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9

El vier­nes por la tarde, a las siete y media en punto, cuatro días des­pués de que Viktor y Agnes mu­r­ie­ran, Luke entró en el ves­tí­bu­lo de la casa de aco­gi­da Eke­ku­llen, en la ciudad de Rödeby. Con ese turno de noche volvía al tra­ba­jo des­pués de ha­ber­se visto obli­ga­do a to­mar­se unos días libres.

La visita a Karin Hart­man había sido de­pri­men­te, y lo peor de todo fue en­te­rar­se de que Viktor tenía pen­sa­m­ien­tos sui­ci­das. Luke estaba de­cep­c­io­na­do por que su amigo nunca se lo hu­b­ie­ra dicho. Hacía unos días estaba seguro de que Viktor con­f­ia­ba en él, pero ahora pen­sa­ba que quizás solo se lo había pa­re­ci­do. Le lle­va­ría tiempo acep­tar que se había eq­ui­vo­ca­do.

Había tomado una de­ci­sión: con­cen­trar­se en su tra­ba­jo y en su propia vida para dejar de pensar en aq­ue­lla des­gra­c­ia. Quería pe­dir­le más turnos a Åsa Nordin, la di­rec­to­ra de Eke­ku­llen, porque sabía que ocupar su tiempo tra­ba­jan­do lo ayu­da­ría a so­bre­lle­var la pér­di­da.

Al final del ves­tí­bu­lo, vio a tres tra­ba­ja­do­res ves­ti­dos con los uni­for­mes noc­tur­nos. Arras­tra­ban a un ado­les­cen­te a su ha­bi­ta­ción mien­tras él gri­ta­ba y se re­sis­tía. Era Ga­br­iel, de die­ci­séis años. Luke solo había tra­ba­ja­do dos días en Eke­ku­llen antes de tener que pe­dir­se cuatro días libres, pero fueron su­fi­c­ien­tes para apren­der­se los nom­bres de los seis chicos y las cuatro chicas que vivían en la casa de aco­gi­da en ese mo­men­to. Ga­br­iel era de los más pro­ble­má­ti­cos. En su primer día, Luke había in­ten­ta­do acer­car­se al chico. Le re­cor­da­ba a él a los die­ci­séis años. La misma frus­tra­ción, la misma tes­ta­ru­dez y la misma lucha ciega contra los adul­tos y la au­to­ri­dad. Por lo menos, para Ga­br­iel las cosas no se habían tor­ci­do tanto como para Luke a su edad. To­da­vía no.

Luke se acercó a los tres tra­ba­ja­do­res, que habían en­ce­rra­do a Ga­br­iel en su ha­bi­ta­ción y ahora es­ta­ban frente a la puerta, es­cu­chan­do lo que ocu­rría dentro.

—¡Os voy a matar, ca­bro­nes! ¡Os voy a matar a todos! —gritó Ga­br­iel. Además de los gritos, se oían los golpes de los ob­je­tos que lan­za­ba contra la puerta.

Luke re­co­no­ció a dos de los tra­ba­ja­do­res. Eran Åsa Nordin y Olle Nord­lund, el psi­có­lo­go. Al otro hombre, que tenía rasgos árabes, to­da­vía no lo co­no­cía. Nin­gu­no de los tres oyó llegar a Luke, pro­ba­ble­men­te debido al es­tr­uen­do que estaba pro­vo­can­do Ga­br­iel.

—Ten­drí­a­mos que vaciar su ha­bi­ta­ción —dijo el hombre—. El chaval está fuera de con­trol.

—¿Qué ocurre? —pre­gun­tó Luke.

Los tres se gi­ra­ron.

—No te había visto llegar, Luke —dijo Åsa—. Es Ga­br­iel, que ha mon­ta­do en cólera. Antes, en la cola para la cena, no hacía más que mo­les­tar a una chica y no quería parar, así que lo hemos en­ce­rra­do hasta que se calme.

—No parece que esté dando muy buen re­sul­ta­do. —Luke hizo una mueca—. Hola, por cierto. —Se di­ri­gió al hombre al que to­da­vía no co­no­cía, que se pre­sen­tó. Era Hamid Rasabi, el asis­ten­te de re­ha­bi­li­ta­ción.

—¿Te parece bien que entre? —pre­gun­tó Luke a Åsa.

Los tres mi­ra­ron a Luke. Tu­v­ie­ron que le­van­tar la vista porque le sacaba una cabeza a Hamid, que, con su metro ochen­ta de es­ta­tu­ra, ya era más alto que los otros dos.

Åsa in­te­rro­gó con la mirada a Olle, que asin­tió.

—Por su­p­ues­to. Ade­lan­te.

