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Karls­kro­na, 6 de di­c­iem­bre de 1991

—Luego quiero que vayas co­rr­ien­do a casa de mi madre. Mira qué ropa lleva, vuelve aquí en­se­g­ui­da y dime lo que has visto. Hant­ver­kar­ga­tan 17 A, ter­ce­ra planta. Podrás en­con­trar­lo, ¿verdad?

Jenny sus­pi­ró por lo bajo. Aunque a re­ga­ña­d­ien­tes, ad­mi­ra­ba a aquel ju­ga­dor de fútbol a quien todo el mundo lla­ma­ba Piddle y que se había atre­vi­do a retar a Peter. Miró a Piddle, que a su vez miraba a Peter con aten­ción. Ya no bro­me­a­ba. En los úl­ti­mos mi­nu­tos, las me­ji­llas se le habían en­ro­je­ci­do, el vo­lu­men de su voz había au­men­ta­do con­si­de­ra­ble­men­te y su tono se había en­du­re­ci­do.

Piddle, que en re­a­li­dad se lla­ma­ba Per Jo­hans­son, era la es­tre­lla de Karls­kro­na AIF, el equipo de fútbol de la ciudad. Estaba allí porque era amigo de Affe, que iba camino de me­ter­se de cabeza en la cien­c­io­lo­gía (aún no estaba con­ven­ci­do del todo, pero le fal­ta­ba poco). Piddle era po­pu­lar entre la gente joven de la ciudad. Había es­tu­d­ia­do en la Uni­ver­si­dad de Växjö para ser ma­es­tro. In­te­li­gen­te y atrac­ti­vo, su futuro como ju­ga­dor de fútbol pro­me­tía, lo cual no era muy común entre los ju­ga­do­res de Karls­kro­na. A Jenny le caía bien, pero pen­sa­ba que aq­ue­lla noche se podría haber dejado el pa­ñ­ue­lo pa­les­ti­no en casa. Seguro que lo lle­va­ba para pro­vo­car. Había oído a los demás hablar de él. Decían que era co­mu­nis­ta. El co­mu­nis­mo no estaba nada bien visto entre los cien­ció­lo­gos, de eso no tenía nin­gu­na duda.

Affe jugaba en la liga ju­ve­nil de fútbol con Piddle y le habían en­car­ga­do que cap­ta­ra su in­te­rés. Esa era la es­tra­te­g­ia: con­se­g­uir que gente po­pu­lar, in­te­li­gen­te y famosa de la ciudad sin­t­ie­ra cu­r­io­si­dad por el mo­vi­m­ien­to; luego otros los se­g­ui­rí­an. La idea había salido del Centro de Fa­mo­sos de Holly­wo­od, di­ri­gi­do con éxito por un grupo de cien­ció­lo­gos du­ran­te más de diez años. Habían con­se­g­ui­do re­clu­tar al actor fa­vo­ri­to de Jenny, John Tra­vol­ta, la pri­me­ra es­tre­lla in­ter­na­c­io­nal en con­ver­tir­se a la cien­c­io­lo­gía. Jenny casi se cayó de la silla cuando Stefan se lo contó. ¡John Tra­vol­ta! Y el año an­te­r­ior, Tom Cruise tam­bién se había unido al mo­vi­m­ien­to. Eso era im­por­tan­te, porque si ellos for­ma­ban parte de la cien­c­io­lo­gía, es que algo genial debía de tener.

Aq­ue­lla noche es­ta­ban to­man­do té en el piso de Peter, si­t­ua­do en la calle Vall­ga­tan. Los había in­vi­ta­do para ce­le­brar que había al­can­za­do el estado TO III de la cien­c­io­lo­gía, thetán ope­ran­te nivel tres. Eso sig­ni­fi­ca­ba que estaba tres ni­ve­les por encima del primer nivel de oyente, lla­ma­do Cla­ri­dad, y que por lo tanto ahora podría aban­do­nar su cuerpo y actuar en el mundo ma­te­r­ial solo con la fuerza de su mente. A Jenny eso la in­q­u­ie­ta­ba un poco. ¿Y si de pronto Peter apa­re­cía en su casa cuando ella estaba a punto de du­char­se o se de­di­ca­ba a so­bre­vo­lar su cama en mitad de la noche?

Había can­de­la­bros con velas en­cen­di­das en el suelo, una gran cabeza de Buda ta­lla­da en madera de nogal los miraba desde el es­cri­to­r­io, una im­pre­s­io­nan­te lám­pa­ra de araña col­ga­ba como un débil sol encima de una mesita de centro de estilo art déco, re­don­da y con las patas curvas. El salón pa­re­cía una tienda de an­ti­güe­da­des, un museo de la ga­lan­te­ría de otros tiem­pos y de la bur­g­ue­sía sueca que había in­va­di­do la pro­vin­c­ia de Ble­kin­ge a fi­na­les del siglo xvii.

