Kitabı oku: «Secta», sayfa 4

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—Media hora antes de que yo lla­ma­ra al timbre —dijo Luke.

Loman asin­tió.

—Usted lo co­no­cía bien, según tengo en­ten­di­do —dijo Loman—. ¿Tiene idea de por qué haría algo tan drás­ti­co?

—Es to­tal­men­te in­com­pren­si­ble. Lo vi el sábado y estaba de muy buen humor, como siem­pre. Se en­con­tra­ba bien.

Loman re­vol­vió los pa­pe­les.

—Por lo que nos han dicho, Viktor Span­del había su­fri­do al­gu­nos epi­so­d­ios de­pre­si­vos re­c­ien­te­men­te. El último fue cuando su mujer lo dejó en… —Loman cogió un do­cu­men­to y leyó—: 2001, hace tres años. —Volvió a le­van­tar la vista—. Quizás esto lo ex­pli­ca todo. Puede que vol­v­ie­ra a estar de­pri­mi­do y de­ci­d­ie­ra qui­tar­se la vida y ven­gar­se de su ex­mu­jer lle­ván­do­se a la niña con él. No sería la pri­me­ra vez que ocurre algo así.

Sus ojos azules se cla­va­ron en Luke. Él se re­cli­nó en la silla e in­ten­tó di­ge­rir lo que aca­ba­ba de oír. ¿Ven­gar­se de The­re­se? ¿Podía ser esa la causa? Viktor se había que­da­do hecho polvo des­pués de que ella lo dejara, pero era im­po­si­ble que lle­ga­ra hasta el punto de matar a Agnes. Viktor no. No era una per­so­na amar­ga­da ni ven­ga­ti­va. Y, por encima de todo, nunca ma­ta­ría a su propia hija.

—Es im­po­si­ble que Viktor hi­c­ie­ra pasar por eso a su hija, ella era lo que más quería en el mundo.

Anders Loman se re­cli­nó.

—Que­re­mos creer que co­no­ce­mos a los amigos —dijo—. Pero la gente no siem­pre nos mues­tra lo que piensa y siente en re­a­li­dad. Ni si­q­u­ie­ra nues­tros amigos más ín­ti­mos. ¿Es po­si­ble que Viktor no qui­s­ie­ra pa­re­cer débil o que qui­s­ie­ra evitar que usted se pre­o­cu­pa­ra? ¿Cuánto hacía que se co­no­cí­an?

—Diez años —con­tes­tó Luke—. In­clu­so viví con Viktor y Agnes du­ran­te al­gu­nas tem­po­ra­das, como hace tres años, la última vez que él pasó por una mala época.

—En­t­ien­do lo te­rri­ble que debe pa­re­cer­le esta hi­pó­te­sis —dijo Loman—. Créame. Sé lo que se siente.

Anders Loman se in­cli­nó hacia de­lan­te y apoyó sus manos en la mesa. Luke pudo apre­c­iar que las tenía muy arru­ga­das y dedujo que era mayor de lo que pa­re­cía.

—Pero tam­bién había una es­pe­c­ie de nota de sui­ci­d­io en el piso. Estaba en el dor­mi­to­r­io. Encima de la al­mo­ha­da.

Luke lo miró fi­ja­men­te. Se le erizó el vello de los brazos. Si Viktor había es­cri­to una nota de sui­ci­d­io, en­ton­ces podría ser que el ins­pec­tor tu­v­ie­ra razón.

—¿Una es­pe­c­ie de nota de sui­ci­d­io? —pre­gun­tó con calma, como si le diera miedo saber más.

—Sí. Es críp­ti­ca, pero cla­ra­men­te es una nota de sui­ci­d­io. Usted lo co­no­cía bien. ¿Sabe si Viktor creía en la re­en­car­na­ción?

—¿Puedo ver la nota?

Anders Loman volvió a abrir la car­pe­ta verde y empezó a pasar do­cu­men­tos. Sacó un trozo de papel metido en una bolsa de plás­ti­co y lo dejó en­fren­te de Luke, que lo cogió con cui­da­do. En el papel había es­cri­ta una sola frase:

Del na­ci­m­ien­to del cuerpo a la

tumba del cuerpo y luego

de nuevo al na­ci­m­ien­to.

