Kitabı oku: «Miguel Ángel Asturias en Italia », sayfa 7
Amalia, la novela de José Mármol, según lo que dice el ilustre crítico y ensayista Ricardo Navas Ruiz, «es para la sociedad argentina de 1840 lo que Le Rouge et le Noir es para la sociedad francesa de la Restauración; aún más si pensamos que Stendhal, en Le Rouge et le Noir, y José Mármol, en Amalia, describen una situación social con la cual están en desacuerdo».
La representación trágica de la dictadura se alterna en José Mármol con comentarios graciosos, con la representación de la hermosa figura de Amalia y de su romántico amor. Citamos: «[…] uno de los rasgos característicos de la época de Rosas era el afán de los hombres por saludarse unos a otros aun cuando en su vida se hubieran visto la cara: originalidad que no puede explicarse de otro modo que por el miedo que recíprocamente se tenían todos». (102)
Amalia interesa como documento humano, político, social. Los críticos, refiriéndose a esta novela, hablan de deficiencias, de descuidos, sin darse cuenta de que una obra como esta se escribe con el corazón palpitante, con latidos que se transmiten a las palabras, a los periodos, a la página, con esa taquicardia del ritmo vital que angustiaba no solo al novelista, sino a toda su patria. Escuchamos la opinión de Menéndez y Pelayo:
Mármol, como todos los poetas de su temple, arrastra, deslumbra, fascina, y a su manera triunfa sobre la crítica que solo en voz baja se atreve a expresar sus reservas. En sus versos políticos, en sus invectivas en contra de Rosas, se revela un ímpetu, un fuego, un odio tan sincero, una inteligencia tan despiadada, que si a veces repugna por sus excesos, otras se eleva hasta tocar las cimas más sublimes de la polémica. (103)
Entre tanto, aparece otra gran novela americana: Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento:
Aquí termina la historia de los Ocampo y de los Dávila, y la de La Rioja también. Lo que sigue es la historia de Quiroga. Este día es también uno de los nefastos de las ciudades pastoras, día aciago que al fin llega. En esta noche negra que vamos a atravesar no debe perderse la más débil lucecilla: Facundo, al entrar triunfante a La Rioja, hizo cesar los repiques de las campanas, […] Facundo deseaba poseer, e incapaz de crear un sistema de rentas, acude a lo que acuden siempre los gobiernos torpes e imbéciles; más aquí el monopolio llevará el sello de la vida pastoril, la expoliación y la violencia. […] Poseedor ya de partidas de seis mil novillos al año, mandaba, a las ciudades, sus abastecedores, y ¡desgraciado el que entrase a competir con él! […] En Tucumán supo que un vecino, contraviniendo la orden, mataba reses en su casa. El general del ejército de los Andes, el vencedor de la Ciudadela no creyó deber confiar a nadie la pesquisa de delito tan horrendo. Va él en persona, da recios golpes a la puerta de la casa, que permanecía cerrada, y que, atónitos los de adentro, no aciertan a abrir. Una patada del ilustre general la echa abajo, y expone a su vida esta escena: una res muerta que desollaba el dueño de la casa, que a su vez cae también muerto ¡a la vista terrífica del general ofendido! (104)
Según el gran ensayista argentino Ricardo Rojas, Facundo es un libro polémico, una sátira que se reveló también como obra histórica, poética, novelística, didascálica y religiosa.
El mismo Sarmiento, en todo caso, dijo: «Si un destello de literatura nacional puede brillar momentáneamente en las nuevas sociedades americanas, es el que resultará de la descripción de las grandiosas escenas naturales, y, sobre todo, de la lucha entre la civilización europea y la barbarie […], entre la inteligencia y la materia» (105).