En la mesita de centro había té de gro­se­lla negra y bo­ca­di­llos, mer­me­la­da de moras de Ro­bin­son y el ape­ri­ti­vo fa­vo­ri­to de Peter: que­si­tos de La vaca que ríe. En los al­ta­vo­ces sonaba Like a prayer, de Ma­don­na. Diez per­so­nas es­ta­ban sen­ta­das en el pe­q­ue­ño salón, al­gu­nas en el suelo y el resto re­par­ti­das entre el sofá de piel marrón y los si­llo­nes. Jenny y Stefan ya se sen­tí­an parte del grupo. Tras la pri­me­ra noche en Ron­neby, habían que­da­do varias veces con ellos para tomar café. En esas ve­la­das, Jenny había apren­di­do mucho sobre la cien­c­io­lo­gía. Peter, y Mikael, Fre­drik y Maria, que tam­bién eran agra­da­bles, in­te­li­gen­tes y so­fis­ti­ca­dos, le habían ab­ier­to un mundo com­ple­ta­men­te nuevo.

Aq­ue­lla era la pri­me­ra vez que al­g­u­ien osaba con­tra­de­cir a Peter, cues­t­io­nar lo que decía, y el salón en­mu­de­ció tras el reto de Piddle. Stefan bajó el vo­lu­men de la música. A Jenny le in­te­re­sa­ba mucho saber cómo sal­dría parado Peter de todo aq­ue­llo, aunque no creía que Piddle tu­v­ie­ra nin­gu­na opor­tu­ni­dad. Todo el mundo estaba pen­d­ien­te de Peter, que miró a Piddle con aten­ción y sonrió.

—¿Por qué de­be­ría ha­cer­lo? No ne­ce­si­to de­mos­trar­te nada. Esta ha­bi­li­dad no debe usarse para jugar, sino para cosas más im­por­tan­tes.

Piddle miró a su al­re­de­dor, a la docena de chicos y chicas que se habían con­gre­ga­do allí. Le­van­tó las manos.

—Pero aquí hay unas cuan­tas per­so­nas, creo, que puede que duden de que tú, tu alma o como qu­ie­ras lla­mar­lo pueda aban­do­nar tu cuerpo. Quizás duden in­clu­so de la exis­ten­c­ia del alma. Esta es tu opor­tu­ni­dad para con­ven­cer­nos. Venga, Peter, ve y com­prué­ba­lo. Luego yo lla­ma­ré a mi madre y ve­re­mos si tienes razón.

Peter se echó para atrás y se aco­mo­dó en el sofá de piel marrón, se acercó la taza a la boca y le dio un sorbo a su té antes de con­tes­tar.

—Así que no crees que ten­ga­mos alma. ¿Pien­sas que sim­ple­men­te somos trozos de carne que sa­tis­fa­cen sus ne­ce­si­da­des pri­ma­r­ias du­ran­te unos cuan­tos años y luego nos en­t­ie­rran y nos con­ver­ti­mos en polvo?

Dejó la taza en la mesa y muchos son­r­ie­ron. Jenny ya había oído esos ar­gu­men­tos antes. Le gus­ta­ban.

Piddle no se rindió.

—No cam­b­ies de tema, Peter. Ve ahora para que po­da­mos com­pro­bar­lo. Si ac­ier­tas la ropa que lleva mi madre, te pro­me­to que me ins­cri­bi­ré en la igle­s­ia y em­pe­za­ré a tra­ba­jar mañana mismo —dijo Piddle mien­tras le­van­ta­ba la mano como si es­tu­v­ie­ra ha­c­ien­do un ju­ra­men­to.

Los se­g­ui­do­res de­vo­tos de la cien­c­io­lo­gía fir­ma­ban un con­tra­to me­d­ian­te el que se com­pro­me­tí­an a tra­ba­jar para la igle­s­ia las tardes y los fines de semana du­ran­te dos años y medio. A cambio, tenían acceso a de­ter­mi­na­das te­ra­p­ias y cursos gratis.

—No te es­f­uer­ces. —Peter le­van­tó un poco la voz—. No voy a ha­cer­lo. No ju­ga­mos con estas cosas, ya te lo he dicho.

Jenny empezó a dudar. Aq­ue­llo era un poco ex­tra­ño. En re­a­li­dad, Peter tenía una opor­tu­ni­dad per­fec­ta para hacer callar a Piddle de una vez por todas y con­ven­cer a qu­ie­nes to­da­vía mos­tra­ban re­ti­cen­c­ias. ¿Por qué no lo hacía? Peter estaba a punto de ter­mi­nar aquel debate en una po­si­ción su­bor­di­na­da muy poco na­tu­ral: Jenny nunca lo había visto perder una dis­cu­sión. Y seguro que ella no era la única que estaba pen­san­do eso. La duda se coló en su in­te­r­ior. ¿Era po­si­ble que en re­a­li­dad Peter no pu­d­ie­ra aban­do­nar su cuerpo?

—Su­pon­go que com­pren­des que eso no suena es­pe­c­ial­men­te cre­í­ble —con­ti­nuó Piddle—. Ase­gu­ras que has al­can­za­do un de­ter­mi­na­do estado, ¿cómo lo has lla­ma­do?

—TO. Thetán ope­ran­te. El tercer nivel.

—Exacto. Eso sig­ni­fi­ca que puedes aban­do­nar tu cuerpo, lo que te per­mi­te hacer cier­tas cosas. ¿O so­la­men­te puedes mirar? ¿Puedes o no hacer otras cosas?

