Kitabı oku: «Entre la filantropía y la práctica política», sayfa 5

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2.1 La organización interna de la ADCM
2.1.1 La fundación de la Asociación de Damas Católicas

La ADCM surgió en el contexto del gobierno maderista como una asociación social y filantrópica aliada al Partido Católico Nacional. Sin embargo, un año antes de su fundación, en 1911 para ser exactos, el jesuita Alfredo Méndez Medina9 quien se convertiría en uno de los principales promotores y dirigentes de la militancia católica mexicana, se encontraba en Bélgica estudiando el catolicismo social y propuso en la revista El mensajero del sagrado corazón de Jesús la idea de fundar en México una organización de mujeres que, a imagen y semejanza de la Liga de Mujeres Católicas francesa, buscara fomentar:

La Unión íntima de todas las mujeres decididas por todos los medios de acción posible, [a] defender su fe y su verdadera libertad y la de sus compatriotas. Su fin inmediato puede expresarse en esta forma: intenso ejercicio del celo cristiano, ilustrado, conforme a las exigencias de los tiempos actuales. Sus medios de acción, en último análisis se reducen a dos: contribuir en cuanto sea posible a la difusión de las ideas y a la creación de buenas instituciones, cualesquiera que sean con tal de que estén encaminadas de espíritu cristiano.10

La propuesta de Méndez Medina fue acogida por el arzobispo, quien vio en la fundación de una asociación femenina la posibilidad de aglutinar las actividades filantrópicas con la recaudación de fondos para sostener al Partido Católico Nacional, que actuó como el instrumento del catolicismo para intentar frenar las Leyes de Reforma bajo el gobierno maderista. De esta forma, las mujeres apoyaron la participación política y electoral del catolicismo intransigente mexicano.

Mora y del Río fue un hombre que estudió dentro del modelo de romanización impulsado desde el Vaticano. Era parte del grupo político al interior del clero que dotaba a la Iglesia mexicana de una estructura centralizada y vertical, de un nuevo modelo devocional y, sobre todo, de una militancia capaz de defender ciegamente la influencia de la Iglesia en la sociedad.

Promovió el asociacionismo masculino, femenino y de la juventud católica para abarcar los distintos espacios de interacción social sin dejar hueco para el avance de las políticas liberales y revolucionarias que acapararían el ambiente nacional durante estos años de inestabilidad política. Buscó superar la división del asociacionismo católico que separaba las actividades pías de las laborales y de las filantrópicas, por el contrario, impulsó una forma de organización capaz de aglutinar todas estas actividades desde un único eje, desde un único grupo cuyos vínculos más estrechos estarían directamente relacionados con él.11 Cabe señalar que hacia 1912, Mora y del Río llevaba cuatro años como arzobispo de la arquidiócesis de México, en ese tiempo fomentó un asociacionismo católico controlado directamente por él. Es posible que su actuar y su cercana relación con el asociacionismo no era meramente figurativa, sino que fue una necesidad política para fortalecerse como el líder de la Iglesia entre la jerarquía eclesiástica.

Mora y del Río estableció una relación particular con las Damas Católicas. Mientras los miembros de los Caballeros de Colón y de la ACJM participaron en la redacción de sus estatutos y reglamentos generales, la ADCM surgió con un reglamento y programa general elaborado y firmado por el mismísimo arzobispo de México. Tanto los objetivos como las funciones y las acciones que desarrollarían las mujeres católicas fueron claramente definidos por la figura política más importante de la jerarquía eclesiástica mexicana sin la participación de sus socias.

El arzobispo otorgó a las Damas el lema “Restaurarlo todo en Cristo”, a fin de identificar el movimiento con el ultramontanismo. Al mismo tiempo, buscaba crear en las socias un compromiso moral similar al que libraron los apóstoles. Asimismo, definió a la ADCM como un “instrumento de la providencia para conservar y fomentar todo lo que es católico en nuestra querida patria”.12 La asociación adquiría la función expresa de sostener la fe católica en todos los rincones y mediante todas las formas posibles. También se recomendaba el uso del “dinero” y la “política” como medios para alcanzar los fines concretos de la organización y “conseguir el triunfo de nuestra fe”. Esta consigna iba encaminada a convertir a las socias en las principales recolectoras de las contribuciones para el PCN, inclusive a esta recaudación se le otorgó el nombre de óbolo católico nacional.

