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Karlskrona, 6 de diciembre de 1991
—Luego quiero que vayas corriendo a casa de mi madre. Mira qué ropa lleva, vuelve aquí enseguida y dime lo que has visto. Hantverkargatan 17 A, tercera planta. Podrás encontrarlo, ¿verdad?
Jenny suspiró por lo bajo. Aunque a regañadientes, admiraba a aquel jugador de fútbol a quien todo el mundo llamaba Piddle y que se había atrevido a retar a Peter. Miró a Piddle, que a su vez miraba a Peter con atención. Ya no bromeaba. En los últimos minutos, las mejillas se le habían enrojecido, el volumen de su voz había aumentado considerablemente y su tono se había endurecido.
Piddle, que en realidad se llamaba Per Johansson, era la estrella de Karlskrona AIF, el equipo de fútbol de la ciudad. Estaba allí porque era amigo de Affe, que iba camino de meterse de cabeza en la cienciología (aún no estaba convencido del todo, pero le faltaba poco). Piddle era popular entre la gente joven de la ciudad. Había estudiado en la Universidad de Växjö para ser maestro. Inteligente y atractivo, su futuro como jugador de fútbol prometía, lo cual no era muy común entre los jugadores de Karlskrona. A Jenny le caía bien, pero pensaba que aquella noche se podría haber dejado el pañuelo palestino en casa. Seguro que lo llevaba para provocar. Había oído a los demás hablar de él. Decían que era comunista. El comunismo no estaba nada bien visto entre los cienciólogos, de eso no tenía ninguna duda.
Affe jugaba en la liga juvenil de fútbol con Piddle y le habían encargado que captara su interés. Esa era la estrategia: conseguir que gente popular, inteligente y famosa de la ciudad sintiera curiosidad por el movimiento; luego otros los seguirían. La idea había salido del Centro de Famosos de Hollywood, dirigido con éxito por un grupo de cienciólogos durante más de diez años. Habían conseguido reclutar al actor favorito de Jenny, John Travolta, la primera estrella internacional en convertirse a la cienciología. Jenny casi se cayó de la silla cuando Stefan se lo contó. ¡John Travolta! Y el año anterior, Tom Cruise también se había unido al movimiento. Eso era importante, porque si ellos formaban parte de la cienciología, es que algo genial debía de tener.
Aquella noche estaban tomando té en el piso de Peter, situado en la calle Vallgatan. Los había invitado para celebrar que había alcanzado el estado TO III de la cienciología, thetán operante nivel tres. Eso significaba que estaba tres niveles por encima del primer nivel de oyente, llamado Claridad, y que por lo tanto ahora podría abandonar su cuerpo y actuar en el mundo material solo con la fuerza de su mente. A Jenny eso la inquietaba un poco. ¿Y si de pronto Peter aparecía en su casa cuando ella estaba a punto de ducharse o se dedicaba a sobrevolar su cama en mitad de la noche?
Había candelabros con velas encendidas en el suelo, una gran cabeza de Buda tallada en madera de nogal los miraba desde el escritorio, una impresionante lámpara de araña colgaba como un débil sol encima de una mesita de centro de estilo art déco, redonda y con las patas curvas. El salón parecía una tienda de antigüedades, un museo de la galantería de otros tiempos y de la burguesía sueca que había invadido la provincia de Blekinge a finales del siglo xvii.
En la mesita de centro había té de grosella negra y bocadillos, mermelada de moras de Robinson y el aperitivo favorito de Peter: quesitos de La vaca que ríe. En los altavoces sonaba Like a prayer, de Madonna. Diez personas estaban sentadas en el pequeño salón, algunas en el suelo y el resto repartidas entre el sofá de piel marrón y los sillones. Jenny y Stefan ya se sentían parte del grupo. Tras la primera noche en Ronneby, habían quedado varias veces con ellos para tomar café. En esas veladas, Jenny había aprendido mucho sobre la cienciología. Peter, y Mikael, Fredrik y Maria, que también eran agradables, inteligentes y sofisticados, le habían abierto un mundo completamente nuevo.