—Re­cu­pe­ras ha­bi­li­da­des que te per­mi­ten im­pac­tar en lo que lla­ma­mos MEST[1] sin de­pen­der de tu cuerpo. Re­cu­pe­rar­las es el tér­mi­no co­rrec­to, ya que son ha­bi­li­da­des que te­ní­a­mos en el pasado. In­clu­so los ma­te­r­ia­lis­tas como tú, Piddle. —Peter miró al­re­de­dor y sonrió. La son­ri­sa le fue de­v­uel­ta.

Piddle rio por lo bajo.

—¡Qué in­te­li­gen­te era Hub­bard! ¿Qué chaval de diez años no ha soñado con ser in­vi­si­ble para de­di­car­se a ha­cer­les tras­ta­das a los demás? Hub­bard robó ideas del bu­dis­mo y del hin­d­uis­mo para crear su propia pócima, y luego la for­mu­ló de manera que pa­re­c­ie­ra cien­tí­fi­ca. Se in­ven­tó unos cuan­tos ejer­ci­c­ios y dijo: «¡Voilà, una nueva re­li­gión!». Su ob­je­ti­vo era con­ver­tir­se en un Su­per­man in­vi­si­ble que lucha contra el mal. Y con el tiempo, su cuenta ban­ca­r­ia fue cre­c­ien­do más y más. Porque Hub­bard era un es­cri­tor de cien­c­ia-fic­ción fra­ca­sa­do. Es­cri­bía tan mal que no con­se­guía ga­nar­se la vida con la li­te­ra­tu­ra. Por eso, en lugar de seguir es­cri­b­ien­do, de­ci­dió fundar una re­li­gión. Es la mejor manera de ha­cer­se rico. Él mismo lo dijo.

Jenny pensó que se notaba que Piddle había venido pre­pa­ra­do. La his­to­r­ia sobre Hub­bard y el dinero no era nueva para ella. Pero sabía que Peter tenía buenas res­p­ues­tas en la re­cá­ma­ra. Es­cu­char aq­ue­lla dis­cu­sión era como mirar un com­ba­te de boxeo.

Peter se in­cli­nó sobre la mesa, sacó un ci­ga­rri­llo del pa­q­ue­te y lo en­cen­dió con calma. Ahora tenía a Piddle en su te­rre­no, y Jenny lo sabía. Ya había sido tes­ti­go de esa misma po­lé­mi­ca en otras oca­s­io­nes.

—L. Ron Hub­bard es­cri­bió cua­ren­ta libros sobre cien­c­io­lo­gía. Tam­bién nos dejó un vo­lu­men de die­ci­s­ie­te mil se­te­c­ien­tas pá­gi­nas sobre téc­ni­cas y pro­ce­sos te­ra­péu­ti­cos, y un vo­lu­men adi­c­io­nal de once mil ocho­c­ien­tas pá­gi­nas sobre cómo di­ri­gir una or­ga­ni­za­ción de cien­c­io­lo­gía. Im­par­tió más de cinco mil con­fe­ren­c­ias y tra­ba­jó más horas que un reloj du­ran­te tr­ein­ta años. ¿De verdad crees que una per­so­na que solo qui­s­ie­ra ha­cer­se rica in­ver­ti­ría tanto tiempo en un ne­go­c­io? ¡Ni si­q­u­ie­ra tuvo tiempo de dis­fru­tar del dinero, por el amor de Dios! Habría sido mucho más fácil vender el pro­duc­to de cual­q­u­ier otro.

—Lo que tú digas —con­tes­tó Piddle—. Está claro que crees que es un genio, y ya veo que no eres el único que lo piensa. Pero yo solo quiero una prueba. Dame una evi­den­c­ia de que puedes aban­do­nar tu cuerpo y te se­g­ui­ré en cuerpo y alma.

—Hay mu­chí­si­mas evi­den­c­ias —res­pon­dió Peter—. El Ins­ti­tu­to de In­ves­ti­ga­ción de Stan­ford, en Ca­li­for­n­ia, ha ana­li­za­do al­gu­nas ha­bi­li­da­des de los TO que pueden aban­do­nar su cuerpo. Un tipo, Ingo Swann, les de­mos­tró que era capaz de ver lo que ocu­rría en otros lu­ga­res, y dejó a los cien­tí­fi­cos com­ple­ta­men­te per­ple­jos. Las evi­den­c­ias se su­ce­den ex­pe­ri­men­to tras ex­pe­ri­men­to. El go­b­ier­no de Es­ta­dos Unidos está in­vir­t­ien­do mi­llo­nes de dó­la­res en in­ves­ti­ga­ción porque cree que los rusos nos llevan la de­lan­te­ra. Los the­ta­nes ope­ran­tes de Rusia han de­sa­rro­lla­do mé­to­dos para mo­di­fi­car bombas ató­mi­cas y mí­si­les a una gran dis­tan­c­ia.

—Quiero ver los in­for­mes de esos ex­pe­ri­men­tos —dijo Piddle.

Peter volvió a re­cli­nar­se en el sofá y soltó una bo­ca­na­da de humo como quien no quiere la cosa.

