Kitabı oku: «Entre la filantropía y la práctica política», sayfa 4

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Sin embargo, hacia 1909, muchos años antes de que se organizara un movimiento obrero femenino, se fundó en la Ciudad de México la Unión Católica Obrera (UCO),75 esta organización pretendió centralizar, impulsar y fortalecer el activismo católico, por lo que creó círculos de obreros asociados a parroquias en barrios y colonias de la capital. Inclusive Ceballos ubicó una veintena de círculos obreros que trabajaban de manera simultánea.

Dentro de las actividades de la UCO se orientaba el mutualismo, ahorro, promoción de escuelas, organización de centros de recreación, cooperativas, bibliotecas, y orquestas. También se dedicó a promover las actividades religiosas como peregrinaciones, festivales, celebraciones litúrgicas y conferencias. Sin embargo, no estaban realmente unificados, sólo compartían la adhesión nominal y el lema de la Unión: “unos por otros y Dios por todos”.76

Se fundó también ese año la organización Operarios Guadalupanos, que surgió del Cuarto Congreso Católico de Oaxaca extendiendo sus redes de apoyo entre las clases medias del país.77 Ese mismo año en la capital del país se instituyó el Círculo Católico Nacional, cuyo fin fue, una vez más, centralizar la vida asociativa de corte laboral así como extender la acción católica a todas las clases sociales, impartir acciones de ayuda mutua a los asociados y fundar centros de reunión que “no estuviesen reñidos con la moral”. Además, se promovía la formación de bibliotecas, salas de lectura, la publicación y difusión de periódicos y revistas católicas, el establecimiento y patrocino de agrupaciones obreras, la organización de cooperativas, cajas de ahorro y bolsas de trabajo.78

El gran número de organizaciones católicas laborales que se constituyeron en la Ciudad de México se sostenían por la sociabilidad entre sus miembros pues sus raíces se ubicaban en los barrios, parroquias, el trabajo y las redes de parentesco extenso. En este sentido, las fronteras espaciales impuestas por la distribución física de las parroquias y los barrios normaron también la forma en la cual se llevaron a la práctica las distintas actividades cotidianas de las asociaciones gremiales. Asimismo, sus integrantes experimentaron prácticas democráticas modernas pues, lograron participar en asambleas, ejercer el voto y actuar de manera conjunta en un movimiento que buscaba mejorar las condiciones sociales de los ciudadanos usando como eje el discurso del “catolicismo cívico” que combinaba la tradición con algunos elementos de la modernidad.

La jerarquía eclesiástica no logró romper con el espíritu localista de estas organizaciones, no se pudo generar un movimiento homogéneo, unificado y nacional de corte sindicalista, lo anterior probablemente se deba a la poca movilidad de la población, como señala Barbosa, muchos de los habitantes de la Ciudad de México realizaban la mayoría de sus actividades cotidianas en un espacio urbano no mayor a un rango de cinco manzanas.79 Esta forma de organización espacial por demarcación será retomada en 1912 por la Asociación de Damas Católicas.

Para la Iglesia católica las mujeres ocuparon un lugar central en el asociacionismo católico de corte filantrópico; sin embargo, es importante recalcar que este fue uno de los tantos esfuerzos de la Iglesia por ocupar un espacio en la vida pública.

1.4 Las organizaciones filantrópicas y la participación de la mujer en la vida asociativa

El proceso de secularización fue más allá de limitar la influencia política de la Iglesia, significaba desplazar ciertos principios religiosos que regulaban la vida social y sustituirlos por un nuevo conjunto de conceptos y valores basados en la figura del individuo, el ciudadano, la civilidad y el liberalismo. La secularización implicó una serie de profundos cambios en la mentalidad, la cultura y el desarrollo de la sociedad mexicana. Por ejemplo, el matrimonio civil significaba para la iglesia “validar las alianzas conyugales que no estuvieran consagradas por la religión”,80 lo que implicaba eliminar el sentido sagrado de la vida conyugal. Por su parte, la construcción de los primeros cementerios públicos dirigidos por el Estado modificaba el sentido de la muerte eliminando del imaginario colectivo la idea católica de la vida más allá de la muerte y permitiendo recordar al muerto en la tierra para que “viva eternamente en los recuerdos de la gente”,81 lo cual simbolizaba la eliminación del entierro como un espacio para el culto católico.

