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2.1.2 Paisaje y lenguaje en la narrativa latinoamericana
Además de escribir novelas, he meditado sobre su contenido.
Es lo que ocurre al artesano en los momentos en que se abstrae de su trabajo y recapacita en las materias que maneja, la sabiduría aprendida en el oficio y los resultados que éste o aquel procedimiento le han dado. El novelista, y pienso en Don Pío Baroja, es el artesano de la literatura, a tal punto que, cuando se ha terminado una novela, se tiene la impresión agradable de haber llevado a término un trabajo material, antes que sentir aquello del creador iluminado, inspirado, fantástico, del que muchos hablan.
De ese meditar sobre los materiales de la novela, de las novelas, de mis novelas y de las que he leído, es de donde traigo las reflexiones que voy a exponer sobre el paisaje y el lenguaje de la narrativa hispanoamericana. Son las reflexiones de un artesano de la novela, sin más sabiduría que la de su oficio.
Al hablar del paisaje, no circunscribo el término a lo que se entiende por paisaje. Lo amplío al ambiente, al medio, a todo lo que en la novela rodea a los personajes. Al paisaje visual, sonoro, olfativo, táctil y emocional. Porque para mí, el paisaje en nuestras novelas va desde la naturaleza hasta la ternura de los personajes.
El paisaje, en las novelas románticas que, tomando por escenario América, escribió Chateaubriand, es un simple telón de fondo, el marco pintoresco, el adorno exótico, lo que sitúa y aísla a los personajes en un mundo extraño. Esto era lo que comúnmente se entendía por paisaje en la novela, la descripción que enmarcaba las escenas, que rodeaba a los personajes, fijándolos en un determinado ambiente, propio de la situación en que se encontraban, y los novelistas, para facilitar la lectura de sus obras, alternaban diálogos y descripciones, acción y paisaje, sólo que éste era un adorno de teatro, una bambalina cambiable.
Ahora el paisaje, en la novela hispanoamericana, ha dejado su papel pasivo: ya no es telón de fondo, ni marco, ni tramoya, se ha convertido en personaje principal, en algo así como el magma sanguíneo, savia y sangre, barro y nube, del hombre inmerso en su realidad. Insisto: el paisaje, en nuestra narrativa, no es sólo la descripción más o menos feliz con que se rellenaban los vacíos, entre los diálogos y los movimientos de los personajes, vacíos que, a pesar de las palabras con que se pintaban, seguían siendo vacíos literarios. En nuestra novela, el paisaje cumple funciones de personaje de múltiples ojos, de múltiples brazos, de múltiples voces, y los protagonistas no son sino estados de conciencia del autor.
Esto es indispensable dilucidarlo bien para llegar a entender lo que nosotros entendemos por paisaje y su papel en la narrativa de nuestros países. En la novela europea, de tierras en las que la naturaleza ha sido dominada por el hombre, la descripción se antoja prefabricada o fabricada con elementos retóricos conocidos y aun sorpresivos por audacia literaria de los autores, pero lo que en esa novela es inanimado y estable, en nuestra novelística se agita, participa, actúa, como es fácil comprobar en La vorágine de Eustasio Rivera. La selva es aquí el personaje principal.
En verdad — escribe Leopoldo Rodríguez Alcalde, en su libro La Hora Actual de la Novela en el Mundo —, toda la hermosura, todo el horror de la selva, todo el heroísmo y la ferocidad que pueda alcanzar el hombre, se encuentran cifrados en La Vorágine. Únese la atracción voluptuosa y caníbal del inmenso laberinto verde, a la crueldad inaudita de los hombres que, en los umbrales del paraíso letal y suntuoso, cometen las más sangrientas fechorías, en nombre de su codicia y con desprecio a la vida humana. El realismo de la novela llega a ser insoportable, salta la sangre de heridas que nos obligan a volver el rostro con escalofrío irreprimible, pero en todo momento nos arrastra la brutal seducción de la jungla, el calor ebrio de colores del ambiente nos sofoca con su ímpetu, y los atroces aventureros que luchan y mueren con las botas puestas, cobran la salvaje gallardía de héroes de romance y de leyenda. Si el argumento de La Vorágine, narrado en sus líneas escuetas, puede confundirse con el de una clásica novela de aventuras, al desarrollarse en las páginas vigorosas se convierte en vasto poema, en canto trágico de la tropelía y la ley del más fuerte, ley cuyo triunfo inexorable se manifiesta una vez más cuando los protagonistas, a pesar de su audacia desesperada, son absorbidos por la selva, campeón final (personaje final, diría yo) de esa lucha sin cuartel de delitos y ambiciones y en un plano superior, hombre y naturaleza, tan bella como despótica, decidida a guardar su secreto. (146)
En la novela hispanoamericana, el paisaje no está, sino es. Es, repito. Actúa personificado, voluntarioso y humano, y puede ser la selva, la pampa, el llano, la montaña, el río, el mar, una isla, un pueblo, una ciudad.
En Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes percibimos la infinitud de la pampa, inmenso mar estático, por el movimiento de las novilladas a lo largo del terreno.
La novillada marchaba bien — escribe Güiraldes —, las tropillas que iban delante llamaban siempre con sus cencerros claros. Los balidos de la madrugada habían cesado. El traqueteo de las pezuñas, en cambio, parecía más numeroso, y el polvo alzado por millares de patas iba tornándose más denso y blando. Animales y gentes se movían como captados por una idea fija: caminar, caminar, caminar... A veces un novillo se atardaba mordisqueando el pasto del callejón y había que hacerle una atropellada. Influido por el colectivo balanceo de aquella marcha, me dejé andar al ritmo general y quedé en una semi inconsciencia que era sopor, a pesar de mis ojos abiertos. Así me parecía posible andar indefinidamente, sin pensamiento, sin esfuerzo, arrullado por el vaivén mecedor del tranco, sintiendo en mis espaldas y mis hombros el apretón del sol, como un consejo de perseverancia. (147)
Qué bien se percibe la pampa, la novillada, el paso de los caballos en que los gauchos van montados, todo fundiéndose en la llanura lisa y polvorienta. El paisaje no es vertical, sino horizontal. Horizonte y más horizonte, por donde se puede andar, andar y andar, indefinidamente. Vemos al hombre fundido con el paisaje, que es distancia, espacio, y a los jinetes seguir como dormidos con los ojos abiertos de par en par.
Al final de Huasipungo, del ecuatoriano Jorge Icaza, hay un despertar de la tierra vitalizada y partícipe de la lucha. (Repito mi advertencia sobre el término “paisaje”, que abarca todo lo que rodea a los personajes, entra en ellos y sale de ellos, como un magma sanguíneo).
Volvamos a nuestra cita de las páginas inolvidables de la novela de Icaza: «Parece que la loma se ha despertado, mientras el valle y la montaña con sus mil “huasipungos” siguen dormidos». (Parad mientes en que es el paisaje, es la loma personificada, la que se ha despertado, se observe con atención: los indios, las haciendas duermen todavía). Dice el novelista: «despertar parcial, que ponía más furia desordenada y salvaje en los rebeldes. El cartel sonoro del cuerno no entró en todas las chozas. Las cien familias indias se precipitaron solas. La tierra siente el cosquilleo de los pies desnudos que corren» (148). Parad mientes que este testigo, la tierra, es la tierra que siente, es la parte del paisaje humanizado, percibiendo el cosquilleo de los pies desnudos que pasan. La loma se despierta antes que los indios, la tierra que los siente en su correr se nos convierte en verdadero “huasipungo”. La loma que se despierta antes de los indios, la tierra que los siente correr se vuelven ellas mismas en seres animados, en huasipungos que, a la hora de la sublevación, rodará el alarido del grito de guerra: «Ñucanchic huasipungo...».
Añadiré: esta personificación del paisaje en la novela hispanoamericana, del ambiente, del mundo que envuelve a los personajes, llega hasta borrar al ser humano como protagonista, tal y como lo expresara un crítico al referirse a Hombres de maíz. Perdonad mi inmodestia al citar una obra mía, pero no tuve a la mano otro ejemplo de esta personificación del paisaje, del paisaje viviendo por sí, sin necesidad de la presencia humana. En el capítulo de María Tecún, se lee: «Un guardabarranca se llevó una selva en un trino. Un cenzontle en un trino la regresó a su lugar. El guardabarranca con ayuda de pitos reales se la llevó más lejos, rápidamente. El cenzontle, auxiliado por pájaros carpinteros, la regresó a las volandas. Guardabarrancas y cenzontles, pitos de agua y pájaros carpinteros, chorchas y turpiales, llevaban y traían selvas y trozos de selvas, mientras amanecía». (149)
Es el paisaje, es la naturaleza americana animada, vitalizada, humanizada en un conflicto de pájaros y selvas.
