el francés. Siempre les he servido de intérprete. Por aquella casa fueron pasando muchos refugiados de la Guerra Civil, conocidos del pueblo y compañeros de lucha, cuyos temas de conversación interesaban más a mis padres, ya que los vecinos, familiares de Toni, estaban completamente inmersos en la cultura y problemática francesa y para ellos España era algo lejano.
Mi padre rápidamente encontró trabajo en la construcción, y se especializó en el montaje de las estructuras metálicas de los grandes edificios. Mi hermana trabajaba en un taller de alta costura y mi madre realizaba trabajos de modista a domicilio, muy mal pagados, sin seguro y sin defensa alguna ante los dueños que explotan a las pobres mujeres en sus casas. Yo fui al colegio y me impresionó de lo grande y bonito que era. Sólo éramos chicas y todas de la misma edad y yo era la única española de la clase. Ya había terminado el ciclo primario, pero no había pasado el examen de ingreso en la Secundaria, por una cuestión de fechas, así que me tocó repetir el último curso del ciclo. Esto me resultó fácil y fui la primera de la clase todo el año. Al ser nueva y no conocer a nadie, me quedaba en el patio de recreo apoyada en la pared mirando jugar a las otras que se conocían desde pequeñas. Yo allí era una refugiada española pobre y vestida como tal. La maestra, mujer de izquierdas, al observar mi seriedad y los buenos resultados que obtenía en clase, comenzó a apreciarme y muy pronto el resto de la clase me adoptó plenamente cuando antes me había mirado de reojo.
Sin embargo, un acontecimiento vino a recordarme que seguía siendo una paria. A finales de año, el presidente de la República Francesa, monsieur Vincent Oriol, organizó una fiesta en el palacio del Elíseo para todos los primeros de la clase de todas las escuelas primarias de París. Pusieron en palacio un pino enorme ricamente decorado. Cuando supimos la noticia me puse muy contenta: ya me veía yo en el palacio. Pero la alegría duró poco. Enviaron a la fiesta a la segunda, puesto que yo era extranjera. Así tomé muy joven conciencia que no siempre eso de «Liberté, Egalité, Fraternité» era verdad porque lo aplicaban según su conveniencia. Para mí fue una gran desilusión y un trago amargo comprobar que Francia no era mi país, ni mi tierra, ni mi gente. Continuaba siendo una refugiada. Pensaba en España como en un paraíso lejano, idealizando todo lo español, todos los tópicos me parecían reales, y todavía recuerdo cómo soñaba con nuestra patria y cómo le componía versos con la ilusión de una enamorada.
La primera vez en mi vida que fui de vacaciones escolares me alojé en el castillo de Montrem, en la provincia de la Dordoña. Curiosamente, veinte años más tarde, mi hijo Antonio fue también de vacaciones a ese mismo castillo desde Gennevilliers, donde vivíamos entonces. Choisy-Le-Roy tenía en aquel entonces municipalidad comunista, como en todo el cinturón rojo de París, y los respectivos ayuntamientos se esmeraban por ofrecer a los chavales vacaciones en el campo. El castillo se adquirió con tal fin. En aquella época todo me apasionaba: el volley-ball, bajar con una plancha sobre la hierba reseca de una ladera con mucha pendiente, bañarnos en el río, hacer trabajos manuales, pintura, música, linograbado y fabricar juguetes de trapo y aserrín; participar en las expediciones con los monitores por el bosque, y reunimos en torno a las divertidas hogueras encendidas en el prado, cantando y bailando. También me gustaba participar por la noche, en el dormitorio, en acaloradas batailles aux polochons, esto es, guerra campal a base de almohadas. En una ocasión la dirección del campamento preparó un día una excursión para toda la colonia. Salimos en dos autocares a las famosas grutas Les Eysies. Fue sensacional. Para mí resultaba algo nuevo bajar a las entrañas de la tierra, observar las estalactitas y estalagmitas, pasear en barca por un lago subterráneo mientras recibíamos explicaciones de los guías. Hubiera querido que ese mes durara siempre. Por fin era como una niña cualquiera, despreocupada y feliz, jugando como todos los demás. Es el mejor recuerdo de mi niñez.