Luke fue hacia la ha­bi­ta­ción y abrió el pes­ti­llo en el pre­ci­so ins­tan­te en que un objeto se es­tre­lla­ba contra la puerta. Luego entró.

Los gritos y el lan­za­m­ien­to de ob­je­tos pa­ra­ron en seco. Åsa, Olle y Hamid se que­da­ron allí unos mo­men­tos para ver qué ocu­rría, pero, al ver que la ha­bi­ta­ción seguía en si­len­c­io, vol­v­ie­ron al co­me­dor.

Veinte mi­nu­tos más tarde, Luke entró en el co­me­dor, se acercó a una mesa larga llena de bo­ca­di­llos y empezó a ser­vir­se un plato.

—Luke, ¿qué le pasa a Ga­br­iel? —pre­gun­tó Åsa.

—Que tiene hambre. Voy a lle­var­le unos bo­ca­di­llos.

—¿Ya se ha cal­ma­do?

—Sí.

—¿Y cómo lo has hecho? —pre­gun­tó Hamid.

—No he tenido que hacer de­ma­s­ia­do —con­tes­tó Luke—. Ha sido verme y tran­q­ui­li­zar­se. Luego le he en­se­ña­do mis ta­t­ua­jes y él me ha en­se­ña­do los suyos. Suele fun­c­io­nar.

Luke puso el plato y un vaso de zumo en una ban­de­ja y volvió a la ha­bi­ta­ción, pero al entrar vio que Ga­br­iel se había que­da­do dor­mi­do hecho un ovillo, de modo que se acercó a la mesa si­gi­lo­sa­men­te y dejó la ban­de­ja encima. Luego bajó la per­s­ia­na y, antes de salir, apagó la luz.

De pronto, se detuvo. Volvió a en­cen­der la luz. Miró el reloj. Eran las ocho en punto, la hora a la que, según Loman, había muerto Viktor. Se acercó a la ven­ta­na, le­van­tó la per­s­ia­na y miró a la calle. To­da­vía no había ano­che­ci­do, exac­ta­men­te igual que hacía cuatro días a esa misma hora. Luke se acordó de cuando The­re­se y él habían con­se­g­ui­do entrar en el piso y le pa­re­ció re­cor­dar que todo estaba a os­cu­ras, com­ple­ta­men­te negro. Ju­ra­ría que era así, aunque tenía que re­co­no­cer que se había cen­tra­do tanto en Viktor y en Agnes que quizás se le habían es­ca­pa­do al­gu­nos de­ta­lles. Trató de con­cen­trar­se para estar seguro. ¿El piso estaba a os­cu­ras o no? Fi­nal­men­te de­ci­dió que sí, lo estaba.

En­ton­ces se le ocu­rrió que no tenía mucho sen­ti­do que Viktor se hu­b­ie­ra sui­ci­da­do y hu­b­ie­ra matado a Agnes a os­cu­ras. Cerró los ojos para re­pa­sar los hechos de­te­ni­da­men­te. No tenía nin­gu­na duda de que las per­s­ia­nas del piso es­ta­ban ba­ja­das, pero hasta aquel mo­men­to no había re­pa­ra­do en ese de­ta­lle.

¿Por qué dia­blos que­rría sui­ci­dar­se Viktor con el apar­ta­men­to a os­cu­ras? ¿Era si­q­u­ie­ra po­si­ble ma­tar­se sin ver ab­so­lu­ta­men­te nada?

Ga­br­iel empezó a roncar. Luke volvió a ir hacia la puerta y apagó la luz. Se quedó allí unos se­gun­dos, es­cu­chan­do la res­pi­ra­ción de Ga­br­iel y es­pe­ran­do a que sus ojos se acos­tum­bra­ran a la os­cu­ri­dad. Podía intuir el con­tor­no de la cama. Se acercó y se sentó en el suelo, donde volvió a pensar en lo que había ocu­rri­do hacía cuatro días. Vi­s­ua­li­zó a Viktor pla­neán­do­lo todo. La nota, la cuerda, el veneno, el cho­co­la­te. Lo vio bajar las per­s­ia­nas de todo el piso, poner la música, darle el veneno a Agnes. ¿En qué mo­men­to había apa­ga­do la luz? Quizás lo hizo justo antes de ahor­car­se. Pero ¿por qué que­rría ahor­car­se a os­cu­ras? Además, si tam­bién había in­ge­ri­do el veneno, es­ta­ría ma­re­a­do.

Ma­re­a­do y a os­cu­ras: no había mo­ti­vos para que se lo pu­s­ie­ra tan di­fí­cil.