El texto estaba es­cri­to a or­de­na­dor. Luke leyó la frase varias veces. Tuvo que con­cen­trar­se para poder asi­mi­lar el sig­ni­fi­ca­do de aq­ue­llas pa­la­bras. Estaba claro que tenía que ver con la re­en­car­na­ción, y estaba es­cri­to como un poema.

Viktor no era afi­c­io­na­do a la es­cri­tu­ra, y mucho menos a la poesía. Lo único que es­cri­bía eran co­rre­os elec­tró­ni­cos de tra­ba­jo.

—Esto es ab­sur­do —dijo Luke fi­nal­men­te—. Ha­blá­ba­mos mu­chí­si­mo sobre re­li­gión y Viktor era ag­nós­ti­co, como yo, aunque yo nací en una fa­mi­l­ia judía. Me dijo que cuando era joven fue cap­ta­do por una secta, pero al cabo de un tiempo logró es­ca­par y du­ran­te muchos años se opuso fir­me­men­te a cual­q­u­ier re­li­gión. Des­pués del di­vor­c­io, relajó un poco su pos­tu­ra y ter­mi­nó de­ci­d­ien­do que no le im­por­ta­ba si Dios exis­tía o si había vida des­pués de la muerte. Me dijo que ya lo des­cu­bri­ría cuando lle­ga­ra el mo­men­to.

Luke volvió a mirar la frase.

—Además, esto está es­cri­to como un poema. Viktor no es­cri­bía poesía. Es más, tam­po­co la leía. Solo le gus­ta­ban las no­ve­las negras y los libros de psi­co­lo­gía.

Anders Loman se frotó las manos.

—Suena ex­tra­ño, eso es in­ne­ga­ble —dijo—. Pero la nota estaba ahí, y hemos com­pro­ba­do que salió de im­pre­so­ra de su casa. ¿Cómo ex­pli­ca esto?

—No lo sé —dijo Luke—. Solo sé que Viktor nunca le haría nada malo a su hija.

—¿Así que cree que al­g­u­ien los mató? —pre­gun­tó Loman—. Si es así, ¿por qué? Por lo que sa­be­mos, no ro­ba­ron nada del apar­ta­men­to. Tam­po­co hay signos de que for­za­ran la puerta. Además, hemos com­pro­ba­do la cuenta ban­ca­r­ia y las ac­c­io­nes de Viktor y están in­tac­tas.

Luke se cubrió la cara con las manos, se dejó caer hacia de­lan­te y apoyó los codos en las ro­di­llas. No en­ten­día nada. ¿Podía ser que es­tu­v­ie­ra eq­ui­vo­ca­do sobre Viktor? Ob­v­ia­men­te, todo el mundo tiene se­cre­tos. Pero ¿por qué iba a mentir Viktor sobre ser ag­nós­ti­co? No tenía sen­ti­do.

Le­van­tó la vista. Anders Loman lo miraba en si­len­c­io. Luke asumió que si seguía en­ro­ca­do en que Viktor no había ase­si­na­do a su propia hija, no lo­gra­ría avan­zar.

—En­ton­ces, ¿por qué Viktor no se tomó tam­bién ese polvo? —dijo Luke, cam­b­ian­do de tercio—. ¿Por qué forzar a Agnes a que se lo tomara y luego ahor­car­se? Anders se le­van­tó e hizo una señal para darle a en­ten­der que la con­ver­sa­ción había ter­mi­na­do.

—Sí, buena pre­gun­ta. Pero ¿quién sabe? Quizás pensó que era una forma más rápida de llegar a la otra vida. El veneno puede tardar horas en afec­tar al sis­te­ma ner­v­io­so y la res­pi­ra­ción.

Luke se le­van­tó, encajó la mano de Anders Loman y pre­gun­tó si podía ir al piso de Viktor. Dijo que ne­ce­si­ta­ba re­co­ger al­gu­nos libros y cedés que le había pres­ta­do.