Para el ensayista Pedro Grases, «las grandes novelas de América han rectificado el concepto tradicional de dicho género, ya no es el hombre, ni siquiera el factor humanidad, lo fundamental, el protagonista de esa novela. Sus grandes personajes son “vitalizaciones de la naturaleza”, grandes símbolos que reencarnan lo que podríamos llamar, con Felipe Massiani, “la geografía espiritual de los hechos naturales, actuantes y operantes en la vida de ese Continente”. Los tipos humanos reducidos a simples accidentes, sus acciones viven apegadas a la sombra de acontecimientos geográficos, influyentes y definitivos, los cuales intervienen en una suerte de existencia y de dinamismo imponente». Esta afirmación tan rotunda de Grases, publicada en el libro Dos Estudios (150), fue prontamente atajada por el profesor Arturo Torres-Ríoseco, quien, en un estudio publicado en Nueva York (151), hacía notar que la afirmación de Grases sólo parece considerar las “novelas de la tierra”, no así las otras importantes novelas que se han escrito en América, en las que no se da este predominio del paisaje. En efecto, es así, pero en favor de la tesis de Grases están muchos críticos europeos, franceses, italianos y alemanes, que ven el renacer, el arrancar de la novela americana, de esa presencia, imposible de apartar, del paisaje, del elemento geográfico. Por otra parte, Grases opina que es el predominio de la naturaleza lo que ha llevado a rectificar el concepto tradicional que se tenía de dicho género.
Aunque Torres-Ríoseco acusa a Grases de valerse de un sofisma para defender su tesis, en eso no hay sofisma alguno. La narrativa latinoamericana, en sus manifestaciones de tipo tradicional –María de Jorge Isaacs, tan parecida a Átala de Chateaubriand y a Rafael de Lamartine; Don José Milla, tan parecido a Hugo y a Dumas– produjo grandes novelas y aún entre los contemporáneos existe esta clase de obras escritas conforme a los moldes europeos, que desde luego son importantes, pero no pueden clasificarse en la corriente novelística hispanoamericana que rompió amarras, desatóse hasta donde pudo de Europa y empezó la aventura de la existencia propia. Ese momento, que nosotros hemos fijado al final de la primera Guerra Mundial, lo determina la “vitalización” de la naturaleza de la que habla Pedro Grases, el aparecimiento del mundo-ambiente americano como personaje, como protagonista principal, reducido el ser humano a simple accidente.
Negar las influencias europeas, aun hoy en nuestra narrativa, sería torpe y vano, pero también sería renunciar a lo propio, callar que esa novelística se ha ido independizando de dichas protectoras influencias literarias, conquista que en mucho se debe al imperio de nuestra geografía, de nuestra naturaleza y de nuestra realidad. Es imposible, junto a los Andes, en el Perú o en Bolivia, imaginar una novela de corte europeo, sin falsear las substancias profundas de la vida; nadie puede concebir separados los personajes y la naturaleza –una selva diferente de La vorágine– en los cuentos de Horacio Quiroga; ¿dónde situar fuera de Venezuela Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri?
¿Estamos de acuerdo con que existe una realidad latinoamericana? Pues si hay una realidad americana, tiene que haber una novela americana, y en esa novela, la tierra, los elementos, la naturaleza son el denominador común, el que ha de marcar a esta nueva novilla, permitidme que llame así a nuestra narrativa, porque plásticamente se me antoja como una joven novilla, nerviosa, ansiosa de vida, apta para el ataque, de palpitantes ijares y ojos de cristal de sueño.
La actitud de los que no aceptan, como lo más representativo de nuestras letras, en este género, las novelas que llaman “de la tierra”, presumimos que se debe a que casi todas estas novelas son de protesta, de insurgencia, de lucha, de replanteo de nuestros problemas sociales.
