Kitabı oku: «Secta», sayfa 4
—Media hora antes de que yo llamara al timbre —dijo Luke.
Loman asintió.
—Usted lo conocía bien, según tengo entendido —dijo Loman—. ¿Tiene idea de por qué haría algo tan drástico?
—Es totalmente incomprensible. Lo vi el sábado y estaba de muy buen humor, como siempre. Se encontraba bien.
Loman revolvió los papeles.
—Por lo que nos han dicho, Viktor Spandel había sufrido algunos episodios depresivos recientemente. El último fue cuando su mujer lo dejó en… —Loman cogió un documento y leyó—: 2001, hace tres años. —Volvió a levantar la vista—. Quizás esto lo explica todo. Puede que volviera a estar deprimido y decidiera quitarse la vida y vengarse de su exmujer llevándose a la niña con él. No sería la primera vez que ocurre algo así.
Sus ojos azules se clavaron en Luke. Él se reclinó en la silla e intentó digerir lo que acababa de oír. ¿Vengarse de Therese? ¿Podía ser esa la causa? Viktor se había quedado hecho polvo después de que ella lo dejara, pero era imposible que llegara hasta el punto de matar a Agnes. Viktor no. No era una persona amargada ni vengativa. Y, por encima de todo, nunca mataría a su propia hija.
—Es imposible que Viktor hiciera pasar por eso a su hija, ella era lo que más quería en el mundo.
Anders Loman se reclinó.
—Queremos creer que conocemos a los amigos —dijo—. Pero la gente no siempre nos muestra lo que piensa y siente en realidad. Ni siquiera nuestros amigos más íntimos. ¿Es posible que Viktor no quisiera parecer débil o que quisiera evitar que usted se preocupara? ¿Cuánto hacía que se conocían?
—Diez años —contestó Luke—. Incluso viví con Viktor y Agnes durante algunas temporadas, como hace tres años, la última vez que él pasó por una mala época.
—Entiendo lo terrible que debe parecerle esta hipótesis —dijo Loman—. Créame. Sé lo que se siente.
Anders Loman se inclinó hacia delante y apoyó sus manos en la mesa. Luke pudo apreciar que las tenía muy arrugadas y dedujo que era mayor de lo que parecía.
—Pero también había una especie de nota de suicidio en el piso. Estaba en el dormitorio. Encima de la almohada.
Luke lo miró fijamente. Se le erizó el vello de los brazos. Si Viktor había escrito una nota de suicidio, entonces podría ser que el inspector tuviera razón.
—¿Una especie de nota de suicidio? —preguntó con calma, como si le diera miedo saber más.
—Sí. Es críptica, pero claramente es una nota de suicidio. Usted lo conocía bien. ¿Sabe si Viktor creía en la reencarnación?
—¿Puedo ver la nota?
Anders Loman volvió a abrir la carpeta verde y empezó a pasar documentos. Sacó un trozo de papel metido en una bolsa de plástico y lo dejó enfrente de Luke, que lo cogió con cuidado. En el papel había escrita una sola frase:
Del nacimiento del cuerpo a la
tumba del cuerpo y luego
de nuevo al nacimiento.
El texto estaba escrito a ordenador. Luke leyó la frase varias veces. Tuvo que concentrarse para poder asimilar el significado de aquellas palabras. Estaba claro que tenía que ver con la reencarnación, y estaba escrito como un poema.
Viktor no era aficionado a la escritura, y mucho menos a la poesía. Lo único que escribía eran correos electrónicos de trabajo.
—Esto es absurdo —dijo Luke finalmente—. Hablábamos muchísimo sobre religión y Viktor era agnóstico, como yo, aunque yo nací en una familia judía. Me dijo que cuando era joven fue captado por una secta, pero al cabo de un tiempo logró escapar y durante muchos años se opuso firmemente a cualquier religión. Después del divorcio, relajó un poco su postura y terminó decidiendo que no le importaba si Dios existía o si había vida después de la muerte. Me dijo que ya lo descubriría cuando llegara el momento.