—Son es­tu­d­ios con­fi­den­c­ia­les —dijo mien­tras apa­ga­ba el ci­ga­rri­llo—. ¿Y sabes qué? In­clu­so si esta misma noche pu­d­ie­ra mos­trar­te la in­for­ma­ción, estoy seguro de que no te ren­di­rí­as, porque ya has tomado tu de­ci­sión. No crees en ello y solo acep­tas lo que sos­t­ie­ne tu forma de ver las cosas. Es com­ple­ta­men­te na­tu­ral. A esto se le llama «sesgo de con­fir­ma­ción». No­so­tros, los cien­ció­lo­gos, res­pe­ta­mos la li­ber­tad de opi­nión. Tú puedes pensar como qu­ie­ras. A mí lo que me im­por­ta es que las cosas fun­c­io­nen y que la gente se sienta bien, que todo el mundo pueda crecer y evo­lu­c­io­nar hasta con­ver­tir­se en una per­so­na libre y li­bre­pen­sa­do­ra que al­can­ce su máximo po­ten­c­ial.

Peter se quedó en si­len­c­io. Piddle lo miró. Una pe­q­ue­ña son­ri­sa ju­g­ue­te­a­ba en las co­mi­su­ras de sus labios.

—Esta noche tu alma no va a ir a dar una vuelta, ¿verdad?

Peter negó con la cabeza.

—De ac­uer­do. Ya lo tengo claro. Gra­c­ias por el pi­co­teo, estaba rico. Es­pe­c­ial­men­te los que­si­tos de La vaca que ríe. —Se le­van­tó, giró sobre sus ta­lo­nes y salió del piso dando un por­ta­zo.

—Piddle es el ejem­plo per­fec­to del lavado de ce­re­bro al que nos han so­me­ti­do du­ran­te los úl­ti­mos cin­c­uen­ta años —dijo Peter—. Está com­ple­ta­men­te en­ce­rra­do en su cuerpo, se­c­ues­tra­do por una men­ta­li­dad ma­te­r­ia­lis­ta. Me da pena. Es nues­tro deber in­ten­tar que estas per­so­nas eleven su estado de con­c­ien­c­ia. Te­ne­mos que en­se­ñar­les a ver su propia gran­de­za para que qu­ie­ran li­be­rar­se de la pri­sión en la que están cau­ti­vos. El futuro del pla­ne­ta está en juego. No po­de­mos ir por ahí ju­gan­do con nues­tras ha­bi­li­da­des. Te­ne­mos obli­ga­c­io­nes más im­por­tan­tes.

Peter y Mikael se pa­sa­ron el resto de la noche dando lec­c­io­nes sobre las fuer­zas ma­lig­nas que se habían pro­p­ues­to boi­co­te­ar a la cien­c­io­lo­gía. Di­je­ron que esas fuer­zas ma­lig­nas lle­va­ban siglos la­ván­do­le el ce­re­bro a la hu­ma­ni­dad para que la gente se con­si­de­ra­ra a sí misma un trozo de carne, en lugar de lo que eran en re­a­li­dad: cr­ia­tu­ras de un nivel más ele­va­do. Peter sacó un libro que había sido pu­bli­ca­do dos años antes, Ope­ra­ción con­trol de mentes, que re­ve­la­ba cómo el go­b­ier­no de Es­ta­dos Unidos se había ser­vi­do de la hip­no­sis y las drogas para trans­for­mar a per­so­nas nor­ma­les en mer­ce­na­r­ios y espías.

Ha­bla­ron de las cul­tu­ras al­ta­men­te de­sa­rro­lla­das que habían exis­ti­do mi­llo­nes de años atrás. De At­lan­tis, von Dä­ni­ken y Jo­nathan Li­vings­to­ne Se­a­gull, la ga­v­io­ta que no quiso ser como las otras ga­v­io­tas, que re­cha­zó la fe­li­ci­dad de li­mi­tar­se a pescar y seguir a la ban­da­da, que quería saber cuáles eran sus lí­mi­tes, cuán alto y cuán lejos podía volar. Al final de la noche, Jenny había ol­vi­da­do por com­ple­to que Pidde había estado allí.

Se sentía como si es­tu­v­ie­ra dro­ga­da. Dro­ga­da de cien­c­io­lo­gía, de aq­ue­llas per­so­nas que que­rí­an hacer tanto bien y que es­ta­ban con­ven­ci­das de que Jenny había em­pe­za­do a uti­li­zar sus ha­bi­li­da­des ocul­tas. Todo aq­ue­llo había tocado algo muy pro­fun­do dentro de ella, un hilo del que hasta ahora no había sido cons­c­ien­te, que había hi­ber­na­do en su in­te­r­ior du­ran­te los die­ci­s­ie­te años que había durado su vida y que ahora em­pe­za­ba a vibrar. Un anhelo que había notado en alguna oca­sión, pero al que no había sido capaz de darle un nombre. Por pri­me­ra vez en su vida, se sentía exul­tan­te, col­ma­da de una ener­gía po­de­ro­sa que la hacía in­ven­ci­ble.

Cuando Jenny y Stefan es­ta­ban a punto de irse, Peter salió al ves­tí­bu­lo.