Ga­br­iel dormía pro­fun­da­men­te. Luke se le­van­tó, salió del dor­mi­to­r­io y cerró la puerta sin mo­les­tar­se en echar el ce­rro­jo. De­ci­dió que al día si­g­u­ien­te por la tarde iría al piso de Viktor y tra­ta­ría de re­cons­tr­uir los hechos. A las ocho en punto, ba­ja­ría las per­s­ia­nas para com­pro­bar hasta qué punto estaba oscuro el salón.

10

Karls­kro­na, 29 de fe­bre­ro de 1992

Aunque to­da­vía era fe­bre­ro, ya olía a tierra mojada en la ave­ni­da Östra Vit­tus­ga­tan. Jenny iba de camino a la Igle­s­ia de la Cien­c­io­lo­gía, si­t­ua­da en la cén­tri­ca zona de Mö­lle­bac­ken. Tres­c­ien­tos veinte años antes, el ganado de Vittus An­ders­son había pas­ta­do allí. Pero aq­ue­lla calle que lle­va­ba el nombre del gran­je­ro ahora se había mo­der­ni­za­do y acogía so­br­ios edi­fi­c­ios de la­dri­llo ama­ri­llo y rojo. Eran blo­q­ues de pisos de los años se­sen­ta. Jenny se es­tre­me­ció. Aq­ue­llos edi­fi­c­ios siem­pre le habían pa­re­ci­do de los más feos de Karls­kro­na.

«Quién sabe. Quizás en el siglo xvii fui una gran­je­ra aquí al lado, en la isla de Trossö —pensó—. Y cien años más tarde bailé en los sa­lo­nes más ele­gan­tes de París». Era tan feliz que hasta se le escapó una car­ca­ja­da.

El in­v­ier­no estaba siendo inu­s­ual­men­te tem­pla­do. La pri­ma­ve­ra solía que­dar­se a las puer­tas del ar­chi­pié­la­go y tar­da­ba en llegar a Karls­kro­na. El frío mar siem­pre re­t­ie­ne a la pri­ma­ve­ra en la bahía para ase­gu­rar­se de que los karls­kro­ni­tas tengan que po­ner­se el abrigo unas se­ma­nas más que la gente del in­te­r­ior.

Jenny estaba emo­c­io­na­da, pero no porque la pri­ma­ve­ra es­tu­v­ie­ra al caer, ni tam­po­co porque quizás hu­b­ie­ra sido pa­ri­si­na en una vida pasada. Lo que la tenía tan con­ten­ta era que se di­ri­gía a su pri­me­ra sesión de te­ra­p­ia o, como la lla­ma­ban los cien­ció­lo­gos, a su pri­me­ra au­di­to­ría. Para colmo, no le había tocado con cual­q­u­ier au­di­tor: le habían asig­na­do a Peter, que era uno de los me­jo­res. Según le había con­ta­do él mismo, los no­va­tos podían hacer aq­ue­lla sesión de prueba tras una re­vi­sión de su salud mental. Era como una de­gus­ta­ción. Servía para ha­cer­te una idea de lo que te podías en­con­trar más ade­lan­te. Si te gus­ta­ba y que­rí­as re­pe­tir, tenías dos op­c­io­nes: pagar o em­pe­zar a tra­ba­jar para la Igle­s­ia de la Cien­c­io­lo­gía, o más bien para el «centro», como lo lla­ma­ban en Karls­kro­na. La pa­la­bra «igle­s­ia» no tenía buena fama entre la gente joven, pero a Jenny le habían ex­pli­ca­do que aq­ue­llo era una igle­s­ia, una re­li­gión en toda regla. Para en­ten­der­lo, solo hacía falta tener claro el sig­ni­fi­ca­do eti­mo­ló­gi­co de la pa­la­bra «re­li­gión». Re sig­ni­fi­ca «volver» y ligare sig­ni­fi­ca «origen»; volver al origen, a lo que hubo al prin­ci­p­io de todo. Ayudar a la gente a de­sa­rro­llar y re­cu­pe­rar sus ha­bi­li­da­des ori­gi­na­les. A Jenny aq­ue­llo le había pa­re­ci­do bonito, y desde en­ton­ces no tenía ningún pro­ble­ma en pre­sen­tar­se como miem­bro de la Igle­s­ia de la Cien­c­io­lo­gía.

El centro estaba en un local de la calle Bryg­ga­re­ga­tan que había sido una tienda de mue­bles. Tenía ven­ta­na­les que daban a la calle, varias salas en la planta de abajo y un gran sótano que antes era el al­ma­cén.