—Sería mejor que es­pe­ra­ra unos días —dijo Loman—. El piso estará pre­cin­ta­do hasta que ten­ga­mos los re­sul­ta­dos de las au­top­s­ias. Hemos cam­b­ia­do la ce­rra­du­ra y está prohi­bi­do entrar. Pero en cuanto el acceso esté per­mi­ti­do, me pondré en con­tac­to con usted para que pueda ir a re­co­ger sus cosas.

Luke asin­tió y salió del des­pa­cho. Ya fuera de la co­mi­sa­ría, miró el reloj y lo cegó la bri­llan­te luz del sol. Fal­ta­ba media hora para su cita con Karin Hart­man, la psi­có­lo­ga de Viktor, que había ac­ce­di­do a hablar con él in­me­d­ia­ta­men­te. Estaba al co­rr­ien­te de lo que había ocu­rri­do.

Se quedó de pie en la acera unos mi­nu­tos. Ya no tenía náu­se­as, pero el calor lo ma­re­a­ba. Tuvo que sen­tar­se para pensar. Vio un banco al otro lado de la calle, cruzó y se sentó. Se sentía como si es­tu­v­ie­ra dentro de un ac­ua­r­io, mi­ran­do lo que ocu­rría a través del cris­tal. La imagen que tenía de Viktor había cam­b­ia­do por com­ple­to. Pen­sa­ba que lo co­no­cía bien, pero estaba claro que se había eq­ui­vo­ca­do. Viktor tenía cier­tas ideas… ideas de­ses­pe­ra­das que no com­par­tía con él.

Miró hacia el edi­fi­c­io de la co­mi­sa­ría. Anders Loman lo ob­ser­va­ba de pie junto a la ven­ta­na. Sus meses de for­ma­ción con el FBI habían im­pre­s­io­na­do a Luke. Además, pa­re­cía com­pe­ten­te y edu­ca­do. Luke no estaba acos­tum­bra­do a eso en lo que res­pec­ta­ba a los po­li­cí­as. Loman lo saludó. Luke res­pon­dió le­van­tan­do la mano y empezó a ca­mi­nar len­ta­men­te hacia el sur de la ciudad.

Ya co­no­cía a Karin Hart­man. La había visto al­gu­nas veces. La pri­me­ra había sido dos años atrás, cuando llevó a Viktor a la clí­ni­ca pri­va­da de Ron­neby­ga­tan des­pués de que su­fr­ie­ra un epi­so­d­io de­pre­si­vo menor. Karin irra­d­ia­ba in­te­li­gen­c­ia y com­pe­ten­c­ia, y le cayó muy bien. Sabía que Viktor to­da­vía la vi­si­ta­ba, aunque no tan a menudo como cuando había estado re­al­men­te mal. Karin era es­pe­c­ia­lis­ta en de­pre­sión e in­clu­so había pu­bli­ca­do un libro al res­pec­to.

Luke cogió el as­cen­sor hasta la quinta planta y entró por la puerta se­ña­li­za­da: «Nivel sa­ni­ta­r­io 5». La doc­to­ra com­par­tía re­cep­ción y es­pa­c­io con otros tra­ba­ja­do­res au­tó­no­mos del sector sa­ni­ta­r­io: un ma­sa­jis­ta, una os­teó­pa­ta y un es­pe­c­ia­lis­ta en mind­ful­ness. Aq­ue­lla sala le re­cor­da­ba a un spa: ilu­mi­na­ción tenue, mo­bi­l­ia­r­io en tonos claros, velas aro­má­ti­cas en los al­féi­za­res de las ven­ta­nas y una pe­q­ue­ña fuente bor­bo­te­an­te que trans­mi­tía calma y ar­mo­nía.