El mismo efecto tuvo la secularización en el campo del auxilio al pobre y al enfermo. Conforme avanzó el proceso de nacionalización de hospitales, hospicios, orfelinatos y asilos, que hasta 1861 administraba la Iglesia, la tradición de la caridad católica fue sustituida por una serie de políticas asistenciales impulsadas desde las oficinas de la Dirección de Beneficencia Pública, órgano federal encargado de administrar el auxilio al menesteroso durante el porfiriato. Este proceso implicó también un cambio en la mentalidad y accionar de los mexicanos decimonónicos, algunos intelectuales liberales como Ignacio Manuel Altamirano o Manuel Gutiérrez Nájera daban por sentado el carácter laico del auxilio público pese a que en la práctica las políticas estatales se fueron adecuando a las condiciones económicas y políticas del gobierno porfirista.82

Sin embargo, la secularización no desapareció las prácticas de caridad católica. De manera paralela a los servicios asistenciales ofrecidos por el Estado, la Iglesia recurrió al asociacionismo católico femenino para poner en marcha un sistema de beneficencia privada mediante el cual se organizaron mecanismos capaces de llevar auxilio material y consuelo espiritual a los pobres.83 Esto se debió a que durante el porfiriato la Iglesia experimentó un momento de revitalización y trasformación, el cual se ha denominado como un periodo de “concertación clero-gobierno”,84 ya que se mantuvieron incorporadas a la Constitución las Leyes de Reforma, pero en la práctica dejaron de aplicarse. Asimismo, el clero pudo acumular inversiones, recuperar algunas propiedades y, de manera no oficial, reabrió escuelas y órdenes religiosas85 que permitieron la formación de un nuevo clero, mejor instruido y con mayor interés y habilidad para participar políticamente.86

La formación de las asociaciones filantrópicas como la Sociedad de San Vicente de Paul y la Sociedad Católica Nacional pertenecen a este contexto. Dichas organizaciones gozaron de una enorme tolerancia por parte del Estado y al mismo tiempo reflejaron el desarrollo de una nueva cultura caritativa de corte moderno, dispuesta a satisfacer necesidades económicas y sociales concretas, a desarrollar actividades culturales y recreativas, así como a construir lazos de solidaridad que permitían a la Iglesia y a su militancia actuar de manera conjunta en la vida pública.

La Sociedad de San Vicente de Paul (SVP) surgió gracias a los esfuerzos del doctor Manuel Andrade (1809-1848) como un promotor privado, a diferencia de la Asociación de Damas Católicas Mexicanas que se fundó bajo el auspicio directo del arzobispo de México José Mora y del Río. Andrade estudió medicina en París (1833-1836), donde vivió en carne propia el nacimiento de la SVP. Esta asociación, a partir de 1833, utilizaría obras de caridad como un medio para diseminar la religión, “su método consistía en reunirse todas las semanas en pequeños grupos para rezar, deliberar y visitar los hogares de familias menesterosas llevándoles ayuda tanto material como espiritual”.87

La SVP se fundó en México en el año de 1840 como una organización exclusivamente masculina. No fue sino hasta el año de 1863 que se organizó su contraparte femenina, la Asociación de Señoras de la Caridad de SVP. Entre 1851 y 1868, los vicentinos aumentaron el número de socios y de benefactores, también expandieron su espacio de acción más allá de los límites de la Ciudad de México. Se establecieron “conferencias” en seis ciudades: México, San Miguel de Allende, Puebla, Oaxaca, Toluca y Guanajuato. Asimismo, pasaron de ser 192 socios activos en 1851 a 1,094 en 1868.88 Este ritmo de expansión sólo se detuvo unos años al empezar la Guerra de Reforma (1858-1860), periodo en que se abolieron las cofradías y se suprimieron las comunidades religiosas masculinas y femeninas.89