Luke volvió a mirar la frase.
—Además, esto está escrito como un poema. Viktor no escribía poesía. Es más, tampoco la leía. Solo le gustaban las novelas negras y los libros de psicología.
Anders Loman se frotó las manos.
—Suena extraño, eso es innegable —dijo—. Pero la nota estaba ahí, y hemos comprobado que salió de impresora de su casa. ¿Cómo explica esto?
—No lo sé —dijo Luke—. Solo sé que Viktor nunca le haría nada malo a su hija.
—¿Así que cree que alguien los mató? —preguntó Loman—. Si es así, ¿por qué? Por lo que sabemos, no robaron nada del apartamento. Tampoco hay signos de que forzaran la puerta. Además, hemos comprobado la cuenta bancaria y las acciones de Viktor y están intactas.
Luke se cubrió la cara con las manos, se dejó caer hacia delante y apoyó los codos en las rodillas. No entendía nada. ¿Podía ser que estuviera equivocado sobre Viktor? Obviamente, todo el mundo tiene secretos. Pero ¿por qué iba a mentir Viktor sobre ser agnóstico? No tenía sentido.
Levantó la vista. Anders Loman lo miraba en silencio. Luke asumió que si seguía enrocado en que Viktor no había asesinado a su propia hija, no lograría avanzar.
—Entonces, ¿por qué Viktor no se tomó también ese polvo? —dijo Luke, cambiando de tercio—. ¿Por qué forzar a Agnes a que se lo tomara y luego ahorcarse? Anders se levantó e hizo una señal para darle a entender que la conversación había terminado.
—Sí, buena pregunta. Pero ¿quién sabe? Quizás pensó que era una forma más rápida de llegar a la otra vida. El veneno puede tardar horas en afectar al sistema nervioso y la respiración.
Luke se levantó, encajó la mano de Anders Loman y preguntó si podía ir al piso de Viktor. Dijo que necesitaba recoger algunos libros y cedés que le había prestado.
—Sería mejor que esperara unos días —dijo Loman—. El piso estará precintado hasta que tengamos los resultados de las autopsias. Hemos cambiado la cerradura y está prohibido entrar. Pero en cuanto el acceso esté permitido, me pondré en contacto con usted para que pueda ir a recoger sus cosas.
Luke asintió y salió del despacho. Ya fuera de la comisaría, miró el reloj y lo cegó la brillante luz del sol. Faltaba media hora para su cita con Karin Hartman, la psicóloga de Viktor, que había accedido a hablar con él inmediatamente. Estaba al corriente de lo que había ocurrido.
Se quedó de pie en la acera unos minutos. Ya no tenía náuseas, pero el calor lo mareaba. Tuvo que sentarse para pensar. Vio un banco al otro lado de la calle, cruzó y se sentó. Se sentía como si estuviera dentro de un acuario, mirando lo que ocurría a través del cristal. La imagen que tenía de Viktor había cambiado por completo. Pensaba que lo conocía bien, pero estaba claro que se había equivocado. Viktor tenía ciertas ideas… ideas desesperadas que no compartía con él.
Miró hacia el edificio de la comisaría. Anders Loman lo observaba de pie junto a la ventana. Sus meses de formación con el FBI habían impresionado a Luke. Además, parecía competente y educado. Luke no estaba acostumbrado a eso en lo que respectaba a los policías. Loman lo saludó. Luke respondió levantando la mano y empezó a caminar lentamente hacia el sur de la ciudad.
Ya conocía a Karin Hartman. La había visto algunas veces. La primera había sido dos años atrás, cuando llevó a Viktor a la clínica privada de Ronnebygatan después de que sufriera un episodio depresivo menor. Karin irradiaba inteligencia y competencia, y le cayó muy bien. Sabía que Viktor todavía la visitaba, aunque no tan a menudo como cuando había estado realmente mal. Karin era especialista en depresión e incluso había publicado un libro al respecto.