Por otro lado, se podría objetar que Don Segundo Sombra o los personajes de La vorágine no son revolucionarios y tampoco rebeldes. Este es el error de los que juzgan nuestra narrativa con un solo criterio, con una sola medida. En Don Segundo Sombra no aparece un solo personaje revolucionario; sin embargo, esta novela contiene denuncias terribles, como cuando el hijastro de Don Segundo Sombra, para obtener un caballo, «un gaucho de a pie es buena cosa para ser tirada al zanjón de las basuras». (152) A pesar de su joven edad, tiene que domesticar a doce potrillos para conseguir dos. Hay una protesta, una rebelión que nace de los acontecimientos.
No podríamos imaginar personajes más pacíficos que los de El mundo es ancho y ajeno: en efecto, Rosendo Maqui es el ejemplo máximo de sumisión al patrón que lo explota y a las leyes feudales del Perú; pero a pesar de esto, el lector resulta sacudido por tanta injusticia.
Para mí, la función principal de la novela es la de movilizar a los lectores sobre el hombre que habita nuestras tierras –mestizos, indios, mulatos, negros, zambos; humanidad mixta y pobre que contrasta con la maravilla de su exuberante naturaleza–; por esto, la novela moderna latinoamericana representa un género revolucionario por excelencia.
De nuestros ojos no se podrán nunca borrar los personajes de la pampa salitrera descritos magistralmente por Volodia Teitelboim en Hijo del salitre, y en cualquier lugar nos encontraremos, gritaremos porque el grito nos saldrá del corazón, grito de pena por los sufrimientos silenciosos, profundos y corrosivos del minero de salitre. Antes de visitar las numerosas minas de estaño de Bolivia, antes de bajar a los pisos más profundos, donde el aire se enrarece y reina un calor infernal, antes de ver cómo al minero, estremecido bajo las sacudidas de la perforadoras, se mojan las espaldas con agua helada para que no se queme, antes de ver a ese hombre, terminado el trabajo, subir de repente de temperaturas infernales al frío helado del altiplano, sin cubrirse, semidesnudo; antes de ver todo esto, ya lo habíamos leído en las novelas sobre las minas.
Y la dureza del problema de los negros, como aparece en Jurungó de Alberto Ortiz: un problema que no se limita a subsistir, evoluciona, busca soluciones; un problema que deja atrás mitos y deidades, fuerzas ocultas, cábalas y oraciones, y se enfrenta con el futuro, con la fuerza de los que no se resignan a vivir como viven. La novela, así concebida, es el camino hacia una América que no se resigna y que vive su momento de rebelión. El paisaje con sus violentos contrastes, la naturaleza con su fuerza de un mundo en vía de formación, plasman los caracteres de los personajes que se vuelven modelos.
El escritor Emilio Sosa López, en un estudio con el título “Mito y literatura” publicado en los Cuadernos Americanos, apoya claramente todo lo que hemos dicho hasta ahora, cuando escribe:
La novela ha sido el registro testimonial de estas vicisitudes de hombres que viven en una sociedad en constante transformación y actualización de valores, de hombres que no tienen otra perspectiva, a causa de sus intereses concretos, que la historicidad del presente o la pura mecánica de la existencia. Esta situación, o, mejor dicho, este situacionismo que padece el ser del hombre irreflexivo y egoísta, nos ha traído, por imperio del encadenamiento de los últimos siglos y de una decidida falta de libertad positiva, al estado actual de crisis y desintegración de la personalidad humana. La novela, por su amplitud, penetración y poder descriptivo, es el género que mejor ha servido para interiorizarnos en las motivaciones más ocultas de los individuos, en sus ambiciones y padecimientos, y en todo ese complejo psicológico del egocentrismo y el orgullo. Históricamente –añade Sosa López– representa, en el desarrollo de las especies literarias, una supervivencia de aquellas grandes epopeyas del pasado que fundaron la literatura. Pero hay algo que la caracteriza por sí misma y la muestra en su propia plenitud. A diferencia de aquellos géneros del pasado, la novela se aplica, no ya a un plano de simple recreación de hechos consumados, sino al análisis de hechos nuevos, y más todavía, a la creación de nuevas situaciones que implican, por una parte, la compensación de lo que quisiéramos ser, de la vida que quisiéramos vivir, y, por la otra, un método de investigación de las realidades psicológicas y sociológicas de todo presente.