Jenny aca­ba­ba de cum­plir die­ci­n­ue­ve años y en solo unos meses su vida había dado un vuelco. Des­pués de ter­mi­nar el ins­ti­tu­to, había en­con­tra­do su pro­pó­si­to, su motivo para vivir. Se había ido me­t­ien­do más y más en el mo­vi­m­ien­to, y ahora se de­di­ca­ba casi por com­ple­to a la cien­c­io­lo­gía. A Stefan, por el con­tra­r­io, todo aq­ue­llo no lo había se­du­ci­do del todo. Es más, en las se­s­io­nes de or­ien­ta­ción, que se hacían en el bosque, en lugar de pres­tar aten­ción se había de­di­ca­do a leer la in­for­ma­ción de los postes sobre la flora y la fauna. Así que Jenny y él se fueron dis­tan­c­ian­do. Dos meses atrás, ella asis­tió al curso de co­mu­ni­ca­ción y co­no­ció a un chico tan novato como ella. Se lla­ma­ba Daniel y era un año mayor, alto, tímido y con una son­ri­sa en­can­ta­do­ra.

El curso de co­mu­ni­ca­ción duraba una semana. El primer día tu­v­ie­ron que sen­tar­se en­fren­te de un com­pa­ñe­ro, con las manos en el regazo y los ojos ce­rra­dos. El ob­je­ti­vo de aquel ejer­ci­c­io era apren­der a co­nec­tar con los demás y a ser fe­li­ces en cual­q­u­ier si­t­ua­ción. Para ello era cru­c­ial no pensar en nada, sim­ple­men­te estar pre­sen­te. Des­pués tenían que pro­vo­car­se entre ellos, tratar de que al otro se le cayera la más­ca­ra. Daniel y Jenny rieron mucho ha­c­ien­do los ejer­ci­c­ios. Tam­bién ha­bla­ron en los des­can­sos y coin­ci­d­ie­ron en las sa­li­das gru­pa­les del final del día. Cuando es­ta­ban ter­mi­nan­do el curso, Jenny empezó a ena­mo­rar­se de Daniel, y se dio cuenta de que él sentía lo mismo. Quince días des­pués, rompió con Stefan y empezó a salir con él. Al cabo de un mes, se fueron a vivir juntos.

Daniel había hecho su pri­me­ra au­di­to­ría hacía dos días. Volvió a casa ple­tó­ri­co, pero no le contó nada a Jenny porque estaba prohi­bi­do. Ahora, por fin, ella tam­bién em­pe­za­ría su te­ra­p­ia.

Aquel día había mu­chí­si­ma gente en el centro. Jenny colgó el abrigo en la en­tra­da y fue a la pe­q­ue­ña re­cep­ción. Las pa­re­des es­ta­ban llenas de cua­dros, muchos de ellos con citas del fun­da­dor, L. Ron Hub­bard, o Ron, como lo lla­ma­ban los cien­ció­lo­gos que ya habían ter­mi­na­do la for­ma­ción. Había una cita que a Jenny le gus­ta­ba es­pe­c­ial­men­te: «Un hombre que no puede co­mu­ni­car­se está muerto. Un hombre que puede co­mu­ni­car­se está vivo». Detrás del mos­tra­dor col­ga­ba un cuadro de un puente que se aden­tra­ba en un sol enorme. Debajo de la imagen ponía: «El puente a la li­ber­tad».

En la sala grande con la mo­q­ue­ta de color marrón ver­do­so, que cuando aq­ue­llo fue una tienda había sido la zona de ex­po­si­ción de mue­bles, ahora había diez per­so­nas sen­ta­das por pa­re­jas ha­c­ien­do ejer­ci­c­ios de co­mu­ni­ca­ción. Las vi­dr­ie­ras es­ta­ban cu­b­ier­tas por dentro con pós­te­res del mo­vi­m­ien­to. Antes, como no había nada, los niños y los ado­les­cen­tes fis­go­ne­a­ban desde la calle, y luego em­pe­za­ron a ti­rar­les cosas y a es­cu­pir­les.

Maria, Ca­mi­lla y Mikael es­ta­ban al fondo de la sala le­yen­do libros de Ron. Los tres eran cien­ció­lo­gos de­di­ca­dos que tra­ba­ja­ban para el mo­vi­m­ien­to en su tiempo libre. La her­ma­na de Daniel, Åsa, aca­ba­ba de em­pe­zar el curso de co­mu­ni­ca­ción y en aquel mo­men­to estaba ha­c­ien­do los ejer­ci­c­ios en el centro de la sala. Peter estaba en el mos­tra­dor de la re­cep­ción to­man­do café y char­lan­do con George, el mítico y mís­ti­co inglés que había im­pul­sa­do el mo­vi­m­ien­to en Karls­kro­na. Jenny solo lo había visto de pasada una vez, pero había oído hablar mucho de él. George era im­por­tan­te. Tra­ba­jó con el fun­da­dor en los se­sen­ta y estuvo en el Apollo, el barco con el que Ron di­fun­día su men­sa­je por Europa y África. Todo el mundo ha­bla­ba de George con ve­ne­ra­ción. Decían que era muy in­te­li­gen­te y que fue una de las pri­me­ras per­so­nas en todo el mundo en al­can­zar el estado de TO VI, que era casi lo más alto que se podía llegar en el camino a la li­ber­tad es­pi­ri­t­ual. Jenny reunió todo su coraje antes de acer­car­se a ellos. Cuando Peter la vio, se le ilu­mi­nó la cara y se acercó a ella para darle un abrazo.