Se di­ri­gió a la re­cep­ción y, cuando estaba a punto de tomar as­ien­to en la sala de espera, Karin salió de su des­pa­cho. Tenía unos se­sen­ta años y el pelo rubio cor­ta­do a lo paje. Era bajita y re­chon­cha, lle­va­ba gafas de pasta negra y un ves­ti­do es­tam­pa­do. Tenía una mirada avis­pa­da pero tran­q­ui­la. Fue hacia Luke y lo abrazó.

—Siento mu­chí­si­mo lo que ha ocu­rri­do, Luke —dijo—. Ven, vamos a mi des­pa­cho.

Si no fuera por el es­cri­to­r­io, po­drí­an haber estado en el salón de una casa par­ti­cu­lar. Junto a la ven­ta­na de prin­ci­p­ios del siglo xx había dos si­llo­nes negros pul­cros y ele­gan­tes y una mesita re­don­da de cris­tal. Una es­tan­te­ría llena de libros de me­di­ci­na y psi­co­lo­gía cubría todo el la­te­ral de la es­tan­c­ia. Bo­ni­tas li­to­gra­fí­as col­ga­ban de las pa­re­des. Y, por su­p­ues­to, había un sofá: un mueble cómodo y aco­ge­dor, no del estilo aus­te­ro y ge­o­mé­tri­co que a menudo apa­re­cen en las pe­lí­cu­las in­te­lec­t­ua­les es­ta­d­ou­ni­den­ses.

Karin invitó a Luke a sen­tar­se en el sofá.

—¿Qu­ie­res algo? ¿Café, té?

Le dijo que no.

—Te agra­dez­co que me re­ci­bas con tan poca an­te­la­ción —dijo Luke.

—Es lo menos que puedo hacer. Viktor era un pa­c­ien­te que tenía en gran estima.

Karin pa­re­cía una modelo del ca­tá­lo­go de Gudrun Sjödén. Se movía con gracia. «To­da­vía es guapa —pensó Luke—. De joven debió de ser pre­c­io­sa». Se sentó en uno de los si­llo­nes negros.

—Nor­mal­men­te solo hablo de los pa­c­ien­tes con sus fa­mi­l­ia­res, si tengo el per­mi­so del pa­c­ien­te, claro —con­ti­nuó—. Pero no queda nadie vivo de la fa­mi­l­ia de Viktor, y como me contó que te­ní­ais una re­la­ción muy es­tre­cha, haré una ex­cep­ción. Se­gu­ra­men­te estés pen­san­do por qué no pu­dis­te an­ti­ci­par­te —con­ti­nuó Karin, ex­pre­san­do pre­ci­sa­men­te lo que ob­se­s­io­na­ba a Luke.

—He em­pe­za­do a cues­t­io­nar mi juicio —con­tes­tó Luke—. No puedo en­ten­der cómo se me pasó por alto.

—No eres el único. Yo he estado aquí sen­ta­da con Viktor du­ran­te muchos meses, ha­blan­do de­ta­lla­da­men­te sobre su vida emo­c­io­nal, y tam­po­co pude pre­ver­lo.

Se re­cli­nó en el sillón, des­can­só las manos en el regazo y negó con la cabeza mien­tras ha­bla­ba.

—Si lo hu­b­ie­ra visto venir, me habría ase­gu­ra­do de que me vi­si­ta­ra con más fre­c­uen­c­ia y de que re­ci­b­ie­ra aten­ción in­me­d­ia­ta.

—En­t­ien­do que to­da­vía os veíais a menudo —dijo Luke.

—Venía dos veces al mes. Nos es­tu­vi­mos viendo cada quince días du­ran­te casi un año.

—¿No te parece ex­tra­ño que si­g­u­ie­ra vi­n­ien­do aquí, que in­vir­t­ie­ra tiempo y dinero en una psi­có­lo­ga, y que no te ha­bla­ra de los pen­sa­m­ien­tos des­truc­ti­vos que tenía?

—Viktor con­f­ia­ba com­ple­ta­men­te en mí —con­tes­tó Karin—. Tuvo ideas sui­ci­das jus­ta­men­te des­pués de salir del hos­pi­tal, hace más de dos años. Ese es el mo­men­to más crí­ti­co para las per­so­nas con de­pre­sión. Pero lo superó, y du­ran­te el último año no dijo nada que in­di­ca­ra que tenía planes de este tipo.