La novela, en cambio, nunca se ha atenido a lo exclusivamente emotivo ni a lo intelectual, porque los comprende a ambos. Ella no solo investiga a las realidades externas que construyen la vida social o política del hombre, sino que también trabaja con la materia inconsciente donde arraigan los impulsos y los instintos de lo emotivo y lo sentimental. Como su misión ha sido siempre crítica, ella ilumina todos los órdenes del ser. Así ha llegado a mostrarse como un verdadero instrumento de la investigación antropológica referido al hombre de nuestro tiempo. (153)
Quiero seguir citando las importantísimas opiniones de Sosa López sobre la novela:
Esta extremada conciencia de la realidad que trae la novela no es comparable, por cierto, con ninguna otra forma de esclarecimiento de la vida humana, porque ella no las reduce a simples categorías o abstracciones del pensamiento. Muestra los hechos tales como son, en su dinamismo y también en su profundidad, para consumo de esas virtudes superiores de la comprensión y la simpatía. No exige como los idearios políticos o los dogmas religiosos, decisiones extremas con respecto a la vida. Pone al hombre en entera libertad de juicio, pero sobre la base de una identificación compasiva y altamente moral, frente a los personajes que enfrenta. En verdad, ella provoca un acrecentamiento del interés humano, vivifica las relaciones del hombre con el hombre. Y en este sentido, si con algún principio se identifica en su afán de verdad, es con aquel que exaltaba el ánimo de Quijote: ¡la justicia! (154)
Cabría emparentar el lenguaje que transpone a la narración la realidad ambiente, con una vasta pintura mural, y por esta similitud se ha emparentado nuestra novela con la obra imponderable de los muralistas mexicanos.
El crítico italiano Cesco Vian, en un estudio sobre el «Romanzo ecuatoriano», establecía en 1952 un paralelismo entre el primer período de la narrativa de Jorge Icaza y la obsesión indianista del pintor mexicano Diego Rivera. En ambos, según Vian, la técnica del fresco y de la estilización es la misma, momento de pura esencia poética, en el que el drama persiste, pero sometido y definido por la amplitud del cuadro que el ser humano no alcanza a sobrepasar.
Pero volvemos al paisaje naturaleza-ambiente-geografía, atmósfera de la narrativa latinoamericana, y retomamos el hilo de nuestra experiencia. Ese universo, ese mundo, trasladado a las páginas de la novela, se obtiene no solo por el don de fabulación del novelista, sino por su capacidad poética. Un fabulador sin ese don poético podrá escribir novelas policiales, novelas de aventuras, relatos muy bien urdidos, con gran suspenso y un desenlace sorpresivo, pero no logrará animar sus novelas con la vida que a las cosas comunica la poesía.
Antes de seguir adelante sobre la poesía como elemento de nuestra novelística, conviene aclarar que estoy muy lejos de referirme a lo que se entiende por «novela poética», al estilo de Jarnés, Morand, Cocteau o Giraudoux, o sea, esa novela deshumanizada, sin arraigo real, creada diríase para dar salida a bellas imágenes, a juegos de ingenio y soluciones irreales, mitológicas, caprichosas y ambiguas.
La poesía del lenguaje que sustenta nuestra novela es algo así como su respiración. Novelas con pulmones poéticos, con pulmones verdes, con pulmones vegetales. Sí, es el ambiente de poesía, naturaleza convertida en idioma robado al poema, lo que más atrae en nuestras obras, a los lectores no americanos, y hasta podría afirmarse que la universalidad se ha logrado por los caminos de un lenguaje colorido, que no es pintoresco, onomatopéyico por adherido, no sólo a los ruidos naturales, sino a las antiguas lenguas, onomatopeyas que evocan en su sonoridad viejas equivalencias, sagradas magias, como ocurre en la obra de Augusto Roa Bastos, El trueno entre las hojas, donde el guaraní parece escapar bajo el español con un ruido de agua de río, agua de lago, agua del Paraguay.
En esta relación entre la lengua de nuestras novelas y los resabios ancestrales que afloran inconscientemente en la prosa de nuestra narrativa, quiero llamar la atención sobre algo que me parece muy importante. La lengua castellana se construye con frases. Es una lengua en la que las palabras, encadenadas por una sintaxis de hierro, desarrollan los conceptos. En el español que nosotros escribimos, la palabra es una entidad absoluta, contiene en sí tanto simbolismo que en una palabra encerramos los conceptos. Es por ello que nuestra prosa, sin el ordenamiento de la sintaxis castellana, aparece como incisiva, directa, rica, pero al mismo tiempo, apretada y sencilla. Esta prosa, en la que la palabra adquiere un valor tan importante, que no depende de las otras palabras sino de lo que cada una de ellas encierra de fuerza expresiva, es lo que ha contribuido a que se dé carta de universalidad a nuestra literatura, especialmente a la novela.
Llama la atención de los lectores no americanos que la riqueza, el esplendor, la hermosura y hasta la trágica grandeza del paisaje y naturaleza descritos, no estén dados en frases exuberantes e imágenes rebuscadas, sino en un idioma estricto, duro, si se quiere, en el cual parecen ir, pasando por sabidurías antiquísimas, las valoraciones, la adjetivación, el rápido desenvolverse de los verbos. Cabría agregar que la tónica de este lenguaje, en una frase, en un párrafo entero, la da muchas veces una sola palabra, este corte absoluto entre la prosa castellana y el español que nosotros escribimos necesitaría estudios especiales, lo que nos permitirá apreciar en todo su valor lo que hasta ahora parece haber pasado inadvertido.
Muchos creen, juzgando a la ligera, que estamos destruyendo el idioma. A mi juicio, estaríamos destruyendo el idioma si tratáramos de ajustarnos a la sintaxis castellana, imitando la nobilísima lengua de nuestros maestros españoles.
Lo que estamos haciendo es inventar, crear una lengua, un vehículo de expresión de lo nuestro, de nuestros sentimientos, de nuestros pensamientos, de nuestra carne, de nuestra naturaleza, de nuestros problemas, de todo lo que sería inexpresable si no llegamos a poseer nuestro propio idioma, ese que se ha movilizado ya, como una avalancha, en nuestras novelas.
Y no lo estamos inventando porque sí, por capricho, por novelería, por exotismo, o bien porque en algún momento creyéramos indigno vehículo a la más hermosa, la más sonora de las lenguas, la que hablaron Cervantes y Quevedo, Fray Luis y Santa Teresa, Lope y Garcilaso. Lo hacemos impulsados por la sangre indígena y en el caso nuestro, en el caso guatemalteco, porque se nos exige, como ya ocurría en nuestras mitologías, para develar el misterio, encontrar la palabra exacta, el término preciso, aquel que los dioses escondieron como parte del fuego sagrado y que las tribus fueron descubriendo en su peregrinar.
En el Libro de los Muertos de los Osiris americanos, cuando las almas de los desaparecidos descendían a Xibalbá, se exigía de los que no querían extraviarse y perecer definitivamente, el conocimiento de los nombres que, en la profunda oscuridad, les permitiría orientarse; y en las luchas entre los dioses del bien y del mal, los brujos y brujitos, jugadores de pelota, la derrota llegaba cuando el rival lograba desnudar a su enemigo empleando el nombre preciso, dejándolo sin la cobertura que lo disfrazaba.
Qué otra cosa hacemos nosotros, poetas y novelistas de América, sino ir desnudando la realidad con la palabra precisa, con la palabra motor, con la palabra que hará llegar a lo universal nuestro particular anhelo, nuestra demanda de justicia, nuestra protesta y nuestra esperanza.
Y a este propósito quiero recordar y rendir homenaje al gran escritor François de Miomandre, desaparecido hace casi un mes, que dedicó gran parte de su vida intentando acercar Francia a los países de América Latina. En una conversación que tuve con él en París, cuando estaba traduciendo Hombres de maíz, él me dijo: «los textos de las últimas novelas latinoamericanas resultan intraducibles si no se encuentran las palabras que expresan exacta y rigurosamente lo que el escritor quiere decir. No se puede emplear un sinónimo cualquiera, hay que encontrar el término exacto. Por esta razón [es] que los expertos de la lengua francesa recurren a términos locales, antiguos, desusados y a expresiones idiomáticas para traducir exactamente algunos textos. Esto significa que el traductor tiene que enfrentarse con una labor creativa». Y añadía: «vosotros estáis creando una lengua nueva, un español que se diferencia del castellano, menos pomposo y cerrado». Según François de Miomandre, entre los españoles, Quevedo era el que más se acercaba a un concepto estricto de la lengua.