También me gustaba mucho que fuésemos al cine los sábados por la noche, aunque no lo hacíamos tantas veces como yo hubiese querido. No obstante, cuando ocurría, se me antojaba que me asomaba al mundo por una ventana. Vimos las películas que alimentaron mis sueños: El Zorro, El libro de la selva, Tarzán, Los tres mosqueteros. Todo eso cuadraba con nuestra forma de ser: defender a los oprimidos, la naturaleza y la justicia. Por aquel entonces mi ídolo era Tyrone Power, el guaperas que vestido de zorro, de corsario, o de lo que fuera, siempre salvaba a la chica y vencía a los malos.
Por Choisy-le-Roy pasaban muchos españoles. Los familiares y amigos se iban dando direcciones los unos a los otros y nos íbamos localizando todos, los conocidos y los desconocidos también. Recuerdo que me impresionaron muchísimo los relatos de algunos españoles que habían podido sobrevivir en los campos de la muerte en Alemania. Los nombres del horror, Mauthausen, Büchenwald, Auschwitz, entraron en mi vida mediante el relato realizado por los compatriotas que visitaban a mis padres. A través de su militancia mi hermana conoció a un superviviente histórico, el joven fotógrafo catalán Francisco Boix, quien tras participar en nuestra Guerra Civil como corresponsal en el frente, estuvo en primera línea luchando con los franceses contra los invasores alemanes. Lo atraparon y fue deportado con otros miles y miles de españoles, franceses, rusos, polacos y judíos de varias nacionalidades, al campo de exterminio de Mauthausen. Como era buen fotógrafo los nazis lo emplearon como tal, para que hiciese el reportaje de sus atrocidades, de las matanzas sistemáticas que practicaban, entre ellas, las de 6.500 españoles sólo en ese campo. Este fue otro servicio más que los alemanes le prestaron a Franco: eliminar a miles de republicanos que no consiguieron matar en el transcurso de la Guerra Civil. Pero el Partido siguió organizado dentro y Francisco continuó siendo comunista. Arriesgó su vida junto a otros camaradas pero logró esconder muchos negativos y, años más tarde, fotografió al fin la liberación del campo. Sus fotos dan testimonio del estado en el que se encontraban los esqueléticos prisioneros al huir los nazis. Y fueron sus fotos las que se convirtieron en pieza fundamental en el proceso de Nuremberg para condenar a los verdugos quienes, cínicamente, negaban la existencia de los campos de exterminio.
Resulta difícil aceptar que se cometieran semejantes actos, esa horrible carnicería humillante que torturaba de mil maneras a pobres hambrientos, indefensos seres reducidos a nada, tenidos por sus guardianes en mucho menos que los lustrosos y bien comidos perros que les servían para perseguir a los prisioneros. Por las noches soñaba con los relatos oídos y me despertaba toda sudorosa, temblando de frío. Relatos espeluznantes que hemos escuchado en multitud de versiones, fotos, películas, libros, como el de Jorge Semprún sobre su estancia en Buchenwald. Aquí en España todavía se habla poco de aquello, la joven generación no sabe nada de toda esa monstruosidad, de esos millones de muertos y de los millones de muertos en vida porque, en los supervivientes, perseveran las marcas físicas y psíquicas de esos tormentos y de esos años atroces.