Aquella era la primera vez que alguien osaba contradecir a Peter, cuestionar lo que decía, y el salón enmudeció tras el reto de Piddle. Stefan bajó el volumen de la música. A Jenny le interesaba mucho saber cómo saldría parado Peter de todo aquello, aunque no creía que Piddle tuviera ninguna oportunidad. Todo el mundo estaba pendiente de Peter, que miró a Piddle con atención y sonrió.
—¿Por qué debería hacerlo? No necesito demostrarte nada. Esta habilidad no debe usarse para jugar, sino para cosas más importantes.
Piddle miró a su alrededor, a la docena de chicos y chicas que se habían congregado allí. Levantó las manos.
—Pero aquí hay unas cuantas personas, creo, que puede que duden de que tú, tu alma o como quieras llamarlo pueda abandonar tu cuerpo. Quizás duden incluso de la existencia del alma. Esta es tu oportunidad para convencernos. Venga, Peter, ve y compruébalo. Luego yo llamaré a mi madre y veremos si tienes razón.
Peter se echó para atrás y se acomodó en el sofá de piel marrón, se acercó la taza a la boca y le dio un sorbo a su té antes de contestar.
—Así que no crees que tengamos alma. ¿Piensas que simplemente somos trozos de carne que satisfacen sus necesidades primarias durante unos cuantos años y luego nos entierran y nos convertimos en polvo?
Dejó la taza en la mesa y muchos sonrieron. Jenny ya había oído esos argumentos antes. Le gustaban.
Piddle no se rindió.
—No cambies de tema, Peter. Ve ahora para que podamos comprobarlo. Si aciertas la ropa que lleva mi madre, te prometo que me inscribiré en la iglesia y empezaré a trabajar mañana mismo —dijo Piddle mientras levantaba la mano como si estuviera haciendo un juramento.
Los seguidores devotos de la cienciología firmaban un contrato mediante el que se comprometían a trabajar para la iglesia las tardes y los fines de semana durante dos años y medio. A cambio, tenían acceso a determinadas terapias y cursos gratis.
—No te esfuerces. —Peter levantó un poco la voz—. No voy a hacerlo. No jugamos con estas cosas, ya te lo he dicho.
Jenny empezó a dudar. Aquello era un poco extraño. En realidad, Peter tenía una oportunidad perfecta para hacer callar a Piddle de una vez por todas y convencer a quienes todavía mostraban reticencias. ¿Por qué no lo hacía? Peter estaba a punto de terminar aquel debate en una posición subordinada muy poco natural: Jenny nunca lo había visto perder una discusión. Y seguro que ella no era la única que estaba pensando eso. La duda se coló en su interior. ¿Era posible que en realidad Peter no pudiera abandonar su cuerpo?
—Supongo que comprendes que eso no suena especialmente creíble —continuó Piddle—. Aseguras que has alcanzado un determinado estado, ¿cómo lo has llamado?
—TO. Thetán operante. El tercer nivel.
—Exacto. Eso significa que puedes abandonar tu cuerpo, lo que te permite hacer ciertas cosas. ¿O solamente puedes mirar? ¿Puedes o no hacer otras cosas?
—Recuperas habilidades que te permiten impactar en lo que llamamos MEST[1] sin depender de tu cuerpo. Recuperarlas es el término correcto, ya que son habilidades que teníamos en el pasado. Incluso los materialistas como tú, Piddle. —Peter miró alrededor y sonrió. La sonrisa le fue devuelta.
Piddle rio por lo bajo.
—¡Qué inteligente era Hubbard! ¿Qué chaval de diez años no ha soñado con ser invisible para dedicarse a hacerles trastadas a los demás? Hubbard robó ideas del budismo y del hinduismo para crear su propia pócima, y luego la formuló de manera que pareciera científica. Se inventó unos cuantos ejercicios y dijo: «¡Voilà, una nueva religión!». Su objetivo era convertirse en un Superman invisible que lucha contra el mal. Y con el tiempo, su cuenta bancaria fue creciendo más y más. Porque Hubbard era un escritor de ciencia-ficción fracasado. Escribía tan mal que no conseguía ganarse la vida con la literatura. Por eso, en lugar de seguir escribiendo, decidió fundar una religión. Es la mejor manera de hacerse rico. Él mismo lo dijo.