El paisaje, concepto ampliado a todo lo que rodea al personaje, el lenguaje recreado en cada obra, hacen inconfundible nuestra narrativa que llamamos ficción, pero que en realidad no lo es, o lo es cada vez menos, hasta hacer decir a algunos que nuestras novelas son más veraces que la historia de nuestros países.
El hallazgo de nuestro lenguaje y nuestro paisaje nos ayuda a liberarnos de las formas que hasta ahora habían constreñido nuestra producción literaria, ajustándola a moldes europeizantes que resultaban estrechos y ajenos a la realidad, a la vida y a los problemas que tratamos de expresar.
Y dado que el paisaje y el lenguaje implican fuerzas misteriosas –las palabras usadas, el ambiente en el que se desarrollan los acontecimientos–, sería el caso de hablar, aunque solo de paso, de lo que nos hemos permitido llamar “realismo mágico americano”, es decir una realidad creada, como en los textos precolombinos que conocemos (el Popol Vuh, por ejemplo), muy parecida a la de los surrealistas, esta realidad ensalzada que esconde una realidad verdadera y que en el momento de ser transcrita en el texto entra en tantos detalles que supera a la realidad misma. El “realismo mágico americano” no tiene nada que ver con el “realismo mágico” de Bontempelli; es otra cosa. Bontempelli buscaba en la realidad los acontecimientos que testimoniaban la sobrevivencia de poderosas fuerzas ocultas, a primera vista absurdas. Hablando de la novela contemporánea, recordaremos la experiencia de Bontempelli y su obra principal, Il figlio di due madri. Hoy podemos confirmar que el “realismo mágico americano” no tiene nada que ver con el autor italiano; es un realismo que nos permite una interpretación adecuada de este mundo, envuelto en una realidad que no podemos negar y que a veces aparece más real que la realidad misma; mundo en el cual los hechos, en poco tiempo, se transforman en mitos o se olvidan, y las leyendas tienen un valor casi tangible.
Naturaleza, lengua y magia sustentan la novela americana. La magia de la tierra, la lengua de sus pueblos y la geografía de su mundo. Sé que habría que discutir aquí el problema del “criollismo”, del empleo conveniente o no de los términos locales, del uso del vos o del tú, de si mejora o no el texto la copia conversacional del pueblo en el diálogo, pero todo nos parece secundario cuando se analizan los valores verbales de las obras que forman ya una constelación de primera magnitud en la narrativa actual.
No podemos separar nuestra novela de la mente mágica americana, del lenguaje que hablamos y del mundo que nos rodea; para explicar mejor sus textos, tenemos que recurrir siempre a estos tres elementos para después examinar los problemas sociales de los habitantes de estos mundos ficticios; que en realidad son los verdaderos habitantes de nuestras tierras.
Intentamos sacar algunas conclusiones.
De la artesanía de la novela –y es un artesano el que os está confiando sus reflexiones– hemos pasado al estudio del paisaje, entendido como todo lo que circunda a los protagonistas de un relato. Hemos dicho que el paisaje en la novela americana no es solo una cosa inanimada que está allí, más bien es parte integrante de la narración, una parte animada de su mundo, una parte vital de su realidad, el elemento que lo envuelve todo como un magma sangriento.
Y por lo que se refiere al lenguaje, hemos llegado a la conclusión de que nuestras novelas tienen que ser escritas en español, pero con una sintaxis totalmente diferente de la castellana, donde la palabra, no la frase, la palabra en sí misma se utilice con su valor intrínseco y representativo y no como un elemento sonoro del período. Hemos también afirmado que la poesía, antes integrante exclusivamente del poema, hoy se encuentra en las novelas sin que esto las convierta en novelas poéticas. Existe una poesía que no es poética y es la que aparece en los textos de nuestras novelas. Y finalmente, hemos hecho referencia al “realismo mágico americano” es decir, a ese realismo que encontramos en los textos indígenas, en los cuales la realidad, aparentemente reemplazada por el sueño, aparece más real que la verdadera.