Luke cogió el ascensor hasta la quinta planta y entró por la puerta señalizada: «Nivel sanitario 5». La doctora compartía recepción y espacio con otros trabajadores autónomos del sector sanitario: un masajista, una osteópata y un especialista en mindfulness. Aquella sala le recordaba a un spa: iluminación tenue, mobiliario en tonos claros, velas aromáticas en los alféizares de las ventanas y una pequeña fuente borboteante que transmitía calma y armonía.
Se dirigió a la recepción y, cuando estaba a punto de tomar asiento en la sala de espera, Karin salió de su despacho. Tenía unos sesenta años y el pelo rubio cortado a lo paje. Era bajita y rechoncha, llevaba gafas de pasta negra y un vestido estampado. Tenía una mirada avispada pero tranquila. Fue hacia Luke y lo abrazó.
—Siento muchísimo lo que ha ocurrido, Luke —dijo—. Ven, vamos a mi despacho.
Si no fuera por el escritorio, podrían haber estado en el salón de una casa particular. Junto a la ventana de principios del siglo xx había dos sillones negros pulcros y elegantes y una mesita redonda de cristal. Una estantería llena de libros de medicina y psicología cubría todo el lateral de la estancia. Bonitas litografías colgaban de las paredes. Y, por supuesto, había un sofá: un mueble cómodo y acogedor, no del estilo austero y geométrico que a menudo aparecen en las películas intelectuales estadounidenses.
Karin invitó a Luke a sentarse en el sofá.
—¿Quieres algo? ¿Café, té?
Le dijo que no.
—Te agradezco que me recibas con tan poca antelación —dijo Luke.
—Es lo menos que puedo hacer. Viktor era un paciente que tenía en gran estima.
Karin parecía una modelo del catálogo de Gudrun Sjödén. Se movía con gracia. «Todavía es guapa —pensó Luke—. De joven debió de ser preciosa». Se sentó en uno de los sillones negros.
—Normalmente solo hablo de los pacientes con sus familiares, si tengo el permiso del paciente, claro —continuó—. Pero no queda nadie vivo de la familia de Viktor, y como me contó que teníais una relación muy estrecha, haré una excepción. Seguramente estés pensando por qué no pudiste anticiparte —continuó Karin, expresando precisamente lo que obsesionaba a Luke.
—He empezado a cuestionar mi juicio —contestó Luke—. No puedo entender cómo se me pasó por alto.
—No eres el único. Yo he estado aquí sentada con Viktor durante muchos meses, hablando detalladamente sobre su vida emocional, y tampoco pude preverlo.
Se reclinó en el sillón, descansó las manos en el regazo y negó con la cabeza mientras hablaba.
—Si lo hubiera visto venir, me habría asegurado de que me visitara con más frecuencia y de que recibiera atención inmediata.
—Entiendo que todavía os veíais a menudo —dijo Luke.
—Venía dos veces al mes. Nos estuvimos viendo cada quince días durante casi un año.
—¿No te parece extraño que siguiera viniendo aquí, que invirtiera tiempo y dinero en una psicóloga, y que no te hablara de los pensamientos destructivos que tenía?
—Viktor confiaba completamente en mí —contestó Karin—. Tuvo ideas suicidas justamente después de salir del hospital, hace más de dos años. Ese es el momento más crítico para las personas con depresión. Pero lo superó, y durante el último año no dijo nada que indicara que tenía planes de este tipo.
—Nunca me habló de estos pensamientos —dijo Luke.
—La mayoría no lo hace.
—¿Pensaba en la religión? —preguntó Luke—. ¿Te contó que cuando era joven estuvo en una secta?
—Sí, pero no me dijo que eso lo afectara en la actualidad. Hasta cierto punto estaba agradecido por la experiencia, aunque lo que vivió fuera una locura. Se lo tomaba como un delirio de juventud.
Karin se acercó a Luke.
—Tú no podrías haber hecho nada, ¿lo entiendes? Te lo garantizo. Es muy usual que las personas que se suicidan lo hagan sin haber dado ninguna señal.
—Es que no lo entiendo —dijo Luke—. Estuve en su casa el sábado por la tarde, y Viktor estaba de tan buen humor… Dos días después, hace esto.
—Eso también ocurre a veces—dijo Karin—. Para algunas personas, la decisión de suicidarse es liberadora. Cuando toman la determinación, piensan que han encontrado la solución a sus problemas. Y entonces se sienten felices, por más extraño que te parezca.
Karin calló. Los dos se quedaron en silencio unos instantes.
—Lo que más me cuesta entender es por qué se llevó a su hija con él —dijo Karin después—. No encaja con la imagen que tengo de Viktor. No soy una experta en este tema, pero podría asegurar que, cuando un progenitor mata a su hijo o a su hija, suele padecer una enfermedad psicológica grave y a menudo lo hace bajo una fuerte influencia de las drogas. Sea como sea, se trata de un suceso trágico.
Suspiró y se levantó, dando por terminada la conversación.
—Cuando ocurren estas cosas, una se siente incompetente como doctora.
Luke también se levantó y le dio la mano.
—Creo que tú tampoco podrías haber hecho nada.
Karin le dio las gracias y se encaminó hacia la puerta.
—Deberías saber que Viktor valoraba muchísimo tu amistad —dijo Karin—. A menudo hablaba de ti durante las sesiones. Espero que puedas encontrar algún consuelo en ello.
Aquellas palabras volvieron a meter a Viktor en el acuario. Prefirió bajar los cinco pisos a pie. Ni siquiera se dio cuenta de que hacía un día espléndido y soleado en Karlskrona, la capital de la costa sueca.
8
Pasadas las once de la mañana, Thomas Svärd salió de la autopista E22, que unía Karlskrona y Nättraby, y se metió con el coche en el aparcamiento de Summerland, el parque acuático de Blekinge. Summerland tenía una piscina, una zona de juegos con chorros de agua, una pista de karts y castillos hinchables. Fuera había unos cien vehículos aparcados. Antes de entrar, Svärd sacó una sillita infantil del maletero y la colocó en el asiento del copiloto.
Esa mañana se había levantado pronto para teñirse la melena rubia de negro azabache. También se había repasado la barba. Cuando se miraba al espejo, le gustaba lo que veía. Sabía que era atractivo. Además, se esforzaba por estar en forma. Cada dos días salía a correr un buen rato por la isla, y los días que no corría hacía flexiones, abdominales y dominadas. Las mujeres se fijaban en él. Con su pelo oscuro y su barba de tres días, se parecía a George Clooney.
A las diez en punto entró en el Intersport del centro comercial Amiralen, en Karlskrona. Compró un gorro de paja, un bañador, una bolsa de playa, un pareo, dos flotadores de colores, una toalla de adulto y dos de niño: una con una imagen de Pipi Calzaslargas y otra de la película Cars. Luego fue a la gasolinera Statoil, de donde salió con una silla plegable de playa, gafas de sol, chucherías y la última novela negra de Jens Lapidus.
Cuando llegó a la puerta de Summerland, vestido con su camisa de lino blanca y sus bermudas azul marino, iba cargado con todas aquellas compras. La chica de la entrada era nueva. La última vez, Svärd solo había ido a comer y a mirar a los críos, pero el personal del parque reparó en él. En la entrada, se dio cuenta de que lo miraban más de lo normal, y luego la encargada le ordenó a una de las chicas que lo siguiera. Esta vez tendría que ir con más cuidado.
La recepcionista se apoyó en el mostrador y lo miró de arriba abajo.