Otra voz llega hasta nosotros, la de José Martí. La vida ejemplar del inmortal cubano, su obra de educador, de prosista y de poeta, su sacrificio por la libertad de Cuba, iluminan América como un faro de luz. Con Martí se vuelve a presentar en el umbral del siglo XX el carácter belicoso de nuestra literatura:
Cantemos hoy, ante la tumba inolvidable, el himno de la vida. […] Era el paisaje húmedo y negruzco: corría turbulento el arroyo cenagoso; las cañas, pocas y mustias, no mecían su verdor quejosamente, como aquellas queridas por donde piden redención los que las fecundaron con su muerte, sino se entraban, ásperas e hirsutas, como puñales extranjeros, por el corazón: y en lo alto de las nubes desgarradas, un pino, desafiando la tempestad, erguía entero, su copa rompió de pronto el sol sobre un claro del bosque, y allí, al centelleo de la luz súbita, vi por sobre la yerba amarillenta erguirse, en torno al tronco negro de los pinos caídos, los racimos gozosos de los pinos nuevos: ¡Eso somos nosotros: pinos nuevos! (106)
El siglo XX vio muchos poetas evadirse de la realidad. Después de la primera guerra mundial, hacia 1920, los escritores intentan reencontrarse, se acercan al mundo indígena, entran en él con su herencia española, y vuelven con ese mensaje que es la novela en su forma de hoy, arraigada en la vida nacional y unida a sus problemas. La naturaleza ya no es concebida en función de los dioses (como en los textos indígenas), ni de los héroes, como en los textos de los románticos, sino de los hombres. En la naturaleza así entendida se sitúa la novela latinoamericana, siguiendo, sin embargo, la mejor tradición literaria de esos países.
b. El paisaje
Leer una novela latinoamericana es como penetrar en un mundo totalmente diferente del europeo. En Europa, la naturaleza ha sido dominada por el hombre; no es así en América Latina, donde las fuerzas naturales guardan intacta su superioridad y el hombre representa solo una débil voluntad frente al paisaje.
Con el término de “paisaje” se entiende aquí precisar lo que rodea a los protagonistas de la novela latinoamericana; y que no solo los rodea, sino que se fusiona con ellos, hasta volverlos a veces unos gigantes. En muchas de estas novelas, el paisaje es el personaje principal. Un personaje con muchos ojos, muchos brazos, muchas voces; un personaje que se mueve, participa, actúa. Como ocurre en La vorágine del colombiano José Eustasio Rivera, una novela en donde la selva es la protagonista.
Por primera vez, en todo su horror, se ensanchó ante mí la selva inhumana. Árboles deformes sufren el cautiverio de las enredaderas advenedizas, que a grandes trechos los ayuntan con las palmeras y se descuelgan en curva elástica, semejantes a redes mal extendidas, que a fuerza de almacenar en años enteros hojarascas, chamizas, frutas, se desfondan como un saco de podredumbre, vaciando en la yerba reptiles ciegos, salamandras mohosas, arañas peludas.
Por doquiera el bejuco de matapalo –rastrero pulpo de las florestas– pega sus tentáculos a los troncos, acogotándolos y retorciéndolos, para injertárselos y transfundírselos en metempsicosis dolorosas. Vomitan los bachaqueros sus trillones de hormigas devastadoras, que recortan el manto de la montaña y por anchas veredas regresan al túnel, como abanderadas del exterminio, con sus gallardetes de hojas y de flores. El “comején” enferma los árboles cual galopante sífilis, que solapa su lepra suplicatoria mientras va carcomiéndoles los tejidos y pulverizándoles la corteza, hasta derrocarlos, súbitamente, con su pesadumbre de ramazones vivas. (107)
Y seguimos leyendo:
Entre tanto, la tierra cumple las sucesivas renovaciones: al pie del coloso que se derrumba, el germen que brota; en medio de los miasmas, el polen que vuela–, y por todas partes el hálito del fermento, los vapores calientes de la penumbra, el sopor de la muerte, el marasmo de la procreación.
¿Cuál es aquí la poesía de los retiros, dónde están las mariposas que parecen flores traslúcidas, los pájaros mágicos, el arroyo cantor? ¡Pobre fantasía de los poetas que sólo conocen las soledades domesticadas! (108)
Podemos ver también cómo se manifiestan las relaciones entre paisaje y psique:
Amaneció.
La ansiedad que los sostenía les acentuó en el rostro la mueca trágica. Magros, febricitantes, con los ojos enrojecidos y los pulsos trémulos, se dieron a esperar que saliera el sol. La actitud de aquellos dementes bajo los árboles infundía miedo. Olvidaron el sonreír, y, cuando pensaban en la sonrisa, les plegaba la boca un rictus fanático.