—Nunca me habló de estos pen­sa­m­ien­tos —dijo Luke.

—La ma­yo­ría no lo hace.

—¿Pen­sa­ba en la re­li­gión? —pre­gun­tó Luke—. ¿Te contó que cuando era joven estuvo en una secta?

—Sí, pero no me dijo que eso lo afec­ta­ra en la ac­t­ua­li­dad. Hasta cierto punto estaba agra­de­ci­do por la ex­pe­r­ien­c­ia, aunque lo que vivió fuera una locura. Se lo tomaba como un de­li­r­io de ju­ven­tud.

Karin se acercó a Luke.

—Tú no po­drí­as haber hecho nada, ¿lo en­t­ien­des? Te lo ga­ran­ti­zo. Es muy usual que las per­so­nas que se sui­ci­dan lo hagan sin haber dado nin­gu­na señal.

—Es que no lo en­t­ien­do —dijo Luke—. Estuve en su casa el sábado por la tarde, y Viktor estaba de tan buen humor… Dos días des­pués, hace esto.

—Eso tam­bién ocurre a veces—dijo Karin—. Para al­gu­nas per­so­nas, la de­ci­sión de sui­ci­dar­se es li­be­ra­do­ra. Cuando toman la de­ter­mi­na­ción, pien­san que han en­con­tra­do la so­lu­ción a sus pro­ble­mas. Y en­ton­ces se sien­ten fe­li­ces, por más ex­tra­ño que te pa­rez­ca.

Karin calló. Los dos se que­da­ron en si­len­c­io unos ins­tan­tes.

—Lo que más me cuesta en­ten­der es por qué se llevó a su hija con él —dijo Karin des­pués—. No encaja con la imagen que tengo de Viktor. No soy una ex­per­ta en este tema, pero podría ase­gu­rar que, cuando un pro­ge­ni­tor mata a su hijo o a su hija, suele pa­de­cer una en­fer­me­dad psi­co­ló­gi­ca grave y a menudo lo hace bajo una fuerte in­fl­uen­c­ia de las drogas. Sea como sea, se trata de un suceso trá­gi­co.

Sus­pi­ró y se le­van­tó, dando por ter­mi­na­da la con­ver­sa­ción.

—Cuando ocu­rren estas cosas, una se siente in­com­pe­ten­te como doc­to­ra.

Luke tam­bién se le­van­tó y le dio la mano.

—Creo que tú tam­po­co po­drí­as haber hecho nada.

Karin le dio las gra­c­ias y se en­ca­mi­nó hacia la puerta.

—De­be­rí­as saber que Viktor va­lo­ra­ba mu­chí­si­mo tu amis­tad —dijo Karin—. A menudo ha­bla­ba de ti du­ran­te las se­s­io­nes. Espero que puedas en­con­trar algún con­s­ue­lo en ello.

Aq­ue­llas pa­la­bras vol­v­ie­ron a meter a Viktor en el ac­ua­r­io. Pre­fi­rió bajar los cinco pisos a pie. Ni si­q­u­ie­ra se dio cuenta de que hacía un día es­plén­di­do y so­le­a­do en Karls­kro­na, la ca­pi­tal de la costa sueca.

8

Pa­sa­das las once de la mañana, Thomas Svärd salió de la au­to­pis­ta E22, que unía Karls­kro­na y Nät­traby, y se metió con el coche en el apar­ca­m­ien­to de Sum­mer­land, el parque acuá­ti­co de Ble­kin­ge. Sum­mer­land tenía una pis­ci­na, una zona de juegos con cho­rros de agua, una pista de karts y cas­ti­llos hin­cha­bles. Fuera había unos cien vehí­cu­los apar­ca­dos. Antes de entrar, Svärd sacó una si­lli­ta in­fan­til del ma­le­te­ro y la colocó en el as­ien­to del co­pi­lo­to.