Tras la Segunda Guerra Mundial, los libros escolares que a lo largo de la contienda fueron censurados por el gobierno fascista del mariscal Pétain, dejaron de tergiversar los hechos históricos. Fue entonces cuando descubrí realmente la Revolución francesa de 1789, y me apasioné con todo lo que se relacionaba con ella. Me suscribí a una revista mensual de temas históricos y en la biblioteca del barrio buscaba relatos y memorias de personajes de esa época. Soñaba con esa fabulosa gesta del pueblo francés que se sacudió una monarquía corrupta y un orden aristocrático y clerical que les oprimía. Incluso recuerdo que escribí una historia de una banda de niños que participan en París en todos los acontecimientos, desde 1789 a 1792, y llené con sus hazañas dos cuadernos. Mi historia se leyó en clase y tuvo un éxito enorme. Años más tarde busqué por todas partes esos dos cuadernos para leérselos a mis hijos pero no los encontré. Me llevé un gran disgusto. Guardo meticulosamente un montón de cosas que no tienen valor de cambio alguno, pero que para mí son pequeños tesoros: cartas de mis amigas del colegio, mis cuadernos de geografía con sus mapas coloreados con esmero, mis poesías de niña y adolescente, los primeros mechones de pelo de mis hijos, rubio dorado de Antoñito y negro el de Lidia, sus primeros dientes y, por supuesto, todos sus dibujos de parvulario, sus cuadernos de notas ya mayores y sus deliciosas cartas casi ilegibles desde las colonias de vacaciones cuando eran chiquitines y apenas se descifraba lo que querían decir. O sea, que aquellos dos cuadernos fruto de mi exaltación revolucionaria, alguien se los llevó.
Yo me sentía completamente identificada con aquellos ideales de 1789, con ese pueblo llano que supo rápidamente hacer suyas las consignas del Tiers Etat, la nueva burguesía que exigía cambios. Identificada con su empuje para ir más allá, hombres y mujeres analfabetos, hambrientos, explotados y pisoteados por todos, se levantaron, no para el pillaje, sino para exigir una constitución justa, y luego, tras la traición del rey, una República.
En aquel periodo se realizaron cosas grandiosas en Francia, entre ellas, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que ha servido de modelo a las declaraciones de derechos y obligaciones de las posteriores constituciones adoptadas por el mundo. También se acuñó un nuevo término: «ciudadano», no «súbdito del rey» como antes, lo que implicaba dependencia y obediencia absolutas a la Corona. Ciudadano, titular de derechos y obligaciones, sometido como todos por igual ante la ley. Se impuso la escolarización pública para todos. Esos revolucionarios que luego cometieron errores, supieron ver pronto que lo primero era educar al pueblo, que cuando se pone en marcha nada detiene ni nadie lo engaña. Fue Danton quien lo supo resumir: «Après le pain, l’Instruction est le premier besoin du peuple»4 ¡Cuánta razón tenía!
JUVENTUD
Un compañero de trabajo de papá estaba muy enfermo de tuberculosis y finalmente hubo de ingresar en el hospital. Estaba casado con una joven francesa que le había abandonado dejándolo solo con su hija. Papá le había ayudado mucho en su trabajo para que no le echaran a causa de su salud. Cuando su estado empeoró, ambos arreglaron hacernos cargo de su hija a cambio de instalamos en su piso. El hombre entró así tranquilo al hospital sabiendo que dejaba su hija en buenas manos. De esta forma nos mudamos una vez más de piso, en esta ocasión al 19ème arrondissement de París, en el número 51 de la rue Riquet, justo al lado de la inmensa fábrica azucarera, François. El cambio le vino muy bien a mi hermana, que había roto con su novio y tenía ganas de perderle de vista. El piso era mejor, ya que además de luz y agua, contaba con un comedor, una habitación, una cocina y un trastero. Nos hicimos cargo de Anita, la hija del enfermo, quién pronto se convirtió en una joyita rubia, con las mejillas coloradas y simpatiquísima. Cuando su padre murió su abuela materna nos la quitó y no pudimos hacer nada. La ley la respaldaba y nunca más supimos de ella.