—¿Qué pen­sáis de lo que ha ocu­rri­do antes con Piddle? —les pre­gun­tó.

Jenny no estaba segura de lo que debía decir. Stefan con­tes­tó:

—Bueno, Piddle es un co­mu­nis­ta ena­je­na­do, así que no me ha sor­pren­di­do nada. Si te soy sin­ce­ro, no en­t­ien­do por qué lo has in­vi­ta­do, pero creo que po­drí­as ha­ber­le se­g­ui­do la co­rr­ien­te. Ahora da la im­pre­sión de que algo ha que­da­do in­con­clu­so, y eso me fas­ti­d­ia. Re­al­men­te me habría gus­ta­do verte ganar, aunque creo que en­t­ien­do tu pos­tu­ra.

Peter sonrió.

—He con­si­de­ra­do se­r­ia­men­te acep­tar su reto —dijo—. Pero por suerte me lo he pen­sa­do mejor. Usar mi ha­bi­li­dad de esta forma está es­tric­ta­men­te prohi­bi­do. Además, aunque lo hu­b­ie­ra hecho y hu­b­ie­ra pro­ba­do que fun­c­io­na, no creo que Piddle se hu­b­ie­ra ren­di­do. Es un buen chico que quiere hacer lo co­rrec­to, pero el co­mu­nis­mo es una ide­o­lo­gía en­ga­ño­sa que se aban­de­ra con la con­si­de­ra­ción por los demás para es­con­der lo que en re­a­li­dad pre­ten­de: la es­cla­vi­tud. No­so­tros que­re­mos eman­ci­par a la hu­ma­ni­dad, darle li­ber­tad es­pi­ri­t­ual y física, ase­gu­rar­nos de que la gente tiene la opor­tu­ni­dad de ex­plo­tar todo su po­ten­c­ial y de usar este po­ten­c­ial para hacer el bien.

Jenny y Stefan an­du­v­ie­ron en si­len­c­io co­gi­dos de la mano el primer trecho desde la calle Vall­ga­tan, donde estaba el apar­ta­men­to de Peter. Gi­ra­ron a la de­re­cha en el parque Ami­ra­li­tet para pasar por Stor­to­get y llegar hasta Kungs­plan, donde Jenny tenía que coger un bus a Hästö. En la calle Södra Smed­je­ga­tan, Jenny vio a un grupo de gente de dis­tin­tas edades que salía en masa de un res­t­au­ran­te ele­gan­te. Re­co­no­ció a los padres de un com­pa­ñe­ro de clase de noveno grado, Bosse, y se dio cuenta de que todas aq­ue­llas per­so­nas eran em­ple­a­das de una di­vi­sión del as­ti­lle­ro de Karls­kro­na y que habían ce­le­bra­do una cena de em­pre­sa. Miles de hom­bres y mu­je­res aún tra­ba­ja­ban en el as­ti­lle­ro, a pesar de todos los re­cor­tes de los úl­ti­mos veinte años. Su padre siem­pre había bro­me­a­do con que los alum­nos que no se to­ma­ban en serio los es­tu­d­ios aca­ba­ban lim­p­ian­do lonas en el as­ti­lle­ro. Bosse había hecho prác­ti­cas allí, luego lo habían con­tra­ta­do un verano y, más tarde, con­si­g­uió un tra­ba­jo fijo de sol­da­dor. Todo el mundo lo en­vi­d­ia­ba porque de re­pen­te tenía un montón de dinero y pronto se mu­da­ría a su propio piso en el centro de la ciudad.

Jenny ob­ser­vó a los tra­ba­ja­do­res del as­ti­lle­ro, que iban muy arre­gla­dos, de­cir­se adiós con la mano, y de pronto fue cons­c­ien­te de lo in­tras­cen­den­tes que eran sus vidas. Mujer, hijos, piso, quizás un coche. Es­cla­vi­za­dos desde pri­me­ra hora de la mañana hasta última hora de la tarde en su mor­tal­men­te abu­rri­do y mo­nó­to­no tra­ba­jo en alguna má­q­ui­na. Su único sueño: aho­rrar su­fi­c­ien­te dinero para com­prar­se una casa, y quizás tam­bién un barco de vela. Uno de madera, porque los karls­kro­ni­tas des­pre­c­ia­ban los barcos de fibra de vidrio.

Ella anhe­la­ba algo dis­tin­to. Algo mucho más sus­tan­c­ial que un tra­ba­jo, una casa y un barco. Se detuvo y miró a Stefan, que se giró y clavó los ojos en Jenny.

—Stefan, quiero dar un paso más. Quiero asis­tir a cursos como oyente. Quiero ser una cien­ció­lo­ga de verdad.

[1]. MEST: Ma­te­r­ia, ener­gía, es­pa­c­io y tiempo, en sus siglas en inglés. (N. de la T.)

7

El día era si­len­c­io­so como una tumba y abra­sa­dor como un horno. En la dis­tan­c­ia, el cielo azul se iba acla­ran­do poco a poco mien­tras el sol se des­li­za­ba sobre las islas. Luke pasó por el parque Ho­gland de camino a la co­mi­sa­ría. Tenía sed y náu­se­as. Estaba pa­gan­do el precio de haber dejado que el ron co­rr­ie­ra por sus venas. Su único con­s­ue­lo era que se había ido pronto a la cama y había dor­mi­do pro­fun­da­men­te.

Tres tu­ris­tas po­la­cos es­ta­ban sen­ta­dos en la te­rra­za de la parada de kropp­ka­kors, una es­pe­c­ie de em­pa­na­di­llas de cerdo y patata. Dis­cu­tí­an a voces mien­tras en­gu­llí­an aq­ue­llas bolas gri­sá­ce­as. Justo ahí, Viktor lo había con­ven­ci­do de que les diera una opor­tu­ni­dad. Hasta en­ton­ces, se había negado a me­ter­se en la boca aq­ue­llas bolas blan­du­rr­ias. Pa­re­cí­an kn­ei­dels, las tí­pi­cas al­bón­di­gas judías que su tía solía servir con la sopa de pollo en su casa de Wi­ll­iams­burg los do­min­gos. Luke las odiaba tanto como los ri­t­ua­les re­li­g­io­sos que sus tíos prac­ti­ca­ban a diario. Eran buenas per­so­nas, pero es­ta­ban to­tal­men­te es­cla­vi­za­dos por las ce­re­mo­n­ias y las leyes judías. Los kropp­ka­kors sabían dis­tin­to a los kn­ei­dels, y Luke había apren­di­do a sa­bo­re­ar­los. Pero hoy no tocaba. Solo de verlos se le re­vol­vió el es­tó­ma­go, y apartó la vista rá­pi­da­men­te.

Pasó por la zona de juegos, donde un padre con­so­la­ba a su hija, que se había caído del co­lum­p­io cir­cu­lar en el que él había em­pu­ja­do a Agnes hacía solo unas se­ma­nas. Agnes había es­ta­lla­do en risas cuando él había em­pe­za­do a gi­rar­lo muy rápido.

La co­mi­sa­ría estaba en la es­q­ui­na no­ro­es­te de Trossö, en un edi­fi­c­io grande, alegre y ama­ri­llo. Luke había estado allí antes, y cada vez que lo vi­si­ta­ba re­cor­da­ba la pri­me­ra vez que había pisado la co­mi­sa­ría del no­na­gé­si­mo dis­tri­to de po­li­cía de Nueva York, en la Union Avenue de Wi­ll­iams­burg. Era 1981, él tenía ca­tor­ce y hacía un año que había muerto su madre. Luke for­ma­ba parte de los Re­bel­des del diablo, una de las muchas pan­di­llas ca­lle­je­ras que había en Bro­oklyn en los se­ten­ta y los ochen­ta. Los Re­bel­des del diablo aglu­ti­na­ban cuatro bandas: los Latin kings, los Leyes ho­mi­ci­das, los Judas y los Re­clu­ta­do­res im­pe­r­ia­les. Luke había en­tra­do pronto, con solo trece años. Se había hecho un hueco a puños cuando tres Re­bel­des lo ata­ca­ron para ro­bar­le y Luke luchó como un poseso hasta de­jar­los K.O. a los tres. Los ru­mo­res sobre aquel chaval enorme y va­l­ien­te co­rr­ie­ron como la pól­vo­ra, y dos días des­pués de la pelea el pre­si­den­te de los Re­bel­des del diablo, Apache, fue a bus­car­lo para pre­gun­tar­le si quería unirse a ellos. Aunque Luke dormía en la casa judía de su tía, la pan­di­lla se con­vir­tió en su nueva fa­mi­l­ia, una fa­mi­l­ia en guerra per­ma­nen­te con otras bandas ri­va­les de Wi­ll­iams­burg. Allí fue donde Luke apren­dió a luchar, con y sin armas.

Des­pués de un en­fren­ta­m­ien­to con los Nó­ma­das sal­va­jes, dos po­li­cí­as as­q­ue­ro­sos de­tu­v­ie­ron a Luke y lo lle­va­ron es­po­sa­do a la co­mi­sa­ría, donde lo me­t­ie­ron en un mi­nús­cu­lo agu­je­ro in­mun­do. Podía ver a aq­ue­llos agen­tes amar­ga­dos y des­cre­í­dos a través del cris­tal a prueba de balas. Lo ti­ra­ron en una celda es­tre­cha en la que pasó dos días, hasta que una tra­ba­ja­do­ra social lo sacó de allí.

La co­mi­sa­ría de Karls­kro­na era un es­pa­c­io ab­ier­to, ai­re­a­do y aco­ge­dor. En la re­cep­ción había un mos­tra­dor de abedul largo ador­na­do con gran­des plan­tas en los ex­tre­mos. En el fo­to­ma­tón para ha­cer­se las fotos de carné, una madre y su hijo es­pe­ra­ban para re­no­var el pa­sa­por­te. Al otro lado del mos­tra­dor, había dos zonas con sofás rojos y unas bo­ni­tas mesas de abedul. Una mujer madura ves­ti­da de pai­sa­no estaba sen­ta­da a la iz­q­u­ier­da del fo­to­ma­tón. Le sonrió y le hizo una señal para que se acer­ca­ra.