Esa mañana se había le­van­ta­do pronto para te­ñir­se la melena rubia de negro aza­ba­che. Tam­bién se había re­pa­sa­do la barba. Cuando se miraba al espejo, le gus­ta­ba lo que veía. Sabía que era atrac­ti­vo. Además, se es­for­za­ba por estar en forma. Cada dos días salía a correr un buen rato por la isla, y los días que no corría hacía fle­x­io­nes, ab­do­mi­na­les y do­mi­na­das. Las mu­je­res se fi­ja­ban en él. Con su pelo oscuro y su barba de tres días, se pa­re­cía a George Clo­o­n­ey.

A las diez en punto entró en el In­ters­port del centro co­mer­c­ial Ami­ra­len, en Karls­kro­na. Compró un gorro de paja, un ba­ña­dor, una bolsa de playa, un pareo, dos flo­ta­do­res de co­lo­res, una toalla de adulto y dos de niño: una con una imagen de Pipi Cal­zas­lar­gas y otra de la pe­lí­cu­la Cars. Luego fue a la ga­so­li­ne­ra Sta­t­oil, de donde salió con una silla ple­ga­ble de playa, gafas de sol, chu­che­rí­as y la última novela negra de Jens La­pi­dus.

Cuando llegó a la puerta de Sum­mer­land, ves­ti­do con su camisa de lino blanca y sus ber­mu­das azul marino, iba car­ga­do con todas aq­ue­llas com­pras. La chica de la en­tra­da era nueva. La última vez, Svärd solo había ido a comer y a mirar a los críos, pero el per­so­nal del parque reparó en él. En la en­tra­da, se dio cuenta de que lo mi­ra­ban más de lo normal, y luego la en­car­ga­da le ordenó a una de las chicas que lo si­g­u­ie­ra. Esta vez ten­dría que ir con más cui­da­do.

La re­cep­c­io­nis­ta se apoyó en el mos­tra­dor y lo miró de arriba abajo.

—¿Ha venido solo? —pre­gun­tó. Svärd le res­pon­dió con una son­ri­sa.

—No. Mi ex está a punto de llegar. Se ha re­tra­sa­do un poco, eso es todo. Pagaré ahora las en­tra­das. Un adulto y dos niños.

—¿Miden más de un metro?

Svärd la miró con cara de no en­ten­der nada.

—Los niños de menos de un metro entran gratis —le aclaró la chica.

—Ah, sí, claro. Uno mide menos y la otra más.

Pagó, cogió sus cosas y entró di­rec­ta­men­te a la zona de la pis­ci­na. Estaba a re­ven­tar. Casi todas las tum­bo­nas es­ta­ban ocu­pa­das y el césped, sem­bra­do de to­a­llas y pareos. Hacía calor. Sobre la caseta de in­for­ma­ción, el ter­mó­me­tro di­gi­tal mar­ca­ba 30 grados. Svärd se quedó de pie, bus­can­do el mejor sitio. Si se ponía en el césped con la toalla, se arr­ies­ga­ba a que al­g­u­ien viera que estaba solo, pero si en­con­tra­ba una tum­bo­na al lado de una madre sola pa­re­ce­ría que había venido con ella.

Bajó la es­ca­le­ra, pasó por la pis­ci­na in­fan­til y se acercó si­gi­lo­sa­men­te a las tum­bo­nas. Vio a una mujer y a dos niños co­mién­do­se un helado. Justo al lado había una tum­bo­na libre. Le pre­gun­tó a la mujer si estaba ocu­pa­da y ella le dijo que no. Svärd se dio cuenta de que miraba al­re­de­dor, bus­can­do a su fa­mi­l­ia.

—Mi ex viene ahora con los niños —dijo él con una son­ri­sa—. Llegan un poco tarde.

La mujer le res­pon­dió con otra son­ri­sa mien­tras lim­p­ia­ba los chu­rre­tes de helado de la cara de su hija, que no paraba de dar sal­ti­tos. Se notaba que estaba de­se­an­do que la de­ja­ran volver a la pis­ci­na. Thomas cal­cu­ló que ten­dría unos ocho o nueve años. Era de­ma­s­ia­do mayor. Y de­ma­s­ia­do fea.