El 19ème arrondissement de París tiene por vecino el famoso Montmartre, a su izquierda. Una de las líneas de metro que me llevaban a casa discurre en un tramo aéreo. Yo tenía que bajar en la estación Stalingrad, bautizada así en recuerdo de la famosa batalla, y desde ese tramo aéreo se veía el Sacré Coeur, emergiendo con su blancura en lo alto de la colina sobre el cielo de París. Por el este el distrito linda con la Porte de la Villette, que ahora es la mundialmente conocida Ciudad de las Ciencias y por su Géode, pero antes se encontraban allí los abbattoirs de la Villette, los mataderos que abastecían la capital. Allí entraban las reses vivas y salían dispuestas para ser vendidas en Les Halles. Aquello era un hormiguero de hombres trabajando cuyo aspecto me parecía entonces inquietante, grandotes y forzudos, vestidos con delantales y blusones blancos manchados de sangre. Los franceses aman su capital, no regatean nada para su grandeur. En vez de especular con el suelo del matadero, lo aprovecharon para levantar la Ciudad de las Ciencias que ahora copian otras ciudades. También utilizaron los terrenos públicos surgidos del desalojo de Les Halles para construir el Centro Cultural El Forum y el Centre Beaubourg, más conocido como Centro Pompidou, cuyo funcionamiento es también copiado por otras capitales. A derecha se encuentra el 20ème arrondissement, con sus famosos barrios obreros de Belleville y Menilmontant, objeto de atención en canciones como las de Maurice Chevalier. Allí los chavales, los populares gavroches, se criaban en la calle mientras sus padres trabajaban y aprendían rápidamente a espabilarse, volviéndose contestones, batalladores y un poco chulos. De mayores se transformaban en hombres sin miedo que no se dejaban intimidar y que organizaban grandes huelgas por la conquista de sus derechos.
El distrito 19° es variado y entre sus encantos se encuentra el canal Saint Martin que discurre abierto por el barrio. Su mayor atractivo residía en la esclusa. Me quedaba embobada cuando pasaba una chalana con vivienda incluida. Era todo un espectáculo ver abrirse y cerrarse las compuertas para regular nivel hasta conseguir que el agua convertida en ascensor, subiera la barcaza. Cruzaba el canal una calle de gran tránsito, así que cuando venía una chalana, se cerraba el puente para los coches mientras que los peatones podíamos pasar por otro de piedra con escaleras en forma de arco. El puente de hierro se abría y dejaba pasar el barco a ritmo lento y se formaban largas colas de coches. Si teníamos prisa por llegar al instituto subíamos y bajábamos por el de piedra pero si no, nos quedábamos para observar la maniobra de aquellas viviendas flotantes. Entretanto los mariniers, de espaldas a nuestra curiosidad, se afanaban en su tarea, gobernando la barcaza y su carga. Sus mujeres tendían las coladas, arreglaban las plantas, se sentaban en las sillas y cosían, mientras los perros jugueteaban en torno a ellos y yo al verlos pasar soñaba con países lejanos. Después desaparecían bajo el suelo. París es un enorme queso gruyère, agujereado no sólo por las múltiples líneas de metro que forman una densa y útil tela de araña, sino por la red de canales de transporte de mercancías, además de la red de colectores. Otro de los encantos del barrio es el maravilloso parque de Buttes Chaumont. A lo largo de muchos siglos fue un lugar siniestro. Allí estaba el Gibet de Montfaucon, los patíbulos en donde colgaban a los reos que servían de pasto de los buitres. Ese lugar ha salido en muchas novelas. En la Edad Media el poeta francés François Villon, que fue bastante truhán, le dedicó su famosa «Ballade des pendus»5, cuando estaba condenado a muerte por sus muchas fechorías, lo que le valió un indulto. Como París se fue ensanchando y civilizando, el lugar se transformó y surgió un parque muy al estilo francés: zonas de árboles, otras de césped, maravillosos parterres de flores, canales y estanques navegables, grutas, rocas como montañas con escaleras en su interior, cascadas que surgían de las rocas y puentes colgantes. Los domingos miles de familias van allí para pasar horas de tranquilidad. Yo le tengo mucho cariño a ese parque que está cerca de lo que fue mi instituto, he pasado en él muchas horas agradables en mi época de estudiante. Después me casé en su ayuntamiento, que está justo delante del parque, y allí llevé a mis hijos los domingos cuando eran pequeñines para que respiraran aire sano. Con las amigas nos gustaba pasear por la rue de Flandres, hacia el centro, hasta llegar al faubourg Saint Martin, y los Grands Boulevards disfrutando del bullicio callejero. Recorríamos los famosísimos Saint Denis, Bonne Nouvelle, Poissonnière, Montmartre, Italiens y Capucines, hasta llegar a la Ópera, para ir al cine, o a escuchar música y otras veces, para hacer lo que los parisinos llaman «faire une partie de lèche vitrine», mirar los escaparates. Eso era gratis.