Recelaron del cielo, que no se divisaba por ninguna parte. Lentamente empezó a llover. Nadie dijo nada, pero se miraron y se comprendieron. […]
Sin embargo, el rumbero cogió la pista, gozando del más absoluto silencio como hasta las nueve de la mañana, cuando entraron a unos “chuscales” de plebeya vegetación donde ocurría un fenómeno singular: tropas de conejos y guatines, dóciles o atontados, se les metían por entre las piernas buscando refugio. Momentos después, un grave rumor como las linfas precipitadas se sentía venir por la inmensidad.
—¡Santo Dios! ¡Las tambochas!
Entonces sólo pensaron en huir. Prefirieron las sanguijuelas y se guarecieron en un rebalse, con el agua sobre los hombros.
Desde allí miraron pasar la primera ronda. A semejanza de las cenizas que a lo lejos lanzan las quemas, caían sobre la charca fugitivas tribus de cucarachas y coleópteros, mientras que las márgenes se poblaban de arácnidos y reptiles, obligando a los hombres a sacudir las aguas mefíticas para que no avanzaran en ellas. Un temblor continuo agitaba el suelo, cual si las hojarascas hirvieran solas. Por debajo de troncos y raíces avanzaba el tumulto de la invasión, al tiempo que los árboles se cubrían de una mancha negra, como cáscara movediza, que iba ascendiendo implacablemente a afligir las ramas, a saquear los nidos, a colarse en los agujeros. Alguna comadreja desorbitada, algún lagarto moroso, alguna rata recién parida eran ansiadas presas de aquel ejército, que las descarnaba, entre chillidos, con una presteza de ácidos disolventes. (109)
Estas páginas seleccionadas de La vorágine de José Eustasio Rivera demuestran persuasivamente que, en la narrativa latinoamericana, el paisaje ya no juega un papel solo pasivo; no es solo un telón de fondo, un marco o una tramoya; se ha vuelto el personaje principal, algo así como el magma sanguíneo, sangre y savia, materia y atmósfera, del hombre inmerso en su realidad.
Cuando el Romanticismo europeo imagina a América como teatro de una trama, cuando Chateaubriand elige el pintoresco y exótico ambiente de América para situar allí a los protagonistas de Átala y de Les Natchez, el paisaje parece artificial, ornamental. En la novela latinoamericana, la naturaleza no solo está presente, sino que “existe”. Actúa como una persona humana, dotada de voluntad propia; sea la selva o los llanos, como en Doña Bárbara de Rómulo Gallegos:
La llanura es bella y terrible a la vez; en ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Ésta acecha por todas partes; pero allí nadie la teme. El Llano asusta; pero el miedo del Llano no enfría el corazón; es caliente como el gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros.
El Llano enloquece, y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. […] en el trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del «cacho», en la bellaquería del «pasaje», en la melancolía sensual de la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: «primero mi caballo». ¡La llanura siempre! Tierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña; toda horizontes, como la esperanza, toda caminos, como la voluntad. (110)
El ensayista Pedro Grases afirma que «las grandes novelas de América han rectificado el concepto tradicional de dicho género, ya no es el hombre, ni siquiera el factor humanidad, lo fundamental, el protagonista de esa novela, grandes símbolos de lo que se podría llamar, según una definición de Felipe Massiane, “la geografía espiritual de los ingentes hechos naturales, actuantes y operantes en la vida de ese Continente”» (111). Los tipos humanos (según Grases) tienen una existencia puramente accidental; sus acciones viven apegadas a la sombra de acontecimientos geográficos tan influyentes y decisivos, que intervienen con una vitalidad y un dinamismo imponente. Leemos, por ejemplo, unos pasajes de la novela de Mariano Azuela, Los de abajo:
Fue una verdadera mañana de nupcias. Había llovido la víspera toda la noche y el cielo amanecía entoldado de blancas nubes. Por la cima de la sierra trotaban potrillos brutos de crines alzadas y colas tensas, gallardos con la gallardía de los picachos que levantan su cabeza hasta besar las nubes.
Los soldados caminan por el abrupto peñascal contagiado de la alegría de la mañana. Nadie piensa en la artera bala que puede estarlo esperando más adelante. La gran alegría de la partida estriba cabalmente en lo imprevisto. Y por eso los soldados cantan, ríen y charlan locamente. En su alma rebulle el alma de las viejas tribus nómadas. Nada importa saber adónde van y de dónde vienen; lo necesario es caminar, caminar siempre, no estacionarse jamás; ser dueños del valle, de las planicies, de la sierra y de todo lo que la vista abarca.