En este periodo, el clero se organizó a partir de la postura política impulsada desde el Vaticano. Roma se afianzó como el centro político y administrativo de la Iglesia Católica; de forma paralela el asociacionismo católico se estructuró a partir del movimiento católico francés. Francia se convirtió en el ejemplo a seguir, en el principal exportador de un sistema devocional que corrió para darle cuerpo e identidad a las distintas asociaciones católicas en el mundo y en particular en México.13 Así, las Damas Católicas recuperaron la experiencia de la Ligue Patriotique des Françaises (1902) y utilizaron como eje de su práctica religiosa, tal y como lo habían hecho desde finales del siglo XIX a las devociones del Sagrado Corazón de Jesús, las devociones marianas y el rezo del rosario, mismas que se adaptaron a la experiencia mexicana para hacer frente al proceso de laicización nacional que marcaron nuevos tiempos con el Estado posrevolucionario.

En términos filantrópicos y sociales, la ADCM debía adquirir el papel de “luchar contra la ignorancia” y procurar reafirmar en la mujer sus “deberes católico-sociales”. En este sentido, se buscaba convertir a las socias en defensoras de la fe católica al interior de sus casas, en sus familias y frente a sus conocidos, para así generar un movimiento de protesta contra la “difusión de ideas y doctrinas perversas, destructoras y anticristianas” como eran las ideologías comunistas que buscaban apoderarse de las clases trabajadoras mediante la fundación de sindicatos obreros, o bien, las políticas anticlericales que hacia 1917 quedaron plasmadas en la constitución. En este sentido, la Dama Católica se concibió como la reproductora de los valores y papeles tradicionales que el modelo católico decimonónico le asignó a la mujer.14

El análisis de su reglamento nos permite observar cómo el arzobispo pretendía otorgar a las mujeres de la ADCM un lugar esencial dentro de la militancia católica. Aprovechando la concientización laica de las mujeres católicas, éstas dejaron de ser meras practicantes de la fe para convertir sus actividades filantrópicas y sociales en una práctica política. Se volvieron el brazo derecho de la Iglesia, quienes desde el trabajo doméstico y mediante el fortalecimiento de sus lazos de sociabilidad se convertirían en defensoras de la política ejercida desde el Vaticano y en los altos mandos de la jerarquía eclesiástica en el espacio público.

2.1.2 La composición interna de la ADCM

La organización estuvo formada por tres grupos estructurados jerárquicamente. El primero compuesto por los “directores” o representantes eclesiásticos, ellos acudían a las reuniones, dirigían la forma de trabajo y el camino a seguir. El segundo integraba a las mujeres líderes de la asociación, quienes pertenecían a las clases altas de la sociedad de la Ciudad de México y ocuparon los cargos principales al interior de la ADCM. El tercero agrupaba a las socias que realizaban el trabajo cotidiano en sus comunidades y parroquias. Eran las “abejas obreras” que organizaban las actividades al interior de los templos bajo previo acuerdo con los sacerdotes locales, quienes además salían a las calles de la ciudad a mover y organizar las bases sociales de la militancia católica.

Esta organización coincidía con la estructura piramidal del reglamento. En la punta se encontraba el “presidente” que no era otro sino el propio arzobispo de México, seguido de un “director” miembro de la jerarquía eclesiástica. En tercer lugar se encontraba la “junta central directiva” que contaba con tres instancias: una mesa directiva,15 un comité general consultor y un comité general de acción social.16 La junta central tenía la obligación de establecer el tipo de actividades a realizar en los distintos centros de acción o secciones localizadas a lo largo de las ocho demarcaciones de la Ciudad de México. La junta fue además el espacio de acción destinado a las mujeres líderes de la organización, quienes no fueron meras ejecutoras de la postura eclesiástica, por el contrario, fueron promotoras, actoras e impulsadoras de una serie de actividades que marcarían el rumbo de la organización.

