Kitabı oku: «Secta», sayfa 2
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Miércoles, primera hora de la mañana en el parque Hogland. Había pasado un día y medio desde que habían encontrado a un padre y a su hija de cuatro años muertos en un piso a 750 metros de allí. El sol salía, pero con precaución. Una silenciosa niebla matutina cubría la ciudad, que estaba construida sobre treinta y tres islas. La niebla evitaba que el sol aterrizara y alcanzara las pocas almas madrugadoras que ya habían salido de sus casas en Trossö, la isla más grande de Karlskrona.
Una de aquellas almas era Luke Bergmann. A él no le importaba lo más mínimo si brillaba el sol o si diluviaba. Ni siquiera se habría dado cuenta.
Estaba sentado en un banco del parque con la mirada fija en la bolsita que un camello le había puesto en la mano. La bolsita contenía alivio. Posiblemente también muerte, pero, por encima de todo, un dulce alivio. Y eso era lo que él quería.
Había resistido la tentación durante dieciséis años. Desde que había aterrizado en Karlskrona no había caído en ese agujero ni una sola vez. Pero, aunque el deseo se hubiera apaciguado, siempre había estado allí.
Llevaba papel de fumar de la marca Rizla en el bolsillo y el camello le había dado una caja de cerillas. Tenía todo lo que necesitaba.
Se visualizó a sí mismo a los trece años, la primera vez que había fumado. Fue el día de la muerte de su madre, que falleció por una sobredosis de heroína. Todavía recordaba lo que aquel canuto le hizo sentir: liberación. Una sensación de calidez en el centro de su cuerpo expulsó toda la ansiedad, la angustia y el pánico.
Después de eso, siguió fumando marihuana. Para él era suficiente. El resto de chicos de la pandilla consumían todo lo que pillaban: crack, éxtasis, heroína, alcohol. Pero Luke no.
Cogió el papel de fumar y lo enrolló retorciendo un extremo. No quería usar filtro ni mezclar tabaco. El sol empezaba a desplegar su calor. Un grupo de jóvenes con monos de color naranja, el uniforme de su empleo de verano, recogían basura cerca de la zona de juegos. Luke sostuvo el porro entre los dedos.
La primera noche tras la muerte de Viktor y Agnes no había pegado ojo. Se tumbó y solo fue capaz de dar vueltas en la cama. Sudó. No podía dejar de pensar. La segunda noche la pasó dormitando, instalado en una especie de purgatorio entre el sueño y la vigilia, y tuvo pesadillas sobre la muerte. Todas trataban de lo mismo: el primer tipo al que había matado en una pelea de bandas en la calle Troutman de Brooklyn, veinticuatro años atrás —un adolescente afroamericano de dieciséis años de los Navajas negras— corría hacia él con los ojos abiertos como platos, drogado, mirándolo fijamente y blandiendo un cuchillo de carnicero. Luke vio que el filo cortante del cuchillo se acercaba a su cara y se quedó paralizado, esperando que el acero se clavara en su frente. Se despertó justo en el momento de la muerte, seguro de que todo había terminado. Confundido, saltó de la cama para escapar, y cuando recobró la conciencia estaba jadeando con el pulso acelerado.
Dos chicos jóvenes enfundados en sus monos y con bolsas negras de basura se acercaron al banco donde estaba Luke. Él se metió el porro en el bolsillo y se levantó. Decidió irse a casa y fumárselo allí.
El martes había llamado a Åsa Nordin, su jefa en Ekekullen, para contarle lo que había ocurrido y pedirle permiso para tomarse unos días libres. Ekekullen era una casa de acogida de Rödeby para jóvenes con un historial de delitos y consumo de drogas. Luke acababa de empezar a trabajar allí. Antes se había ocupado durante ocho años de una casa de acogida similar en Listerby, a las afueras de la ciudad de Ronneby.