Jenny pensó que se notaba que Piddle había venido preparado. La historia sobre Hubbard y el dinero no era nueva para ella. Pero sabía que Peter tenía buenas respuestas en la recámara. Escuchar aquella discusión era como mirar un combate de boxeo.
Peter se inclinó sobre la mesa, sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió con calma. Ahora tenía a Piddle en su terreno, y Jenny lo sabía. Ya había sido testigo de esa misma polémica en otras ocasiones.
—L. Ron Hubbard escribió cuarenta libros sobre cienciología. También nos dejó un volumen de diecisiete mil setecientas páginas sobre técnicas y procesos terapéuticos, y un volumen adicional de once mil ochocientas páginas sobre cómo dirigir una organización de cienciología. Impartió más de cinco mil conferencias y trabajó más horas que un reloj durante treinta años. ¿De verdad crees que una persona que solo quisiera hacerse rica invertiría tanto tiempo en un negocio? ¡Ni siquiera tuvo tiempo de disfrutar del dinero, por el amor de Dios! Habría sido mucho más fácil vender el producto de cualquier otro.
—Lo que tú digas —contestó Piddle—. Está claro que crees que es un genio, y ya veo que no eres el único que lo piensa. Pero yo solo quiero una prueba. Dame una evidencia de que puedes abandonar tu cuerpo y te seguiré en cuerpo y alma.
—Hay muchísimas evidencias —respondió Peter—. El Instituto de Investigación de Stanford, en California, ha analizado algunas habilidades de los TO que pueden abandonar su cuerpo. Un tipo, Ingo Swann, les demostró que era capaz de ver lo que ocurría en otros lugares, y dejó a los científicos completamente perplejos. Las evidencias se suceden experimento tras experimento. El gobierno de Estados Unidos está invirtiendo millones de dólares en investigación porque cree que los rusos nos llevan la delantera. Los thetanes operantes de Rusia han desarrollado métodos para modificar bombas atómicas y mísiles a una gran distancia.
—Quiero ver los informes de esos experimentos —dijo Piddle.
Peter volvió a reclinarse en el sofá y soltó una bocanada de humo como quien no quiere la cosa.
—Son estudios confidenciales —dijo mientras apagaba el cigarrillo—. ¿Y sabes qué? Incluso si esta misma noche pudiera mostrarte la información, estoy seguro de que no te rendirías, porque ya has tomado tu decisión. No crees en ello y solo aceptas lo que sostiene tu forma de ver las cosas. Es completamente natural. A esto se le llama «sesgo de confirmación». Nosotros, los cienciólogos, respetamos la libertad de opinión. Tú puedes pensar como quieras. A mí lo que me importa es que las cosas funcionen y que la gente se sienta bien, que todo el mundo pueda crecer y evolucionar hasta convertirse en una persona libre y librepensadora que alcance su máximo potencial.
Peter se quedó en silencio. Piddle lo miró. Una pequeña sonrisa jugueteaba en las comisuras de sus labios.
—Esta noche tu alma no va a ir a dar una vuelta, ¿verdad?
Peter negó con la cabeza.
—De acuerdo. Ya lo tengo claro. Gracias por el picoteo, estaba rico. Especialmente los quesitos de La vaca que ríe. —Se levantó, giró sobre sus talones y salió del piso dando un portazo.
—Piddle es el ejemplo perfecto del lavado de cerebro al que nos han sometido durante los últimos cincuenta años —dijo Peter—. Está completamente encerrado en su cuerpo, secuestrado por una mentalidad materialista. Me da pena. Es nuestro deber intentar que estas personas eleven su estado de conciencia. Tenemos que enseñarles a ver su propia grandeza para que quieran liberarse de la prisión en la que están cautivos. El futuro del planeta está en juego. No podemos ir por ahí jugando con nuestras habilidades. Tenemos obligaciones más importantes.