—¡Hola! Me llamo Luke Berg­mann. Tengo una cita, pero no re­c­uer­do el nombre de la per­so­na que me llamó —dijo. La mujer miró la pan­ta­lla de su or­de­na­dor.

—Ha que­da­do con el de­tec­ti­ve Anders Loman —res­pon­dió ella, y tecleó su número en el te­lé­fo­no de la re­cep­ción. El de­tec­ti­ve con­tes­tó en­se­g­ui­da.

—Re­cep­ción. Ha lle­ga­do tu visita. —Colgó y se di­ri­gió a Luke—: Anders baja ahora mismo.

Luke se sentó en uno de los si­llo­nes rojos de la sala de espera. Hacía cuatro días que habían en­con­tra­do a Viktor y a Agnes. No podía qui­tar­se de la cabeza la imagen de su amigo col­gan­do de la puerta del baño, ni tam­po­co la del cuer­pe­ci­to sin vida de Agnes en los brazos de The­re­se. La cita con el de­tec­ti­ve lo había obli­ga­do a salir de la cama, du­char­se y dar un paseo.

Tras unos mi­nu­tos, un hombre llegó a la re­cep­ción y se pre­sen­tó. Era Anders Loman.

—Gra­c­ias por venir. Vamos a mi ofi­ci­na.

Loman tenía unos cin­c­uen­ta y tantos años, era alto y del­ga­do, estaba en forma para su edad y lucía un bron­ce­a­do na­tu­ral como re­sul­ta­do de pasar tiempo al aire libre. Lle­va­ba el ca­be­llo cui­da­do­sa­men­te teñido de negro y bien pei­na­do hacia atrás. Cada pelo de su cabeza pa­re­cía estar dis­p­ues­to de forma exac­ta­men­te pa­ra­le­la a los demás. Mien­tras lo seguía hacia el in­te­r­ior de la co­mi­sa­ría, Luke pensó que pa­re­cía una re­pro­duc­ción en cho­co­la­te del va­q­ue­ro de Marl­bo­ro. Su­b­ie­ron tres pisos y se me­t­ie­ron en una sala que debía de ser su ofi­ci­na. Al verla, Luke tuvo la im­pre­sión de que Anders Loman era muy quis­q­ui­llo­so. Había un mon­ton­ci­to de pa­pe­les en per­fec­to orden sobre su mesa, un or­de­na­dor con la pan­ta­lla plana, una mesita con un termo de café y dos tazas, y una car­pe­ta verde ce­rra­da en el centro del es­cri­to­r­io. Tam­bién había ar­chi­va­do­res de dis­tin­tos co­lo­res ali­ne­a­dos en las es­tan­te­rí­as y, en la pared de detrás de la silla, un gra­va­do de Erik Dah­l­berg, donde se podía apre­c­iar la ciudad de Karls­kro­na a fi­na­les del siglo xvii. Todo estaba me­ti­cu­lo­sa­men­te dis­p­ues­to.

Loman invitó a Luke a que se sen­ta­ra en la silla de con­fi­den­te y llenó las dos tazas con café. Se le cayó una gota pe­q­ue­ña en la mesa e in­me­d­ia­ta­men­te sacó un rollo de papel de cocina del cajón y la limpió. Luke cogió la taza, agra­de­ci­do. Em­pe­za­ba a sentir un sudor frío y le tem­bla­ban las manos.

—Parece que ne­ce­si­ta un poco de café —dijo Loman.

—Ayer me em­bo­rra­ché —dijo Luke—. Desde el lunes me cuesta dormir.

—Es com­pren­si­ble —dijo Loman mien­tras abría la car­pe­ta verde—. Es una his­to­r­ia muy triste.

Luke no res­pon­dió. Anders Loman sacó un do­cu­men­to de la car­pe­ta y lo exa­mi­nó.

—Luke Berg­mann —dijo—. Se mudó de Nueva York a Ag­da­torp, a las af­ue­ras de Karls­kro­na, en 1997. Gra­d­ua­do en Tra­ba­jo Social en 2004 con un título de la Uni­ver­si­dad de Jämshög. Asis­ten­te en el Centro de Re­ha­bi­li­ta­ción de Apelgår­den, en Lis­terby, desde 2004.

—Acabo de em­pe­zar a tra­ba­jar en Eke­ku­llen, en Rödeby —dijo Luke—. La semana pasada.

Loman lo anotó.

—Una his­to­r­ia in­te­re­san­te —dijo, le­van­tan­do la mirada—. ¿Puede con­tar­me más sobre cómo ter­mi­nó en este agu­je­ro per­di­do de la mano de Dios?

—No —dijo Luke—. No en­t­ien­do qué podría tener que ver con el caso.

—Nada, en re­a­li­dad. Solo siento cu­r­io­si­dad. Me gusta Es­ta­dos Unidos. Viví en el sur de Washing­ton DC du­ran­te unos meses a fi­na­les de los no­ven­ta, cuando estuve en la Aca­de­m­ia In­ter­na­c­io­nal del FBI en Quan­ti­co. Fue la mejor época de mi vida.

—¿Y cómo es que un po­li­cía de Karls­kro­na tiene unos es­tu­d­ios tan su­pe­r­io­res? —pre­gun­tó Luke.