—¿Pre­pa­ra­da para el gran día?

—Sí. ¡Será tan emo­c­io­nan­te! An­te­a­yer, cuando Daniel volvió a casa des­pués de la sesión, estaba en­can­ta­do.

Peter dejó la taza en el mos­tra­dor y se giró hacia George, que estaba de pie dán­do­le ca­la­das a su pipa.

—George, esta es Jenny. Ya ha hecho el curso de co­mu­ni­ca­ción y viene para su pri­me­ra au­di­to­ría.

George se sacó la pipa de la boca, sonrió, le­van­tó la mano y le hizo una pe­q­ue­ña re­ve­ren­c­ia. Era bajito y del­ga­do, tenía una pe­ri­lla rubia y el pelo rojizo e iba todo ves­ti­do de color beis: el jersey, la camisa y los pan­ta­lo­nes de pinzas.

—Bien­ve­ni­da, Jenny. Es un placer co­no­cer­te —dijo en inglés.

Jenny no supo cómo com­por­tar­se con George. Se sentía in­se­gu­ra, in­ti­mi­da­da por todo lo que la gente decía sobre él. Pri­me­ro le dio la mano, pero luego le salió hacer una ge­nu­fle­xión. Se arre­pin­tió de in­me­d­ia­to. Se sentía como una niña pe­q­ue­ña.

—Gra­c­ias. He oído hablar mucho de ti. Me alegro de co­no­cer­te fi­nal­men­te —res­pon­dió, tam­bién en inglés.

Tan pronto como aq­ue­llas pa­la­bras sa­l­ie­ron de su boca, se dio cuenta de lo es­tú­pi­das que so­na­ban. ¿Que había «oído hablar mucho» de él? Ahora seguro que le pre­gun­ta­ría qué había oído y ella ten­dría que res­pon­der. Menos mal que Peter la salvó:

—George en­t­ien­de sueco, Jenny. Pero pre­f­ie­re hablar en inglés. —Le dedicó una gran son­ri­sa a George y le dijo en sueco—: Hablas nues­tra lengua, ¿verdad, George?

Lo dijo con un mar­ca­do acento inglés y dejó ir una car­ca­ja­da. George tam­bién rio con ganas, sol­tan­do un fal­set­to es­tri­den­te.

—¡Ya lo creo! —res­pon­dió George, to­da­vía riendo.

En­ton­ces Peter cogió a Jenny del brazo y la acom­pa­ñó a la sala de las au­di­to­rí­as. Era un es­pa­c­io pe­q­ue­ño con una bonita mesa de roble en el centro. A su vez, en el centro de la mesa había una cajita de madera con una pe­ga­ti­na re­don­da y roja en el medio. En la pe­ga­ti­na, una gran «s» se en­re­da­ba en dos trián­gu­los. De la caja salían dos cables, cada uno sujeto con un tor­ni­llo a una lata de alu­mi­n­io. Pa­re­cí­an latas de cer­ve­za en mi­n­ia­tu­ra, aunque no había nada es­cri­to en ellas. Peter se sentó en la silla de ofi­ci­na e invitó a Jenny a aco­mo­dar­se en el sillón.

—Esto es un e-metro —dijo Peter, le­van­tan­do la cajita de madera—. La pa­la­bra com­ple­ta es elec­tró­me­tro. Como ves, es un modelo an­ti­g­uo. Ahora los hacen de plás­ti­co, pero yo pre­f­ie­ro este. Es más au­tén­ti­co.

Abrió la tapa y la colocó como so­por­te del resto del apa­ra­to. Ahora, Jenny podía ver el in­te­r­ior de la caja. Tenía un mo­ni­tor ana­ló­gi­co que ocu­pa­ba gran parte de una su­per­fi­c­ie azul bri­llan­te de vidrio. Una flecha me­tá­li­ca se movía dentro del mo­ni­tor, apun­tan­do a una línea se­mi­cir­cu­lar que mar­ca­ba cuatro ve­lo­ci­da­des: salida, cre­ci­m­ien­to, caída y prueba. Debajo del vidrio había tres rue­de­ci­tas negras y, a la iz­q­u­ier­da, dos con­tro­les. Peter le pidió a Jenny que co­g­ie­ra una lata en cada mano.

