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4

Miér­co­les, pri­me­ra hora de la mañana en el parque Ho­gland. Había pasado un día y medio desde que habían en­con­tra­do a un padre y a su hija de cuatro años muer­tos en un piso a 750 metros de allí. El sol salía, pero con pre­c­au­ción. Una si­len­c­io­sa niebla ma­tu­ti­na cubría la ciudad, que estaba cons­tr­ui­da sobre tr­ein­ta y tres islas. La niebla evi­ta­ba que el sol ate­rri­za­ra y al­can­za­ra las pocas almas ma­dru­ga­do­ras que ya habían salido de sus casas en Trossö, la isla más grande de Karls­kro­na.

Una de aq­ue­llas almas era Luke Berg­mann. A él no le im­por­ta­ba lo más mínimo si bri­lla­ba el sol o si di­lu­v­ia­ba. Ni si­q­u­ie­ra se habría dado cuenta.

Estaba sen­ta­do en un banco del parque con la mirada fija en la bol­si­ta que un ca­me­llo le había puesto en la mano. La bol­si­ta con­te­nía alivio. Po­si­ble­men­te tam­bién muerte, pero, por encima de todo, un dulce alivio. Y eso era lo que él quería.

Había re­sis­ti­do la ten­ta­ción du­ran­te die­ci­séis años. Desde que había ate­rri­za­do en Karls­kro­na no había caído en ese agu­je­ro ni una sola vez. Pero, aunque el deseo se hu­b­ie­ra apa­ci­g­ua­do, siem­pre había estado allí.

Lle­va­ba papel de fumar de la marca Rizla en el bol­si­llo y el ca­me­llo le había dado una caja de ce­ri­llas. Tenía todo lo que ne­ce­si­ta­ba.

Se vi­s­ua­li­zó a sí mismo a los trece años, la pri­me­ra vez que había fumado. Fue el día de la muerte de su madre, que fa­lle­ció por una so­bre­do­sis de he­ro­í­na. To­da­vía re­cor­da­ba lo que aquel canuto le hizo sentir: li­be­ra­ción. Una sen­sa­ción de ca­li­dez en el centro de su cuerpo ex­pul­só toda la an­s­ie­dad, la an­gus­t­ia y el pánico.

Des­pués de eso, siguió fu­man­do ma­rih­ua­na. Para él era su­fi­c­ien­te. El resto de chicos de la pan­di­lla con­su­mí­an todo lo que pi­lla­ban: crack, éx­ta­sis, he­ro­í­na, al­co­hol. Pero Luke no.

Cogió el papel de fumar y lo en­ro­lló re­tor­c­ien­do un ex­tre­mo. No quería usar filtro ni mez­clar tabaco. El sol em­pe­za­ba a des­ple­gar su calor. Un grupo de jó­ve­nes con monos de color na­ran­ja, el uni­for­me de su empleo de verano, re­co­gí­an basura cerca de la zona de juegos. Luke sos­tu­vo el porro entre los dedos.

La pri­me­ra noche tras la muerte de Viktor y Agnes no había pegado ojo. Se tumbó y solo fue capaz de dar vuel­tas en la cama. Sudó. No podía dejar de pensar. La se­gun­da noche la pasó dor­mi­tan­do, ins­ta­la­do en una es­pe­c­ie de pur­ga­to­r­io entre el sueño y la vi­gi­l­ia, y tuvo pe­sa­di­llas sobre la muerte. Todas tra­ta­ban de lo mismo: el primer tipo al que había matado en una pelea de bandas en la calle Tr­out­man de Bro­oklyn, vein­ti­c­ua­tro años atrás —un ado­les­cen­te afro­a­me­ri­ca­no de die­ci­séis años de los Na­va­jas negras— corría hacia él con los ojos ab­ier­tos como platos, dro­ga­do, mi­rán­do­lo fi­ja­men­te y blan­d­ien­do un cu­chi­llo de car­ni­ce­ro. Luke vio que el filo cor­tan­te del cu­chi­llo se acer­ca­ba a su cara y se quedó pa­ra­li­za­do, es­pe­ran­do que el acero se cla­va­ra en su frente. Se des­per­tó justo en el mo­men­to de la muerte, seguro de que todo había ter­mi­na­do. Con­fun­di­do, saltó de la cama para es­ca­par, y cuando re­co­bró la con­c­ien­c­ia estaba ja­de­an­do con el pulso ace­le­ra­do.