La Sociedad de San Vicente de Paul se componía de miembros de clase alta, media y trabajadora urbana,90 hablamos de una composición social heterogénea, tanto en la Ciudad de México como al interior del país, pero interesada en asistir y resolver problemas cotidianos entre las clases más menesterosas.91 Los socios crearon su propia red de instituciones de asistencia como comedores públicos para pobres, escuelas para niños y bibliotecas de carácter religioso. También visitaron hospitales y prisiones para atender enfermos y socorrer sus necesidades con comida, ropa, sábanas o dinero para su alquiler, sin descuidar las necesidades espirituales pues, difundían la fe católica mediante clases de religión, catecismo, asistir y promoveer bautismos, primeras comuniones y matrimonios. La SVP también ofrecían consejos y consuelo, rezaban junto a las familias y se convertían en confidentes y guías morales, por lo que al ver problemas de alcoholismo o “inmoralidad” intentaban persuadirlos de sus vicios.92

A diferencia de la contraparte masculina, la Asociación de Señoras de la Caridad de SVP no sólo se fundó 23 años después, sino que fue creada por un miembro del clero secular, el padre vicentino Francisco Muñoz de la Cruz. Ambas organizaciones tuvieron como principal misión “visitar a los pobres enfermos y procurarles todo alivio espiritual y corporal, consolándolos y exhortándolos a aprovecharse de la enfermedad y resignarse a la voluntad de Dios”.93 Durante el Imperio de Maximiliano, lograron multiplicar su número de asociadas y expandirse por toda la República eclipsando con ello a la organización hermana masculina. Este veloz crecimiento fue reflejo del cobijo que tuvo la organización en esos años. Ante la victoria de Benito Juárez a mediados de 1867 y la subsecuente ruina económica de la Iglesia, el número de socias disminuyó. Cabe señalar que, aun así, para 1868, contaban con 12,274 socias activas y honorarias, mientras la sección masculina contaba con apenas 1,461 socios.94

Estos datos muestran cómo la vida asociativa filantrópica tuvo un crecimiento exponencial, hecho que les abrió el camino a la participación pública en la sociedad civil. Poco a poco, formar parte de las Señoras de la Caridad significó adquirir un sentido identitario femenino fuera del espacio doméstico.95 Esta asociación proporcionó a las afiliadas nuevos vínculos de sociabilidad y les permitió desempeñar posiciones de liderazgo; ofreció también la oportunidad de crear estructuras de poder paralelas al Estado y al sector asociativo masculino y así labrar su lugar en la vida pública.96

En 1868 se fundó en la Ciudad de México la Sociedad Católica Nacional Mexicana (SCNM), cuyo objetivo central fue “conservar, defender y propagar […] la religión católica apostólica y romana”.97 Al igual que la SVP, se estableció en 1869 una sección femenina denominada Sociedad Católica de Señoras y Señoritas. Esta asociación disminuyó en el año de 1878, dejando a hombres y mujeres seglares “sin esa vía para canalizar sus actividades filantrópicas”.98

Los 10 años de presencia pública de la Sociedad Católica responden también a los periodos presidenciales de Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada, quiénes fueron los principales promotores de las Leyes de Reforma. Una vez derrotado el Imperio adquirieron el poder político necesario para aplicarlas con mano dura, sobre todo durante la presidencia de Lerdo de Tejada. En este sentido, la fundación de la Sociedad Católica Nacional Mexicana fue una respuesta a la sustracción pública de la Iglesia frente al Estado a partir de la crisis de 1867 que la llevó a buscar entre los sectores conservadores católicos su propio “ejército”.99

Frente a esta crisis, la SCNM funcionó al margen de la actividad parroquial, se dedicó a la enseñanza de la doctrina cristiana, fundó colegios católicos, fomentó publicaciones, realizó actividades piadosas en cárceles, hospitales y escuelas gratuitas y promovió la fundación de agrupaciones laborales al interior de la república. Además, generó actividades que apuntaban a la conservación y defensa de la vida espiritual en la vida pública, actuando abiertamente y produciendo opinión.