—Du­ran­te esa época tra­ba­ja­ba para los ser­vi­c­ios se­cre­tos en Es­to­col­mo —con­tes­tó Loman—. Pedí una beca de in­ves­ti­ga­ción, me la dieron y, como no tengo fa­mi­l­ia, vine aquí.

Luke se man­tu­vo en si­len­c­io. Loman se aclaró la gar­gan­ta.

—Bien, he leído lo que le dijo al sar­gen­to Lars­son el lunes —pro­si­g­uió, mien­tras cogía otro do­cu­men­to de la car­pe­ta verde—. ¿Quiere volver a leer su de­cla­ra­ción para com­pro­bar si sigue siendo co­rrec­ta? Si lo es, le agra­de­ce­ría que la fir­ma­ra al final de la última página.

Le acercó el do­cu­men­to a Luke, que empezó a leer. Ter­mi­nó, firmó y se lo de­vol­vió a Anders Loman.

—Es co­rrec­to.

—Muy bien. Gra­c­ias. —Loman lo metió en la car­pe­ta verde.

Luke sorbió el café.

—¿Y qué se les ha ocu­rri­do?

Anders Loman se apoyó en la silla y miró a Luke con sus claros ojos azules, que bri­lla­ban como dos arán­da­nos aún por ma­du­rar en con­tras­te con la tez morena.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que qué se les ha ocu­rri­do en re­la­ción a lo que pudo pasar. ¿Cómo mu­r­ie­ron?

Anders Loman se in­cli­nó hacia Luke. Apoyó los codos en la mesa y juntó sus finos dedos. Soltó un largo sus­pi­ro.

—To­da­vía no te­ne­mos los re­sul­ta­dos de las au­top­s­ias, así que no po­de­mos estar se­gu­ros. Pero si quiere saber cuál es mi hi­pó­te­sis, se la diré con gusto.

Luke asin­tió.

—¿Se dio cuenta de que había un tarro con un polvo blanco al lado del or­de­na­dor del salón? —pre­gun­tó Loman.

Luke volvió a asen­tir.

—Se llama na­tr­ium phe­no­bar­bi­tal y se conoce co­mún­men­te como «fe­no­bar­bi­tal» —con­ti­nuó Loman—. Es un veneno que, en dosis muy pe­q­ue­ñas, solo es un som­ní­fe­ro. Pero un gramo es su­fi­c­ien­te para matar a una per­so­na. Ac­t­ual­men­te lo usan los ve­te­ri­na­r­ios para dormir a los ani­ma­les. Tam­bién lo em­ple­an en una co­no­ci­da clí­ni­ca de eu­ta­na­s­ia en Suiza. En el vaso que había al lado del tarro en­con­tra­mos polvo mez­cla­do con agua. Pro­ba­ble­men­te esa fue la causa de la muerte de Agnes Span­del. Hablé con los pa­ra­mé­di­cos que fueron al apar­ta­men­to y di­je­ron que había restos de polvo en la boca de la niña. De la causa de la muerte de su padre no es­ta­mos se­gu­ros. Pro­ba­ble­men­te murió por ahor­ca­m­ien­to, pero lo sa­bre­mos con cer­te­za en unos días, cuando el de­par­ta­men­to fo­ren­se de Lund nos mande el in­for­me de la au­top­s­ia.

—¿Quiere decir que Viktor obligó a Agnes a tomar el veneno? —pre­gun­tó Luke.

—No creo que ella lo tomara vo­lun­ta­r­ia­men­te —con­tes­tó Loman—. Se trata de una sus­tan­c­ia te­rri­ble­men­te amarga, y había una ta­ble­ta de cho­co­la­te medio em­pe­za­da al lado del vaso. Pro­ba­ble­men­te él le diera el cho­co­la­te cuando ella se bebió la mezcla. Agnes la de­rra­mó o es­cu­pió un poco. La po­li­cía cien­tí­fi­ca ha en­con­tra­do restos del lí­q­ui­do en el suelo.

Luke negó con la cabeza. Loman lo miró, sor­pren­di­do.

—¿Usted no cree que ocu­rr­ie­ra así?

—Es que no lo en­t­ien­do —dijo Luke—. Me cuesta mu­chí­si­mo creer que Viktor pu­d­ie­ra hacer algo se­me­jan­te. ¿Es fácil en­con­trar ese veneno? ¿Puede com­prar­lo cual­q­u­ie­ra?

—No en Suecia, a no ser que seas un ve­te­ri­na­r­io cer­ti­fi­ca­do —con­tes­tó Loman—. Mi teoría es que Viktor lo buscó por in­ter­net y lo compró en una página ex­tran­je­ra.

Luke se quedó en si­len­c­io un mo­men­to.

—¿Cuándo murió Viktor? —pre­gun­tó.

—Esto tam­po­co lo sa­be­mos to­da­vía —con­tes­tó Loman—. Pero nues­tro fo­ren­se hizo una es­ti­ma­ción pre­li­mi­nar de la hora de la muerte al­re­de­dor de las ocho y media de la tarde del lunes. La niña murió des­pués, como ya sabe. Usted estaba en el piso en ese mo­men­to.

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