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2.5 Entre África y América Latina

La cadena de eventos que llevaron a la composición de esta larga y profunda introducción a la poesía de Senghor ha sido reconstruida detalladamente por Amos Segala:

Yo le propuse otro proyecto, a raíz del encuentro que promoví en París, a principios de 1970, entre él y el Presidente de Senegal Léopold Sédar Senghor. Como se ha visto ya, el Columbianum tenía organizada una célula africanista que había logrado, gracias al profesor Romain Rainero, convocar a los intelectuales más destacados de África francófona y anglófona. Nuestras relaciones eran excelentes y asiduas, sobre todo, con el grupo de Présence Africaine fundado, entre otros, por Aimé Césaire, Alioune Diop y Léopold Sédar Senghor.

Alioune Diop, cuyos libros y conducta eran, y siguen siendo, ejemplo para la inteligencia africana, estaba participando en la organización de una Semana de la Cultura y el Arte senegalés en San Marino. Su director y amigo mío, Giorgio Veronesi, me encargó ocuparme de la coordinación parisina de la operación. Como yo vivía en la Embajada, Asturias supo rápidamente lo que estaba preparando con su colega de Senegal André Guillabert, hombre cultísimo, y me manifestó que si la ocasión se presentaba, le hubiera gustado encontrar al Presidente y asistir al Festival en San Marino (septiembre de 1968), ya que Senghor esperaba que Asturias, a su vez, lo presentara como candidato al premio Nobel (lo que él hizo, sin éxito). A partir de ese momento, Asturias y Senghor se vieron y se trataron en varias ocasiones:

- En San Marino primeramente (septiembre/octubre de 1968)

- Seis semanas en Dakar en 1970 para preparar nuestra introducción a los Poemi Africani del poeta senegalés (publicados por Rizzoli de Milán) y reproducida aquí en italiano ya que su versión española no fue definitivamente corregida por Asturias (quién [sic] sin embargo, aprobó el texto que elaboramos juntos en italiano).

- Dos semanas en Dakar, en enero de 1974, cuando se celebró el Congreso Negritud e Indigenismo. (161)

La traducción española que se puede leer a continuación es entonces la primera que se publica, ya que Asturias no llegó nunca a elaborar un texto definitivo en castellano. Según la nota puesta al final, esta introducción nació gracias a «la colaboración histórica, crítica y bibliográfica» de Amos Segala: no es difícil darse cuenta de esto al analizar el texto. El rico aparato de notas al pie y las abundantes referencias bibliográficas atestiguan una estrecha cooperación entre los dos, además de la revisión necesaria al momento de trasladar el texto al italiano. No tenemos que olvidar que, en efecto, el destinatario primero de esta introducción era el público italiano, para el cual se había preparado la más amplia antología de poemas de Senghor, nunca aparecida hasta entonces en lengua italiana. La publicación con la editorial Rizzoli de Milán surge evidentemente por la relación ya establecida con esta editorial, que había publicado también la introducción al libro sobre Velázquez.

La parte informativa, imprescindible para este tipo de textos, no impide ver que en su interior se despliegan reflexiones más generales sobre el papel de la poesía, las relaciones entre literatura y política y posibles conexiones interculturales que pertenecen cabalmente al mundo poético de Asturias.

Es factible observar desde el comienzo una visión en paralelo: en primer lugar, se establecen cuatro enlaces concretos entre las dos biografías, que permiten a Asturias afirmar que «los que conocen los momentos esenciales de mi biografía literaria entenderán la misteriosa afinidad electiva que guiará mi análisis con simpatía y participación». La frase siguiente termina de fijar una relación que va más allá de las afinidades electivas: «Pienso que esta coincidencia en el plan existencial pueda aclarar mejor las elecciones poéticas e ideológicas de Senghor, y colocar su gran labor en un contexto que invalida o atenúa ciertas acusaciones interesadas o sencillamente antihistóricas que se le han hecho con excesiva suficiencia y desenvoltura». No resulta difícil entender en qué medida Asturias ve reflejada su situación personal en las polémicas entre Senghor y los jóvenes escritores africanos, como se verá más adelante.

