Kitabı oku: «Miguel Ángel Asturias en Italia », sayfa 11
Pero el infranqueable círculo de soledad que envuelve a los reyes y príncipes velazqueños tiene otro origen más complejo y ambiental. La soledad hunde sus raíces en la atmósfera de amargura y desengaño tan significativamente presente en la literatura de los moralistas y filósofos españoles del siglo XVII. Desconfianza en la bondad del hombre, concepción del mundo como un campo sombrío de ingratitudes, felonías y engaños.
La obra de Baltasar Gracián se explica a la luz de este pesimismo que crea las obsesiones de los monstruos bifrontes. Sus aforismos son el manual por excelencia para defenderse del mundo, visto como algo necesaria o fatalmente peligroso. Nada más desolador que la visión gracianesca donde todo «es un anfiteatro de monstruosidades».
En Quevedo, la profunda hostilidad hacia la sociedad humana, al trato con los hombres surge de un pesimismo que a veces adquiere los más nobles acentos frente a las miserias del mundo. De la obra de Quevedo se desprende un singular paralelismo de temas y tratamiento, y hasta una coincidencia temporal con la obra de Velázquez.
También Quevedo empezó contemplando y describiendo el mundo que le rodeaba en sus rasgos más crudos, en las situaciones del más áspero y desgarrado realismo. Todo esto con un idioma directo, agresivo, desenfrenado, elocuencia de claroscuro tan contrastado como el del “tenebrismo” del Velázquez sevillano. Aunque Quevedo siga su típica vena satírica y mordaz hasta el final de sus días, con el pasar del tiempo su prosa va atenuando sus rigores y se hace más tranquila, casi afelpada. Otro tanto ocurrirá con nuestro pintor. Al final de sus días, su paleta es más grave, más gris e imbuida de humana compasión.
En el arte barroco, todas las formas y todos los estilos aguzan sus características. Solamente Velázquez nos ofrece en su obra una elegancia sin clamores, paralizada en sí misma por su contemplación. La acción está frenada por un sentido superior de la cortesanía y sus personajes parecen contemplar sin rebelarse el hundimiento de la grandeza de España. Pero todo esto, cósmico y abismal, sin énfasis, sin gritos, vistiendo sus cuadros de la serena melancolía que acompaña siempre los ocasos. La fugacidad de los fulgores y las imágenes velazqueñas son en cierta forma el ejemplo pictórico de otro leitmotiv de la visión cósmica del español del siglo XVII, lo transitorio de todas las cosas. Calderón, en uno de sus versos inmortales, escribe que «la vida discurre entre dos puertas: la cuna y el sepulcro».
Nada existe por sí solo. Los seres humanos no son sino fantasmas, formas oníricas o soñadas por ellos mismos. Los Autos Sacramentales de Calderón constituyen una sola inmensa danza de muerte. No llegaremos a decir lo mismo de la pintura de Velázquez, ya que en sus cuadros todas las cosas están bañadas por la luz y esta luz es siempre brillante y matinal; pero, en el fondo de tanta claridad, palpita la sombra de algo que se extingue. Los cuadros de Velázquez capturan momentos fugaces y milagrosos de la vida. Presentimos, sin embargo, que el minuto siguiente será dominado por otro mundo visual y emotivo, y que la magia pictórica que anima el encadenarse de sus creaciones muere en el instante mismo de su epifanía, avasallada por su propio esplendor.
Velázquez tuvo la suerte de vivir e interpretar una época congruente con su genio. Si hubiera vivido en la generación anterior, sus pinceles no habrían producido esas formas vivas y totalmente exentas de trascendencia, sino fórmulas de caballete y programas teóricos. Su pintura es la que correspondía a ese momento del espíritu español y europeo, donde naufragan todos los “idealismos” y Velázquez pinta, con la misma ausencia de irradiación espiritual y emotiva, un fruto, un jarrón o un San Juan. Acaso la gran revolución velazqueña resida en el hecho de que para él no existen las categorías clasicistas sobre lo bello y lo feo. Velázquez, frente a la belleza ideal, no opone la fealdad, como lo harán polémicamente más tarde los románticos, sino la concreción exaltada de lo que él “ve”, la despiadada reproducción de los volúmenes ya sea que ellos representen un humilde bodegón, enanos, bufones o príncipes; pero Velázquez no interviene en la cuota de fealdad o belleza que comportan per se sus temas. Con la impasibilidad de un espíritu científico barroco, es decir, de un artista nutrido de profundas exigencias cósmicas, introduce sus creaciones en su integridad ambiental y en sus relaciones espaciales y luminosas con los otros seres.
