Kitabı oku: «Miguel Ángel Asturias en Italia », sayfa 13
[…] nous étions alors plongés, avec quelques autres étudiants noirs, dans une sorte de désespoir panique. L’horizon était bouché. Nulle réforme en perspective, et les Colonisateurs légitimaient notre dépendance politique et économique par la theorie de la tabula rasa. Nous n’avions, estimaient-ils, rien inventé, rien créé, rien écrit, ni sculpté, ni peint, ni chanté. Des danseurs! et encore… (178)
Las obras de estos científicos daban un valor nuevo, resucitaban un pasado que hasta entonces se pensaba sin interés. Gracias a sus luces firmes e imparciales, se disipaban en la nada las “taras” abusivamente imputadas a la raza negra: pueblos sin historia, mentalidad primitiva, idolatras, fetichistas… Frobenius, por ejemplo, respondía a estos lugares comunes, de cuyas motivaciones inconvenientes mejor no hablar, que a finales de la Edad Media los primeros navegantes europeos descubrieron en el antiguo reino del Congo: «[…] une foule grouillante habillée de soie et de vélours, des Grands États bien ordonnés, et cela dans les moindres détails, des souverains puissants, des industries puissantes. Civilisés jusqu’à la moelle des os!». (179)
El mismo Frobenius encontró, en 1904 (durante la primera de sus nueve expediciones científicas), a las poblaciones del oeste africano, desarticuladas por cuatro siglos de trata, en un estado de increíble nivel social y artístico. Frente a estas maravillas, no vacila en manifestar una hipótesis que será después rescatada por historiadores africanos, insinuando una filiación directa entre la civilización egipcia y las africanas (180). En fin, como bien afirma Senghor: «Ceux-ci furent nos Maîtres, qui nous sauverent du désespoir en nous révélant nos propres richesses…». (181)
Estas citas aclaran muy bien el clima y testimonian la capacidad de reinserción (Damas lo llamará más tarde su período de re-enracinement) ofrecida por la insigne enseñanza de la escuela etnológica francesa.
A partir de ese momento, Senghor no cesará nunca de ahondar en la esencia del âme noire, definir cada vez más claramente el perfil, describir los procesos, celebrar las epifanías. Su actividad será incansable, sin ningún despiste temático, ninguna traición cultural, como se puede leer en sus interpretaciones “africanistas” de Goethe, Hugo, de los poetas de la Pléyade francesa, todas destinadas a ser meros pretextos para posteriores aclaraciones y profundizaciones de su mensaje evangélico. Será, en cambio, oportuno subrayar que la intuición lírica primigenia de la negritud era sutilmente jaspeada por un racismo antirracista:
Il en est de l’independence comme de la negritude. C’est d’abord une négation, je l’ai dit, plus précisement l’affirmation d’une negation. C’est le moment necessaire d’un movement historique: le refus de l’Autre, le refus de s’assimiler, de se perdre dans l’Autre. Mais parce que ce mouvement est historique il est du même coup dialectique. Le refus de l’Autre, c’est l’affirmation de soi. (182)
Sucesivamente, esta postura se fue ajustando hasta llegar a las últimas propuestas de la Africanidad tan equilibradas ideológicamente, nutridas y respaldadas científicamente (183). No es esta, por cierto, la sede para discutir la idea de Negritud en el plan filosófico y de la dialéctica de las ideas. Sin embargo, tengo la impresión de que una vez más, los resultados, no las hipótesis, de las investigaciones etnológicas sobre las actuales culturas africanas, sobre las resistencias de las tradiciones y sobre el destino del patrimonio ancestral en un África detribalizada, modernizada, tecnificada, tienden más bien a darle la razón –más en el plan de la realidad que en el de los debates filosóficos, donde se puede cavilar hasta la extenuación de los tiempos “débiles” y “fuertes” de la futura síntesis planetaria– al ideólogo que, no hay que olvidarlo, es poeta y, por esto, “vidente” que consigue ver lo que los otros no pueden o no alcanzan a ver, la esencia de las cosas, casi en una anticipación profética en la que él –hijo de la tradición oral africana– y yo queremos creer. Un libro como el que se ha publicado después de los Encuentros Internacionales de Bouaké sobre Las religiones africanas tradicionales (184) y los trabajos de Herskovits, Freyre, Bastide, Verger, Maquet (para citar solo los primeros que me vienen a la memoria), tendrían que ser bastante persuasivos para reflexionar mejor sobre las acusaciones de artificiosidad, enajenación, a menudo dirigidas contra Senghor. Como latinoamericano, creo que sería muy interesante estudiar de forma comparada las enunciaciones teóricas y los resultados concretos de los principios de la Negritud y del Indigenismo americano. Ambos fueron y siguen siendo movimientos de afirmación y de reivindicación, no solo cultural sino global. Pienso que la reflexión americana, que data de cuatro siglos, transitada por múltiples etapas y las más distintas herramientas filosóficas, y sobre todo la historia de la vida y de la cultura de mi tierra, tendrían –por extrapolación– que proveer informaciones útiles y sugerentes puntos de comparación.