Peter y Mikael se pasaron el resto de la noche dando lecciones sobre las fuerzas malignas que se habían propuesto boicotear a la cienciología. Dijeron que esas fuerzas malignas llevaban siglos lavándole el cerebro a la humanidad para que la gente se considerara a sí misma un trozo de carne, en lugar de lo que eran en realidad: criaturas de un nivel más elevado. Peter sacó un libro que había sido publicado dos años antes, Operación control de mentes, que revelaba cómo el gobierno de Estados Unidos se había servido de la hipnosis y las drogas para transformar a personas normales en mercenarios y espías.
Hablaron de las culturas altamente desarrolladas que habían existido millones de años atrás. De Atlantis, von Däniken y Jonathan Livingstone Seagull, la gaviota que no quiso ser como las otras gaviotas, que rechazó la felicidad de limitarse a pescar y seguir a la bandada, que quería saber cuáles eran sus límites, cuán alto y cuán lejos podía volar. Al final de la noche, Jenny había olvidado por completo que Pidde había estado allí.
Se sentía como si estuviera drogada. Drogada de cienciología, de aquellas personas que querían hacer tanto bien y que estaban convencidas de que Jenny había empezado a utilizar sus habilidades ocultas. Todo aquello había tocado algo muy profundo dentro de ella, un hilo del que hasta ahora no había sido consciente, que había hibernado en su interior durante los diecisiete años que había durado su vida y que ahora empezaba a vibrar. Un anhelo que había notado en alguna ocasión, pero al que no había sido capaz de darle un nombre. Por primera vez en su vida, se sentía exultante, colmada de una energía poderosa que la hacía invencible.
Cuando Jenny y Stefan estaban a punto de irse, Peter salió al vestíbulo.
—¿Qué pensáis de lo que ha ocurrido antes con Piddle? —les preguntó.
Jenny no estaba segura de lo que debía decir. Stefan contestó:
—Bueno, Piddle es un comunista enajenado, así que no me ha sorprendido nada. Si te soy sincero, no entiendo por qué lo has invitado, pero creo que podrías haberle seguido la corriente. Ahora da la impresión de que algo ha quedado inconcluso, y eso me fastidia. Realmente me habría gustado verte ganar, aunque creo que entiendo tu postura.
Peter sonrió.
—He considerado seriamente aceptar su reto —dijo—. Pero por suerte me lo he pensado mejor. Usar mi habilidad de esta forma está estrictamente prohibido. Además, aunque lo hubiera hecho y hubiera probado que funciona, no creo que Piddle se hubiera rendido. Es un buen chico que quiere hacer lo correcto, pero el comunismo es una ideología engañosa que se abandera con la consideración por los demás para esconder lo que en realidad pretende: la esclavitud. Nosotros queremos emancipar a la humanidad, darle libertad espiritual y física, asegurarnos de que la gente tiene la oportunidad de explotar todo su potencial y de usar este potencial para hacer el bien.
Jenny y Stefan anduvieron en silencio cogidos de la mano el primer trecho desde la calle Vallgatan, donde estaba el apartamento de Peter. Giraron a la derecha en el parque Amiralitet para pasar por Stortoget y llegar hasta Kungsplan, donde Jenny tenía que coger un bus a Hästö. En la calle Södra Smedjegatan, Jenny vio a un grupo de gente de distintas edades que salía en masa de un restaurante elegante. Reconoció a los padres de un compañero de clase de noveno grado, Bosse, y se dio cuenta de que todas aquellas personas eran empleadas de una división del astillero de Karlskrona y que habían celebrado una cena de empresa. Miles de hombres y mujeres aún trabajaban en el astillero, a pesar de todos los recortes de los últimos veinte años. Su padre siempre había bromeado con que los alumnos que no se tomaban en serio los estudios acababan limpiando lonas en el astillero. Bosse había hecho prácticas allí, luego lo habían contratado un verano y, más tarde, consiguió un trabajo fijo de soldador. Todo el mundo lo envidiaba porque de repente tenía un montón de dinero y pronto se mudaría a su propio piso en el centro de la ciudad.