Árboles, cactus y helechos, todo aparece acabado de lavar. Las rocas, que muestran su ocre como el orín las viejas armaduras, vierten gruesas gotas de agua transparente. (112)
Después de esta visión de la sierra mexicana, aquí está la pampa, como la describe el argentino Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra:
El pasto desapareció por completo bajo las patas de nuestros pingos, pues entrábamos a la zona de los médanos de pura arena, que el viento en poco tiempo cambia de lugar, arriando montículos que son a veces verdaderos cerros por la altura.
La mañanita volvió de oro el arenal. Nuestros caballos se hundían en la blandura del suelo, hasta arriba de los pichicos. Como buenos muchachos, retozamos, largándonos de golpe barranca abajo, sumiéndonos en aquel colchón amable, arriesgando en las caídas el quedar apretados por el caballo.
[…] Ni un pasto entre aquel color fresco, que el sol nuevo teñía de suave mansedumbre. […] De abajo para arriba, surgía algo así como un doble cielo, más oscuro, que vino a asentarse en espuma blanca, a poca distancia de donde estábamos. Llegaba tan alto aquella pampa azul y lisa que no podía convencerme de que fuera agua. […] Me hubiera gustado quedar un rato, si más no fuera, contemplando el espectáculo vasto y extraño para mis ojos. […] En la arena mojada de la orillita, dura como tabla, corríamos a lo loco. Mi Moro se hizo ver tomando la punta, descontando la ventaja que le llevaban. […] ¡Pobre Moro! Lo hice caminar. Bien. Le manotié la arena del recado y las clines. Ya los dos muchachos estaban conmigo. […] La pampa, antes sola, se poblaba de puntas de hacienda que corrían, en montón o en hilera, para el lado opuesto al mar; para el lado de la gente hubiera dicho yo. Muy lejos, unas polvaredas indicaban las partes más numerosas de la recogida. […] Y, conforme íbamos andando, aquello se agrandaba, empenachándose de una creciente nube de tierra, sumándose de todos los retazos de hacienda destinados a desaparecer allí, como llamados por una brujería. Hacía un rato el campo estaba despejado, nosotros lo poblamos de vida, para luego irla barriendo hacia un punto, dejando el campo nuevamente solo. (113)
Para reproducir en las páginas de la novela esta imagen vital de la tierra y de la naturaleza, el escritor precisa de una intuición poética y de la capacidad de advertir, de captar sensaciones, emociones, recuerdos, imágenes, vibraciones del ser, y de transformar cada elemento del mundo que rodea a sus personajes. Al final de Huasipungo, novela del ecuatoriano Jorge Icaza, la tierra personificada se despierta y participa en la lucha de los indios:
Parece que la loma se ha despertado, mientras el valle y la montaña con sus mil “huasipungos” siguen dormidos. Despertar parcial, que ponía más furia desordenada y salvaje en los rebeldes. El cartel sonoro del cuerno no entró en todas las chozas. Las cien familias indias se precipitaron solas. La tierra siente el cosquilleo de los pies desnudos que corren. (114)
Citamos a Huasipungo, donde el paisaje en su sentido más común es relativamente menos presente, porque buscábamos un ejemplo de ese paisaje en un sentido más vasto, de ese conjunto animado de cosas y seres que está en relación directa e inmediata con el hombre. Esta visión unitaria de la tierra y del hombre marca en efecto la novela latinoamericana. El hombre está relacionado indisolublemente con la tierra; la tierra omnipotente frente al hombre humilde. No se puede aislar al hombre del paisaje el hombre vive sumido en la naturaleza, en el ambiente, entre las cosas. Leemos, por ejemplo, una página de Oficina número uno del venezolano Miguel Otero Silva:
En cuanto a Carmen Rosa, pensaba. Por vez primera desde que decidió abandonar las casas muertas de Ortiz, la iglesia muerta, la escuela muerta, el cementerio donde también su amor había quedado muerto y enterrado, por vez primera sintió miedo. La silenciosa soledad de aquel descampado, el bamboleo indeciso y mortificante del torpe carromato, un horrible pajarraco negro que voló largo tiempo sobre sus cabezas como si señalara un camino, el rezo quedo y lastimoso de su madre, todas esas cosas juntas la arredraron. Quizás habría sido más juicioso quedarse entre los escombros a vivir su sentencia de morir de fiebre, a esperar como las casas su destino de agobio y de desintegración. […] Ni un rancho ni un vehículo en sentido contrario, ni un hombre a caballo, ni el canto del aguaitacaminos, ninguna señal de vida durante largas horas, Apenas una culebra invisible como el viento estremeció el pajonal. (115)