También nos gustaba recorrer los Quais de la Seine, especialmente en la punta de la isla de la Cité. Nos cruzábamos con parejas de enamorados abrazados, o bien con chicos o chicas solitarios leyendo, sentados en el suelo con los pies colgando hacia el río, viejos pescando y contemplando los bateaux-mouches. Cuándo pasábamos debajo de un puente nos topábamos con los famosos clochards, que allí viven amparados de la lluvia por el puente. Se les veía durmiendo sobre cartones por el suelo, o a veces cantando jovialmente y gritando, «¡Vive la France, et vive la Republique!». Es curioso, a mí los borrachos me disgustan pero los clochards no. Practican una filosofía muy peculiar, tienen buen humor, no lanzan invectivas amargas sobre la vida sino apreciaciones chistosas sobre quienes les miran; además son muy patrioteros, van dando tumbos, pero gritan, «¡et vive la France!» con su botella en el bolsillo. Aquí los sin techo despotrican contra «¡este jodido país!», y todo el que pasa es un enemigo en potencia.
El 51 de la rue Riquet, que ahora ya no existe, era un vestigio del viejo París. Estaba formado entonces por un inmenso patio rodeado de casas viejas de planta baja y un piso. Nadie hubiera adivinado desde fuera que tras el alto edificio y su enorme portalón de madera se encontraba una pequeña ciudad a la que se accedía por una especie de calle estrecha, con un muro de un lado y del otro casitas. Nosotros vivíamos en la parte estrecha, en el primer piso. En el siglo xix se la conocía por «la cour des miracles»6. Allí pernoctaban maleantes pero afortunadamente ya no era así. Los vecinos eran todos trabajadores, gente seria y honrada.
A veces entraban chanteurs des rues7, gente muy típica de las calles de París de principio de siglo. Muchos pobres hambrientos todavía se ganaban así el sustento para los suyos. Podían ser hombres o mujeres, a veces parejas, con o sin acordeón, cantaban y tocaban un rato bajo las ventanas y nos endulzaban un poco la vida. Gritaban: «A vo’t bon coeur M’sieu-Daaames»8, con el inconfundible acento parisino y les arrojábamos por la ventana algunas monedas. De todo eso me ha quedado un amor nostálgico por el acordeón, cuando lo oigo, esté donde esté, surgen en mi mente las calles de París.
Estudié Empresariales en el Lycee Technique de la rue Tandou, con un duro plan que redujo los estudios de cinco a tres años pero con las mismas asignaturas y nivel. Ya no fui siempre la primera como antes, sino que competía con otras tres alumnas por el primer puesto. Muy rápidamente nos volvimos inseparables, y nos apodaron «los tres mosqueteros». Las cuatro teníamos rasgos semejantes a los héroes de Alexandre Dumas. La más brillante de nosotras, Esther, o sea D’Artagnan, era judía. Sus padres tenían una tienda de peletería y, tras mil vicisitudes, sobrevivieron al holocausto. Simone, Porthos, era hija de un inmigrante polaco, Monique, Aramis, era totalmente francesa. Yo era Athos, la española que se llevaba bien con todas y mediaba entre las riñas. Al revivir esos años me embarga una gran nostalgia y me pregunto qué habrá sido de mis amigas. Recuerdo que al finalizar la secundaria celebramos una comida y luego dimos un paseo por el parque de Buttes Chaumont. Allí nos juramentamos para volvemos a ver veinte años después, como los héroes de Dumas. Pero a ninguna se nos ocurrió fijar fecha concreta.