De lo que acabo de afirmar, se podría deducir que Senghor, después del feliz periodo pasado en el liceo parisino Louis-le-Grand –donde tuvo como compañeros de khâgne a hombres tan inspiradores en el plan de las ideas como Paul Guth, Henry Queffelec, Georges Pompidou (que le hizo conocer a Proust, Gide y… Marx) y Robert Merle–, se haya dedicado sobre todo a rigurosos estudios de etnografía y disciplinas parecidas. Pero ya en el liceo, se había hecho amigo y compañero con Aimé Césaire, el gran poeta martinicano, que a su vez pertenecía a un extraordinario vivero de poetas, escritores y polemistas negros de América y de África (185), empeñados en encontrar en el canto, en la prosa polémica y en un embrión de acción de protesta organizada alrededor de alguna revista (Legitime Défense, L’étudiant noir y, sobre todo, La Revue du Monde Noir) (186) un denominador común, una solidaridad resonante y subversiva, capaz de eliminar a los “otros” y de encontrar para ellos una raison d’être menos ajena y artificial. No hay duda de que, en esta lenta y dolorosa reconquista de su personalidad, los protagonistas del Negro Renaissance que vivieron en París conocieron e influyeron con sus argumentaciones y sus obras en el joven Senghor. Él mismo lo reconoció más de una vez, pero sin duda lo sorprendió e iluminó aquel inesperado grito proveniente de más allá del océano, que quería a toda costa reanudar su historia con la historia ancestral africana y que, al mismo tiempo, libraba una lucha encarnizada, sin cuartel, amarga y violenta, en contra de los valores occidentales y los intelectuales negros asimilados. Langston Hughes, Claude McKay, Countee Cullen, conocidos, traducidos, en cierto sentido reflejados en la contemporánea poesía de Senghor, representaron en su trayectoria uno de los ejemplos más inspiradores, junto al ofrecido por el grupo antillano, consideradas las afinidades lingüísticas y los frecuentes contactos personales y tendrá por otro lado un peso mayor en el conjunto de su obra poética e ideológico-crítica.
Fue en ese fervor iconoclasta, en ese torbellino de resentimientos y frustraciones, reflejo doloroso de un centenario cahier de doléances, que Senghor empezó a luchar en el dúplice frente de la defensa y de la ilustración de la cultura africana (a veces confundida con la idea de raza, en algunas afirmaciones caducas de esos años que él mismo irá corrigiendo más tarde con mucha fineza) y del proceso a la cultura europea, a la razón cartesiana, a las motivaciones, conscientes e inconscientes, de la opresión blanca. No es ahora el caso de resumir en pocas palabras una historia de influencias y de ascendencias. En otras ocasiones, esta historia ha sido escrita con mucha precisión y sentido crítico y hoy, todo esto pertenece ya a un repertorio verificado e inventariado de esos años heroicos.