Jenny observó a los trabajadores del astillero, que iban muy arreglados, decirse adiós con la mano, y de pronto fue consciente de lo intrascendentes que eran sus vidas. Mujer, hijos, piso, quizás un coche. Esclavizados desde primera hora de la mañana hasta última hora de la tarde en su mortalmente aburrido y monótono trabajo en alguna máquina. Su único sueño: ahorrar suficiente dinero para comprarse una casa, y quizás también un barco de vela. Uno de madera, porque los karlskronitas despreciaban los barcos de fibra de vidrio.
Ella anhelaba algo distinto. Algo mucho más sustancial que un trabajo, una casa y un barco. Se detuvo y miró a Stefan, que se giró y clavó los ojos en Jenny.
—Stefan, quiero dar un paso más. Quiero asistir a cursos como oyente. Quiero ser una ciencióloga de verdad.
[1]. MEST: Materia, energía, espacio y tiempo, en sus siglas en inglés. (N. de la T.)
7
El día era silencioso como una tumba y abrasador como un horno. En la distancia, el cielo azul se iba aclarando poco a poco mientras el sol se deslizaba sobre las islas. Luke pasó por el parque Hogland de camino a la comisaría. Tenía sed y náuseas. Estaba pagando el precio de haber dejado que el ron corriera por sus venas. Su único consuelo era que se había ido pronto a la cama y había dormido profundamente.
Tres turistas polacos estaban sentados en la terraza de la parada de kroppkakors, una especie de empanadillas de cerdo y patata. Discutían a voces mientras engullían aquellas bolas grisáceas. Justo ahí, Viktor lo había convencido de que les diera una oportunidad. Hasta entonces, se había negado a meterse en la boca aquellas bolas blandurrias. Parecían kneidels, las típicas albóndigas judías que su tía solía servir con la sopa de pollo en su casa de Williamsburg los domingos. Luke las odiaba tanto como los rituales religiosos que sus tíos practicaban a diario. Eran buenas personas, pero estaban totalmente esclavizados por las ceremonias y las leyes judías. Los kroppkakors sabían distinto a los kneidels, y Luke había aprendido a saborearlos. Pero hoy no tocaba. Solo de verlos se le revolvió el estómago, y apartó la vista rápidamente.
Pasó por la zona de juegos, donde un padre consolaba a su hija, que se había caído del columpio circular en el que él había empujado a Agnes hacía solo unas semanas. Agnes había estallado en risas cuando él había empezado a girarlo muy rápido.
La comisaría estaba en la esquina noroeste de Trossö, en un edificio grande, alegre y amarillo. Luke había estado allí antes, y cada vez que lo visitaba recordaba la primera vez que había pisado la comisaría del nonagésimo distrito de policía de Nueva York, en la Union Avenue de Williamsburg. Era 1981, él tenía catorce y hacía un año que había muerto su madre. Luke formaba parte de los Rebeldes del diablo, una de las muchas pandillas callejeras que había en Brooklyn en los setenta y los ochenta. Los Rebeldes del diablo aglutinaban cuatro bandas: los Latin kings, los Leyes homicidas, los Judas y los Reclutadores imperiales. Luke había entrado pronto, con solo trece años. Se había hecho un hueco a puños cuando tres Rebeldes lo atacaron para robarle y Luke luchó como un poseso hasta dejarlos K.O. a los tres. Los rumores sobre aquel chaval enorme y valiente corrieron como la pólvora, y dos días después de la pelea el presidente de los Rebeldes del diablo, Apache, fue a buscarlo para preguntarle si quería unirse a ellos. Aunque Luke dormía en la casa judía de su tía, la pandilla se convirtió en su nueva familia, una familia en guerra permanente con otras bandas rivales de Williamsburg. Allí fue donde Luke aprendió a luchar, con y sin armas.
Después de un enfrentamiento con los Nómadas salvajes, dos policías asquerosos detuvieron a Luke y lo llevaron esposado a la comisaría, donde lo metieron en un minúsculo agujero inmundo. Podía ver a aquellos agentes amargados y descreídos a través del cristal a prueba de balas. Lo tiraron en una celda estrecha en la que pasó dos días, hasta que una trabajadora social lo sacó de allí.