—Cuando en­c­ien­da el e-metro, sen­ti­rás que una pe­q­ue­ña co­rr­ien­te eléc­tri­ca pasa por tu cuerpo y vuelve al apa­ra­to —aclaró.

Jenny le­van­tó las cejas.

—Tran­q­ui­la —dijo Peter—, la co­rr­ien­te es de­ma­s­ia­do débil para causar daños, tan débil como la ba­te­ría de una lin­ter­na. Puedes re­la­jar­te. —En­cen­dió el apa­ra­to y miró a Jenny—: No notas nada, ¿verdad?

Jenny negó con la cabeza.

—Ahora mira la flecha.

Jenny se in­cli­nó y vio que la flecha apun­ta­ba hacia arriba, a la mitad del se­mi­cír­cu­lo. Prác­ti­ca­men­te no se movía, solo vi­bra­ba le­ve­men­te.

—Sigue mi­ran­do. Yo te con­ta­ré un chiste. Tú es­cú­cha­me y no dejes de mirar la flecha. Esto son dos to­ma­tes que van an­dan­do por la ca­rre­te­ra y uno le dice al otro: «Cui­da­do, que viene un camión». «¿Un qué?». «Un chof».

Jenny rio. La aguja había em­pe­za­do a mo­ver­se. Ya se sabía el chiste, pero siem­pre le hacía gracia.

—¿Has visto lo que ha hecho la flecha? —le pre­gun­tó Peter.

—Sí. Ha em­pe­za­do a mo­ver­se justo cuando he sabido qué chiste ibas a contar.

—Bien. Lo que ha pasado es que pri­me­ro tu mente se re­sis­tía, pero cuando tus pen­sa­m­ien­tos se han vuelto po­si­ti­vos, has bajado la guar­d­ia y la ener­gía ha cam­b­ia­do. Cuando ocurre esto, de­ci­mos que la flecha fluye: se mueve de forma uni­for­me, des­li­zán­do­se por la línea con pasos pe­q­ue­ños. En te­ra­p­ia, uti­li­za­mos el e-metro para iden­ti­fi­car las ex­pe­r­ien­c­ias ne­ga­ti­vas que tienen lugar en un estado de PC, es decir, de pre-cla­ri­dad. Las per­so­nas te­ne­mos ten­den­c­ia a blo­q­ue­ar todo aq­ue­llo que nos causa dolor. La psi­co­lo­gía los llama tr­au­mas a estos acon­te­ci­m­ien­tos, pero no­so­tros los lla­ma­mos en­gra­mas. El blo­q­ueo de en­gra­mas es un me­ca­nis­mo de su­per­vi­ven­c­ia: nues­tras per­cep­c­io­nes sen­so­r­ia­les se al­ma­ce­nan en el sub­cons­c­ien­te para que po­da­mos iden­ti­fi­car­las y así evitar si­t­ua­c­io­nes pa­re­ci­das en el futuro. El pro­ble­ma es que si tienes de­ma­s­ia­dos en­gra­mas em­p­ie­zas a sen­tir­te mal y a actuar sin ton ni son. De hecho, los en­gra­mas son la causa de todas las en­fer­me­da­des men­ta­les y pro­vo­can mucho su­fri­m­ien­to. Por eso uso el e-metro: me ayuda a ver el mo­men­to en que tus pen­sa­m­ien­tos chocan con un en­gra­ma, porque justo en­ton­ces la aguja da una sa­cu­di­da brusca. Así puedo ayu­dar­te a re­cu­pe­rar el re­c­uer­do que tienes que sacar a la luz. Cuando ese re­c­uer­do pasa de tu sub­cons­c­ien­te a tu cons­c­ien­te, tam­bién li­be­ras la ener­gía ne­ga­ti­va que con­t­ie­ne. ¿Me sigues?

Jenny asin­tió y se irguió en el sillón. Sentía ma­ri­po­sas en el es­tó­ma­go.

—Cuando al­g­u­ien libera todos sus en­gra­mas llega al nivel Cla­ri­dad. A un Cla­ri­dad ya no le afec­tan los en­gra­mas. Es sen­ci­lla­men­te una per­so­na in­te­li­gen­te, sa­tis­fe­cha y feliz, una per­so­na que tiene su vida bajo con­trol.

Peter giró el e-metro para ver el mo­ni­tor. Luego sacó una li­bre­ta grande y un bo­lí­gra­fo.

—¿Qué te parece? —pre­gun­tó.

—Pues genial —con­tes­tó Jenny—. Emo­c­io­nan­te.

—Bien. Manos a la obra, pues. Em­pe­za­re­mos con una serie de en­gra­mas sobre el dolor de cabeza.