Otro tanto se puede decir de la batalla surrealista, en la cual Senghor se enlistó porque, como él mismo dijo:
Voilà précisément que, par une chance inouie, depuis le début du siècle des penseurs européens livraient bataille à la raison avec les “armes miraculeuses” de l’Asie et de l’Afrique qu’orientalistes et ethnologues avaient patiamment découvertes, collecctionnées […] Mais c’est surtout chez Breton et les surréalistes, initiés par Lautréamont et Rimbaud, que les Nègres nouveaux trouvent des précieux alliés. A leur suite et avec cette vehemence qui est son sceau, Césaire proclame encore:
«Parce que nous vous haissons vous et votre raison, nous réclamons de la démence précoce de la folie flamboyante du cannibalisme tenace
Comptons:
la folie qui se souvient,
la folie qui hurle
la folie qui voit
la folie qui se déchaîne
Et vous savez le reste
Que deux et deux font cinq». (187)
La Révolution surréaliste, vous le dévinez, aura seule permis à nos poètes d’exprimer la Négritude en français. En désintégrant la phrase, aprés la visión, par l’élimination des mots-outils, en acheminant la révolution du Dictionnaire par l’octroi de la citoyenneté aux mots techniques et “barbares”. Sartre parle des armes «volées… à l’oppresseur» dont on se sert contre lui. La méthode des poètes nègres, puisque méthode il y a, est cependant moins concerté qu’il ne semble le penser. […] C’est en partant des langues negro-africaines qu’on le comprend le mieux. Ces langues sont essentiellement concrètes. Les mots y sont toujours enceints d’images, car leur racine garde sa valeur concrete. J’ajoute que le mot-image y est signe et sens a la fois, et que les vertus sensuelles du mot –timbres, tons, rythmes– en renforcent le sens, non le signe. D’où l’extrème rareté des mots abstraits même en prose. Enfin, au contraire du français, qui est une langue analytique avec une syntaxe de subordination, partant de logique, les langues négro-africaines expriment une pensé synthetique dans une syntaxe de juxtaposition et de coordination, une syntaxe surrealiste… (188)
En estos núcleos fecundos y en estas coordenadas centrales de la sensibilidad y de la inteligencia que he apartado y discutido de manera esquemática, se construye y se alimenta incesante y dialécticamente la poesía de Senghor. Por cierto, esta poesía se alimenta también –y se entretiene– en un juego indivisible y rico de citas, de apoyos y de motivaciones propias y ajenas, de la vida militante y del momento histórico extremadamente complejo que le tocó vivir. Si se piensa por un momento en el salto impetuoso que transcurre –en todos los niveles, incluido en el nivel psíquico– entre la situación colonial de África de su niñez y la de las actuales independencias, historia que lo vio siempre entre los primeros actores y testigos, no sorprende que también su poesía manifieste primero los acentos de la reivindicación y de la rebelión, y después los del equilibrio, la polémica e inicial declaración de los valores africanos “contra” los de Europa, y después una visión más histórica, menos esforzada y más soberana del destino de África y de su cultura en el contexto, en el “concierto” de la cultura planetaria o, como se ha dicho con una feliz expresión, au rendez-vous du donner et du recevoir. No sorprende entonces que esta posición, esta elección indivisible de la naturaleza constitutivamente mestiza de su experiencia autobiográfica, haya provocado los fáciles ataques de las nuevas generaciones, homines novi enfrentados con un mundo más desenvuelto, menos hipotecado, menos psicológicamente disputado y, por otro lado, el elogio interesado, el jus recipiendi precipitado y acaparador de la sociedad literaria de la ex - Metrópoli, tan rápido y astuto, y, por su naturaleza, proclive a incorporaciones de este tipo. Como se puede ver, el caso literario de Senghor es entonces mucho más difícil y controvertido de lo que podían mostrar mis apuntes anteriores.
Sin embargo, aunque las razones y el concepto de su poesía autoricen juicios polivalentes que transcurren del etnográfico al sociológico, al literario, al político, habrá siempre que recordar que las contradicciones –reales o aparentes– o las reconsideraciones de su vida pública, que pueden ser elementos de absolución o de condena para los futuros historiadores políticos de la nueva África (189), son en cambio el preambulum fecundo de su poesía, el espurio magma primigenio sobre el cual se eleva su canto para otorgarle su peculiar especificidad.