—¿Ha venido solo? —preguntó. Svärd le respondió con una sonrisa.
—No. Mi ex está a punto de llegar. Se ha retrasado un poco, eso es todo. Pagaré ahora las entradas. Un adulto y dos niños.
—¿Miden más de un metro?
Svärd la miró con cara de no entender nada.
—Los niños de menos de un metro entran gratis —le aclaró la chica.
—Ah, sí, claro. Uno mide menos y la otra más.
Pagó, cogió sus cosas y entró directamente a la zona de la piscina. Estaba a reventar. Casi todas las tumbonas estaban ocupadas y el césped, sembrado de toallas y pareos. Hacía calor. Sobre la caseta de información, el termómetro digital marcaba 30 grados. Svärd se quedó de pie, buscando el mejor sitio. Si se ponía en el césped con la toalla, se arriesgaba a que alguien viera que estaba solo, pero si encontraba una tumbona al lado de una madre sola parecería que había venido con ella.
Bajó la escalera, pasó por la piscina infantil y se acercó sigilosamente a las tumbonas. Vio a una mujer y a dos niños comiéndose un helado. Justo al lado había una tumbona libre. Le preguntó a la mujer si estaba ocupada y ella le dijo que no. Svärd se dio cuenta de que miraba alrededor, buscando a su familia.
—Mi ex viene ahora con los niños —dijo él con una sonrisa—. Llegan un poco tarde.
La mujer le respondió con otra sonrisa mientras limpiaba los churretes de helado de la cara de su hija, que no paraba de dar saltitos. Se notaba que estaba deseando que la dejaran volver a la piscina. Thomas calculó que tendría unos ocho o nueve años. Era demasiado mayor. Y demasiado fea.
Thomas dejó las cosas en el suelo y colocó la tumbona de cara a la piscina infantil y a la entrada. Se quitó la camisa de lino y se envolvió con la toalla para ponerse el bañador. Mientras se cambiaba, se dio cuenta de que la mujer lo miraba disimuladamente. Era gorda y poco atractiva, seguramente estaba soltera. Él se tumbó, cogió el libro y fingió sumergirse en él, aunque, en realidad, tras las gafas de sol, sus ojos iban en busca de la niña adecuada. Después de quince minutos, la encontró. Tenía unos cinco años y el pelo rubio y ondulado. Estaba preciosa con su diminuto bikini rojo. De pronto echó a correr y se sentó a menos de veinte metros de Thomas, en un pareo donde había dos niños más —seguramente sus hermanos— y una mujer.
Los niños comían y la mujer hablaba por el móvil. Thomas se fijó en que cuando no estaba hablando, se dedicaba a mirarlo. Perfecto: una madre egocéntrica y distraída. Al rato, los niños terminaron de comer y salieron disparados hacia la piscina infantil. Entonces, la madre levantó la vista y gritó algo, pero no le hicieron caso. Seguramente les estaba diciendo a los mayores que vigilaran a su hermana pequeña. Thomas se levantó, cogió la cámara y se dirigió a la piscina, donde se quedó de pie, mirando a los críos. Alrededor había bastantes padres y madres vigilando a sus pequeños. Thomas agarró bien fuerte su cámara: la niña se había arrodillado en el borde de la piscina e intentaba alcanzar un juguete que flotaba en el agua. La parte de abajo del bikini se le había metido entre las pequeñas nalgas, que habían quedado al descubierto.
Se puso al lado de la niña. Primero fingió fotografiar otras cosas, pero cuando lo vio claro la apuntó disimuladamente con el objetivo durante un segundo y tomó tres fotos. Luego alejó la cámara hábilmente y volvió a hacer como que estaba pendiente de la piscina. Momentos después, bajó la cámara y miró alrededor. Ningún padre había reparado en él. De pronto, la chiquilla se inclinó demasiado y cayó a la piscina. No era profunda, pero se asustó y empezó a dar manotazos y grandes salpicones. Sus hermanos estaban en el tobogán y no se dieron cuenta de lo que había ocurrido, de modo que Thomas dejó la cámara en el suelo, se lanzó a la piscina y sacó a la niña del agua. La pequeña, que gimoteaba y se sorbía los mocos, lo rodeó con los brazos. Él la consoló y la sentó en el borde de la piscina.