Entre 1912 y 1920, la junta central se reunió en tres sitios distintos dependiendo de la temática a trabajar y de las condiciones materiales de la Ciudad de México. La mayoría de las reuniones se llevaron a cabo en la iglesia de La Profesa, en las oficinas de los Caballeros de Colón y en el edificio del Seminario Conciliar. En estos espacios se tomaron las decisiones más importantes de la organización, se definió su estructura interna, su funcionamiento y su identidad. Cabe señalar que dos de los tres principales centros de decisión se encontraban circunscritos espacialmente a la parroquia de El Sagrario, que era el principal centro de poder eclesiástico. Es importante destacar que tanto esta parroquia como el Seminario Conciliar se ubicaban en un punto estratégico de la Ciudad de México [ver Plano 3].

Plano 3

Las actividades de la ADCM en la Ciudad de México (1912-1914)


La cercanía con la Catedral simbolizaba un vínculo con el poder eclesiástico, convirtiendo este lugar en el espacio del poder central del arzobispado y desde ahí se extendería el área de influencia que abarcaría toda la ciudad: hacia el oriente, en las parroquias de Santa Cruz, San Sebastián y San Francisco Tepito, donde se ubicaban las colonias más marginales de la ciudad actuaron con los programas de atención a la educación obrera. Hacia el poniente, en la parroquia de Santa Veracruz, la cual atendió los barrios que sufrieron la pauperización urbana a raíz del abandono de las clases altas del centro de la ciudad, se instaló un asilo, se fundó una escuela para obreros y también se sostuvo el Colegio Josefino continuo al Templo de Santa Brígida. Al sur y surponiente, la acción se llevó a cabo hacia las vicarias de Campo Florido y del Sagrado Corazón de Jesús en particular en el barrio de la Romita que era uno de los espacios más pobres y peligrosos de la colonia Roma donde se instaló también una escuela nocturna [ver Plano 3].

En cada cuartel se crearon células denominadas “juntas seccionales”. Cada una de ellas compuesta por tres socias “celadoras” generales, quienes fungieron con los cargos de presidenta, secretaria y tesorera, ellas se reunían una vez por semana. Se les denominó “celadoras” porque tenían como obligación central vigilar, recolectar donativos, y repartir hojas de propaganda en las manzanas de sus colonias y barrios; ellas eran las “abejas obreras”, quienes además conformaron las bases sociales de la organización. Una vez al mes se llevaba a cabo una junta general, en donde se reunían todas las celadoras del distrito a rendir cuentas a las socias líderes a fin de tener un diagnóstico preciso de las actividades cotidianas. La organización de la ADCM mantenía una estructura jerárquica y vertical como el resto de las organizaciones impulsadas por la militancia católica. Cabe señalar que esta organización impedía el contacto horizontal entre “juntas seccionales” y demarcaciones. Esta forma organizativa emuló el modelo de organización de la milicia ciudadana organizada por el ayuntamiento en marzo de 1912, que pretendía designar en cada una de las manzanas de las ocho demarcaciones de la ciudad “a un individuo de honorabilidad reconocida a efecto de que éste elija bajo su responsabilidad el contingente de guardias de esa manzana”.17 Tanto para las Damas, como para la milicia ciudadana, las manzana funcionaba como la unidad básica de control social, de vigilancia del espacio público, de visibilización, de participación y evaluación de sus actividades.

Estas “juntas seccionales” no participaban en ningún tipo de decisión que afectara el discurso, identidad o funcionamiento de la organización. La mayoría fueron centros de acción donde se instauraron escuelas para niños pobres, obreros y obreras en la zona oriente de la ciudad. Estos centros se ubicaron al interior de las iglesias. Además de enseñar a leer y escribir, los estudiantes aprendían la doctrina religiosa. Es interesante señalar que las Damas trabajaron de manera coordinada con círculos de estudio para obreros que se habían establecido años antes y que, como se señaló en el capítulo anterior, formaban parte de la Unión Católica Obrera (UCO) de la Ciudad de México.