Amanda, su exmujer, lo había llamado ese mismo día. Se había enterado de lo que había ocurrido y estaba desolada. También conocía bien a Viktor y había coincidido con Agnes unas cuantas veces. Luke no había hablado con nadie más en las últimas veinticuatro horas.
Tardó quince minutos en llegar a casa, a su pequeña cabaña del barrio de Björkholmen. No era para nada espaciosa y tenía los techos bajos. Los trabajadores del astillero que habían vivido allí a finales del siglo xvii debían de ser pigmeos. Cuando acababa de mudarse, Luke, que medía casi dos metros, se dio en la cabeza con las vigas del techo más de una vez, pero pronto aprendió dónde tenía que agacharse. Hacía cuatro años que se había enamorado de la pequeña cabaña, nada más verla. Era lo más lejos que se podía estar de Williamsburg, en Brooklyn, donde había crecido. Su casero había equipado la cabaña con un jacuzzi, una cocina moderna, una estufa de leña y un patio pequeño pero precioso. Justo allí estaba lo mejor de todo: un muelle privado con una barca a menos de cincuenta metros de la puerta de entrada. Gracias a ella, descubrió la tranquilidad que le daba remar. Cuando hacía buen tiempo, le encantaba ir a dar una vuelta por la tarde. A veces se llevaba la caña de pescar y volvía a casa con un lucio o una perca para la cena.
Fue al dormitorio, sacó el porro y las cerillas y los dejó en la mesita de noche. Miró una gran foto en blanco y negro, donde aparecía él en una de sus competiciones de lucha libre. Estaba enmarcada y colgada encima del cabecero de la cama. Le habían tomado aquella foto a los diecinueve años, cuando solía tratar de parecer un tipo duro. Qué ridículo. La descolgaría en cuanto tuviera fuerzas para hacerlo.
Estaba hambriento. El porro tendría que esperar. No había comido en dos días. Con la cabeza en otra parte, fue a la cocina. Abrió el congelador, sacó un plato preparado y lo metió en el microondas.
Luke y Viktor habían sido amigos íntimos durante diez años. Se habían conocido a través de sus mujeres, que eran profesoras en la misma escuela de secundaria de Karlskrona.
Ninguna de las dos parejas tenía hijos, cosa poco común entre la gente de su edad, y empezaron a quedar. Luke y Viktor se cayeron bien desde el primer momento. Aunque hacía años que Luke vivía en Karlskrona, no había hecho demasiados amigos más. Cuando se mudó, dedicaba todo su tiempo a aprender el idioma y a intentar adaptarse a la cultura sueca. Además, al principio de vivir en Suecia, se desplazaba a diario a Jämshög, a ochenta kilómetros de Karlskrona, para terminar sus estudios de Trabajo Social.
Nunca antes había tenido un amigo con quien le resultara tan fácil y cómodo hablar, aunque parecieran diametralmente opuestos. Viktor era extrovertido, abierto y se interesaba mucho por los demás. Luke era un lobo solitario, hablaba más bien poco y a veces daba la impresión de ser huraño. A Viktor le costó horrores conocer bien a Luke. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que Luke le contara el secreto que solo su mujer sabía: que su pasado incluía una vida de drogas y crimen en una banda de Williamsburg y un trabajo como guardia de seguridad para la mafia israelí de Nueva York, además de un vuelo en 1997 a Londres, donde se había enamorado locamente de Amanda, de Karlskrona, que trabajaba como au pair. Y todo lo que vino después: el traslado a Karlskrona, los cursos de sueco, las clases de adaptación y los estudios en Jämshög para convertirse en trabajador social. A Viktor le fascinaba el camino vital de Luke y, sobre todo, el tipo de terapia que había hecho. Habían pasado horas y horas hablando sobre las diferencias entre los distintos tipos de terapia.