Thomas dejó las cosas en el suelo y colocó la tum­bo­na de cara a la pis­ci­na in­fan­til y a la en­tra­da. Se quitó la camisa de lino y se en­vol­vió con la toalla para po­ner­se el ba­ña­dor. Mien­tras se cam­b­ia­ba, se dio cuenta de que la mujer lo miraba di­si­mu­la­da­men­te. Era gorda y poco atrac­ti­va, se­gu­ra­men­te estaba sol­te­ra. Él se tumbó, cogió el libro y fingió su­mer­gir­se en él, aunque, en re­a­li­dad, tras las gafas de sol, sus ojos iban en busca de la niña ade­c­ua­da. Des­pués de quince mi­nu­tos, la en­con­tró. Tenía unos cinco años y el pelo rubio y on­du­la­do. Estaba pre­c­io­sa con su di­mi­nu­to bikini rojo. De pronto echó a correr y se sentó a menos de veinte metros de Thomas, en un pareo donde había dos niños más —se­gu­ra­men­te sus her­ma­nos— y una mujer.

Los niños comían y la mujer ha­bla­ba por el móvil. Thomas se fijó en que cuando no estaba ha­blan­do, se de­di­ca­ba a mi­rar­lo. Per­fec­to: una madre ego­cén­tri­ca y dis­tra­í­da. Al rato, los niños ter­mi­na­ron de comer y sa­l­ie­ron dis­pa­ra­dos hacia la pis­ci­na in­fan­til. En­ton­ces, la madre le­van­tó la vista y gritó algo, pero no le hi­c­ie­ron caso. Se­gu­ra­men­te les estaba di­c­ien­do a los ma­yo­res que vi­gi­la­ran a su her­ma­na pe­q­ue­ña. Thomas se le­van­tó, cogió la cámara y se di­ri­gió a la pis­ci­na, donde se quedó de pie, mi­ran­do a los críos. Al­re­de­dor había bas­tan­tes padres y madres vi­gi­lan­do a sus pe­q­ue­ños. Thomas agarró bien fuerte su cámara: la niña se había arro­di­lla­do en el borde de la pis­ci­na e in­ten­ta­ba al­can­zar un ju­g­ue­te que flo­ta­ba en el agua. La parte de abajo del bikini se le había metido entre las pe­q­ue­ñas nalgas, que habían que­da­do al des­cu­b­ier­to.

Se puso al lado de la niña. Pri­me­ro fingió fo­to­gra­f­iar otras cosas, pero cuando lo vio claro la apuntó di­si­mu­la­da­men­te con el ob­je­ti­vo du­ran­te un se­gun­do y tomó tres fotos. Luego alejó la cámara há­bil­men­te y volvió a hacer como que estaba pen­d­ien­te de la pis­ci­na. Mo­men­tos des­pués, bajó la cámara y miró al­re­de­dor. Ningún padre había re­pa­ra­do en él. De pronto, la chi­q­ui­lla se in­cli­nó de­ma­s­ia­do y cayó a la pis­ci­na. No era pro­fun­da, pero se asustó y empezó a dar ma­no­ta­zos y gran­des sal­pi­co­nes. Sus her­ma­nos es­ta­ban en el to­bo­gán y no se dieron cuenta de lo que había ocu­rri­do, de modo que Thomas dejó la cámara en el suelo, se lanzó a la pis­ci­na y sacó a la niña del agua. La pe­q­ue­ña, que gi­mo­te­a­ba y se sorbía los mocos, lo rodeó con los brazos. Él la con­so­ló y la sentó en el borde de la pis­ci­na.

—¿Te has asus­ta­do? —le pre­gun­tó.

La niña asin­tió con la cabeza.

—No te pre­o­cu­pes, ya estás a salvo. ¿Cómo te llamas?

—Anna.

—Qué nombre tan bonito. ¿Te puedo llevar con tu madre?