Dos chicos jó­ve­nes en­fun­da­dos en sus monos y con bolsas negras de basura se acer­ca­ron al banco donde estaba Luke. Él se metió el porro en el bol­si­llo y se le­van­tó. De­ci­dió irse a casa y fu­már­se­lo allí.

El martes había lla­ma­do a Åsa Nordin, su jefa en Eke­ku­llen, para con­tar­le lo que había ocu­rri­do y pe­dir­le per­mi­so para to­mar­se unos días libres. Eke­ku­llen era una casa de aco­gi­da de Rödeby para jó­ve­nes con un his­to­r­ial de de­li­tos y con­su­mo de drogas. Luke aca­ba­ba de em­pe­zar a tra­ba­jar allí. Antes se había ocu­pa­do du­ran­te ocho años de una casa de aco­gi­da si­mi­lar en Lis­terby, a las af­ue­ras de la ciudad de Ron­neby.

Amanda, su ex­mu­jer, lo había lla­ma­do ese mismo día. Se había en­te­ra­do de lo que había ocu­rri­do y estaba de­so­la­da. Tam­bién co­no­cía bien a Viktor y había coin­ci­di­do con Agnes unas cuan­tas veces. Luke no había ha­bla­do con nadie más en las úl­ti­mas vein­ti­c­ua­tro horas.

Tardó quince mi­nu­tos en llegar a casa, a su pe­q­ue­ña cabaña del barrio de Björkhol­men. No era para nada es­pa­c­io­sa y tenía los techos bajos. Los tra­ba­ja­do­res del as­ti­lle­ro que habían vivido allí a fi­na­les del siglo xvii debían de ser pig­me­os. Cuando aca­ba­ba de mu­dar­se, Luke, que medía casi dos metros, se dio en la cabeza con las vigas del techo más de una vez, pero pronto apren­dió dónde tenía que aga­char­se. Hacía cuatro años que se había ena­mo­ra­do de la pe­q­ue­ña cabaña, nada más verla. Era lo más lejos que se podía estar de Wi­ll­iams­burg, en Bro­oklyn, donde había cre­ci­do. Su casero había eq­ui­pa­do la cabaña con un ja­cuz­zi, una cocina mo­der­na, una estufa de leña y un patio pe­q­ue­ño pero pre­c­io­so. Justo allí estaba lo mejor de todo: un muelle pri­va­do con una barca a menos de cin­c­uen­ta metros de la puerta de en­tra­da. Gra­c­ias a ella, des­cu­brió la tran­q­ui­li­dad que le daba remar. Cuando hacía buen tiempo, le en­can­ta­ba ir a dar una vuelta por la tarde. A veces se lle­va­ba la caña de pescar y volvía a casa con un lucio o una perca para la cena.

Fue al dor­mi­to­r­io, sacó el porro y las ce­ri­llas y los dejó en la mesita de noche. Miró una gran foto en blanco y negro, donde apa­re­cía él en una de sus com­pe­ti­c­io­nes de lucha libre. Estaba en­mar­ca­da y col­ga­da encima del ca­be­ce­ro de la cama. Le habían tomado aq­ue­lla foto a los die­ci­n­ue­ve años, cuando solía tratar de pa­re­cer un tipo duro. Qué ri­dí­cu­lo. La des­col­ga­ría en cuanto tu­v­ie­ra fuer­zas para ha­cer­lo.

Estaba ham­br­ien­to. El porro ten­dría que es­pe­rar. No había comido en dos días. Con la cabeza en otra parte, fue a la cocina. Abrió el con­ge­la­dor, sacó un plato pre­pa­ra­do y lo metió en el mi­cro­on­das.