2008 fue un año terrible para Viktor. Su mujer, Lotta, se quedó embarazada después de años de intentos. Por fin iban a tener un bebé. Pero Lotta empezó a sufrir unos dolores de cabeza horribles y problemas de visión. Resultaron ser síntomas de un tumor cerebral y ella y su hijo nonato murieron solo cuatro meses después del diagnóstico. Viktor, destrozado, cayó en una profunda depresión de la que solo se salvó al conocer a Therese, unos meses después. Therese era nueve años más joven que él y de una belleza cautivadora. Viktor se enamoró de ella al instante. Al cabo de tres meses de relación, Therese estaba embarazada. Se casaron medio año después, casi al final del embarazo. Entonces llegó el siguiente golpe. Cuando Agnes tenía solo seis meses, Therese le dijo a Viktor que ya no sentía nada por él y que iba a volver con su exnovio, de quien seguía enamorada. Se mudó y se llevó a Agnes con ella. Aquello fue demasiado para Viktor, que tuvo que recibir ayuda psiquiátrica. Esta vez, la depresión fue aún más profunda, y le costó meses de terapia de crisis volver a ser el que era.
El matrimonio de Luke se había roto un año antes que el de Viktor, cuando Amanda se cansó de ver a su marido más interesado en la vida de los adolescentes drogadictos con los que trabajaba que en la de ella. Además, Amanda quería tener hijos, y cuando Luke se negó, le dio un ultimátum. Luke tuvo que elegir entre los hijos o el divorcio, y eligió el divorcio. Así que cuando Viktor cayó en su segunda gran crisis, Luke tenía muchísimo tiempo libre. Prácticamente se mudó con Viktor y lo ayudó, asegurándose de que se cumpliera el régimen de visitas de Agnes. Estaba convencido de que solo gracias a Agnes su amigo había vuelto a ser feliz. Amaba a su hijita más que a nada en el mundo. Y ahora los dos estaban muertos.
Mientras Luke se comía una pechuga de pollo calentada al microondas que no sabía nada, rememoró las dos imágenes que ya jamás olvidaría: la de Viktor colgando de la puerta del baño y la de Agnes tumbada sin vida sobre la alfombra turquesa. Y volvió a hacerse la pregunta que centraba todos sus pensamientos desde el lunes: ¿cómo podía ser que Viktor no solo se hubiera quitado la vida, sino que también se la hubiera arrebatado a Agnes? Y si de verdad era capaz de hacer algo tan horrible, ¿cómo a él se le podían haber pasado por alto las señales? Había notado a su amigo extrañamente feliz el sábado por la noche. Le había hablado de sus viajes a Rusia, de que iba a volver a Kaliningrado. Tenía algo gordo entre manos, pero no le había querido dar demasiados detalles. ¿Se había comportado así para esconder sus verdaderos planes? ¿Por qué diablos no le había dicho nada, si tan mal se sentía?
Luke estaba furioso. Nunca podría entender a los suicidas. ¿Qué pasa por la mente de una persona que ha decidido hacer algo tan irreversible? ¿Por qué su amigo había escondido aquellos pensamientos destructivos? ¿Por qué no había confiado en él?
Miró la hora. Eran las nueve de la mañana. Volvió al dormitorio y vio el porro. Al día siguiente contactaría con la psicóloga de Viktor. Necesitaba entender por qué.
Lo había decidido después de hablar por teléfono con la policía. Lo habían llamado para que el jueves por la tarde acudiera a la comisaría a leer su testimonio y a contestar algunas preguntas más sobre lo ocurrido. Después de hablar con ellos, esperaba que la psicóloga de Viktor lo recibiera. Tenía que hacerlo, por Viktor. Cogió el porro y la bolsita de hojas verdes. Fue al baño, vació su contenido en la taza del váter y tiró de la cadena. De vuelta a la cocina, cogió de la bodega una botella grande de ron Capitán Morgan que aún conservaba el precinto, se sentó a la mesa de la cocina, la abrió y empezó a beber. Así adormecería sus sentidos sin caer de lleno en la más absoluta oscuridad.