La comisaría de Karlskrona era un espacio abierto, aireado y acogedor. En la recepción había un mostrador de abedul largo adornado con grandes plantas en los extremos. En el fotomatón para hacerse las fotos de carné, una madre y su hijo esperaban para renovar el pasaporte. Al otro lado del mostrador, había dos zonas con sofás rojos y unas bonitas mesas de abedul. Una mujer madura vestida de paisano estaba sentada a la izquierda del fotomatón. Le sonrió y le hizo una señal para que se acercara.
—¡Hola! Me llamo Luke Bergmann. Tengo una cita, pero no recuerdo el nombre de la persona que me llamó —dijo. La mujer miró la pantalla de su ordenador.
—Ha quedado con el detective Anders Loman —respondió ella, y tecleó su número en el teléfono de la recepción. El detective contestó enseguida.
—Recepción. Ha llegado tu visita. —Colgó y se dirigió a Luke—: Anders baja ahora mismo.
Luke se sentó en uno de los sillones rojos de la sala de espera. Hacía cuatro días que habían encontrado a Viktor y a Agnes. No podía quitarse de la cabeza la imagen de su amigo colgando de la puerta del baño, ni tampoco la del cuerpecito sin vida de Agnes en los brazos de Therese. La cita con el detective lo había obligado a salir de la cama, ducharse y dar un paseo.
Tras unos minutos, un hombre llegó a la recepción y se presentó. Era Anders Loman.
—Gracias por venir. Vamos a mi oficina.
Loman tenía unos cincuenta y tantos años, era alto y delgado, estaba en forma para su edad y lucía un bronceado natural como resultado de pasar tiempo al aire libre. Llevaba el cabello cuidadosamente teñido de negro y bien peinado hacia atrás. Cada pelo de su cabeza parecía estar dispuesto de forma exactamente paralela a los demás. Mientras lo seguía hacia el interior de la comisaría, Luke pensó que parecía una reproducción en chocolate del vaquero de Marlboro. Subieron tres pisos y se metieron en una sala que debía de ser su oficina. Al verla, Luke tuvo la impresión de que Anders Loman era muy quisquilloso. Había un montoncito de papeles en perfecto orden sobre su mesa, un ordenador con la pantalla plana, una mesita con un termo de café y dos tazas, y una carpeta verde cerrada en el centro del escritorio. También había archivadores de distintos colores alineados en las estanterías y, en la pared de detrás de la silla, un gravado de Erik Dahlberg, donde se podía apreciar la ciudad de Karlskrona a finales del siglo xvii. Todo estaba meticulosamente dispuesto.
Loman invitó a Luke a que se sentara en la silla de confidente y llenó las dos tazas con café. Se le cayó una gota pequeña en la mesa e inmediatamente sacó un rollo de papel de cocina del cajón y la limpió. Luke cogió la taza, agradecido. Empezaba a sentir un sudor frío y le temblaban las manos.
—Parece que necesita un poco de café —dijo Loman.
—Ayer me emborraché —dijo Luke—. Desde el lunes me cuesta dormir.
—Es comprensible —dijo Loman mientras abría la carpeta verde—. Es una historia muy triste.
Luke no respondió. Anders Loman sacó un documento de la carpeta y lo examinó.
—Luke Bergmann —dijo—. Se mudó de Nueva York a Agdatorp, a las afueras de Karlskrona, en 1997. Graduado en Trabajo Social en 2004 con un título de la Universidad de Jämshög. Asistente en el Centro de Rehabilitación de Apelgården, en Listerby, desde 2004.
—Acabo de empezar a trabajar en Ekekullen, en Rödeby —dijo Luke—. La semana pasada.
Loman lo anotó.
—Una historia interesante —dijo, levantando la mirada—. ¿Puede contarme más sobre cómo terminó en este agujero perdido de la mano de Dios?
—No —dijo Luke—. No entiendo qué podría tener que ver con el caso.