Luke y Viktor habían sido amigos ín­ti­mos du­ran­te diez años. Se habían co­no­ci­do a través de sus mu­je­res, que eran pro­fe­so­ras en la misma es­c­ue­la de se­cun­da­r­ia de Karls­kro­na.

Nin­gu­na de las dos pa­re­jas tenía hijos, cosa poco común entre la gente de su edad, y em­pe­za­ron a quedar. Luke y Viktor se ca­ye­ron bien desde el primer mo­men­to. Aunque hacía años que Luke vivía en Karls­kro­na, no había hecho de­ma­s­ia­dos amigos más. Cuando se mudó, de­di­ca­ba todo su tiempo a apren­der el idioma y a in­ten­tar adap­tar­se a la cul­tu­ra sueca. Además, al prin­ci­p­io de vivir en Suecia, se des­pla­za­ba a diario a Jämshög, a ochen­ta ki­ló­me­tros de Karls­kro­na, para ter­mi­nar sus es­tu­d­ios de Tra­ba­jo Social.

Nunca antes había tenido un amigo con quien le re­sul­ta­ra tan fácil y cómodo hablar, aunque pa­re­c­ie­ran dia­me­tral­men­te op­ues­tos. Viktor era ex­tro­ver­ti­do, ab­ier­to y se in­te­re­sa­ba mucho por los demás. Luke era un lobo so­li­ta­r­io, ha­bla­ba más bien poco y a veces daba la im­pre­sión de ser huraño. A Viktor le costó ho­rro­res co­no­cer bien a Luke. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que Luke le con­ta­ra el se­cre­to que solo su mujer sabía: que su pasado in­cluía una vida de drogas y crimen en una banda de Wi­ll­iams­burg y un tra­ba­jo como guar­d­ia de se­gu­ri­dad para la mafia is­ra­e­lí de Nueva York, además de un vuelo en 1997 a Lon­dres, donde se había ena­mo­ra­do lo­ca­men­te de Amanda, de Karls­kro­na, que tra­ba­ja­ba como au pair. Y todo lo que vino des­pués: el tras­la­do a Karls­kro­na, los cursos de sueco, las clases de adap­ta­ción y los es­tu­d­ios en Jämshög para con­ver­tir­se en tra­ba­ja­dor social. A Viktor le fas­ci­na­ba el camino vital de Luke y, sobre todo, el tipo de te­ra­p­ia que había hecho. Habían pasado horas y horas ha­blan­do sobre las di­fe­ren­c­ias entre los dis­tin­tos tipos de te­ra­p­ia.

2008 fue un año te­rri­ble para Viktor. Su mujer, Lotta, se quedó em­ba­ra­za­da des­pués de años de in­ten­tos. Por fin iban a tener un bebé. Pero Lotta empezó a sufrir unos do­lo­res de cabeza ho­rri­bles y pro­ble­mas de visión. Re­sul­ta­ron ser sín­to­mas de un tumor ce­re­bral y ella y su hijo nonato mu­r­ie­ron solo cuatro meses des­pués del diag­nós­ti­co. Viktor, des­tro­za­do, cayó en una pro­fun­da de­pre­sión de la que solo se salvó al co­no­cer a The­re­se, unos meses des­pués. The­re­se era nueve años más joven que él y de una be­lle­za cau­ti­va­do­ra. Viktor se ena­mo­ró de ella al ins­tan­te. Al cabo de tres meses de re­la­ción, The­re­se estaba em­ba­ra­za­da. Se ca­sa­ron medio año des­pués, casi al final del em­ba­ra­zo. En­ton­ces llegó el si­g­u­ien­te golpe. Cuando Agnes tenía solo seis meses, The­re­se le dijo a Viktor que ya no sentía nada por él y que iba a volver con su ex­no­v­io, de quien seguía ena­mo­ra­da. Se mudó y se llevó a Agnes con ella. Aq­ue­llo fue de­ma­s­ia­do para Viktor, que tuvo que re­ci­bir ayuda psi­q­uiá­tri­ca. Esta vez, la de­pre­sión fue aún más pro­fun­da, y le costó meses de te­ra­p­ia de crisis volver a ser el que era.