5
Le volvían a picar los huevos. A Thomas Svärd siempre le ocurría por la noche, y entonces el picor lo despertaba. Se rascó con el pulgar y el dedo índice y luego pasó las uñas, una tras otra, por la zona afectada. Era una sensación agradable, pero al rato empezaba a preocuparse por si, de tanto frotarse, empezaba a sangrar y el placer se convertiría en dolor.
Encendió la luz, se bajó los calzoncillos y echó un vistazo. Detectó una leve rojez y se preguntó si se la habría provocado él mismo al rascarse o si serían hongos. El muñón de lo que una vez había sido su polla estaba ahí. Era un pequeño colgajo de piel que medía unos pocos centímetros. Todavía se mareaba cuando lo miraba, así que intentaba ignorarlo.
No siempre podía. A veces lograba olvidarse de él. Sin embargo, eso era negar la realidad. En las últimas semanas, se había ido haciendo más y más consciente de su situación. Ya no tenía pene. Nunca volvería a follar. Nunca volvería a sentir el placer de la penetración. Nunca volvería a tener un orgasmo.
Lo peor de aquella desgracia era que seguía excitándose tanto como antes, sobre todo por la mañana. A menudo soñaba que follaba, revivía aquellos momentos con las niñas y se levantaba cachondo. Pero ahora ya no se podía desahogar.
Aquello era increíblemente cruel. Hubiera sido mejor deshacerse de ambas cosas: la excitación y la polla. De hecho, si hubiera podido deshacerse de la excitación no lo habría pasado tan mal, aunque estar vivo no hubiera valido tanto la pena. Pero perder el instrumento que le había proporcionado experiencias tan maravillosas era, probablemente, el peor castigo que le podían haber infligido. La tortura más implacable.
Ahora, cuando se excitaba, se sentía como un león en una jaula. Tenía que moverse, caminar sin descanso y forzarse a pensar en otras cosas para distraerse. Trataba de invocar pensamientos que lo incomodaran. Algo que solía funcionar era recordar el incidente de la bañera, que le había ocurrido a los doce años. Más o menos un año antes había descubierto lo que pasaba cuando movía arriba y abajo la piel de su pene, y fue una grata sorpresa. Sentado en el baño, tiró de su salchicha. Como le gustó, empezó a tirar más rápido y el placer fue en aumento. De pronto, un chorro blanco salió disparado de la punta y aterrizó en la alfombrilla. Debió de emitir algún tipo de sonido, porque su madre llamó muy fuerte a la puerta del baño y le preguntó qué hacía. Él entró en pánico y se puso a limpiar aquella mancha blanca y pegajosa con papel higiénico. Cuando abrió la puerta y salió, su madre lo miró con suspicacia, pero por suerte no podía saber lo que había hecho.
El día del incidente estaba tumbado en la bañera y la puerta se abrió de golpe. Había olvidado cerrarla. Mamá entró y, al ver lo que estaba haciendo, se puso hecha una furia. Se fue, volvió con una olla llena de agua hirviendo y la volcó sobre su pene erecto. Por suerte, tuvo tiempo de sumergirse un poco en la bañera, pero gran parte del agua hirviendo lo salpicó. Él aullaba de dolor y su madre estaba como loca, echaba chispas. «¡Esta es la perdición de los hombres! ¡Si haces eso, irás al infierno!», le gritó. Lo obligó a leer la Biblia cada tarde durante tres semanas. Al finalizar la lectura le pegaba para «sacarle el demonio de dentro».
Todo empezó más o menos por entonces, pero el engranaje se puso realmente en marcha solo unas semanas después. El hijo del vecino, Patrick, que tenía catorce años, había montando una tienda de campaña en el bosque. Estaban jugando a indios y vaqueros, y después se reunieron en la tienda. Patrick le ordenó a Susanne, que tenía doce años, que se quitara los pantalones y la ropa interior y se tumbara boca arriba. Había cinco niños más. Patrick se deshizo de los pantalones y los calzoncillos. Le había salido un poco de pelo alrededor de la polla. Thomas no pudo apartar la vista. Era la primera vez que veía el pene erecto de otra persona, largo y puntiagudo. Patrick se lo agarró y se tumbó encima de Susanne, que estaba ahí tirada, en silencio. Entonces empezó a follársela. Pero el sonido de unas voces que se aproximaban lo interrumpió.