Ella volvió a asen­tir, y Thomas salió de la pis­ci­na, res­ca­tó su cámara, cogió a Anna de la mano y la llevó hacia el césped. Allí, la niña le contó a su madre lo que había ocu­rri­do, y la madre le dio las gra­c­ias a Thomas.

—Tendré que hablar muy en serio con sus her­ma­nos —ase­gu­ró—. Me han pro­me­ti­do que la vi­gi­la­rí­an. Anna, ¿ya le has dado las gra­c­ias a este señor tan amable?

Anna negó con la cabeza.

—Pues dá­se­las, venga.

—Gra­c­ias —dijo la niña mi­ran­do a Thomas, que le dedicó su son­ri­sa más se­duc­to­ra.

—De nada, Anna. Pro­mé­te­me que irás con cui­da­do la pró­xi­ma vez que estés cerca de la pis­ci­na.

Anna sonrió con ti­mi­dez y se agarró a su madre. Thomas les dijo adiós antes de volver a su tum­bo­na.

—He visto lo que ha pasado —dijo la mujer de al lado—. Bien hecho.

—Gra­c­ias —res­pon­dió Thomas—. Se­gu­ra­men­te no le habría ocu­rri­do nada, no ha caído en una zona de­ma­s­ia­do pro­fun­da.

—Nunca se sabe —con­tes­tó la mujer—. No sé qué le pasa por la cabeza a esa mujer. Ella se queda ahí, sen­ta­da con el móvil, y delega en los hijos ma­yo­res la res­pon­sa­bi­li­dad de cuidar a la pe­q­ue­ña. No me entra en la cabeza.

Thomas cogió el libro y volvió a fingir que leía. Le pa­re­ció que la mujer pre­ten­día co­q­ue­te­ar, y él no quería se­g­uir­le la co­rr­ien­te. No tenía tiempo para aq­ue­lla gorda pesada. Miró hacia el césped, donde ahora la madre de Anna estaba ri­ñen­do a sus otros hijos. Al cabo de unos mi­nu­tos, Anna quiso ir a jugar. La madre le ordenó al her­ma­no mayor que la co­g­ie­ra de la mano, y los dos niños se di­ri­g­ie­ron a la zona de juegos que había cerca de la en­tra­da y del res­t­au­ran­te. Thomas simuló que miraba el móvil, se le­van­tó, cogió sus cosas y se des­pi­dió de la mujer de la tum­bo­na.

—Me acaba de es­cri­bir mi ex. Qué pena, al final los niños no podrán venir a nadar —le dijo antes de di­ri­gir­se hacia la salida. Allí, dejó sus cosas al lado de la puerta y luego volvió sobre sus pasos y se quedó de pie en la tarima de madera que había en­fren­te de la zona de juegos. Anna y su her­ma­no mayor es­ta­ban en el to­bo­gán, por donde Thomas los miró ti­rar­se una y otra vez, hasta que el niño vio que abrían la pista de karts, pegó un chi­lli­do y salió co­rr­ien­do. Justo en ese mo­men­to, Anna estaba ba­jan­do por el to­bo­gán, y no vio irse a su her­ma­no. Al llegar al suelo lo buscó con la mirada, pero antes en­con­tró a Thomas, que la saludó con la mano. Ella sonrió y le de­vol­vió el saludo. En­ton­ces Thomas le hizo un gesto con el brazo para que se acer­ca­ra. Cuando vio que corría hacia él, se le ace­le­ró el pulso. Miró hacia la pis­ci­na. Desde allí no al­can­za­ba a ver a la madre. El niño, que estaba en la cola de los karts, no se dio cuenta de nada.

La niña llegó y Thomas se agachó.

—Anna, ¿te gustan las chu­che­rí­as?

Anna asin­tió.

—Tengo una bolsa grande en mi coche. Si vienes con­mi­go, dejaré que te las comas. ¿Te ape­te­cen?

Anna asin­tió una vez más. Thomas se in­cor­po­ró, le acercó la mano y ella se la cogió. Sa­l­ie­ron juntos del parque.

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