El ma­tri­mo­n­io de Luke se había roto un año antes que el de Viktor, cuando Amanda se cansó de ver a su marido más in­te­re­sa­do en la vida de los ado­les­cen­tes dro­ga­dic­tos con los que tra­ba­ja­ba que en la de ella. Además, Amanda quería tener hijos, y cuando Luke se negó, le dio un ul­ti­má­tum. Luke tuvo que elegir entre los hijos o el di­vor­c­io, y eligió el di­vor­c­io. Así que cuando Viktor cayó en su se­gun­da gran crisis, Luke tenía mu­chí­si­mo tiempo libre. Prác­ti­ca­men­te se mudó con Viktor y lo ayudó, ase­gu­rán­do­se de que se cum­pl­ie­ra el ré­gi­men de vi­si­tas de Agnes. Estaba con­ven­ci­do de que solo gra­c­ias a Agnes su amigo había vuelto a ser feliz. Amaba a su hijita más que a nada en el mundo. Y ahora los dos es­ta­ban muer­tos.

Mien­tras Luke se comía una pe­chu­ga de pollo ca­len­ta­da al mi­cro­on­das que no sabía nada, re­me­mo­ró las dos imá­ge­nes que ya jamás ol­vi­da­ría: la de Viktor col­gan­do de la puerta del baño y la de Agnes tum­ba­da sin vida sobre la al­fom­bra tur­q­ue­sa. Y volvió a ha­cer­se la pre­gun­ta que cen­tra­ba todos sus pen­sa­m­ien­tos desde el lunes: ¿cómo podía ser que Viktor no solo se hu­b­ie­ra qui­ta­do la vida, sino que tam­bién se la hu­b­ie­ra arre­ba­ta­do a Agnes? Y si de verdad era capaz de hacer algo tan ho­rri­ble, ¿cómo a él se le podían haber pasado por alto las se­ña­les? Había notado a su amigo ex­tra­ña­men­te feliz el sábado por la noche. Le había ha­bla­do de sus viajes a Rusia, de que iba a volver a Ka­li­nin­gra­do. Tenía algo gordo entre manos, pero no le había que­ri­do dar de­ma­s­ia­dos de­ta­lles. ¿Se había com­por­ta­do así para es­con­der sus ver­da­de­ros planes? ¿Por qué dia­blos no le había dicho nada, si tan mal se sentía?

Luke estaba fu­r­io­so. Nunca podría en­ten­der a los sui­ci­das. ¿Qué pasa por la mente de una per­so­na que ha de­ci­di­do hacer algo tan irre­ver­si­ble? ¿Por qué su amigo había es­con­di­do aq­ue­llos pen­sa­m­ien­tos des­truc­ti­vos? ¿Por qué no había con­f­ia­do en él?

Miró la hora. Eran las nueve de la mañana. Volvió al dor­mi­to­r­io y vio el porro. Al día si­g­u­ien­te con­tac­ta­ría con la psi­có­lo­ga de Viktor. Ne­ce­si­ta­ba en­ten­der por qué.

Lo había de­ci­di­do des­pués de hablar por te­lé­fo­no con la po­li­cía. Lo habían lla­ma­do para que el jueves por la tarde acu­d­ie­ra a la co­mi­sa­ría a leer su tes­ti­mo­n­io y a con­tes­tar al­gu­nas pre­gun­tas más sobre lo ocu­rri­do. Des­pués de hablar con ellos, es­pe­ra­ba que la psi­có­lo­ga de Viktor lo re­ci­b­ie­ra. Tenía que ha­cer­lo, por Viktor. Cogió el porro y la bol­si­ta de hojas verdes. Fue al baño, vació su con­te­ni­do en la taza del váter y tiró de la cadena. De vuelta a la cocina, cogió de la bodega una bo­te­lla grande de ron Ca­pi­tán Morgan que aún con­ser­va­ba el pre­cin­to, se sentó a la mesa de la cocina, la abrió y empezó a beber. Así ador­me­ce­ría sus sen­ti­dos sin caer de lleno en la más ab­so­lu­ta os­cu­ri­dad.