Parte de las labores que adquirió la ADCM era la de consolidar y articular la centralización de la acción social católica de los círculos obreros fundados en la última década del porfiriato, pero que se encontraban atomizados y no habían podido unificar sus intereses, actividades, ni sentido social. Las Damas actuaron en al menos tres lugares: la Iglesia de Santa María la Ribera (núm. 19 en Plano 3), la Iglesia de Jesús (núm. 18 en Plano 3) o la Iglesia de Nuestra Señora de Loreto (núm. 13 en Plano 3).

Asimismo, tomaron bajo su protección escuelas católicas establecidas a principios de siglo XX, por ejemplo, la parroquia de Santa Cruz y Soledad donde existía una escuela católica gratuita desde 190218 ubicada en el II cuartel. A diferencia de las escuelas públicas de vecindad que predominaban en esta zona, cuyas aulas se ubicaban al interior los edificios constituidos por viviendas y áreas comerciales, donde los hacinados alumnos compartían áreas comunes como baños, azoteas y patios con otros inquilinos o comerciantes.19 En la escuela católica ubicada al interior del templo de Santa Cruz y la Soledad, los alumnos tendrían mejores condiciones materiales para la educación, así como espacios más higiénicos y con menos distracciones para la enseñanza. Dentro de la militancia católica, las Damas cubrieron funciones “propias de su género”, empezaron a ampliar sus actividades, más allá de la filantropía y la vida parroquial, asumieron una tarea educativa encaminada a transmitir valores morales y religiosos, mismos que les permitieron consolidar su vida asociativa.

2.1.2.1 La dirección eclesiástica

El proceso de romanización en México se consolidó mediante la fundación del Colegio Pio Latinoamericano y de la Universidad Gregoriana, dedicados a formar sacerdotes preparados en “la cuestión social” y la dirigencia de una militancia católica laica. A lo largo de la última década del siglo XIX, regresó a México una nueva generación de sacerdotes, quienes ostentaron los cargos más importantes al interior de la jerarquía eclesial en los últimos años del Porfiriato y las primeras dos décadas del siglo XX. Entre ellos se encontraban figuras como José Mora y del Río,20 Ramón Ibarra González,21 José Othón Núñez,22 Francisco Plancarte23 y Francisco Orozco y Jiménez.24 En palabras de O’Dogherty, este grupo se distinguía

[…] por su voluntad [de] extender la influencia social de la Iglesia. Alejados del país desde su primera juventud, habían regresado a partir de 1880 para encontrar un país pacificado y un gobierno favorable a los intereses eclesiales. Asimismo, a diferencia de sus antecesores no habían vivido la guerra de Reforma. Esto, sin duda, les había llevado a imaginar un mayor protagonismo para la Iglesia. Además, conocían el ejemplo de Bélgica. Aunque en los países de mayoría católica, la Santa Sede había desalentado la formación de partidos confesionales en aras de la unidad religiosa, gracias a la extensión del sufragio, los católicos belgas habían derrotado al partido liberal y conquistado el poder.25

Todos los pio latinos promovieron la militancia católica al interior de sus respectivas diócesis. Durante el último tercio del siglo XIX, se interesaron en motivar el asociacionismo gremial y filantrópico. Impulsaron la fundación de Círculos Católicos Obreros, crearon hospitales y escuelas dedicadas a formar tanto sacerdotes como seglares con fuertes conocimientos sobre el catolicismo social. Asimismo, motivaron los lazos de solidaridad entre el clero y la militancia para construir una identidad común que permitiera cohesionar al asociacionismo católico en torno a una misma idea del papel que debía tener la Iglesia y las prácticas religiosas en la sociedad.