Aunque Patrick se había quedado a medias, a Svärd la escena lo había impresionado mucho. La suave vagina de Susanne, libre de pelos negros asquerosos. La lanza puntiaguda acercándose y penetrándola. En aquel momento había entendido para qué servía aquella herramienta.
Se sentó en la cama, descansó los pies en la alfombra sucia y andrajosa, encendió un cigarrillo y miró el reloj. Las doce y media de la noche. Tenía que mear. Se levantó y recorrió los dos metros hasta el baño. Desde el ataque de hacía un año, no soportaba orinar. El chorro salía disparado en todas direcciones, y el líquido se dispersaba, salvaje. El médico había hecho lo que había podido, pero lo que quedaba del orificio de la uretra ahora funcionaba más o menos como un aspersor en un día caluroso de verano.
El baño no era grande. Construido a mediados del siglo pasado, por lo menos era bastante bonito y luminoso, pero también era estrecho, y Svärd se había acostumbrado a entrar de culo. Estaba completamente alicatado y el mango de la ducha colgaba de la pared de detrás del inodoro. Cuando se duchaba, todo el baño quedaba empapado y después tenía que pasarse quince minutos fregándolo. Imposible que cupiese más de un hombre en aquel maldito búnker.
Se levantó y tiró de la cadena. Fue al salón, se sentó a la pequeña mesa desvencijada y encendió el portátil. Necesitaba completar los datos del siguiente encargo, pero antes de hacerlo entró en SexNordics BBS. Se metió en su galería de fotos y vio que tenía mensajes nuevos. Un imbécil de Dallas decía que su última foto de Sandra era falsa. Seguramente había buscado las marcas de nacimiento y ahora estaba convencido de que la niña de la foto no era ella. También le pedía otra foto de Sandra, pero más joven; una chica de trece años era demasiado mayor para su gusto.
Svärd sopesó el comentario de aquel tipo. Había ganado mucho dinero con las fotos de Sandra, pero no era suficiente. La demanda del rango de edad de cuatro a seis años había subido. Había locos que estaban dispuestos a pagar hasta cien euros por una foto de una niña de cuatro años desnuda en una pose sexy. Leyó el resto de mensajes y maldijo. Ninguno de aquellos cabrones estaba dispuesto pagar; solo eran imbéciles que querían descargarse las imágenes gratis, a quienes no les importaba que hubiera marcas de agua, porque lo único que querían era admirar su exquisita colección.
Entró en la cuenta del banco y revisó el saldo. Todo lo que tenía eran 258,54 euros. Maldita sea, con eso no podía pagarse ni un vuelo. Tenía que conseguir más dinero.
Se pasó una hora buscando guarderías en el barrio de Kungsholmen, en Estocolmo: había más de veinte. Entró en todas las páginas para ver cuáles estaban abiertas durante el verano y se sorprendió al encontrar siete. Redactó una carta para postularse como profesor sustituto y la mandó a las siete, junto con su diploma falsificado de la Universidad de Linné y un currículum inventado. Usó su antiguo nombre falso, Gustav Thordén. Estaba seguro de que alguna de aquellas guarderías haría las llamadas correspondientes para comprobar que todo era verdad. Pero, incluso si llamaban, les resultaría casi imposible encontrar a alguien durante las vacaciones. Y si estaban desesperadas por contratar a alguien, quizás se saltaran esa parte del proceso.
Después consultó la previsión meteorológica para el día siguiente en una página web: soleado y caluroso todo el viernes. Como era la temporada de vacaciones, las zonas de juegos estarían llenas de familias con niños pequeños. Cerró el portátil y se metió en la cama con una media sonrisa en los labios.