5

Le vol­ví­an a picar los huevos. A Thomas Svärd siem­pre le ocu­rría por la noche, y en­ton­ces el picor lo des­per­ta­ba. Se rascó con el pulgar y el dedo índice y luego pasó las uñas, una tras otra, por la zona afec­ta­da. Era una sen­sa­ción agra­da­ble, pero al rato em­pe­za­ba a pre­o­cu­par­se por si, de tanto fro­tar­se, em­pe­za­ba a san­grar y el placer se con­ver­ti­ría en dolor.

En­cen­dió la luz, se bajó los cal­zon­ci­llos y echó un vis­ta­zo. De­tec­tó una leve rojez y se pre­gun­tó si se la habría pro­vo­ca­do él mismo al ras­car­se o si serían hongos. El muñón de lo que una vez había sido su polla estaba ahí. Era un pe­q­ue­ño col­ga­jo de piel que medía unos pocos cen­tí­me­tros. To­da­vía se ma­re­a­ba cuando lo miraba, así que in­ten­ta­ba ig­no­rar­lo.

No siem­pre podía. A veces lo­gra­ba ol­vi­dar­se de él. Sin em­bar­go, eso era negar la re­a­li­dad. En las úl­ti­mas se­ma­nas, se había ido ha­c­ien­do más y más cons­c­ien­te de su si­t­ua­ción. Ya no tenía pene. Nunca vol­ve­ría a follar. Nunca vol­ve­ría a sentir el placer de la pe­ne­tra­ción. Nunca vol­ve­ría a tener un or­gas­mo.

Lo peor de aq­ue­lla des­gra­c­ia era que seguía ex­ci­tán­do­se tanto como antes, sobre todo por la mañana. A menudo soñaba que fo­lla­ba, re­vi­vía aq­ue­llos mo­men­tos con las niñas y se le­van­ta­ba ca­chon­do. Pero ahora ya no se podía de­sa­ho­gar.

Aq­ue­llo era in­cre­í­ble­men­te cruel. Hu­b­ie­ra sido mejor desha­cer­se de ambas cosas: la ex­ci­ta­ción y la polla. De hecho, si hu­b­ie­ra podido desha­cer­se de la ex­ci­ta­ción no lo habría pasado tan mal, aunque estar vivo no hu­b­ie­ra valido tanto la pena. Pero perder el ins­tru­men­to que le había pro­por­c­io­na­do ex­pe­r­ien­c­ias tan ma­ra­vi­llo­sas era, pro­ba­ble­men­te, el peor cas­ti­go que le podían haber in­fli­gi­do. La tor­tu­ra más im­pla­ca­ble.

Ahora, cuando se ex­ci­ta­ba, se sentía como un león en una jaula. Tenía que mo­ver­se, ca­mi­nar sin des­can­so y for­zar­se a pensar en otras cosas para dis­tra­er­se. Tra­ta­ba de in­vo­car pen­sa­m­ien­tos que lo in­co­mo­da­ran. Algo que solía fun­c­io­nar era re­cor­dar el in­ci­den­te de la bañera, que le había ocu­rri­do a los doce años. Más o menos un año antes había des­cu­b­ier­to lo que pasaba cuando movía arriba y abajo la piel de su pene, y fue una grata sor­pre­sa. Sen­ta­do en el baño, tiró de su sal­chi­cha. Como le gustó, empezó a tirar más rápido y el placer fue en au­men­to. De pronto, un chorro blanco salió dis­pa­ra­do de la punta y ate­rri­zó en la al­fom­bri­lla. Debió de emitir algún tipo de sonido, porque su madre llamó muy fuerte a la puerta del baño y le pre­gun­tó qué hacía. Él entró en pánico y se puso a lim­p­iar aq­ue­lla mancha blanca y pe­ga­jo­sa con papel hi­gié­ni­co. Cuando abrió la puerta y salió, su madre lo miró con sus­pi­ca­c­ia, pero por suerte no podía saber lo que había hecho.