Y más adelante:
Lentamente habían entrado a una llanura extensa sobre la cual campeaba un solo tipo de árbol, el mismo árbol que se reproducía aquí y allá, sin variar su tamaño, ni el retorcimiento de sus gajos, ni el tono de sus verdes. […] El viento galopaba por la sabana como un caballo enloquecido. El viento gritaba con sus mil voces de motín, chirriaba corno las cuerdas tensas de un barco, ululaba como manada sedienta. Fueron sin duda las uñas del viento las que no dejaron crecer otro árbol sino aquellos chaparros mezquinos, estrujados y retorcidos por los remolinos del aire. (116)
Es una opinión bastante difundida que la renovación de la idea tradicional de la novela tiene que ver con el predominio de la naturaleza. Según los más acreditados críticos europeos, la repentina aparición de la novela latinoamericana en el mundo contemporáneo coincide con un renacimiento de este género literario. Entre las razones de este acontecimiento, además del intento social, hay la constante presencia de las fuerzas naturales del paisaje entendido como fuente de vida, como potente individualidad, como personaje de leyenda.
Citamos, por ejemplo, un paisaje de Cantaclaro de Rómulo Gallegos:
Cuando llegó, ya todo había sucedido y las sombras de la noche cubrían el desolado escenario de la tragedia. Era un caserío cercano al pueblo capital del distrito. Uno de esos caseríos llaneros por entre cuyos míseros ranchos de palma entra, circula y allí mismo sale la sabana pelada; pero de las que fueron moradas humanas ya no quedaban sino escombros humeantes. Una charca, a la entrada del caserío, era como un ojo abierto de espanto en la obscuridad de la noche. […]
Vagó por el caserío desierto por donde habían pasado la muerte y el fuego. Volvió a distinguir las sombras fugitivas al cruzar una de las callejuelas. Oyó, de pronto, una voz de mujer, gimiente, desgarradora. Luego un murmullo como de rezos, acercándose; otra vez el silencio y finalmente un grupo de negras siluetas calladas, como procesión de fantasmas, marchando hacia él. […] Detúvose a esperarlas y les preguntó:
—¿Qué ha sucedido aquí? […]
—¡Asesino! ¿Todavía preguntas qué sucedió aquí? […]
Florentino se pasó la mano por la frente atormentada por el martillazo de la intoxicación alcohólica a que no estaba habituado y se restregó los ojos como si soñare y quisiese despertar, porque le parecía haber oído a su madre llamándolo asesino.
Ya el grupo de sombras se había sumido en las tinieblas del caserío, reinaba de nuevo el espantoso silencio y Florentino tuvo la impresión terrible de haberse quedado solo sobre la tierra muerta, obscura y callada para siempre. (117)
La novela latinoamericana tiene sus raíces en la tierra, la tierra de la cual trae su fecunda inspiración. A través de un examen de mayor profundidad, estas obras dejan entrever una realidad más rica de la que representan. Está aquel mundo en formación que es América, están las acciones y las reacciones de los individuos y del ambiente, del hombre y del paisaje, que es el verdadero protagonista.
Es imposible, en los Andes, en el Perú y en Bolivia, en las selvas amazónicas o brasileñas, o en la pampa argentina, imaginar una novela de corte europeo enmarcada en América Latina, sin falsificar los elementos vitales, los valores profundos que enriquecen la narrativa latinoamericana, en la que a menudo se advierte el aliento de la epopeya.
c. El lenguaje
La lengua de la novela latinoamericana es, ante todo, el resultado de una búsqueda atrevida. Los escritores de los países europeos, cuyos caminos idiomáticos están señalados, estratificados a través de siglos de cultura, son dueños de formas verbales hechas, aceptadas, consagradas.