—¿Te has asustado? —le preguntó.
La niña asintió con la cabeza.
—No te preocupes, ya estás a salvo. ¿Cómo te llamas?
—Anna.
—Qué nombre tan bonito. ¿Te puedo llevar con tu madre?
Ella volvió a asentir, y Thomas salió de la piscina, rescató su cámara, cogió a Anna de la mano y la llevó hacia el césped. Allí, la niña le contó a su madre lo que había ocurrido, y la madre le dio las gracias a Thomas.
—Tendré que hablar muy en serio con sus hermanos —aseguró—. Me han prometido que la vigilarían. Anna, ¿ya le has dado las gracias a este señor tan amable?
Anna negó con la cabeza.
—Pues dáselas, venga.
—Gracias —dijo la niña mirando a Thomas, que le dedicó su sonrisa más seductora.
—De nada, Anna. Prométeme que irás con cuidado la próxima vez que estés cerca de la piscina.
Anna sonrió con timidez y se agarró a su madre. Thomas les dijo adiós antes de volver a su tumbona.
—He visto lo que ha pasado —dijo la mujer de al lado—. Bien hecho.
—Gracias —respondió Thomas—. Seguramente no le habría ocurrido nada, no ha caído en una zona demasiado profunda.
—Nunca se sabe —contestó la mujer—. No sé qué le pasa por la cabeza a esa mujer. Ella se queda ahí, sentada con el móvil, y delega en los hijos mayores la responsabilidad de cuidar a la pequeña. No me entra en la cabeza.
Thomas cogió el libro y volvió a fingir que leía. Le pareció que la mujer pretendía coquetear, y él no quería seguirle la corriente. No tenía tiempo para aquella gorda pesada. Miró hacia el césped, donde ahora la madre de Anna estaba riñendo a sus otros hijos. Al cabo de unos minutos, Anna quiso ir a jugar. La madre le ordenó al hermano mayor que la cogiera de la mano, y los dos niños se dirigieron a la zona de juegos que había cerca de la entrada y del restaurante. Thomas simuló que miraba el móvil, se levantó, cogió sus cosas y se despidió de la mujer de la tumbona.
—Me acaba de escribir mi ex. Qué pena, al final los niños no podrán venir a nadar —le dijo antes de dirigirse hacia la salida. Allí, dejó sus cosas al lado de la puerta y luego volvió sobre sus pasos y se quedó de pie en la tarima de madera que había enfrente de la zona de juegos. Anna y su hermano mayor estaban en el tobogán, por donde Thomas los miró tirarse una y otra vez, hasta que el niño vio que abrían la pista de karts, pegó un chillido y salió corriendo. Justo en ese momento, Anna estaba bajando por el tobogán, y no vio irse a su hermano. Al llegar al suelo lo buscó con la mirada, pero antes encontró a Thomas, que la saludó con la mano. Ella sonrió y le devolvió el saludo. Entonces Thomas le hizo un gesto con el brazo para que se acercara. Cuando vio que corría hacia él, se le aceleró el pulso. Miró hacia la piscina. Desde allí no alcanzaba a ver a la madre. El niño, que estaba en la cola de los karts, no se dio cuenta de nada.
La niña llegó y Thomas se agachó.
—Anna, ¿te gustan las chucherías?
Anna asintió.
—Tengo una bolsa grande en mi coche. Si vienes conmigo, dejaré que te las comas. ¿Te apetecen?
Anna asintió una vez más. Thomas se incorporó, le acercó la mano y ella se la cogió. Salieron juntos del parque.