Miró el e-metro y apuntó algo en la li­bre­ta. Jenny empezó a tener es­pas­mos en las manos y las relajó para no apre­tar tanto las latas. Peter le­van­tó la vista:

—Te re­co­m­ien­do que bus­q­ues una forma cómoda de co­ger­las y que luego trates de que­dar­te quieta. Si mueves la mano, afec­tas el mo­vi­m­ien­to de la aguja.

Jenny asin­tió.

—Estaré quieta —pro­me­tió.

—Bien. Em­pe­ce­mos. Piensa en la última vez que tu­vis­te dolor de cabeza.

La res­p­ues­ta llegó con ra­pi­dez.

—Creo que fue hace dos meses. Des­pués del curso de co­mu­ni­ca­ción de tres horas que hice aquí, al llegar a casa tuve una ja­q­ue­ca re­pen­ti­na, y cuando me metí en la cama me dolía mucho. Me tuve que tomar un ibu­pro­fe­no y todo.

Peter le pidió que le diera más de­ta­lles. Jenny tuvo que hacer un gran es­f­uer­zo para re­cor­dar­los. Hasta que no contó la misma his­to­r­ia tres veces, Peter no pro­si­g­uió.

—¡Bien! La aguja ya fluye —dijo con una gran son­ri­sa. Luego le pre­gun­tó si re­cor­da­ba haber tenido ja­q­ue­cas en cir­cuns­tan­c­ias si­mi­la­res. A Jenny no le solía doler la cabeza y al prin­ci­p­io no se le ocu­rrió nada, pero fi­nal­men­te se acordó de la pri­me­ra vez que había bebido al­co­hol. Cogió una bo­rra­che­ra tre­men­da y al día si­g­u­ien­te se le­van­tó con resaca. Peter le hizo las mismas pre­gun­tas sobre aq­ue­lla oca­sión y luego pa­sa­ron a la si­g­u­ien­te ex­pe­r­ien­c­ia. Jenny le contó que a los seis años se había caído de la mesa del co­me­dor y se había ab­ier­to la frente. To­da­vía tenía la ci­ca­triz. Se sabía aq­ue­lla his­to­r­ia porque sus padres la con­ta­ban a menudo, pero en re­a­li­dad ella no se acor­da­ba de nada. Aun así, al final, Peter —Jenny no supo cómo— con­si­g­uió que ella res­ca­ta­ra los de­ta­lles que per­ma­ne­cí­an es­con­di­dos en su mente. O por lo menos eso pensó Jenny. Cuando tu­v­ie­ron bien clara la his­to­r­ia, Peter re­pi­tió:

—¿Re­c­uer­das algún mo­men­to an­te­r­ior en el que tu­v­ie­ras ja­q­ue­ca?

Jenny lo miró. No podía creer lo que le estaba pre­gun­tan­do.

—Pero Peter, ahora nos es­ta­mos re­mon­tan­do a cuando era una bebé. Soy in­ca­paz de re­cor­dar si me hice daño o si tuve dolor de cabeza cuando era tan pe­q­ue­ña.

Él no dijo nada. Esperó a que ella ha­bla­ra. Jenny se quedó en si­len­c­io y trató de pensar. Se ima­gi­nó a sí misma de bebé, pero aparte de eso tenía la mente en blanco.

—No. No con­si­go re­cor­dar nada.

—Te lo vol­ve­ré a pre­gun­tar. Ve a un mo­men­to previo en el que tu­v­ie­ras ja­q­ue­ca.

Peter no se rendía. Jenny volvió a in­ten­tar­lo. Se quedó en si­len­c­io. Luego le entró la risa.

—¿Qué ocurre? —pre­gun­tó Peter.

—Que veo a una bebé que se res­ba­la del cam­b­ia­dor y cae a la bañera. Pero solo me lo estoy in­ven­tan­do para no de­cep­c­io­nar­te.

Peter la miró tran­q­ui­la­men­te.

—Des­cri­be lo que ves.

Lo hizo, y se le ocu­rr­ie­ron mu­chí­si­mos de­ta­lles. O quizás los re­cor­dó. No sabía si la his­to­r­ia era cierta o falsa, pero en ese mo­men­to le im­por­ta­ba bien poco. Las pa­la­bras flu­ye­ron con una fa­ci­li­dad asom­bro­sa. Pensó que ten­dría que pre­gun­tar­le a su madre si de bebé se había caído en la bañera y se había dado un golpe en la cabeza. Des­pués de contar la his­to­r­ia varias veces, Peter dijo que la aguja fluía y le hizo la pre­gun­ta de nuevo:

—Ve a un mo­men­to previo en el que tu­v­ie­ras ja­q­ue­ca.

Jenny volvió a mi­rar­lo. Lo decía to­tal­men­te en serio. Ella trató de pensar en algún mo­men­to an­te­r­ior a 1972, el año de su na­ci­m­ien­to.