Para Ceballos, los socios de la SCNM buscaron establecer una sociedad autónoma y paralela al Estado liberal, a fin de llevar a cabo el proyecto sociopolítico del conservadurismo mexicano;100 Hanson, por su parte, considera que se buscaba aislar a los católicos de las influencias dañinas del liberalismo, pero la intención final de la SCNM era tener un sentido constructivo y expansionista: servir de base para volver a catequizar a la sociedad y recuperar la influencia perdida.101

La SCNM fue uno de los primeros esfuerzos por parte de los católicos para defender a la religión en la vida pública, su corta existencia nos muestra lo efímero que fueron los primeros esfuerzos de la sociedad católica mexicana por organizarse, a mi parecer esto se debió a una falta de estrategias organizativas, tanto de la jerarquía eclesiástica, como de los católicos seglares. Esta situación cambiaría al pasar los años conforme se fue legitimando desde Roma el sistema asociativo católico en torno al movimiento intransigente y ultramontano.

1.5 Como corolario

Una de las principales acciones de la Santa Sede para defender el poder de la Iglesia frente al liberalismo fue la fundación de instituciones educativas como el Colegio Pio Latinoamericano, encaminadas a formar cuadros al interior de la estructura eclesiástica mismos que se convertirían en los dirigentes de la militancia católica. México no fue la excepción. Hacia la última década del siglo XIX las primeras generaciones de sacerdotes formados en Roma bajo la corriente intransigente llegaban a México y con ellos la vida asociativa adquirió un nuevo impulso. Esta vez, la intención era circunscribir las actividades y las experiencias de la militancia católica al proyecto político dirigido desde la Santa Sede. Así, el primer paso, por un lado, fue centralizar los esfuerzos del asociacionismo católico obrero, muestra de ello fueron los Congresos Obreros Católicos. Y por el otro, se ampliaron los espacios de acción y participación del asociacionismo filantrópico femenino.

Durante el porfiriato las obras de las Asociación de Señoras de la Caridad de SVP se consolidaron y aumentaron en volumen y en tipo de acción. Hacia 1909, administraban por lo menos 32 hospitales, 20 escuelas primarias y 27 orfelinatos, sin contar con las actividades que realizaban dando conferencias individuales, asistiendo comedores para pobres, fundando talleres de oficios, cajas de ahorro y escuelas nocturnas para adultos.102 Hacia la última década del siglo XIX, actuaron conforme a los resolutivos del Concilio Plenario Latinoamericano, comenzaron a trabajar localmente desde las parroquias. Bajo el auspicio de los párrocos locales se reunían semanalmente para rezar y discutir a cuáles familias pobres debían ayudar, cuáles obras iban a fundar y cómo debían recaudar fondos.103

Conforme las instituciones vicentinas fueron creciendo, los servicios que ofrecían los establecimientos vicentinos empezaron a “profesionalizarse”.104 Las mujeres se convirtieron en gestoras de la acción social católica, abandonaron el resguardo de la parroquia para atender y administrar hospitales y asilos, donde emplearon a mujeres laicas, solteras o viudas para desempeñar el trabajo cotidiano. Con esta serie de actividades configuraron los vínculos necesarios para la sociabilidad, crearon una red de apoyo femenino y otorgaron puestos de trabajo a mujeres que luchaban por ganarse la vida como maestras, enfermeras, cocineras, lavanderas, etcétera. Estas acciones permitieron a las mujeres adquirir notoriedad pública y reconocimiento entre los sectores más desfavorecidos.

La experiencia asociativa que ofrecieron las instituciones filantrópicas como la SCNM y las SVP expresan la necesidad de la Iglesia de modernizar sus actividades caritativas a fin de actuar como el eje capaz de cohesionar y satisfacer las necesidades sociales de la población, producto de la modernidad. En este sentido, las asociaciones filantrópicas propiciaron entre sus integrantes de clases medias y altas, la creación de lazos de pertenencia y solidaridad con la cual lograron identificarse como las defensoras de la beneficencia frente a la pretensión estatal de suplantar las iniciativas privadas.