Fueron los años donde más conviví con franceses y me sentí totalmente integrada. No podía salir a menudo porque los estudios eran duros y me los seguía tomando muy en serio. Era un ratón de biblioteca y como no teníamos medios para comprar muchos libros, me hice socia-lectora de la del barrio. Así fue como leí montones de libros de literatura francesa. Incluso recuerdo que cuando tuve oportunidad de ir de vacaciones al campo a casa de una tía, la biblioteca me prestó una maleta entera de libros cuando sólo se permitía sacar dos a la vez. Cuando los devolví los había leído todos.
Desde los primeros años en la rue Riquet, mi hermana entró en contacto con la Juventud Socialista Unificada (JSU), organización surgida de la fusión, en plena Guerra Civil, de las Juventudes Socialistas y Comunistas. Fue miembro destacado y activo. En aquel entonces muchos de los hombres militantes eran los jóvenes que ingresaron en la JSU en España, que participaron en la Guerra Civil activamente y que luego lucharon otros cuatro años de guerra en Francia, bastantes en el maquis. Había una gran mayoría de solteros con edades de veinticinco a treinta años. No habían tenido una juventud normal, no habían disfrutado, y lo anhelaban. En la JSU se organizaban fiestas entre españoles y para españoles en el recuerdo romántico de nuestra tierra. Cada quince días, en salas que nos prestaba la Central General de Trabajadores (CGT), organizábamos fiestas españolas seguidas de baile. Nuestras fiestas duraban hasta las cinco de la mañana, hora en la que se inicia el servicio del metro en París. Asistían familias enteras y mis padres se quedaban al baile. Papá bailaba pasodobles con mamá, ya que ella no sabía seguir otro ritmo y, luego ella, sentada, desaparecía detrás de una montaña de bolsos y abrigos: «Señora Felisa ¿me quiere guardar el bolso?» Y mi madre, siempre gallina clueca, cuidaba de todos. Papá me hacía bailar y yo me moría de vergüenza porque, en casa bien, pero allí con tanta gente, no me sentía cómoda.
Vidita comenzó a ser llamada Vida, a medida que se hacía más bonita y popular. Así la llamaban en la JSU. Yo estaba orgullosa de ser «la hermana de Vida». Nadie conocía mi nombre, pues era una chiquilla, y en cambio ella se encontraba en el apogeo de su belleza y frescura. Todos los chicos suspiraban por Vida. Cuando formaron un grupo de teatro quisieron interpretar «La zapatera prodigiosa», de Federico García Lorca, y claro, la zapatera no fue otra que ella. En una ocasión el Ministerio de Deportes organizó unas jomadas deportivas con los jóvenes estudiantes de los centros de enseñanza pública. De mi instituto fuimos un grupo que participó en el desfile y en una demostración de baile rítmico. Francisco Boix era entonces reportero en el periódico L’Humanité, y le dijo a Vida: «Dime en qué ejercicio participa tu hermana y estaré pendiente cuando entren al campo. La sacaré en primer plano para el periódico». Luego no fue posible y tuvimos que conformarnos con una foto de conjunto, pero sigo recordando su simpatía, su gran risa, su entusiasmo juvenil. Era hermoso ver como disfrutaba nuevamente de la vida tras su paso por el campo de exterminio. Desgraciadamente a los pocos meses enfermó y murió unos años más tarde, pero su heroica gesta es hoy parte de nuestra historia. En verano, los domingos, se organizaban excursiones campestres. París está rodeado por unas cercanías llenas de encanto, bañadas por el majestuoso Sena y sus afluentes: la Mame y el Oise, formando isletas frondosas. Es una larga tradición salir a pasar un día al campo, bañarse en los ríos, pasear en barca y luego comer en la hierba, o en una «guinguette au bord de l’eau»9, donde luego se bailaba al son del acordeón. La costumbre se incrementó con la conquista alcanzada durante el Frente Popular, los anhelados congés payés, o sea los quince días de descanso pagado. Los militantes de la JSU salíamos, familias enteras, todos juntos. Muy a menudo íbamos a un lugar encantador en Neuilly-sur-Marne, cargados de bultos y nos instalábamos en la pradera y los bosquecillos junto al río. Nos bañábamos, organizábamos juegos colectivos y grandes comilonas sobre la hierba. Siempre entre españoles. Mi madre preparaba bocadillos como si fuéramos un regimiento, porque siempre había jóvenes en paro que no tenían ni un franco, vivían solos y estaban muertos de hambre. Toda mi juventud me he movido entre españoles en París, entrando a las tantas de la noche tras trabajo y reuniones, y mis padres nunca me pusieron la menor objeción: estaban seguros de quiénes me rodeaban, éramos todos militantes, éramos todos como hermanos; cuando un chico tenía ganas de ligar lo hacía con las francesas, luego se casaba con una española. En ese ambiente de camaradería y de militancia mi hermana conoció a un camarada estupendo, Patricio Azcárate, hombre culto, muy correcto y bellísima persona, con quien se casó en el ayuntamiento del 19ème arrondissement, frente al parque de Buttes Chaumont.