La sala se quedó en si­len­c­io mucho tiempo. Como no se le ocu­rría nada, le empezó a entrar sueño. Peter volvió a decir lo mismo. Jenny se in­cor­po­ró.

—Eso es —dijo Peter de pronto, mi­ran­do el e-metro—. ¿Qué ha sido eso? ¿En qué acabas de pensar?

Jenny sonrió. Se sentía tonta, pero lo dijo:

—He visto una ofi­ci­na.

—¿Dónde estás? —pre­gun­tó Peter.

—En Nueva York. —Las pa­la­bras le sa­l­ie­ron con na­tu­ra­li­dad—. Me parece que es la década de los cua­ren­ta. Estoy en una ofi­ci­na ban­ca­r­ia y el dolor me mar­ti­llea en la cabeza. Acabo de ave­ri­g­uar algo ho­rri­ble: que mi yerno, a quien yo mismo con­tra­té (porque soy el di­rec­tor del banco, por cierto) ha de­fr­au­da­do dinero. Lo estoy mi­ran­do. Él me de­v­uel­ve la mirada y me doy cuenta de que sabe que lo sé. —Jenny se quedó en si­len­c­io, sumida en sus pen­sa­m­ien­tos.

—¿Te en­c­uen­tras bien? —pre­gun­tó Peter.

—Sí. Solo estoy pen­san­do que es raro que en mi última vida fuera un hombre.

Peter no res­pon­dió.

—Y… vaya, lo que veo es ho­rri­ble —pro­si­g­uió Jenny—. Creo que cuando des­cu­brí el des­fal­co, se lo dije a mi yerno. Él lo ad­mi­tió. Estaba des­tro­za­do. Lo des­pe­dí y salió de la ofi­ci­na. Era el padre de mis nietos.

Más imá­ge­nes, al­gu­nas de ellas frag­men­ta­r­ias, le vi­n­ie­ron a la cabeza. Jenny no hizo ningún es­f­uer­zo, sim­ple­men­te dejó que la his­to­r­ia sa­l­ie­ra de su boca.

—Está claro que lo pri­me­ro que hizo fue em­bo­rra­char­se en un bar. Luego se fue a su casa, metió a mi hija y a mis dos nietos en el coche y se tiró por un ba­rran­co. No me ex­tra­ña que haya notado el dolor de cabeza.

Jenny rio por lo bajo. Se sentía feliz y triste a la vez. La his­to­r­ia la había im­pac­ta­do. Como había hecho con las otras, la contó varias veces, aña­d­ien­do de­ta­lles en cada oca­sión. En­ton­ces Peter dio por ter­mi­na­da la sesión, sa­tis­fe­cho. No acor­da­ron qué harían a partir de ahora, pero Peter le pidió que vol­v­ie­ra al centro para hablar de si quería co­la­bo­rar con ellos. Luego le dijo que la te­ra­p­ia cos­ta­ba dinero, pero que si tra­ba­ja­ba allí se la harían gratis.

Salió del centro ma­re­a­da. ¡Las imá­ge­nes que le habían venido a la cabeza pa­re­cí­an tan reales! ¿Era cierto todo aq­ue­llo? Si lo bus­ca­ba, quizás podía en­con­trar aq­ue­lla his­to­r­ia que había su­ce­di­do en el Nueva York de los años cua­ren­ta. Ten­dría que dar con un hombre que hu­b­ie­ra estado casado con la hija de un di­rec­tor de banco y que se hu­b­ie­ra sui­ci­da­do con su fa­mi­l­ia. Pero lo que más la acu­c­ia­ba eran sus ganas de con­tár­se­lo todo a Daniel. No podía es­pe­rar a llegar a casa.

Cuando entró en el piso, el am­b­ien­te era muy aco­ge­dor. Había velas en­cen­di­das por do­q­u­ier, Daniel había pre­pa­ra­do té y en la mi­ni­ca­de­na sonaba Black Velvet, de Alan­nah Myles. Hablar de las au­di­to­rí­as estaba prohi­bi­do, pero ellos de­ci­d­ie­ron sal­tar­se la norma y pro­me­t­ie­ron que no lo com­par­ti­rí­an con nadie más.

Jenny fue la pri­me­ra en contar su his­to­r­ia. Estaba tan in­mer­sa en ella que no se dio cuenta de la re­ac­ción de Daniel. Hasta que, de pronto, dejó de hablar. Daniel se había que­da­do pálido y miraba el techo sen­ta­do en el sofá, con las manos en la nuca.

—¿Te pasa algo? —pre­gun­tó Jenny. Él bajó los brazos y se in­cli­nó hacia ella.

—Jenny, el yerno soy yo.

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