El proceso de construcción de una vida asociativa católica en México requirió de casi medio siglo de pruebas de ensayo-error. Entre 1860 y 1890 se observan varios intentos por crear organizaciones centralizadas y consolidadas; sin embargo, lo que permeó fueron los esfuerzos locales, muchos de ellos efímeros y atomizados. Fue hasta que las primeras generaciones de clérigos pio latinos regresaron a México y se posicionaron en el centro de las estructuras de poder de la jerarquía eclesiástica mexicana, cuando se dieron los primeros pasos para la consolidación de una militancia católica centralizada bajo la mirada vigilante de la Iglesia. Para 1902 los espacios de acción en las parroquias fueron reformados y se ajustaron a una nueva visión tanto eclesiástica como urbana respecto a los cambios que experimentaron la ciudad y la Iglesia.

El asociacionismo femenino respondió a esta lógica, pero quedó constreñido a un espacio específico que le permitió a la Iglesia sostener y difundir su propia construcción del ideal de la mujer y del lugar que ésta ocupaba en la sociedad. Se concibió a la mujer en su papel maternal y así se le dirigió su acción hacia el rescate del espacio doméstico, pero también hacia el cuidado de la infancia, del pobre y del enfermo como parte de los valores devocionales que constituían la raíz de su feminidad.

A partir de 1868 vemos un desplazamiento del sector masculino de las actividades filantrópicas, propiciando la organización de las primeras asociaciones de mujeres dedicadas al auxilio del menesteroso, lo que provocó una división social del trabajo católico por género. Esta circunstancia posibilitó el fortalecimiento de sociabilidad de carácter “cívico”, pero también de solidaridad femenina, el sentido de la caridad cristiana se convirtió en el elemento eje que encausó su acción en la vida pública. Si bien antes de la primera década del siglo XX, el papel del asociacionismo femenino era de contención del proceso secularizador, para 1912 la centralización de la vida asociativa católica fue adquiriendo tintes políticos y beligerantes. Asimismo, les permitió reproducir el modelo de mujer abnegada, ángel del hogar, quien será la constante en el discurso maternalista que se reproducirá en la Asociación de Damas Católicas durante las primeras décadas del siglo XX.

CAPÍTULO DOS
La Asociación de Damas Católicas Mexicanas en su primera etapa (1912-1917)

La mañana del jueves 12 de septiembre de 1912, las más distinguidas Damas de la sociedad de la Ciudad de México acudieron a escuchar el entusiasta y vigoroso llamado del arzobispo de México, José Mora y del Río, al templo de San Francisco, quien rogó a las señoras “por lo que ellas amaban, por las entrañas de Jesucristo, por su sacratísimo corazón” a que unidas como en un ejército comenzaran una nueva vida de acción social dirigida a salvaguardar la religión y la patria del peligro eminente en que se hallaban.1 Ese mismo día se fundó la Asociación de Damas Católicas Mexicanas (ADCM) como una organización compuesta exclusivamente por mujeres quienes, haciendo énfasis de su carácter femenino pero también de su devoción, defenderían los intereses de la Iglesia mexicana en la arena pública.

Las Damas surgieron durante la presidencia de Francisco I. Madero, lo cual representó para la Iglesia y su militancia católica2 la posibilidad de colaborar en la vida política nacional. Para participar en las elecciones de 1911, se fundó el Partido Católico Nacional (PCN)3 bajo el auspicio del arzobispo José Mora y del Río.4 De manera paralela, se impulsó la formación de un conjunto de organizaciones compuestas por hombres y mujeres católicos quienes se dedicarían a defender los intereses de la Iglesia en la arena pública. Además de las Damas Católicas, se establecieron los Caballeros de Colón y la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM), quienes se convirtieron en los motores que, años más tarde, dirigirían las políticas de defensa social del catolicismo mexicano.

La Orden de los Caballeros de Colón se había fundado en 1905. Sus fines eran: “ayudar a los católicos a mantenerse constantes en su fe, promover los lazos de fraternidad entre ellos e implantar un sistema de seguros para proteger a las viudas e hijos de los miembros que fallecen”, asimismo, retomaron el nombre de Cristóbal Colón para perpetuar la memoria del “descubridor católico de América”. Su acción social abarcó el ámbito laboral y de salubridad de los trabajadores, promovieron la formación de nuevas asociaciones independientes o complementarias a la suya, al tiempo que buscaron moralizar e instruir a los grupos marginales del país.5