El día del in­ci­den­te estaba tum­ba­do en la bañera y la puerta se abrió de golpe. Había ol­vi­da­do ce­rrar­la. Mamá entró y, al ver lo que estaba ha­c­ien­do, se puso hecha una furia. Se fue, volvió con una olla llena de agua hir­v­ien­do y la volcó sobre su pene erecto. Por suerte, tuvo tiempo de su­mer­gir­se un poco en la bañera, pero gran parte del agua hir­v­ien­do lo sal­pi­có. Él au­lla­ba de dolor y su madre estaba como loca, echaba chis­pas. «¡Esta es la per­di­ción de los hom­bres! ¡Si haces eso, irás al in­f­ier­no!», le gritó. Lo obligó a leer la Biblia cada tarde du­ran­te tres se­ma­nas. Al fi­na­li­zar la lec­tu­ra le pegaba para «sa­car­le el de­mo­n­io de dentro».

Todo empezó más o menos por en­ton­ces, pero el en­gra­na­je se puso re­al­men­te en marcha solo unas se­ma­nas des­pués. El hijo del vecino, Pa­trick, que tenía ca­tor­ce años, había mon­tan­do una tienda de cam­pa­ña en el bosque. Es­ta­ban ju­gan­do a indios y va­q­ue­ros, y des­pués se reu­n­ie­ron en la tienda. Pa­trick le ordenó a Su­san­ne, que tenía doce años, que se qui­ta­ra los pan­ta­lo­nes y la ropa in­te­r­ior y se tum­ba­ra boca arriba. Había cinco niños más. Pa­trick se deshi­zo de los pan­ta­lo­nes y los cal­zon­ci­llos. Le había salido un poco de pelo al­re­de­dor de la polla. Thomas no pudo apar­tar la vista. Era la pri­me­ra vez que veía el pene erecto de otra per­so­na, largo y pun­t­ia­gu­do. Pa­trick se lo agarró y se tumbó encima de Su­san­ne, que estaba ahí tirada, en si­len­c­io. En­ton­ces empezó a fo­llár­se­la. Pero el sonido de unas voces que se apro­xi­ma­ban lo in­te­rrum­pió.

Aunque Pa­trick se había que­da­do a medias, a Svärd la escena lo había im­pre­s­io­na­do mucho. La suave vagina de Su­san­ne, libre de pelos negros as­q­ue­ro­sos. La lanza pun­t­ia­gu­da acer­cán­do­se y pe­ne­trán­do­la. En aquel mo­men­to había en­ten­di­do para qué servía aq­ue­lla he­rra­m­ien­ta.

Se sentó en la cama, des­can­só los pies en la al­fom­bra sucia y an­dra­jo­sa, en­cen­dió un ci­ga­rri­llo y miró el reloj. Las doce y media de la noche. Tenía que mear. Se le­van­tó y re­co­rrió los dos metros hasta el baño. Desde el ataque de hacía un año, no so­por­ta­ba orinar. El chorro salía dis­pa­ra­do en todas di­rec­c­io­nes, y el lí­q­ui­do se dis­per­sa­ba, sal­va­je. El médico había hecho lo que había podido, pero lo que que­da­ba del ori­fi­c­io de la uretra ahora fun­c­io­na­ba más o menos como un as­per­sor en un día ca­lu­ro­so de verano.