El primer factor de contacto entre los dos autores es el de la infancia, vivida muy cerca de las culturas vivas de las gentes de Guatemala, por un lado, y de Senegal por otro, que constituye el soporte común de la creación literaria. Los estudios críticos han aclarado que esta temprana relación con el mundo indígena fue reinterpretada por Asturias hasta transfigurarla en sus obras, pero es justamente esta labor de refundición la que aúna las dos trayectorias. Casi lo mismo ocurre después con la experiencia parisina, vivida aproximadamente en los mismos años y recordada de manera que se pueda observar como el momento del encuentro formativo entre las raíces africanas (y americanas) y la cultura francesa (y europea). De manera parecida, se reconstruye la relación dialéctica con el legado surrealista y la larga cita de Senghor puede leerse como una glosa a la poética de Asturias, en su relación con la herencia de Breton y compañeros, como otro punto de contacto entre los dos escritores.

Las conexiones culturales entre mundos diferentes constituyen otro motivo predominante de este texto, ya que la lectura de la poesía de Senghor por parte de Asturias subraya su doble pertenencia:

Me pregunto a este propósito porque parece absolutamente necesario renunciar a uno u otro de los dos términos de referencia de la sensibilidad y de la cultura senghoriana, si es de verdad necesario quedarse con uno renunciando al otro, si hay que sorprenderse o escandalizarse o admitir como una culpa que ambos, en la poesía y en la actividad crítica (me refiero a estad dos actividades) no aparezcan trágicamente antinómicos […]¿Por qué no admitir que esta discrepancia aparece cotidianamente calmada por una lúcida elección que le permite acoger y adquirir lo que está vivo y no lo que está muerto de ambas grandes tradiciones, aunque el movimiento antagónico esté en todo momento listo para despertarse como los fantasmas y las obsesiones de Edipo? (162)

Siguiendo este razonamiento, Asturias propone entonces un paralelismo con la cultura hispanoamericana, que supera a este punto la comparación meramente biográfica. Vuelve así sobre un tema ya tratado en el pasado: el de la oposición entre Indigenismo e Hispanidad, cuya resolución considera parte constituyente de toda su obra, como ocurre en la de Senghor entre Negritude y cultura francesa. Aun guardando las diferencias evidentes entre culturas e historias tan lejanas, Asturias se empeña en trazar posibles caminos de diálogo cultural, de intercambios fecundos, ya sea para el estudio del pasado o para imaginar un futuro planetario y global.

En este cuadro, Asturias propone un estudio comparado sobre «las enunciaciones teóricas y los resultados concretos de los principios de la Negritud y del Indigenismo americano. Ambos fueron y siguen siendo movimientos de afirmación y de reivindicación no solo cultural sino global». Los años cincuenta y sesenta habían visto un florecimiento de interés hacia el mundo africano, y el movimiento político descolonizador había despertado muchas esperanzas hacia posibles relaciones entre África y América Latina, que se había reflejado en el Congreso de Génova y en muchas actividades del Columbianum. Sin embargo, la gran mayoría estaban proyectadas hacia colaboraciones de tipo político, económico, a veces educativo, pero quedaba todavía bastante lejos la perspectiva de lo que se llamará más tarde el “diálogo sur-sur”, sobre todo a nivel cultural.

La idea de Asturias encontrará una primera respuesta en el congreso sobre Negritude et Amérique Latine, celebrado en Dakar en enero de 1974, que coincidió con una de sus últimas apariciones oficiales en público, y sigue siendo una perspectiva de gran relevancia para los estudios transculturales de este nuevo siglo.

La otra afinidad que se había vislumbrado en las primeras páginas de la introducción vuelve a aparecer con fuerza a mitad del texto, cuando Asturias se enfrenta con las polémicas que se habían desatado contra Senghor, desembocadas en el Festival Cultural de Argel de 1969. Las consideraciones de Asturias sobre el poeta africano se pueden leer entre líneas como un comentario dirigido hacia sus detractores, y todo el párrafo que sigue como una reflexión sobre su propio destino:

Aunque las razones y el concepto de su poesía autoricen juicios polivalentes que transcurren del etnográfico al sociológico, al literario, al político, habrá siempre que recordar que las contradicciones –reales o aparentes– o las reconsideraciones de su vida pública […] son en cambio el preambulum fecundo de su poesía, el espurio magma primigenio sobre el cual se eleva su canto para otorgarle su peculiar especificidad. […] Es igualmente interesante hojear y comparar los varios detractores y hagiógrafos de la poesía senghoriana para ver que en la gran parte de las afiliaciones o de los rechazos se esconden o se insinúan razones de parti pris político-ideológico o generacional. Ahora, si ciertas criticas [sic] tiene una natural razón de ser justamente porque Senghor es el hombre de la gloriosa transición, del largo e incierto camino de la Colonia a la Independencia, situación entre las más existencialmente inciertas, su poesía en cambio aprovecha de estas ambigüedades y asperezas vitales, se alimenta de ellas y las quema en la síntesis dialéctica, en la libertad multicultural de su canto. (163)

El párrafo conclusivo de la introducción no podrá, entonces, más que confirmar una afinidad profunda entre dos intelectuales que vivieron todas las ilusiones y las contradicciones del siglo XX: «En efecto, más allá de las comprobaciones de la etnografía y de la sociología comparada, sabemos bien y creemos que en la historia de la poesía y del espíritu existen “lugares” perfectos e incorruptos que nunca cesan de alimentar, sostener y enviar a nosotros los mortales su luz y consuelo, lugares de la memoria y de la vibración misteriosa más reales que los de la geografía. Así es mi Guatemala natal, así es el África de Léopold Sédar Senghor».

161. A. Segala, «Mi amistad con Asturias», en Miguel Ángel Asturias 1899-1999 (Paris: UNESCO, 1999), 441-442.

162. cfr. Infra, p.184.

163. cfr. Infra p.181.

2.5.1 Introducción al libro de Léopold Sédar Senghor, Poemi africani

Aunque hoy en día sea una forma de pensar muy de moda, desconfío un poco –mejor dicho, no tengo mucho interés– de esos artistas que quieren en todo momento explicar y comentar sus obras, y menos aún hacia los que pretenden, o intentan, trasladar su poética y sus meditaciones personales al nivel de una estética general, de una interpretación global del hecho artístico. No es que este tipo de operación sea categóricamente prohibido o antitético al quehacer poético –desde hace tiempo, también en América Latina no cabe la imagen romántica del poeta ensimismado y poseído por su inspiración– pero con demasiada frecuencia resulta que tanto explicar y tanto teorizar esconde una singular indigencia creativa o una hábil capacidad para “ofrecer” su mercancía.

Sin embargo, a veces ocurre que las circunstancias vitales de un creador, los datos objetivos de la cultura de la que procede y de la cual es al mismo tiempo símbolo y testigo, no solo lo autoricen, sino que lo obliguen a adoptar el dúplice hábito del Vate y del Maestro, a inventar con la misma perseverancia y respeto, con el mismo deber, el canto que le fluye de la mente y del corazón y la palabra que ilumina, defiende e ilustra. Este es el caso muy singular y ejemplar de Léopold Sédar Senghor y de muchos poetas de la «Pléyade Noire», como ha sido llamado (164) con una feliz intuición el heroico manípulo de poetas e intelectuales que logró primero imaginar y después forjar y usar las “armas milagrosas” de la liberación cultural y política de África.

Vuelvo a leer los poemas de esta selección y los muchos otros que Senghor omitió incluir en esta admirable Antología personal suya y después, sin una división visible entre un “territorio” y otro, vuelvo a los textos críticos, históricos y lingüísticos reunidos en un grueso tomo de prosas con el significativo título de Négritude et Humanisme (165). Ahora bien, creo que muy pocos poetas contemporáneos nos hayan entregado una serie tan impresionante, precisa y numerosa de propuestas críticas, análisis técnicos y estudios históricos que conciernen directa o indirectamente su obra, sirviendo como una especie de inseparable y perpetuo comentario a la misma. Pero esta incesante explicación de poética personal no es nunca la exhibición de una pedante habilidad de agrégé de grammaire o de una narcisista vanidad de autor, sino que se inserta centralmente en una batalla mortal para el rescate de la madre África, alcanzando a ser la ejemplar efeméride que registra las señales intermitentes del renacimiento africano del siglo XX y las de un espíritu magno, inventor de un extraordinario y variado mundo poético.

Por este motivo, hoy no es casual que yo intente introducir, con mis palabras de indo-español, el verbo divino de quien ha descubierto y devuelto –a nosotros, que lo creíamos definitivamente muerto en los cataclismos de la trata y en las delicias occidentales y cristianas de la Colonia– el rostro de ébano de la madre África. Es un rostro antiguo, los especialistas dicen que el más antiguo de la tierra, pero no buscaremos hoy en su perfil trazas de los ancestros egipcios, padres de toda civilización, y tampoco el de los olvidados Señores de Songhai, de Benín, de Zimbabue y del Congo, que llenaron de admiración a esos navegantes y aventureros españoles y portugueses, que unos años más tarde dirían del azteca Tenochtitlan: «Se parecía a las maravillas descritas en el libro de Amadís…» (166), consumando después su destrucción material y proponiéndose la aniquilación histórica y cultural. No, no es esta imagen de leyenda la que queremos evocar aquí, sino la del largo dolor, del dolor más fuerte y cruel padecido por África, que es el de la pérdida o de la angustia por haber perdido para siempre la memoria de su propio ethos, traspasado por el más atroz genocidio de la historia del hombre. De todas las muertes posibles, es esta –la muerte de la Historia– la más imperdonable, pero así como nosotros indoamericanos y nuestros ancestros no sucumbimos frente a la invasión de los “dioses” que llegaron del mar y después de siglos de abandono y sumisión cultural respecto a Europa proclamamos la grandeza y la continuidad no artificiosa de nuestro patrimonio ancestral –hoy polo positivo y agente de la “nueva” síntesis cultural indo-española–, así África, decapitada, disuelta en los estragos espantosos de los barcos negreros, desmembrada y alejada de un cosmos ideológico que ha suscitado el respeto y la admiración de los historiadores y de los antropólogos que lo han estudiado después de tantas desviaciones etnocéntricas, levanta la cabeza de su letargo de siglos y despierta para responder a la mágica voz del poeta. El Verbo, como en el Génesis, como en las cosmogonías mayas de mi Guatemala natal, como en la venerable tradición oral africana, retoma su valor suscitador de mana y al mismo tiempo constituye el philum eterno que une el pasado con el presente y asegura la coherencia y la armonía del mundo futuro y del hombre en el devenir heracliteo de la Historia.

Como se puede apreciar por estas primeras observaciones, los motivos de interés y las convergencias entre las diferentes situaciones no faltan. Son tan significativos –incluso en el plan personal– que me autorizan a indicarlos, porque pueden servir para iluminar desde dentro las razones de la poesía de Senghor, sus calidades plenamente mestizas, el valor y el peso de unas experiencias (167) que marcaron para siempre su biografía artística, intelectual y pública.

Estas experiencias son en orden (pero el orden es solo lo que se hace post-factum, la trama de la vida mientras transcurre es muy diferente, compleja y rica y sus tramas nunca son tan claras y esquemáticas como en una interpretación crítica):

– una infancia prodigiosa vivida desde el más estrecho contacto con la auténtica vida indígena,

– la meditación, más bien el redescubrimiento, en la primera juventud, durante la primera estadía en París, de la cultura indígena del pasado y del presente gracias a la obra de revelación y sistematización de los etnólogos y a la de estímulo e ideologización de los compañeros americanos de la Negro Renaissance y del grupo antillano de Césaire y Lero,

– el encuentro con el surrealismo y la cultura francesa, es decir por un lado con instrumentos intelectuales exorcizantes, y por otro, con un mundo de belleza y libertad que le permitirá asumir sin dramas, sin déchirures internas pero con un movimiento dialéctico perpetuamente subyacente, su doble paternidad y tradición literaria,

– la idea, tan exquisitamente extraeuropea, de la poesía como servicio público, como deber social, como interpretación y voz de la Comunidad, y por consecuencia su misión de “Gran Lengua”, de maître de langue, de amoroso, incansable, arcaico y revolucionario hacedor de la palabra ancestral y de la francesa unidas y apaciguadas en el mismo culto, en la misma funcionalidad dentro de la reconquistada polis senegalesa y africana. Los que conocen los momentos esenciales de mi biografía literaria entenderán la misteriosa afinidad electiva que guiará mi análisis con simpatía y participación. Pienso que esta coincidencia en el plan existencial pueda aclarar mejor las elecciones poéticas e ideológicas de Senghor, y colocar su gran labor en un contexto que invalida o atenúa ciertas acusaciones interesadas o sencillamente antihistóricas que se le han hecho con excesiva suficiencia y desenvoltura.

Senghor nació el 9 de octubre de 1906 en Joal, en la petite côte de Senegal y transcurrió los primeros ocho años de su vida en estrecha y continua comunión con los usos y las costumbres de los Sérère del reino de Sine. Su padre era un acomodado agricultor, criaba ganado y comerciaba en cacahuetes, la semilla aceitosa clave de la moderna economía de Senegal. Su relativa riqueza hacía de él un personaje notable en el microcosmos de la sociedad circundante. El rey de Sine Koumba Ndofène lo visitaba de vez en cuando con su séquito de griots y con la fastuosidad ceremonial sencilla y antigua de la vieja África animista, aún no violada en su esencia por la weltanschauung musulmana y cristiana (168). Su madre era de Dylôr y pertenecía a la etnia Peul, una etnia que hacía alarde de un pasado glorioso, había dominado casi todo el Sudán occidental, de Senegal hasta el Chad y fundado vastos imperios como el de Macina (ahora reconstruido en todo su esplendor por los estudios magistrales de Amadou Hampaté Ba), de Fouta-Djallong, de Fouta Toro y de Adamaua. La lengua peul (que Senghor muy pronto entendió y habló junto al wolof y al sérère) era el medio de comunicación más acreditado de una vasta área africana que comprendía todos los pueblos del Sudán central y occidental. Si se considera que en las sociedades sérère, wolof y peul la autoridad familiar era y es de tipo matrilineal, se entiende perfectamente cómo el joven Senghor tuvo que sentirse “personalmente” miembro de una familia más grande, de una comunidad visible y remota que actuaba en él, último anillo de una cadena infinita y gloriosa de destinos, ajustaba su carácter y orientaba su visión del mundo según una serie de sabios gestos, nuevos y arcaicos a la vez. Sin duda, es verdad lo que se ha afirmado más de una vez, es decir que esta primera infancia dejó una marca profunda en su vida y en su pensamiento. Fue el tiempo que le enseñó los nombres de las plantas y de los árboles, de los meteoros y de las constelaciones, de los animales y de los pájaros, la importancia del culto y de las ofrendas a los muertos y la reencarnación de estos en nuevos seres vivientes. Para Senghor los animales y los árboles, la naturaleza que lo rodea nunca serán curiosidades o elementos neutrales del paisaje, sino objetos de contemplación e incluso de veneración:

J’ai donc vécu en ce royaume, vu des mes yeux, de mes oreilles entendu les êtres fabuleux par-delà les choses: les Kouss (169) dans le tamariniers, les Crocodiles gardiens des fointaines, les Lamantins (170) qui chantaient dans la rivière, les Morts du village et les Ancêtres qui me parlaient, m’initiant aux vérités alternées de la nuit et du midi. (171)

Pero este fue también el tiempo que le enseñó, con los cuentos fabulosos del tío materno Toko’ Waly, el valor sagrado de la palabra, los recursos infinitos de la literatura oral entendida en todos sus movimientos que más tarde volverán a aparecer, intactos y naturales como la vida, hasta en el horror del stalag alemán, donde «le chanteur convoque tous les Ancêtres…» (172), junto al grupo aislado y fraternal de los prisioneros senegaleses. Fue, sobre todo, el tiempo –a mi juicio– que le dio la conciencia y el orgullo de pertenecer a una comunidad humana, a una civilización, a un mundo ideal e histórico de cuya grandeza él se siente seguro y partícipe:

Écoutons la voix des Anciens d’Elissa. Comme nous exilés

Ils n’ont pas voulu morir, que se perdit par les sables leur torrent seminal.

Que j’écoute, dans le case enfumée que visite un reflet de ames propices

Ma tête sur ton sein chaud comme un dang a sortir du feu et fumant

Que je respire l’odeur de nos Morts, que je recueille et redise leur voix Vivante, que j’apprenne à

Vivre avant de descendre, au-delà du plongeur, dans les hautes profondeurs du sommeil… (173)

Por esto, el Royaume d’enfance senghoriano nunca dejará de ser para él una verdad poética, en la que se catalizan y se funden milagrosamente los sueños y la felicidad de la primera edad con los conocimientos, los programas y los ideales de la vida adulta. Él siempre volverá a hablar de su geografía prodigiosa no solo para celebrar ritualmente su tierra natal vista como un edén mítico:

Je ne sais en quel temps c’était, je confonds toujours l’enfance et l’ Eden

Comme je mêle la Mort et la Vie -un pont de douceur les relie (174).

Lo anterior despierta una aguda poesía de la reflexión y del recuerdo, pero como tema secreto e indiscutible, cimiento y comprobación personal de su doble veta de poeta y vivificador, de “ilustrador” de la grandeza africana. En este sentido, como mis Leyendas de Guatemala, Hombres de maíz, El alhajadito y tantos otros libros míos nacen provocados por la poesía del recuerdo y de la resurrección indigenista, dos realidades que he vivido y reflejado en mi palabra escrita, así para Senghor la certeza sublimada de la infancia traspasa y se cristaliza en otra certeza, la de la existencia y de la realidad de un mundo africano creador de una inequívoca propuesta vital, de un sistema de valores, de un estilo, de una peculiaridad no solo histórica, arqueológica o mítica, sino permanente, eficaz y legítima. Una batalla que él libró antes contra las negaciones de los blancos colonizadores y después contra la de los negros liberados y… detribalizados.

De aquí la calidad muy singular de la evocación, recuerdo, nostalgia de la poesía de Senghor, acompañada casi obsesivamente de los Je me rappelle… de su juventud e iluminada, alimentada por su paralela actividad de organizador, de estudioso, de defensor de la peculiaridad africana.

En comparación con Césaire (Martinica) y con Damas (Guyana) –cito dos grandes personalidades de la misma época que combatieron la misma batalla–, para los cuales África queda como un ensueño doloroso, cargado siempre de todos los sufrimientos y humillaciones de la raza, término de referencia legendaria no vivido de su rebelión, para Senghor, la realidad africana no solo existe como dato biográfico existencial, sino que se tiñe de la suavidad y de la dignidad de la tranquila coherencia de una época extraordinaria como la de la infancia feliz. Toda la vida de Senghor (sobre todo durante los varios y múltiples alejamientos de la matriz) se alimentará con esta doble nostalgia vivencial, la de la infancia perdida y la del África de sus padres. Su poesía, su incansable actividad de divulgador de las características de la civilización negro-africana, incluso su actividad política, se pueden reconducir a ese momento intensamente dionisíaco y paradigmático de su vida: «Il m’a donc suffi de nommer les choses, les éléments de mon univers enfantin pour prophétiser la Cité de demain qui renaîtra des cendres de l’ancienne, ce qui est la mission du Poète». (175)

En 1923, llegué a París cuando todavía resonaba dentro de mí la languidez eufónica e inefable del Modernismo de Rubén Darío, aprendida en los encuentros literarios y universitarios del ambiente ladino de la Ciudad de Guatemala. En la soledad catártica de París, empezó, primero lentamente y después cada vez más clara e imperiosamente, el proceso de reconsideración del mundo indo-español de mi juventud que sentía caracterizarme profundamente con respecto a mis amigos latinoamericanos (aunque mis amistades eran, sobre todo, mexicanas y centroamericanas, es decir, gente crecida y moldeada dentro de la misma memoria histórica) y aún más frente a los franceses y a los otros europeos cuyos países visité, en esta “peregrinación a las fuentes” que entraba (y todavía entra) del bagaje cultural y sentimental de todo intelectual y artista latinoamericano. Pero, justamente en París se depuraron poco a poco y se desvanecieron mis juveniles y naturales manías de cosmopolitismo. Cada vez más insistentes –arrulladoras, como las dulces palabras de la nana–, los recuerdos de mi tierra guatemalteca, misteriosamente habitada por el imborrable esplendor maya hacia el cual todos rendían un recóndito e híbrido homenaje, volvían a acosar mi mente y mi nuevo fervor de escritor. Empecé entonces a frecuentar los cursos de un ilustre mayólogo –Georges Raynaud– para acercarme per viam doctam al mundo mesoamericano que había vivido metamorfoseado y disfrazado con ropa española, en una extraordinaria experiencia de infancia. Fueron los años en que estudié y traduje de las lenguas indígenas al español el Popol Vuh y los Anales de los Xahil, textos fundamentales de la religiosidad maya que no fueron para mí meras investigaciones de interpretación textual o ejercicios de erudición, sino la expresión de una necesidad vital, el acercamiento a un sedimento cultural “superior” que caracterizara mi especificidad. Fueron los años en que me dediqué, ayudado por la rectitud y universalismo del mundo universitario francés, a estudiar vorazmente, a enfrentarme, a recordar, a volver a encontrar en mí mismo las disiecta membra del gran Imperio Maya que más tarde Arnold Toynbee llamaría la «Grecia de América». En ese clima de pasión, escribí mis Leyendas de Guatemala que le gustaron tanto a Valéry y que algunos críticos han indicado como testimonio elocuente de la permanencia no folclórica de la herencia india, que no está muerta, solo adormecida, oprimida, que de repente volvía a encontrar en las páginas y en las enseñanzas de mis Maestros, en esas obras tan importantes y difíciles –y tan implacables en destruir tantos lugares comunes europeos y tantos complejos americanos– que actuaban en mí el milagro más grande, es decir, el paso de la arqueología a la antropología, de la muerte a la vida, del mito a la realidad. París y la Sorbona me restituyeron intactos y vivos los dioses terribles del panteón maya, dieron sentido y conciencia a una masa de experiencias vitales que hubieran podido quedarse solo como un recuerdo feliz e indistinto de mi royaume d’enfance.

No quisiera ahora establecer una serie artificial y remendada de coincidencias y escribir dos ejemplares vidas paralelas, pero si observamos los años (son casi los mismos) y se compara lo que dije con una de las muchas declaraciones que Senghor difundió en toda su obra:

[…] Cependant la plus grande leçon que j’ai reçue de Paris est moins la découverte des autres que de moi même. En m’ouvrant aux autres la Métropole m’a ouvert à la connaissance de moi-même. Si Paris n’est pas le plus grand musée d’art negro-africain, nulle part ailleurs l’Art négre n’a été, à ce point, compris, commenté, exalté, assimilé. Véritablement Paris, en me révélant les valeurs de ma civilisation ancestrale, m’a obligé à les assumer et à les faire fructifier en moi […]. (176)

[…] C’est vous qui m’avez démandé, eclairé par votre Esprit, muni de vos intruments d’analyse, c’est vous qui m’avez enjoint de rétourner a mes sources pour les éclairer et canaliser. Il se trouve que mes sources –les sources de la Négritude– sont des mers aux fonds abyssaux. Il y a mieux. Car comment ne pas évoquer ici, et aujourd’hui, l’ardente figure de Marcel Griaule? N’est-ce pas Vous, vieille Sorbonne, maternelle Sorbonne, qui avez créé, pour lui, sur la Colline Sainte, una Chaire d’Ethnologie Négro-africaine? (177)

Estas declaraciones no muestran solo una actitud de tipo encomiástico-política, dictada por las circunstancias (la vuelta de Senghor a París como primer presidente de Senegal), sino la expresión de una sincera gratitud, de la deuda moral que él y nosotros sentimos y seguimos sintiendo hacia París y Francia.

¿Cuál fue esa milagrosa operación que hizo tambalear los cimientos del mito de la exclusiva y excluyente superioridad de la civilización europea y cambiar los criterios de comparación intercultural? Por una parte, del lado del método, el concepto de relativismo cultural que sustituyó el de etnocentrismo; mientras del lado de la praxis y de la investigación, una serie de nuevas investigaciones conducidas con rigor, objetividad y, sobre todo, el deseo de entender y situar en un contexto menos provincial e imperialista la rica y compleja fenomenología cultural extraeuropea. No me centraré aquí en la nueva escuela de americanistas que empezó su labor de fecunda decodificación con Paul Rivet y la continuó después con Caso, Garibay y Valcárcel (solo para citar los más importantes), mientras recordaré la escuela africanista, los estudios revolucionarios de Frobenius, Delafosse, Hardy, Delavignette, Monod…

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