—Nada, en realidad. Solo siento curiosidad. Me gusta Estados Unidos. Viví en el sur de Washington DC durante unos meses a finales de los noventa, cuando estuve en la Academia Internacional del FBI en Quantico. Fue la mejor época de mi vida.
—¿Y cómo es que un policía de Karlskrona tiene unos estudios tan superiores? —preguntó Luke.
—Durante esa época trabajaba para los servicios secretos en Estocolmo —contestó Loman—. Pedí una beca de investigación, me la dieron y, como no tengo familia, vine aquí.
Luke se mantuvo en silencio. Loman se aclaró la garganta.
—Bien, he leído lo que le dijo al sargento Larsson el lunes —prosiguió, mientras cogía otro documento de la carpeta verde—. ¿Quiere volver a leer su declaración para comprobar si sigue siendo correcta? Si lo es, le agradecería que la firmara al final de la última página.
Le acercó el documento a Luke, que empezó a leer. Terminó, firmó y se lo devolvió a Anders Loman.
—Es correcto.
—Muy bien. Gracias. —Loman lo metió en la carpeta verde.
Luke sorbió el café.
—¿Y qué se les ha ocurrido?
Anders Loman se apoyó en la silla y miró a Luke con sus claros ojos azules, que brillaban como dos arándanos aún por madurar en contraste con la tez morena.
—¿Qué quiere decir?
—Pues que qué se les ha ocurrido en relación a lo que pudo pasar. ¿Cómo murieron?
Anders Loman se inclinó hacia Luke. Apoyó los codos en la mesa y juntó sus finos dedos. Soltó un largo suspiro.
—Todavía no tenemos los resultados de las autopsias, así que no podemos estar seguros. Pero si quiere saber cuál es mi hipótesis, se la diré con gusto.
Luke asintió.
—¿Se dio cuenta de que había un tarro con un polvo blanco al lado del ordenador del salón? —preguntó Loman.
Luke volvió a asentir.
—Se llama natrium phenobarbital y se conoce comúnmente como «fenobarbital» —continuó Loman—. Es un veneno que, en dosis muy pequeñas, solo es un somnífero. Pero un gramo es suficiente para matar a una persona. Actualmente lo usan los veterinarios para dormir a los animales. También lo emplean en una conocida clínica de eutanasia en Suiza. En el vaso que había al lado del tarro encontramos polvo mezclado con agua. Probablemente esa fue la causa de la muerte de Agnes Spandel. Hablé con los paramédicos que fueron al apartamento y dijeron que había restos de polvo en la boca de la niña. De la causa de la muerte de su padre no estamos seguros. Probablemente murió por ahorcamiento, pero lo sabremos con certeza en unos días, cuando el departamento forense de Lund nos mande el informe de la autopsia.
—¿Quiere decir que Viktor obligó a Agnes a tomar el veneno? —preguntó Luke.
—No creo que ella lo tomara voluntariamente —contestó Loman—. Se trata de una sustancia terriblemente amarga, y había una tableta de chocolate medio empezada al lado del vaso. Probablemente él le diera el chocolate cuando ella se bebió la mezcla. Agnes la derramó o escupió un poco. La policía científica ha encontrado restos del líquido en el suelo.
Luke negó con la cabeza. Loman lo miró, sorprendido.
—¿Usted no cree que ocurriera así?
—Es que no lo entiendo —dijo Luke—. Me cuesta muchísimo creer que Viktor pudiera hacer algo semejante. ¿Es fácil encontrar ese veneno? ¿Puede comprarlo cualquiera?
—No en Suecia, a no ser que seas un veterinario certificado —contestó Loman—. Mi teoría es que Viktor lo buscó por internet y lo compró en una página extranjera.
Luke se quedó en silencio un momento.
—¿Cuándo murió Viktor? —preguntó.
—Esto tampoco lo sabemos todavía —contestó Loman—. Pero nuestro forense hizo una estimación preliminar de la hora de la muerte alrededor de las ocho y media de la tarde del lunes. La niña murió después, como ya sabe. Usted estaba en el piso en ese momento.