José Mora y del Río fue el miembro de la jerarquía eclesiástica más importante de esta primera etapa de la Asociación de Damas Católicas Mexicanas. No sólo redactó los estatutos y reglamentos generales de la nueva organización, además recibió el título de “Presidente Nato”. Mora y del Río tuvo la visión de fundar esta organización capaz de condensar las distintas experiencias asociativas femeninas de carácter filantrópico de la segunda mitad del siglo XIX, como la Asociación de Señoras de la Caridad de SVP, y lograr una organización acotada y supervisada directamente por la jerarquía eclesiástica.

La fundación de las Damas se realizó apenas cuatro años después de que Mora y del Río fue nombrado máxima autoridad de la arquidiócesis de México. Bajo esta lógica, su interés por fomentar el asociacionismo católico iba ligado también a la necesidad por parte del arzobispo de consolidar su influencia al interior de la Iglesia y entre la élite de la Ciudad de México. Así, entre 1911 y 1917, el arzobispo de México fungió como una figura central para la asociación.

Quienes se encargaron de organizar las actividades mano a mano con las socias, fue un grupo de sacerdotes con estudios entorno al catolicismo social en Roma. A lo largo de casi 10 años las figuras centrales fueron Bernardo Bergöend, Carlos María Heredia –quien fue el primer director de la asociación–, Manuel Díaz Santibáñez y Leopoldo Icaza. Los dos primeros, pertenecientes a la orden de la Compañía de Jesús, trabajaron para fortalecer los vínculos entre las Damas Católicas y la Asociación Católica de la Juventud Mexicana. Por su parte, Manuel Díaz Santibáñez y Leopoldo Icaza, quienes eran sacerdotes diocesanos del Oratorio de San Felipe Neri, también conocido como iglesia de La Profesa, tuvieron la función de sostener y encaminar las actividades cotidianas de la ADCM desde el centro de la ciudad.

2.1.2.2 El liderazgo femenino

Cuando Mora y del Río llamó a las “más distinguidas señoras de la capital” a asociarse en torno a las Damas Católicas, el arzobispo se dirigía única y exclusivamente al grupo de mujeres pertenecientes a los sectores más adinerados de la Ciudad de México, quienes conformaron el liderazgo femenino. Ellas se reunían todas las mañanas en la iglesia de La Profesa para recibir los sacramentos y rezar un ave maría a la Virgen de Guadalupe. Acciones que las llenaban de fuerza y energía para trabajar en las diversas actividades que día a día llevaban a cabo para defender su fe, su devoción y sus prácticas religiosas. Estas mujeres desconocían de carencias económicas y espirituales, recorrían las calles de la ciudad para visitar cárceles, hospitales y barrios marginales donde observaban, sentían y asimilaban otras realidades que reafirmaba la necesidad de asociarse.

Contribuían mensualmente con una cuota de uno a cinco centavos para el óbolo católico nacional. Su objetivo era oponerse a las “ideas y doctrinas perversas, destructoras, anticristianas, perniciosas y antisociales. Por medio de la propaganda, fundación de catecismos, círculos obreros, conferencias y demás obras católico-sociales ya establecidas o que se establezcan”.26 Dedicaban parte de sus diligencias cotidianas a desarrollar y fomentar un sin fin de actividades filantrópicas en distintos barrios de la Ciudad de México, principalmente aquellas situadas en las parroquias del Sagrario, San Sebastián y Santa Veracruz, donde fundaron escuelas para obreros y niños pobres a fin de enseñar el español y el catecismo. El trabajo filantrópico y de caridad significaba para las mujeres de clase alta un reconocimiento de un estatus social y económico alto, era una muestra pública de su fe y su devoción, prácticas pías concebidas como su principal herramienta, como su guía para poder llevar a cabo todas y cada una de sus acciones. Formar parte de las Damas Católicas implicaba también contar con un espacio de discusión y expresión de sus ideas en torno a aquellos temas “de interés especial para las mujeres” que les otorgaban interacción política fuera del hogar y, al mismo tiempo, se reforzaban vínculos de amistad y de solidaridad.