Las excursiones más lejanas me permitían conocer mejor el país. Fue así como volví a ver el mar, en Caen, Normandía, casi olvidado tras mi estancia en Les Sables d’Olonne. Un mar bravio cuyas olas altas y poderosas me impresionaron. Siempre he preferido la tierra firme. Me quedé maravillada ante el espectáculo de espuma blanca, tan pronto alta, potente y amenazadora estrellándose contra las rocas, como suave y lenta cuando acariciaba nuestros pies en la arena. Un vaivén tumultuoso que me hacía recordar los mil y un relatos de náufragos y los maravillosos versos de Victor Hugo:
¡Oh combien de marins, combien de capitaines,
Qui sont partís joyeux pour des courses lointaines,
Dans ce mome horizon se sont évanouis!
Combien ont disparus, dure et triste fortune!
Dans une mer sans fond, par une nuit sans lune,
Sous l’aveugle océan à jamais enfouis!10
Pero no todo eran diversiones en la JSU. Mi hermana asistía a reuniones, cursillos, visitaba a otros españoles. Vendíamos nuestra prensa, se recogía dinero para ayudar a los presos en España y a la lucha en nuestro país y se participaba activamente en las de los franceses: huelgas obreras, mítines, manifestaciones, las famosas convocatorias «de la Bastille à la Nation», donde miles y miles de parisinos se echaban a la calle para protestar y, entre ellos, la colonia española concienciada, marchábamos juntos, con nuestras banderas republicanas. También recogíamos firmas contra la bomba atómica. En el mundo entero se hacía lo mismo para evitar que nuevamente los americanos repitieran el genocidio cometido el 6 de agosto en Hiroshima y luego en Nagasaki, una monstruosidad para la que no cabía justificación, puesto que la guerra estaba ganada. Los americanos conocían bien las consecuencias de esa bomba porque habían hecho ya un ensayo en su propio país el 16 de julio de 1945, en el desierto de Nuevo México: en un círculo de dos kilómetros la vida se extinguió. Pero ellos quisieron comprobar el impacto que causaría en el mundo su armamento, demostrar su poderío militar y atemorizar a todas las naciones.
Mientras viví en París participé siempre en las luchas sociales y en las grandes manifestaciones que convocaban los sindicatos, el Movimiento por la Paz o el Partido Comunista Francés. Constituían acontecimientos estremecedores y alegres, también ordenados; se sentía el calor y la emoción de estar acompañada. Es en momentos como estos cuando se percibe el verdadero sentido de la frase «¡Quand París gronde, les bourgeois tremblent!» ¡Cuando París ruge, los burgueses tiemblan! Se comprende que París fuese el escenario de la Revolución de 1789, el de la Comuna de 1871 y del Mayo de 1968, que yo ya no presencié porque en el 67 ya estábamos en Valencia. Unas veces reclamábamos nuestros derechos laborales, otras protestábamos contra las atrocidades de los yanquis en Vietnam, o contra la guerra que el gobierno francés mantenía en Argelia que luchaba por su independencia. Lo hacíamos pacíficamente, no éramos terroristas. El terror lo sembraron más de una vez los CRS que eran allí lo que fueron los grises aquí. Ellos causaron con sus cargas los «morts de Charonne», los muertos del metro Charonne, que se atropellaron en las escaleras en su huida.