El baño no era grande. Cons­tr­ui­do a me­d­ia­dos del siglo pasado, por lo menos era bas­tan­te bonito y lu­mi­no­so, pero tam­bién era es­tre­cho, y Svärd se había acos­tum­bra­do a entrar de culo. Estaba com­ple­ta­men­te ali­ca­ta­do y el mango de la ducha col­ga­ba de la pared de detrás del ino­do­ro. Cuando se du­cha­ba, todo el baño que­da­ba em­pa­pa­do y des­pués tenía que pa­sar­se quince mi­nu­tos fre­gán­do­lo. Im­po­si­ble que cu­p­ie­se más de un hombre en aquel mal­di­to búnker.

Se le­van­tó y tiró de la cadena. Fue al salón, se sentó a la pe­q­ue­ña mesa des­ven­ci­ja­da y en­cen­dió el por­tá­til. Ne­ce­si­ta­ba com­ple­tar los datos del si­g­u­ien­te en­car­go, pero antes de ha­cer­lo entró en Sex­Nor­dics BBS. Se metió en su ga­le­ría de fotos y vio que tenía men­sa­jes nuevos. Un im­bé­cil de Dallas decía que su última foto de Sandra era falsa. Se­gu­ra­men­te había bus­ca­do las marcas de na­ci­m­ien­to y ahora estaba con­ven­ci­do de que la niña de la foto no era ella. Tam­bién le pedía otra foto de Sandra, pero más joven; una chica de trece años era de­ma­s­ia­do mayor para su gusto.

Svärd sopesó el co­men­ta­r­io de aquel tipo. Había ganado mucho dinero con las fotos de Sandra, pero no era su­fi­c­ien­te. La de­man­da del rango de edad de cuatro a seis años había subido. Había locos que es­ta­ban dis­p­ues­tos a pagar hasta cien euros por una foto de una niña de cuatro años des­nu­da en una pose sexy. Leyó el resto de men­sa­jes y mal­di­jo. Nin­gu­no de aq­ue­llos ca­bro­nes estaba dis­p­ues­to pagar; solo eran im­bé­ci­les que que­rí­an des­car­gar­se las imá­ge­nes gratis, a qu­ie­nes no les im­por­ta­ba que hu­b­ie­ra marcas de agua, porque lo único que que­rí­an era ad­mi­rar su ex­q­ui­si­ta co­lec­ción.

Entró en la cuenta del banco y revisó el saldo. Todo lo que tenía eran 258,54 euros. Mal­di­ta sea, con eso no podía pa­gar­se ni un vuelo. Tenía que con­se­g­uir más dinero.

Se pasó una hora bus­can­do guar­de­rí­as en el barrio de Kungshol­men, en Es­to­col­mo: había más de veinte. Entró en todas las pá­gi­nas para ver cuáles es­ta­ban ab­ier­tas du­ran­te el verano y se sor­pren­dió al en­con­trar siete. Re­dac­tó una carta para pos­tu­lar­se como pro­fe­sor sus­ti­tu­to y la mandó a las siete, junto con su di­plo­ma fal­si­fi­ca­do de la Uni­ver­si­dad de Linné y un cu­rrí­cu­lum in­ven­ta­do. Usó su an­ti­g­uo nombre falso, Gustav Thor­dén. Estaba seguro de que alguna de aq­ue­llas guar­de­rí­as haría las lla­ma­das co­rres­pon­d­ien­tes para com­pro­bar que todo era verdad. Pero, in­clu­so si lla­ma­ban, les re­sul­ta­ría casi im­po­si­ble en­con­trar a al­g­u­ien du­ran­te las va­ca­c­io­nes. Y si es­ta­ban de­ses­pe­ra­das por con­tra­tar a al­g­u­ien, quizás se sal­ta­ran esa parte del pro­ce­so.

Des­pués con­sul­tó la pre­vi­sión me­te­o­ro­ló­gi­ca para el día si­g­u­ien­te en una página web: so­le­a­do y ca­lu­ro­so todo el vier­nes. Como era la tem­po­ra­da de va­ca­c­io­nes, las zonas de juegos es­ta­rí­an llenas de fa­mi­l­ias con niños pe­q­ue­ños. Cerró el por­tá­til y se metió en la cama con una media son­ri­sa en los labios.

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