Es una fácil tentación la de trasladar a la poesía, al juicio sobre su poesía –por un movimiento analógico autorizado por su inagotable parábola vital– las objeciones, las críticas, las cautelas suscitadas por su paralela actividad de ideólogo, de líder político, de hombre de estado. Es igualmente interesante hojear y comparar los varios detractores y hagiógrafos de la poesía senghoriana para ver que, en la gran parte de las afiliaciones o de los rechazos, se esconden o se insinúan razones de parti pris político-ideológico o generacional. Ahora, si ciertas críticas tienen una natural razón de ser, justamente porque Senghor es el hombre de la gloriosa transición, del largo e incierto camino de la Colonia a la Independencia, situación entre las más existencialmente inciertas, su poesía, en cambio, aprovecha de estas ambigüedades y asperezas vitales, se alimenta de ellas y las quema en la síntesis dialéctica, en la libertad multicultural de su canto. No se esperen de mí análisis y comentarios técnicos de la poesía de Senghor. Sin embargo, siempre me pareció curioso notar cómo todos sus intérpretes, en cuanto empiezan la vivisección temática o lingüística o ideológica se vean obligados constantemente a decidir sobre el dilema (un pseudo dilema, en realidad) de si se trata de poesía franco-africana o de poesía africana escrita en francés. Cada uno, después, encuentra lo que ya se esperaba a priori, y no se sabe bien si ayudado o confundido por la multiplicidad de las señales senghorianas. Es así como algunos –más bien, sus exegetas africanos– evidencian con énfasis excesivo o unilateral la presencia del elemento negro-africano en cada uno de los niveles citados, la contribución esencial de la poesía oral africana, de los griots del ritmo y del léxico autóctonos. Otros, en cambio, se las ingenian para buscar y catalogar los recuerdos cultos y cosmopolitas del agregé de grammaire Senghor, y entonces se habla de Claudel, de Perse y de la tradición y de la lección retórico-poética francesa.
Por cierto, cuando se insiste en la segunda paternidad cultural senghoriana, parece para algunos –y no faltan los que hacen malévolamente esta operación– disminuir la estatura, reducir su alcance, devolver culturalmente a déspota y superficialmente internacionalista la poesía de Senghor. No estoy de acuerdo con esta opinión. Senghor es visiblemente hijo de una tradición cultural diferente –no necesariamente y siempre antitética– de la francesa y de la europea. Los paideuma culturales, la substancia, el centro lírico interno de su poesía –aunque los módulos expresivos cambian significativamente de las primeras y escuetas colecciones (Chants d’ombre y Hosties noires) a las más complejas y elaboradas de la segunda época (Éthiopiques y Nocturnes)– están indiscutiblemente relacionados con África, ya que su canto celebra casi unívocamente el recuerdo, la realidad y la esperanza, con una refinada multiplicidad de variaciones. El ritmo, el metro, las figuras poéticas, las palabras clave, las situaciones son constantemente referidas a un mundo de estilemas, de gestos lingüísticos, de venerables arquetipos autóctonos a los cuales el afrancesado, el católico, el occidental Senghor se adhiere con una sinceridad y una continuidad que nunca aparecen folclóricas o programáticas o mitológicas y que solo el interés y la superficialidad pudieron denegarle. Nada más iluminador al respecto que los estudios sobre la poesía oral africana de Geneviève Calame Griaule (190) y de Basile Juléat Fouda (191) que me han parecido –por analogía– los mejores instrumentos para la comprensión y la catalogación de las formas senghorianas.
Al mismo tiempo, este campeón de la Negritud, este primer gran poeta de la nueva África, multiplica sus declaraciones de amor, sus manifestaciones de gratitud, sus confesiones de aprendizaje para Francia, Mater et Magistra, y en efecto, su poesía está como atravesada y perpetuamente poseída por el recuerdo de una de las más grandes literaturas del mundo. De aquí brotan los gritos de traición, por un lado, y por el otro, las presuntuosas y apenas disimuladas expropiaciones literarias metropolitanas. Todo esto, mezclado y revuelto con las instancias y las opciones políticas que Senghor ha ido proponiendo en el juego difícil, en las tortuosas circunstancias de su carrera como diputado, ministro, fundador de partido y presidente: y como es notorio, la coherencia poética y la política no habitan necesariamente los mismos parajes. ¿Cómo salir honorablemente de esta aparente contradicción? Me pregunto a este propósito porque parece absolutamente necesario –patriótico– renunciar a uno u otro de los dos términos de referencia de la sensibilidad y de la cultura senghoriana, si es de verdad necesario quedarse con uno renunciando al otro, si hay que sorprenderse o escandalizarse o admitir como una culpa que ambos, en la poesía y en la actividad crítica (me refiero a estas dos actividades) no aparezcan trágicamente antinómicos, como ha ocurrido con el malgache Rabearivelo, el argelino Amrouche y el senegalés Hamidou Kane. ¿Por qué no admitir que esta discrepancia («De fait, ma vie intérieure a été, trés tôt, écartelée entre l’appel des Ancêtres et l’appel de l’Europe, entre les exigences de la culture negro-africaine et les exigences de la vie moderne. Ces conflits s’expriment souvent dans mes poèmes. Ils en sont le noeud» (192)) aparece cotidianamente calmada por una lúcida elección que le permite acoger y adquirir lo que está vivo y no lo que está muerto de ambas grandes tradiciones, aunque el movimiento antagónico esté en todo momento listo para despertarse, como los fantasmas y las obsesiones de Edipo? («Cet équilibre que vous admirez est un équilibre instable, difficile a maintenir. Il faut, chaque jour, repartir de zero…» (193)).
Creo que, nuevamente, una comparación –necesariamente rápida– con el mundo indo-español pueda ser instructiva y quizás iluminadora. La vida cultural de la América española fue obsesionada por un tiempo muy largo por la antítesis, en apariencia insalvable, entre Indigenismo e Hispanidad. Por un lado, se encontraba nuestro mundo paleoamericano, enmudecido y descabezado por una operación militar y cultural –la Conquista y la Colonia– con consecuencias incluso biológicas cruciales e imborrables, por el otro, el espíritu, la lengua, la historia y la cultura de Europa –su religión– que, violenta pero inexorablemente, se insertaron en el tronco de la venerable ceiba indígena, ninguneada, cosificada, pero todavía vegetalmente sobrevivida. Por mucho tiempo se pensó y se dijo, en una querelle que duró prácticamente por cuatro siglos (aunque su formulación más consciente y metodológicamente correcta se remonta a la época heroica de la Independencia), que la elección, la opción por uno de los dos elementos de la mezcla indo-española era excluyente respecto a la otra, de modo que quien era indigenista era obligatoriamente antiespañol, y viceversa los hispanizantes trataban como retrasados románticos o como epígonos folcloristas a los que querían volver, revivir y retransmitir el sentido y las dimensiones de nuestro originario patrimonio americano. Pero esta lucha, este secular antagonismo, acompañado por opuestas elecciones en campo económico y político-social, esta auténtica sístole y diástole de nuestra vivencia cultural, ha atenuado y prácticamente perdido sus aristas, anulado sus clausuras, sus sorderas y nadie ya reputa poder afirmar una inconciliabiliad que es solo conceptual y que la Historia se ha encargado de superar con un resultado nuevo e incomparable. Liberados de la tutela política y económica de la Metrópoli, nuestros países muy pronto aprendieron que la pertenencia cultural y lingüística al mundo español no significaba en ningún caso sujeción y pasiva sumisión. Porque fue en español, en el nuevo español de América, que nuestros Padres de la Independencia predicaron las ideas que más tarde condujeron a la libertad y fue en español que, más tarde, el mundo indígena encontró sus nuevos testimonios, los “gran lenguas” que despertaron y promovieron su conciencia, reanudaron en una perenne y diferente fidelidad el hilo perdido de la memoria ancestral, pero no muerto en el grande pasaje del Quinto al Sexto Sol. Pero aquí también, hay que entenderlo, no se trata ya de una herramienta lingüística ajena y extraña, o de una tradición cultural imitada como un pasivo exemplar ceterorum. Nosotros nos hemos apoderado de la lengua española para adaptarla, doblarla, desparejarla, corromperla y enriquecerla con una nueva libertad para expresar la gama inaudita de la experiencia americana, la hemos utilizado rompiendo sus esquemas y su retórica, introduciendo en su música del Siglo de Oro el aullido agudo y vital de las chirimías indígenas. Fue un largo proceso, pasado por los purismos conservadores de las Academias y las vacilaciones apenas disimuladas de jergas todavía no llegadas al rango de lenguas, pero hoy, el español de América, creación nueva y antigua, medio nuestro y universal, es una realidad autónoma y derivada, así como lo fue el mágico florecimiento del Barroco de Indias. En este sentido, el préstamo o la imposición lingüística occidental son más bien una ganancia, una adquisición extraordinariamente plástica que sirve, por un lado, a expresar una problemática y una sensibilidad ampliamente no occidental y por el otro, permite reconocerse y acceder a una herencia que sería antihistórico rechazar en bloque, y que en cambio acaba de mundializar una experiencia de otra manera marginal y difícilmente comunicable.
Los procesos internos de las culturas indo-americana y africana son muy diferentes en el tiempo, en el espacio y en la duración y en la calidad de la penetración externa, pero lo son también en el estado de conservación, vitalidad y difusión de los medios lingüísticos autóctonos. Las respectivas problemáticas podrían parecer a primera vista del todo incomparables entre ellas pero podemos vislumbrar en un idéntico trasfondo de prevaricaciones y de sufrimientos que muchas de las querellas que envenenan hoy la vida cultural (y no solo cultural) africana, eran ayer el lugar de discordia vehemente e irreconciliable de la América indo-española.
La Historia es la que es, y es inútil o utópico soñar con revoluciones que nos son denegadas y que, en todo caso, disminuirían el registro de nuestros recursos, así como es escandaloso reprochar a los padres de la independencia política y cultural africana por haber utilizado –con gran habilidad y con amor– las armas de las que podían disponer. Lo que vale es que la batalla haya sido librada, que haya sido ganada y llevada adelante con fidelidad. Y la poesía de Senghor es un acto de fidelidad, refinado, escrito en un francés intensamente lírico y mitificador, pero decisivo e imprescindible para la historia presente y futura de África. Hablé de fidelidad. Leed estos poemas y veréis vibrar a África, la veréis renacer en toda su hermosura de reina desangrada pero eterna, violada y adolorida por heridas seculares, pero siempre engalanada de su mágico cortejo de animales, árboles, misterios divinos que Europa ya no conoce. Percibiréis en cada verso el aliento hacia la nostalgia y la realidad de un mundo “diferente” del europeo, más cálido, más solidario, menos egoístamente cerrado, acompasado con músicas desconocidas que introducen a la “esencia de las cosas”. Para esta celebración incesante –monocorde–, para este panegírico de resurrección, Senghor ha elegido las palabras más hermosas y raras de la lengua extranjera, ha transformado su esencia, haciéndola sacerdotal, lenta y majestuosa, incitándola a un canto y a una función para los cuales ella no parecía adecuada ni utilizable. No se trata solo de libertades sintácticas, de inserciones lexicales, de recursos estilísticos, de amasijos y aproximaciones verbales inauditas, se trata de una diferente idea de la lengua, de su carácter mágico-metafísico, del cual buscaremos en vano ejemplos concretos vividos y no artificiosamente literarios en el moderno Parnaso francés.
Desde sus primeras composiciones poéticas –y poco a poco, esta noción se va enriqueciendo y autoexplicando– Senghor nos ofrece, con una naturalidad “vichiana” un inusual concepto del verbo y del poietés que, como un verdadero demiurgo, introduce, con los ritmos encantadores y las palabras provistas de mana, a sí mismo y al lector en un reino de armonías, de arcanas correspondencias que desvelan la esencia una y múltiple de las cosas, su realidad ontológico-metafísica “escondida” a la mirada de los comunes mortales que acceden así al mundo de la verdad (194). Para Senghor, el Verbo concede a quien lo conoce y lo emplea, y quien lo conoce y emplea ya es de por sí voz de la comunidad, vidente no gracias a los procedimientos oníricos-psíquicos del Surrealismo, sino por la investidura, la double vue otorgada por la tradición eterna al maître de langue, una simbiosis de funciones no solo desconocida, sino que considerada como extraña por el mundo literario occidental. Porque la palabra, el verbo no cesan nunca para Senghor de reanudar el hilo de la memoria ancestral a las vicisitudes contemporáneas, ellos son entonces, al mismo tiempo e inseparablemente, garantes y custodios de la continuidad y de la renovación del ethos originario. Este concepto sacramental de la lengua llega a Senghor directa e incorruptamente del África tradicional donde, como es bien sabido, la fe en el Verbo es tal que no permite a nadie emprender cualquier acción sin antes haber pronunciado las palabras rituales, de recrear una cadena gestual y verbal capaz de poder o saber provocar la resonancia, la respuesta de las fuerzas ocultas. Expresión eminente de estas fuerzas, causa y efecto al mismo tiempo de esta emoción es el ritmo, el ritmo poético que no se reduce, por cierto, a una mera cuestión métrico-prosódica, como demasiadas veces indican sus exégetas –sobre todo cuando hablan del versículo senghoriano–, sino que es, según sus palabras, «l’architecture de l’être, le dynamisme interne qui lui donne forme, le système d’ondes qu’il émet à l’adresse des autres, l’expression pure de la force vitale» (195).
Este predominio del ritmo caracteriza positivamente una civilización oral, en su esencia y en sus manifestaciones, en oposición a una civilización escritural. La palabra es entonces al mismo tiempo numen y nomen, soplo animado y animante. Tanto es así que ella asume y expresa la memoria ancestral y proclama su longevidad, siempre una y parecida a sí misma, y alcanza a ser algo que perfecciona, como una especie de gramática existencial, a las generaciones presentes y futuras de los hombres negros. De manera que el milenario legado de los antepasados se acopla armoniosamente con los imperativos existenciales de las generaciones presentes, no se reduce a un mero tema de contemplación arqueológico-etnográfica, mas llega a ser ingrediente insustituible y especificador de nuestra condición. (196) Se trata, en fin, como en los antiguos textos de la sabiduría Maya, de escuchar y recuperar el saber y las virtudes de los antepasados y de practicar un prodigioso ejercicio que permita a cada miembro de la sociedad indígena moverse dentro de nuestro pasado como si fuéramos sus perpetuos contemporáneos. Este doble circuito dialéctico, a la vez rígido y plástico –nuestro siempre renovado arcaísmo– deja entrever una continua superación, una inexhausta recuperación, una incesante discusión sobre sí mismos bajo la acción transformadora del Verbo que es fidelidad hacia el pasado y diálogo con el presente.
Toda la poesía de Senghor –hasta las ultimísimas Elegies de Popenguine– está permeada y nutrida por esta entusiasta visión-misión de la poesía y se puede reconducir a ella cada una de sus experiencias, verdadero cruce entre la palabra ancestral y el mundo nuevo que él profetiza como auténtico, firme y alcanzable. A esta función cardinal de la poesía, al problema, al mismo tiempo metafísico y civil, de la responsabilidad, del papel del escritor dentro de nuestras sociedades, él destina todo elemento, incluso los suministrados por la tradición y la cultura extra africana. Léanse, por ejemplo, las acotaciones musicales antepuestas a sus poemas, nunca en función decorativa o exótica y siempre correspondientes a la naturaleza órfica de su poética, u obsérvese su admirable progresión hacia lo coral a partir del individualismo más marcado de las primeras colecciones, que volvió más esotérica y procesional su poesía, pero la elevó también definitivamente al rango de testimonio panafricano fuera del tiempo.
Amadou Hampaté Ba, entrevistado sobre el futuro del mundo tradicional africano frente a los problemas puestos por la detribalización y la llegada de las técnicas occidentales, recordó olímpicamente que los viejos Peul y Bambara, cuando se les hace la misma pregunta, invariablemente contestan: «…nous verrons… nous verrons…» (197), porque África es un mundo muy antiguo, que conoció cambios aún más dramáticos. Supo absorber ideas que parecían totalmente extrañas, aceptar y modificar costumbres llegadas desde fuera. Nada se ha perdido en este sorprendente proceso de asimilación y transformación. Los hábitos, las instituciones, las técnicas más diversas han terminado por sobreponerse a lo que África ya tenía.
En efecto, más allá de las comprobaciones de la etnografía y de la sociología comparada, sabemos bien y creemos que en la historia de la poesía y del espíritu existen “lugares” perfectos e incorruptos que nunca cesan de alimentar, sostener y enviar a nosotros los mortales, su luz y consuelo, lugares de la memoria y de la vibración misteriosa más reales que los de la geografía. Así es mi Guatemala natal, así es el África de Léopold Sédar Senghor. (198)