Las cabezas responsables de la ADCM fueron Trinidad de Tamariz, Elena Lascurain de Silva, María de los Ángeles Lascurain, Concepción Vértiz de Quintanilla, Elena Piña de Sánchez Gavito, Dolores Elcoro de Fernández, Teresa Ibarrola de Elcoro, Elena Escalante de Obregón, Carlota Landero de Algara, Angelina y Clara G. Arce, Margarita O. de Elguero, Dolores M. N. Bermejillo, entre otras. Ellas pertenecían a familias de posición económica acomodada. Por ejemplo, la familia Lascurain era dueña de una próspera empresa inmobiliaria y era reconocida como una de las familias de alta sociedad más conservadoras de la capital;27 los Bermejillo eran una de las principales familias de industriales y hacendados del estado de Jalisco;28 la familia de Margarita O. de Elguero, además de participar activamente con puestos en el Ministerio de Justicia del gobierno maderista, eran familiares directos de Juan N. Almonte.29

Contaban con una sólida formación católica, por ejemplo, la señora Teresa de Elcoro, al quedar huérfana a los 10 años entró de interna al Colegio del Sagrado Corazón de Jesús, donde se formó en el catolicismo social y años más tarde contrajo matrimonio con Rodrigo Elcoro. Los negocios de su marido los llevó a vivir a una “barriada popular”. Al cumplir su hija más joven 10 años, Teresa se incorporó a las Damas Católicas. Todas las semanas daba conferencias a la Sección de Madres, posteriormente organizó un “ropero” donde cortaba y entregaba prendas para atender las necesidades de los huérfanos en la Parroquia de su localidad, ubicada en el barrio de Santa Ana, que se encontraba en el cuartel III en una zona de mucha pobreza, violencia y marginación.30 Las carencias entre sus vecinos la llevaron “a ejercer la caridad y el amor”. Dedicaba parte de sus horas libres a “evangelizar a aquellos obreros que apenas si oían hablar de Dios”. La labor cotidiana de Teresa Elcoro es una muestra de cómo su andar por la ciudad le permitió ver las carencias a las que se enfrentaba gran parte de población donde habitaba; al mismo tiempo, le permitió posicionarse socialmente en su barrio, adquirir un lugar dentro de la comunidad que la diferenciaba y le otorgaba una identidad propia como parte de una élite filantrópica con una actitud devocional que la llevó a actuar y promover todas y cada una de sus prácticas de sociabilidad.

Otro ejemplo es el de María Campos de González Misa, quien desde 1889 trabajaba en la Congregación Universal de Santa Casa de Loreto. En 1910 fundó una escuela taller para papeleros bajo la supervisión del jesuita Carlos Heredia. Su cercanía con Heredia la convirtió en una de las socias fundadoras de las Damas Católicas donde fungió como vicepresidenta, asimismo fue una de las principales promotoras de la devoción a la Virgen de Guadalupe.31 La acción de las socias no se restringía a la participación en las Damas Católicas, por el contrario, eran mujeres que desde décadas anteriores trabajaban en torno a satisfacer un interés filantrópico. En este sentido, estamos hablando de un grupo de mujeres que comparten un mismo modelo cultural, el cual buscan transmitir y promover por distintos medios.

La posición de liderazgo de este grupo de mujeres complementaba sus prácticas cotidianas con la vida asociativa, su fervor religioso y filantrópico formaba parte de sus percepciones culturales, por ende, enfocar sus energías y atención a la recaudación de fondos, al trabajo cotidiano en la educación catequística o bien en las labores de caridad constituyeron sus elementos identitarios. Pertenecer a las Damas Católicas implicó para este grupo de mujeres convertirse en figuras públicas y asumir una posición de prestigio ante la jerarquía eclesiástica, ante la sociedad y principalmente en sus comunidades. El sólo nombre “dama” significaba pertenecer a un sector privilegiado, formar parte de la aristocracia, distinguida y respetable, hecho que las convertía en un ejemplo a seguir para el resto de las católicas, sobre todo, de clases trabajadoras.

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