Nada de esto ocurre con los novelistas latinoamericanos. Es el empleo de un instrumento que se pulsa, un poco por adivinación, y otro poco por atrevimiento.
Cada una de las novelas es, sobre todo, una hazaña verbal. Hay una alquimia. Lo sabemos. ¿Pero cuáles son sus ingredientes? Palabras. Sí, esto es, palabras. Pero ¿usadas cómo? ¿De acuerdo con qué leyes, con qué reglas? Generalmente, no obedecen a ninguna. Han sido puestas como la pulsación de mundos que se están formando. Palabras que suenan como piedras, vibran como metales, crujen como maderas. Es el sonido, es la onomatopeya. En la aventura de nuestro lenguaje, lo primero que debe rastrearse es la onomatopeya.
Escribe Ricardo Navas Ruiz, en su ensayo sobre la novela latinoamericana:
Los efectos onomatopéyicos tienen una importancia primaria en El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, genial forjador de la palabra, heredero legítimo de los clásicos españoles del Siglo de Oro, y a la vez de los modernos movimientos de vanguardia. Es un descubridor de insospechadas posibilidades. Él no consigue sus efectos gracias a las onomatopeyas. No busca sencillamente las sonoridades verbales. Subordina los expedientes estilísticos para un fin más alto. Recurre a la onomatopeya para reconstruir una atmósfera, para ofrecer al lector un ambiente sugestivo. La utiliza con fines expresivos, superando los límites que la palabra opone a la imaginación. Al principio de la novela, la imitación del sonido de las campanas, en el Ángelus, sugiere los motivos que informan la obra: penumbra, podredumbre, desamparo, influjos diabólicos. (118)
... ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbra, alumbre...! (119)
El uso de la onomatopeya se remonta a la literatura indígena precolombina; así como, por otro lado, la repetición de las palabras para describir el sentido de la angustia. Lo usa el autor de El Señor Presidente (120):
Ya debía estar allí... Más rienda... Necesitaba salvar a su marido... Más rienda..., más rienda..., más rienda... Se apropió del látigo... Necesitaba salvar a su marido... (121)
Leemos ahora el diálogo entre el cochero del carro y la señora que intenta llegar a tiempo para salvar el marido, cerca de ser fusilado:
Sí, sí, sí, sí... Que sí..., que no..., que sí..., que no..., que sí..., que no... Pero ¿por qué no?... ¿Cómo no?... Que sí..., que no..., que sí..., que no... Se arrancó los anillos, el prendedor, los aritos, la pulsera y se los echó al cochero en el bolsillo de la chaqueta, con tal que no detuviera el coche. Necesitaba salvar a su marido. Pero no llegaban... Llegar, llegar, llegar, pero no llegaban... Llegar, pedir y salvarlo, pero no llegaban... (122)
Fragmentos sonoros que acompañan la aventura lingüística de las novelas latinoamericanas. Un uso instintivo de las palabras que, al chocar unas con otras, suenan de distinta forma. El novelista latinoamericano se deja conducir por los sonidos. Se oye. Oye a sus personajes. Luego sabrá lo que hablan. Las mejores novelas latinoamericanas no parecen haber sido escritas, sino habladas. Todo esto revela el trabajo de los novelistas latinoamericanos en la osada búsqueda de su lenguaje. El europeo cuenta con un idioma hecho, elaborado a través de generaciones, preciso para designar las cosas, directo en la interpretación de las ideas, dúctil para captar las emociones.
Menéndez y Pelayo señala que otra característica del lenguaje literario de América Latina está en los contrastes: «Otra particularidad de su estilo (se refiere al poeta Rafael Landívar) consiste en la mezcla frecuente de circunstancias realísticas, plebeyas, hasta grotescas, con sublimes impulsos poéticos, no tanto por descuido o relajamiento, cuanto para buscar un nuevo motivo de interés en el contraste» (123).
En la novela Los de abajo del escritor mexicano Mariano Azuela, se repiten contrastes dramáticos y graciosos:
Entraron a las calles de Juchipila cuando las campanas de la iglesia repicaban alegres, ruidosas, y con aquel su timbre peculiar que hacía palpitar de emoción a toda la gente de los cañones.