Es del todo singular comprobar la perfecta coincidencia de Velázquez con las teorías científicas y cosmológicas de su tiempo. Su pintura no es solo revolucionaria con respecto a la italiana de esa época bajo el aspecto técnico, sino que encarna, sin pedantismo ni helado intelectualismo, las tendencias filosóficas más innovadoras de su siglo. Como es sabido, con Descartes empieza el subjetivismo, una manera de acercarse a la interpretación global del cosmos que todavía domina el pensamiento contemporáneo. La realidad se concibe como pura apariencia y el alma humana como fuente primera y última de la verdad. El calor, el olor, los colores de los objetos no existen en sí: son modificaciones del alma, y los cuerpos no son tal y como aparecen.
La trayectoria del arte de Velázquez arranca de una sólida fe en la existencia objetiva de las cosas y en la inquebrantable creencia en la realidad del mundo que nos rodea. Las cosas se le presentan con los colores que ellas mismas emiten por su naturaleza y calidad, con temperatura y brillo autónomos e intransferibles. Esta manera de concebir la naturaleza y de pintarla corresponde a sus inicios sevillanos y a sus primeros periodos madrileño e italiano; pero al avanzar el tiempo, todas las cosas contenidas en sus cuadros adquieren un aspecto más maleable y ambiguo, más abierto a los dos grandes universos que al hombre le es dado contemplar, el del mundo sensible y el del alma.
Poco a poco, esos temas y objetos que parecían preexistentes en su dura, visible y palpable realidad objetiva, se transmutan y al final sólo existen gracias al ambiente y a la emoción del pintor. La técnica última de Velázquez nos confirmará cada vez más la calidad aparente de los objetos que viven y se mueven solo en función del mágico llamado a la vida de su artífice. En este tránsito de un arte objetivo a un arte totalmente subjetivo, reside quizás la verdadera y permanente novedad y la herencia más sorprendente de Velázquez. Esta conquista lo coloca en el centro de nuestra sensibilidad y nuestra problemática, no solo pictórica, sino existencial.
Después de esta etapa, dominada por la filosofía de la res extensa cartesiana, llegará a las concepciones del espacio-tiempo de origen leibniziano y newtoniano. Se abre así camino, en una magistral obra pictórica “cumplida”, a todos los subjetivismos y a todas las técnicas que se han sucedido hasta nuestros días. Esto puede advertirse con toda claridad en sus últimas telas, tan fluidas y porosas, tan abiertas al pasar de las cosas. Las formas creadas escapan de las telas, se salen de los marcos para continuar su existencia en nuestra sensibilidad y memoria. Es como si presintiéramos su rápido acercamiento a la disolución, a través de un proceso vital y un proceso temporal análogo al de los otros seres de la naturaleza. El espacio-tiempo es ahora la característica predominante de Velázquez, de sus formas fugadas, no solamente hacia el fondo, como en sus épocas anteriores, sino hacia el futuro. Aquí descubrimos otra de las secretas razones de la melancolía velazqueña: sus figuras se muestran llenas de vida, diríanse alegres, mas albergan en ellas la amarga almendra de la muerte. La menina Isabel de Velasco, inmortal figura que se halla a la derecha de la infanta, murió tres años después de pintar el cuadro. Si se observa con detenimiento su figura y toda la escena, se verá que en el conjunto reina un espíritu alado de ocaso, que justifica la extinción futura de cuanto hay allí representado.
Valle Inclán, el gran don Ramón, sintetizó magistralmente el arte de Velázquez, al escribir: «…la gran paleta velazqueña que difunde todas las imágenes en la luz y las aleja en el espacio vistiéndolas de un quietísimo encanto, como hace la memoria cuando evoca las imágenes alejadas y perdidas en las horas del tiempo. El artista griego enlaza las formas contrarias, el florentino el movimiento y el español, las horas».
2.4 Ciudades mayas
El texto de la presentación del libro de Pierre Ivanoff se publica en 1970, dentro de un vasto proyecto de coedición internacional de una colección de libros de tipo enciclopédico dedicados a las “Grandes Civilizaciones”, impulsado por la editorial Mondadori, publicado entre 1970 y 1982. El proyecto contemplaba ediciones en seis idiomas de diez volúmenes, con textos de grandes especialistas e introducciones de escritores, artistas, arquitectos de gran renombre en esos años: Henry Moore para las civilizaciones del Oriente Medio, Oscar Niemeyer para el antiguo Egipto, Yasunari Kawabata para el Japón, Pier Luigi Nervi para la antigua Roma y Pablo Neruda para las civilizaciones andinas. Todos los libros contenían un rico y original aparato de ilustraciones y estaban destinados a una difusión masiva, con una venta por correspondencia a un precio muy asequible. El público de los destinatarios era la burguesía ilustrada europea, interesada en la arqueología con una mirada abierta hacia el mundo, ya que estaban previstos volúmenes sobre la civilización islámica y los Khmer de Camboya.
Dentro de este marco, el volumen sobre los mayas fue encargado a un etnólogo y arqueólogo francés, Pierre Ivanoff, que había vivido varios años en México y Guatemala, participando en varias expediciones y contribuyendo al descubrimiento de algunas ciudades mayas.
La introducción de Asturias fue escrita en español y traducida a los diferentes idiomas de las coediciones; sin embargo, el orden de las publicaciones hizo que el texto en italiano apareciera antes del volumen español que vio la luz solo hasta 1972 (159). En esta ocasión, el nombre de Asturias –como el de los otros autores contactados para las introducciones– aparece en calidad de sello de autoridad, con el propósito de enriquecer un proyecto, ya de por sí de notable calidad.
Se trata, entonces, de un texto de ocasión, que por razones editoriales no debía superar las cuatro páginas. Asturias consigue, sin embargo, aprovechar la brevedad para redactar un texto en el que logra sintetizar motivos y formas de sus propios intereses y de su escritura. En efecto, la presentación no pretende ser una historia de los mayas o una pormenorizada disertación científica sobre sus creencias –para esto ya estaba el estudio de Ivanoff–, sino se transforma muy pronto en una evocación, de corte casi poético, que, retomando el estilo de Hombres de maíz y los versos de Clarivigilia Primaveral, quiere transmitir al lector la esencia del mundo maya según la visión de Asturias.
Los primeros párrafos remiten a técnicas literarias características de su escritura: el uso del vocativo emocional, la larga enumeración de los animales, la función primigenia del cultivo del maíz son sus temas preferidos, condensados para lectores que probablemente no habían leído sus novelas y poemarios.
Este pórtico funciona como entrada para plantear dos temas que Asturias considera fundamentales, pensando precisamente en los destinatarios de la colección. El primero es la relación estrecha entre el pasado y el presente: mientras gran parte de las demás “grandes civilizaciones” eran espléndidas reliquias de épocas ya acabadas, los mayas siguen viviendo en el altiplano y en la selva de Guatemala, a pesar de todas las tentativas para acabar con ellos, y los antiguos monumentos renacen junto con ellos hacia una nueva vida.
La segunda cuestión que le preocupa concierne la posibilidad de insertar a la cultura maya del pasado y del presente en un diálogo constante con las otras culturas del mundo, de manera que se pueda comprender mejor mediante un proceso de comparación, y al mismo tiempo para que dicha cultura pueda contribuir al “diálogo entre culturas” que Asturias consideraba indispensable para el progreso del mundo.
En este sentido, cobra un significado muy interesante el uso de las citas de Aldous Huxley, tomadas de su libro Beyond the Mexique Bay. El autor inglés no era una autoridad científica sobre el tema y el diario de viaje al mundo maya se remontaba a 1934, pero su nombre era muy conocido por el público europeo de los sesenta, tanto por sus obras narrativas como por sus libros filosóficos, y Asturias lo cita para corroborar sus ideas sobre las diferencias entre el arte maya y el de Asia oriental.
En un pasaje del texto se asoma también la que, por entonces, podía aparecer como una pregunta curiosa –y seguramente esto era para Asturias–, destinada a adquirir una enorme fortuna entre los seguidores de descabelladas teorías esotéricas: «¿serían otros hombres como seres de otros planetas?» (160).
159. Respecto a la edición española, hay que señalar un curioso cambio en el título, modificado a Civilizaciones maya y azteca, cuando en el texto no aparece ninguna referencia a los aztecas y a sus ciudades.
160. No hay que olvidar que en estos mismos años se difundía la teoría de la procedencia extraterrestre de los mayas.
2.4.1 Introducción al libro Ciudades mayas
¡Testigos de milenios de esplendor, habláis la lengua del enigma, monumentos, templos, pirámides, palacios, observatorios astronómicos, por dónde empezar si es mágica vuestra presencia que se deshace al tacto del asombro, aquí, de donde nadie ha vuelto! ¡Responded, si sabéis, qué fue de tantos capitanes del mar aquí venidos! Creció la hierba y nada. ¡Responded, si sabéis, qué fue de aquel que en estas selvas invocamos: ¡«¡Padre Nuestro que no estás en un lecho de rosas, santificadas sean las plantas de tus pies y hágase, Cuauhtémoc, tu voluntad de lava!»!
Creció la hierba y nada. El viaje es sin regreso. Nadie ha vuelto del mundo verde en que nace la pelota de hule y se alzan, entre venados y pavos azules, ciudades ceremoniales, cósmicas, heladas, desafío de pueblos edificadores, desafío de hombres de otros soles, de hombres que siguen viviendo como si los siglos no hubieran pasado, raza misteriosa que cuenta los días como diamantes, confiada en sus dioses de barbas de lluvia, en sus ritos de humo y sueño, en sus piedras calendáricas, en la música de las palabras, en su sabiduría, en todos los que cinco siglos de destrucción no lograron aniquilar del todo. La supervivencia de aquellas culturas, la forma de contar el tiempo, de rendir culto a sus divinidades, su música, sus cantos, sus danzas, la forma de cultivar la tierra, perduran hasta ahora y no sólo han salvado quinientos años, sino que renacen, inspiran y alimentan formas artísticas tan importantes, como las de la gran pintura mural mexicana y la arquitectura neoyorquina de rascacielos inspirados en los monumentos de Tikal.
Los dioses mayas siguen bajando por las gradas de las escalinatas, gradas tatuadas de inscripciones astronómicas en Copán, y desaparecen, astrales y magníficos, convertidos en jaguares o en mariposas de obsidiana. Y son estos dioses civilizadores los que enseñan a los habitantes del altiplano de Guatemala, en quién sabe qué milenio, a cultivar el maíz, tal y como ahora todavía se siembra y se cosecha, el maíz blanco y amarillo, del que, según la Biblia indígena, fueron hechos los primeros hombres, y con el maíz los otros alimentos y elementos de la vida: frijoles, calabazas, cacao, tabaco, camote, yuca, jícama, chile, jícaro, copal, incienso, hule, ocote de pino, algodón, todo envuelto en la humedad del suelo y el bejuco o liana que va formando cárceles vegetales a los árboles gigantes y a los animales que pueblan este mundo de fábula: jaguares, pumas, tapires, venados, coyotes, jabalíes, lagartos, culebras, zorros, monos, gatos de monte, micoleones, armadillos, conejos, tortugas, batracios, guacamayas, águilas, cuervos, búhos, cotorras, pavos, loros, luciérnagas, murciélagos, gusanos, cárceles verdes que rompen astros caídos a pedazos, que tal antojan, en medio de estas selvas tropicales, los vestigios de ciudades misteriosas, fascinantes, de las que no se sabe nada o casi nada.
La más osada aventura del hombre de todos los tiempos –¿serían otros hombres como seres de otros planetas?– tiene por escenario esta selva que lo devora todo y se devora a sí misma. La admiración por los monumentos bellos, bellos, bellos –¡Arquitectos, mirad…! ¡Escultores, mirad…¡Y vosotros los que tenéis en las manos este libro magnífico con reproducciones únicas, mirad, mirad, mirad…!–, la admiración por estos monumentos es mínima ante el pasmo de lo inexplicable: el que haya sido en medio de estas tierras anegadizas, humedad y calor, calor, calor, donde arquitectos de magia aligeraron toneladas de piedra en estructuras de vuelo y esculturas que creían esculpir nubes, les devolvieron la pesantez vistiéndolas con tallas copiadas, en alto y bajorrelieve, de la flora y la fauna circundantes.
Estatuaria de júbilo, de júbilo y muerte, diferente, por su gracia austera, de toda otra escultura y arte de la antigüedad y en especial de las artes plásticas de Asia, a las que muchos, juzgando a la ligera, creen encontrar parentesco o parecido. Nada más distinto. Nada más distante. La plástica maya está a océanos y continentes del mundo equívoco, lascivo y sexual de Budas panzones y divinidades viscosas. Aldous Huxley escribe: «De toda esa melada y ectoplástica sexualidad hindú, no hay en el arte maya ni el más pequeño trazo. La forma femenina nunca aparece. Y el cuerpo masculino, cuando se muestra en sus hieráticos ornamentos, es siempre, obligadamente, masculino. Nunca toma esos atributos hermafrodíticos que distinguen a los dioses y salvadores, en el arte hindú». Huxley insiste: «Los artistas hindúes emplean sus habilidades en acentuar lo sexual, valiéndose de símbolos plásticos, a fin de proporcionar la emoción estética acompañada del inmediato contacto de la carne con la carne, en términos de formas pictóricas, esculturales y aún arquitectónicas. Los mayas, en cambio, no emplearon su gran habilidad artística en este sentido. sus formas decorativas no tienen calidad sensual. Y casi nunca hacen representaciones directas de escenas eróticas o de lo que se puede llamar, personajes eróticamente significantes. No hay sexo en el arte maya».
Y en lo que toca a la ornamentación, añade Aldous Huxley: «Sus personajes sagrados no usan mitras estrechas y combadas, como los hindúes. Sus adornos de cabeza son puras abstracciones geométricas, como aquellos pulidos conos y cilindros usados por el pueblo en los frescos de Piero de la Francesca. Algunas veces sus tocados consisten en fantásticas combinaciones de motivos simbólicos y decorativos. Son representaciones de las tiaras de plumas usadas por los hombres de rango. Estos halos de plumas, decoraciones de matemáticos diseños cubistas, se tornan en naturalistas o austeramente abstractos en su distribución formal. Entre las más exorbitantes combinaciones ornamentales mayas, figuran los jeroglíficos: las fantasías de la decoración gótica resultan pedestres al comparárseles. Pero, aunque ricas y extrañas estas extravagancias, son rígidamente disciplinadas, sometidas a un orden intelectual muy severo».
Todo esto es fácil de comprobar. Las magníficas estampas que componen este libro nos hablan del poder de aquella civilización que logró el milagro de que sus artistas superaran el ambiente, a la hora de sus creaciones, aislándose del mundo sensual que les rodeaba, un mundo cálido, perfumado, en vías de transformación constante, entre flores de fragancia enloquecedora, bálsamos, almizcles, más propicios a delectación voluptuosa que al rigor de las disciplinas mentales. Estos maravillosos monumentos, no sólo son un índice del adelanto artístico de aquellos pueblos, sino la medida del desarrollo alcanzado por ellos en todo lo tocante al pensamiento filosófico, educación y creatividad. Además de grandes escultores, pintores o arquitectos debían conocer el lenguaje secreto de los símbolos, para cumplir la fórmula del arte que entre ellos se definía por la «divinización de todo lo humano y la humanización de todo lo divino».
Elevar lo humano a la altura matemática y astral y tomar lo divino para endiosar las cosas del hombre, era su función primordial.
En los códices, en las pinturas murales, en la piedra esculpida, en la cerámica, encontramos el rastro de estas culturas remotas, a las que tratamos de acercarnos a través de la investigación científica de lo que de ellas queda vivo en las formas de existencia, creencias, usos y costumbres de las poblaciones indígenas que afortunadamente no han desaparecido. Necesario es advertirlo. Estas pasmosas edificaciones corresponden a culturas aún vivas. Que no edifican ni esculpen. Que no pintan murales. Valen por sus pinturas los tejidos que nos ofrecen con los colores simbólicos y toda la gama de sus signos protectores en figuritas vegetales, animales y cósmicas, muy parecidas a los dibujos de los códices. Que no realizan sus ceremonias como antes, en sus templos y plazas cercadas de estelas y piedras de ofrendas o sacrificios. Las celebran en los patios de las iglesias, en las iglesias mismas, ante Cristos bañados en sangre, en quien ellos creen ver al Dios del Maíz, o en las plazas, las montañas, las cavernas, ante sus ídolos, conforme la liturgia antigua.
Este continuar de lo maya, entre los mayas que actualmente habitan aquellos territorios, desde los lacandones que, aunque absolutamente primitivos, viven como sus antepasados, se bastan a sí mismos, producen todo lo que consumen, lo que visten, lo que emplean para la caza y la pesca, hasta las comunidades indígenas más cercanas a nuestra cultura, responden en todo a un tipo de vida que sigue de cerca las formas históricas de los primitivos pueblos mayenses, sus creencias y cultos religiosos, sus sistemas de trabajo agrícola y artesanal, sus modalidades de vida en relación con el nacimiento, el matrimonio y la muerte. Es esta supervivencia de lo maya lo que hace que los monumentos de sus centros ceremoniales, espléndidamente reproducidos en este libro de arte, sus juegos de pelota, sus dinteles, sus pirámides, sus palacios, sus templos, sus escalinatas, sus grandes moles de piedra esculpida, trabajada, convertida en un verdadero encaje, adquieran un significado diferente de las ruinas de otras altas civilizaciones, ahora desaparecidas. Las ciudades mayas no son reliquias, materiales muertos, fuera de todo horizonte histórico. Por el contrario, apenas surgidas de manos de los arqueólogos, caen sobre ellas, miel de magia, los artistas, sobre todos los escultores y los sabios en ciencias humanas que las estudian, las analizan, a la luz de sus conocimientos y de los usos y costumbres de los conglomerados indígenas que les sobreviven. Lo que sabemos del juego de pelota que los mayas practicaban apasionadamente, sería incompleto si no conociéramos los frontones en los que ellos jugaban. Y si teóricamente hablamos de la verticalidad de las pirámides, de su arrancarse de la tierra para alcanzar el cielo con sus alas lineales, del poco o ningún peso de sus edificaciones monumentales, todo queda confirmado visitando aquellos sitios. Por la grandiosidad de las fachadas, por sus enormes máscaras de estuco, por las cresterías que coronan las pirámides, que habría de pensar que, estando allí, se siente uno oprimido. Por el contrario. La edificación cobra un movimiento ascensional que nos comunica una sensación de libertad, de alegría, de fiesta. Otro tanto ocurre con la lingüística, de la que todo lo que sabemos nos lo confirma el millón y medio de indígenas que todavía hablan maya. Y es por ello que consideramos necesario que esta gran cultura, viva en sus raíces, participe en el diálogo de las culturas, con su mensaje de belleza, su dimensión humana y su renacer constante. Cataclismos espantosos o guerras de conquista trataron de borrar su historia, sus tradiciones, sus costumbres, su religión, su vida. Sin embargo, a lo largo de los siglos, esta cultura ha perdurado y ahora nos abre horizontes con nuevas valoraciones estéticas y aplicación de módulos arquitectónicos que resultan muy modernos, así como fuentes de estudios filosóficos en sus textos más antiguos sobre su pensamiento, las formas de concebir el universo, supervivencia en el más allá, destino del hombre, las ciencias, las artes y la cosmovisión del universo.
Seguid ahora el mágico camino que va de página a página en esta admirable reunión de imágenes que reproducen los invalorables tesoros de aquella cultura desaparecida y viviente, acompañadas de un guía inmejorable, el investigador Pierre Ivanoff, que ha recorrido en el corazón de la selva las portentosas ciudades que hoy nos deslumbran, que se detuvo en Palenque, la ciudad de los maravillosos estucos, en Copán, ciudad de las astronomías, en Quiriguá, la de las estelas en llamas de piedra florida, en Yaxchilán, en Piedras Negras, en muchos otros centros ceremoniales, y en Tikal, la ciudad de las voces, donde los indios dicen que se oyen voces y donde yo quiero que se oiga la mía celebrando el gran acierto de la editorial que publica este libro.
París, 1970