La ACJM comenzó como un grupo de estudiantes que aspiraban a jugar un papel en la vida política del país con el apoyo de dos párrocos jesuitas Bernardo Bergöend y Carlos M. Heredia, quien también participó en la fundación de las Damas Católicas. En sus inicios, la organización se fundó para impedir el crecimiento de la organización protestante Young Men's Christian Association (YMCA) pero, en la práctica, se dedicó a unificar a los estudiantes católicos en torno al mejoramiento moral y combinar la labor social con la política, apoyando al PCN realizando funciones propagandísticas. Dentro de su programa de actividades se incluían reuniones semanales, discusiones públicas y conferencias para estudiar asuntos filosóficos e intelectuales. Al igual que en el reglamento de las Damas Católicas, en los estatutos de la ACJM se estableció que la organización tendría como objeto formar un ejército dispuesto a lanzarse “a la conquista pacífica de las almas y a la reforma de nuestra sociedad, carcomida por las más grandes miserias”.6

Como se mencionó con anterioridad, la fundación de las Damas Católicas quedó en manos del arzobispo de México, quien contaba con una portentosa trayectoria como líder y promotor del catolicismo social, se formó durante el último tercio del siglo XIX en el Colegio Pio Latinoamericano. A su regreso a México, fue nombrado obispo de Tulancingo donde organizó los Congresos Católicos Obreros de principios del siglo XX. En 1908 recibió la arquidiócesis de México donde enfocaría sus acciones a consolidar una militancia católica defensora de la fe y centralizada en la Ciudad de México que actuaría durante las primeras tres décadas del siglo XX. No es casual que fueran impulsadas por el arzobispado de México, por el contrario, esto permite ver la necesidad de fomentar un asociacionismo en torno a la arquidiócesis y la figura de Mora y del Río lo suficientemente fuerte como para agrupar desde el centro político nacional –la Ciudad de México– a las muchas organizaciones católicas que existían por toda la Nación y que trabajaban con diversos fines.

De esta manera, las Damas Católicas formaron parte de la movilización de redes eclesiales que se instrumentaron a favor del PCN. Trabajaron en la revitalización de las parroquias haciendo uso de “las estrechas ligas que sus dirigentes mantenían con párrocos y establecimientos católicos”,7 pusieron en marcha una serie de los lazos de solidaridad fomentados constantemente mediante sus prácticas asociativas. También actuaron en constante colaboración con el clero8 y así se volverían las encargadas de la propaganda eclesiástica y de la acción social católica en las parroquias de la Ciudad de México.

Aunque se fundó como una organización con fines filantrópicos, el arzobispo de México buscaba organizar a un grupo de mujeres de clase media y alta a fin de convertirlas en agentes capaces de desarrollar una acción pública y política que tuvo como resultado inicial la consolidación de esta agrupación. En este sentido, el presente capítulo explica cómo surgió esta asociación, el tipo de organización adquirida, cómo crearon una identidad propia, cómo establecieron sus vínculos de sociabilidad, cuáles fueron sus motivaciones, su papel frente a la revolución mexicana y cómo sus actividades permitieron a estas mujeres reorganizar su actividad política y social alrededor de su actuar en la Ciudad de México.

La ciudad se concibe como el espacio de confluencia de distintas formas de poder, entre la Iglesia y el Estado; de diversas formas de gobierno, entre el federal, local, municipal y diocesano; y de nuevas formas de participación ciudadana. La Ciudad de México fue el lugar donde se llevó a cabo la disputa por ganar adeptos, también el espacio donde las organizaciones construyeron su experiencia asociativa y generaron una notoriedad pública en función de sus acciones desplegadas a través de la capital como centro simbólico del país.

El capítulo se encuentra dividido en dos partes y un corolario. La primera analiza la forma en que se organizaron las Damas, pone énfasis en cómo se definen a sí mismas, quiénes la conforman, cuál es su organización interna, qué tipo de prácticas cotidianas realizaban, cuáles eran sus motivaciones y sus elementos de identidad. La segunda se centra en sus actividades públicas y cotidianas en el espacio urbano a fin de conocer las prácticas desarrolladas para ampliar, reproducir y motivar la sociabilidad que ayudó a consolidar la organización durante la revolución mexicana.

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9786073056861
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