–Se me figura, compadre, que estamos allá en aquellos tiempos cuando apenas iba comenzando la revolución, cuando llegábamos a un pueblito y nos repicaban mucho, y salía la gente a encontrarnos con músicas, con banderas, y nos echaban muchos vivas y hasta cohetes nos tiraban –dijo Anastasio Montañés.
–Ahora ya no nos quieren –repuso Demetrio.
–¡Sí, como vamos ya de “rota batida”! –observó la Codorniz.
–No es por eso... A los otros tampoco los pueden ver ni en estampa.
–Pero ¿cómo nos han de querer, compadre?
Y no dijeron más. […]
Volvió a escucharse el sonoro y regocijante repique.
Luego, con melancólica solemnidad, se escaparon del interior del templo las voces melifluas de un coro femenino. A los acordes de un guitarrón, las doncellas del pueblo cantaban los “Misterios”.
–¿Qué fiesta tienen ahora, señora? –preguntó Venancio a una vejarruca que a todo correr se encaminaba hacia la iglesia.
–¡Sagrado Corazón de Jesús! –repuso la beata medio ahogándose.
Se acordaron de que hacía un año ya de la toma de Zacatecas. Y todos se pusieron más tristes todavía. (124)
La lluvia va cesando; una golondrina de plateado vientre y alas angulosas cruza oblicuamente los hilos de cristal, de repente iluminados por el sol vespertino.
–¿Por qué pelean ya, Demetrio?
Demetrio, las cejas muy juntas, toma distraído una piedrecita y la arroja al fondo del cañón. Se mantiene pensativo viendo el desfiladero, y dice:
–Mira esa piedra cómo ya no se para... (125)
La novela latinoamericana es el resultado de la confluencia de los idiomas hablados por hombres llegados de todos los rincones del mundo, a los cuales hay que añadir las lenguas indígenas. Se encuentran con cariz literario muchas palabras que se emplean en la conversación. Lo familiar o popular los salpica con los destellos de su lenguaje vivo. Leemos de Hombres de maíz de Miguel Ángel Asturias:
…plac, clap, plac, el ruido que hacía Gaudencio Tecún sobre el cuerpo del Venado de las Siete-rozas, al pegarle con la mano, plac, clap, plac, tan pronto aquí, tan pronto allá… Golpecitos, cosquillas, pellizcos.
Desespera del animal que no despierta, gran perezudo, y va por agua. La trae del río en la copa de su sombrero para rociársela con la boca en la cabeza, en los ojos, en las patas.
–¡Amina quizás vuelva en sí!
Los recostones de los árboles unos con otros hacen huir a los pájaros, vuelo que toma Gaudencio como anuncio de la salida de la luna. […]
Desespera del venado que no despierta a rociones de agua y empieza a darle de golpes en el testuz, en el vientre, en el cuello. […]
Rociada el agua, golpeado el animal, Gaudencio se envuelve los pies, los brazos, la cabeza con hoja de caña morada y así vestido de caña dulce baila alrededor del venado haciéndole aspavientos para asustarlo. […]
–¡Juirte! –le dice mientras baila–. ¡Juirte, venadito, juirte en las Siete-rozas! Allá lejos me acuerdo… Yo no había nacido, mis padres no habían nacido, mis abuelos no habían nacido, pero me acuerdo de todo lo que pasó con los brujos de las luciérnagas cuando me lavo la cara con agua llovida, […]
–¡Juirte, venadito, juirte, la medianoche se está juntando, el fuego va a venir, va a venir la última roza, no te estés haciendo el desentendido o el muerto, por aquí sale tu casa, por aquí sale tu cueva, por aquí sale tu monte, juirte, venadito amargo! (126)
El castellano no se mantiene puro. No puede serlo, después de echarse a correr como un río el territorio de veinte naciones. Arrastra todo, oro y escorias. Cambia su sonido. Se hace más suave, muda la forma de construir las frases. La palabra se carga de significados. Con una lógica original, asimila las peculiaridades idiomáticas. Por otro lado, la novela latinoamericana se apropia de lo que podremos llamar el lenguaje de las imágenes. El novelista se vale de imágenes para expresar los pensamientos y los sentimientos, suyos y de sus personajes, hasta el punto de que, a veces, parece escribir con las imágenes más que con las palabras. Imágenes profundamente americanas, como las de La vorágine, de José Eustasio Rivera: