Kitabı oku: «Te veo», sayfa 2

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Capítulo 2
El padre

Henry Ballard está sentado en la terraza interior mientras trata de ignorar, con todas sus fuerzas, el repiqueteo que surge de la cocina.

Es consciente de que debería ir a hacer compañía a su mujer, a ayudarla, a consolarla, pero también sabe que no servirá de nada, de modo que lo está posponiendo. ¿La verdad? Lo único que quiere es quedarse un rato más observando el césped al otro lado del cristal. En ese extraño espacio cerrado, ese anexo a la casa que apenas ha servido de algo —siempre hace demasiado frío o demasiado calor, a pesar de las persianas y el gran ventilador antipolvo que les habían instalado por un precio exorbitante—, se las ha apañado para entrar en un estado de semiconsciencia, para llegar a un lugar donde su mente puede deambular más allá de los límites corporales y temporales, y adentrarse en el jardín donde, en este preciso momento, con la primera luz del día, oye cómo cuchichean en el escondrijo que tienen entre los arbustos. Anna y Jenny.

Había sido su sitio favorito durante un año, quizá dos, cuando pasaron por aquella espantosa etapa del color rosa. Edredones rosas. Barbies rosas. Una tienda de campaña rosa que habían comprado por catálogo y que ellas habían llenado con todo tipo de parafernalia de niñas. Él siempre había evitado acercarse a aquella cosa. En cambio, lo que más quería en el mundo ahora mismo era olvidarse de ordeñar y del heno, de las declaraciones del IVA y del banco, y salir a hacer una hoguerita y ponerse a cocinar las salchichas para el desayuno de las niñas. Organizar una acampada en condiciones, algo que, a pesar de habérselo prometido cientos de veces, jamás había hecho.

De pronto, se produce un estrépito en la cocina que lo obliga a entrar. Se la encuentra recogiendo moldes del suelo: un montón de moldes para hacer magdalenas y pasteles de todas las formas y tamaños imaginables.

—¿Qué demonios haces?

—Pastelitos de ciruela.

—Joder, Barbara.

Es el dulce favorito de Anna. Son una especie de barritas de avena con compota de ciruelas especiadas en el centro. Lo asalta el olor a canela: el acre contenido del tarro, que está volcado sobre la encimera, forma una montañita perfecta.

«Ay, Barbara».

Ser testigo de cómo ella recoge los moldes mientras, con manos temblorosas, se le antoja insoportable.

Así que, en vez de ayudarla e intentar demostrar algo de amabilidad o de decencia, se va al estudio y se sienta junto al teléfono, de modo que al cabo de unos cinco o quizá diez minutos, Henry es el primero en ver cómo un coche de policía vuelve a enfilar el camino que lleva hasta la casa.

Se le encoge el estómago, una sensación espantosa, y por un momento se plantea atrancar la puerta —se imagina todos los muebles del recibidor apilados contra la puerta para que no puedan entrar; qué ridículo—. Esta vez han venido dos agentes, un hombre y una mujer. El hombre lleva traje y la mujer, uniforme.

Cuando llega a la entrada, su esposa está en la puerta de la cocina y se seca las manos en el delantal una y otra vez. Henry se vuelve para observarla tan solo un segundo, y en su mirada ve súplicas dirigidas a él, a Dios y a la justicia.

Henry abre la puerta; Anna y Jenny entran corriendo, cada una con su mochila y su raqueta de tenis, y, al cruzar el umbral, lo echan todo al suelo. Qué alivio. Qué alivio. Qué alivio.

Pero la realidad interrumpe el recuerdo.

Sus expresiones lo dicen todo.

—¿La han encontrado?

El hombre, que viste un traje arrugado y comprado en una tienda al por menor, niega con la cabeza.

—Les presento a la agente de enlace con la familia, Cathy Bright. Les hablé de ella por teléfono.

No es capaz de articular palabra. Silencio.

—¿Le importa si pasamos, señor Ballard?

Asiente con la cabeza. Es lo máximo que puede hacer.

Se acomodan todos en el estudio y lo único que se oye es un ruido extraño y apagado, el del contacto de piel contra piel; es su mujer, que se está frotando las manos. De ahí que Henry alargue el brazo para agarrarle la mano. Para detener ese ruido.

—Como les decíamos antes, la policía de Londres está haciendo todo lo posible. Han priorizado el caso, teniendo en cuenta la edad de Anna y las circunstancias de la desaparición. Estamos en contacto con ellos permanentemente.

—Quiero ir a Londres, así puedo echarles una mano…

—Señor Ballard, ya hemos tratado ese tema. Debe quedarse aquí, su mujer lo necesita, y nosotros también necesitamos que nos eche una mano. Por ahora, lo mejor es que nos concentremos en recabar toda la información necesaria. Si hay alguna novedad, la que sea, le prometo que les informaremos y organizaremos el traslado de inmediato.

—¿Sarah ha recordado algo? ¿Les ha dicho algo más? Nos gustaría hablar con ella, por favor.

—Sarah todavía está conmocionada, como comprenderán. La atiende un equipo de especialistas y sus padres ya están con ella. Estamos intentando conseguir toda la información posible. La policía londinense está examinando todas las grabaciones de las cámaras de seguridad. Las de la discoteca.

—Es que todavía no me entra en la cabeza. ¿Cómo que la discoteca? ¿Qué hacían en una discoteca? No habían planeado ir a ninguna. Tenían entradas para ir a ver Los miserables. Les dijimos explícitamente…

—Señor Ballard, hay una investigación en curso que puede que arroje algo de luz sobre esta cuestión.

Henry trata de aclararse la garganta y el sonido le parece demasiado fuerte. Gutural. Asqueroso.

—Una testigo ha contactado con la policía; estaba en el tren.

Tiene flema. En la garganta.

—Una testigo. ¿Cómo que «testigo»? ¿Testigo de qué? No lo entiendo.

Los dos agentes de policía se miran, y la mujer se sienta en la silla que hay junto a Barbara.

El inspector les ofrece una explicación:

—Una mujer que estaba sentada cerca de Anna y Sarah durante el viaje nos ha llamado al oír que la policía pedía colaboración ciudadana. Nos ha dicho que oyó a las dos chicas entablando cierta relación con dos hombres que iban en el tren.

—¿Qué quiere decir con «relación»? ¿Qué hombres? Me he perdido. —Ahora Barbara le agarra la mano con más fuerza.

—Por lo que la testigo oyó, señor y señora Ballard, parece que Anna y Sarah se hicieron amigas de dos hombres de los que ya teníamos constancia.

—¿Hombres? ¿Quiénes?

—Unos tipos que acababan de salir de la cárcel, señor Ballard.

—No, no. Seguro que se equivocó… Es imposible. De verdad que es imposible.

—La policía de Londres intentará interrogar a Sarah sobre esta cuestión. Con carácter de urgencia. Y también a la testigo. Como les digo, necesitamos obtener tanta información como sea posible acerca de lo que ocurrió antes de que Anna desapareciera.

—Ya han pasado muchas horas.

—Sí.

—Son unas chicas sensatas, inspector. ¿Lo entiende? Son buenas, sensatas. Están bien educadas. Nunca, nunca les habríamos permitido hacer este viaje si no fueran…

—Sí, sí, por supuesto. Y deben hacer todo lo posible por ser optimistas. Como ya les he dicho, estamos haciendo cuanto está en nuestra mano para encontrar a Anna, y les informaremos de cómo progresa la investigación. Cathy puede quedarse con ustedes y responder a todas las preguntas que tengan. Me gustaría echar otro vistazo a la habitación de Anna, si es posible. Tenemos la esperanza de encontrar algún tipo de diario; y me gustaría examinar el ordenador. Es un procedimiento habitual. ¿Podría acompañarme al dormitorio, señor Ballard? Mientras tanto, Cathy podría prepararle una taza de té a su mujer. ¿Qué les parece?

Sin embargo, Henry ya no está escuchando. Está recordando que su mujer no quería que fueran. Decía que eran demasiado jóvenes, que la capital estaba demasiado lejos. Que era demasiado pronto. Él era partidario del viaje. «Por el amor de Dios, Barbara. No puedes mimarlas siempre». ¿La verdad? Él creía que Anna necesitaba despegarse de las faldas de su madre.

Alejarse de los pastelitos de ciruela.

Pero ese no era el único motivo. Madre mía.

¿Y si descubrían que esa no era la única razón?

Capítulo 3
La amiga

En una habitación doble y sofocante del hotel Paradise en Londres, cuyo nombre es manifiestamente inadecuado, Sarah oye la voz de su madre que susurra su nombre, así que ha decidido que no abrirá los ojos todavía.

Ahora está en una habitación diferente. Es idéntica, pero se encuentra en otra planta. Han acordonado la habitación en la que Anna y ella habían vaciado las maletas, pero Sarah no entiende por qué. Anna no había vuelto al hotel. ¿Es que no se la creen? «Que no volvió a la habitación. ¿Vale?».

En esta habitación huele a algo indefinido y horrible. Es un olor que le recuerda a la parte trasera de un armario. A cuando jugaba al escondite de pequeña. Todavía con los ojos cerrados, Sarah piensa que ojalá pudiera volver a jugar. Ojalá pudiera ignorar esa peste y la temperatura, su madre y la policía, y jugar al escondite. Sí. Se imagina que, en otra línea temporal, Anna está secándose el pelo ahora —la plancha ya está caliente para alisárselo después—, mientras charla por encima del ruido del secador sobre qué harían hoy. ¿A qué tienda deberían ir primero? ¿Seguro que Sarah decía en serio lo de probarse algo de Stella McCartney? Porque, por cómo iban vestidas, el dependiente sabría que no comprarían nada.

Anna. Qué dulce e irritante. Demasiado delgada. Demasiado guapa. Demasiado…

—¿Estás despierta, cariño? ¿Me oyes?

Sarah, con la cara girada en dirección contraria a su madre, abre los ojos y hace una mueca al ver la luz que lucha por abrirse paso por la ranura que hay entre las cortinas y forma un triángulo en la pared. Se ha tumbado vestida en la cama, sin querer deshacerla, porque estaba segura de que, a estas alturas, ya debería haber novedades. De un momento a otro. La encontrarán en cualquier momento.

—Me alegro de que hayas podido dormir, cariño. Aunque solo haya sido una hora. He hecho un poco de té para las dos.

—No quiero nada.

—Dale un sorbo, te lo he preparado con dos azucarillos. Tienes que meterte algo en el cuerpo, un poco de azúcar…

—Ya te he dicho antes que no me entra nada, ¿vale?

Su madre viste los mismos pantalones que ayer, pero se ha cambiado la blusa. Sarah piensa que es tan típico de ella como inapropiado —en cierto modo— que se le haya ocurrido traerse una blusa limpia.

—Ha llegado tu padre, está abajo. Lleva casi todo el rato con la policía. Quieren hablar contigo otra vez. Cuando estés…

—Ya les he contado todo lo que recuerdo. Durante horas y horas. Y no quiero ver a papá, no tendrías que haberlo llamado.

Sarah se encuentra con la mirada de su madre.

—Cariño, sé que tú y papá tenéis una relación complicada. Pero es que sí que le importas. Además, la policía quiere hablar contigo sobre una llamada que ha recibido. Después de que el caso haya salido en las noticias.

—¿Una llamada?

—Sí, de una mujer que iba en el tren.

—¿Una mujer? ¿Pero qué dices? ¿Qué mujer?

Sarah siente un vacío enorme en el estómago, el mismo que ha tenido durante las primeras horas espantosas, mientras esperaba con la policía a que llegara su madre. Mientras seguía atontada por lo mucho que había bebido. Desorientada. «¿Dónde te has metido, Anna? Joder, ¿dónde estás?».

Ha tratado de proporcionar a los agentes la información necesaria para que se la tomen en serio, pero no la suficiente como para que…

De pronto, se levanta a toda prisa. Nota las arrugas de la blusa de lino en la cintura mientras se mueve y toquetea los cepillos, los neceseres llenos de maquillaje y el resto de cosas que hay en el tocador.

—¿Tienes tú el mando? Quiero ver las noticias, saber qué dicen. Dime, ¿qué dicen?

—No te lo recomiendo, Sarah. Tómate el té. Le diré a papá que te has despertado, y que pueden subir ya.

—No pienso volver a hablar con ellos. Todavía no.

—Ay, cariño, sé que esto es una pesadilla. Tanto para ti como para todos nosotros. —Su madre se ha puesto a dar vueltas por la habitación—. Pero la encontrarán, mi vida, estoy segura. Lo más probable es que se fuera por ahí a otra fiesta y ahora esté preocupada porque ha metido la pata.

Rodea a su hija con el brazo —ha colocado las tazas de té entre el caos del tocador—, pero Sarah se lo aparta.

—¿Los padres de Anna están aquí?

—Todavía no, no lo sé. No sé qué van a hacer. La policía quería comprobar algunas cosas con ellos en Cornualles.

—¿El qué?

—Creo que los ordenadores o algo así. No lo sé, no me acuerdo exactamente, Sarah. Todo es muy confuso. Quieren recabar toda la información posible que sea de ayuda… Con la búsqueda.

—¿Y crees que yo no? ¿Crees que no me siento suficientemente mal?

—Pero si nadie te culpa, cariño.

—¿Perdón? Y ¿por qué usas el verbo «culpar» si no me culpa nadie?

—Sarah… mi vida. No te pongas así. La encontrarán. Estoy segura. Voy a llamar a la planta baja.

—No, quiero que me dejes en paz. Tú y todos. Es lo único que necesito.

La madre de Sarah se saca el móvil del bolsillo y, justo cuando se pone a buscar las gafas, llaman a la puerta.

—Seguro que son ellos.

Es el mismo inspector de antes, pero lo acompaña una agente de policía diferente, además del padre de Sarah.

—¿Hay alguna novedad?

La madre de Sarah empieza a levantarse de la silla, pero se deja caer al ver que todos niegan con la cabeza.

—¿Has podido descansar algo, Sarah? ¿Podemos charlar un poco más? —pregunta la agente de policía.

—No estaba borracha. Cuando hemos hablado antes. No estaba borracha.

—Claro que no.

Los adultos se miran los unos a los otros.

—Hemos echado un vistazo a las grabaciones de las cámaras de seguridad de la discoteca, Sarah. —Ahora le habla el inspector, con más firmeza—. Por desgracia, algunas de las cámaras no funcionaban. Pero hay ciertas cosas que no acabamos de entender, Sarah. Además, nos ha llamado una testigo.

—¿Una testigo?

—Sí, una mujer que iba en el tren.

Lo nota al instante. Cómo se estremece. Cómo se delata. Cómo baja la temperatura cuando la sangre se desplaza.

Y abandona su rostro.

Capítulo 4
La testigo

No me he hecho ilusiones.

Ya sabía lo que iba a pasar esta semana. Una parte de mí lo estaba deseando: la que alberga la tenue esperanza de que el reportaje con motivo del primer aniversario pueda darle un empujón a la investigación. Sin embargo, otra parte de mí está muerta de miedo. La gente volverá a dirigirme las mismas miradas. «Es esa mujer. ¿Te acuerdas? La que no dijo nada, la del tren. ¿No lo recuerdas? De cuando desapareció aquella chica… Madre mía, ¿ya ha pasado un año?».

Con todo, no me importa, prefiero que hagan la reconstrucción de lo que ocurrió en el programa sobre crímenes Crimecatchers. Sobre todo por la familia. Por la pobre madre. Lo único que yo quiero es quedar al margen.

Me entiendes, ¿verdad? A ver, no me importó que me hicieran preguntas. Aunque Tony se puso hecho una furia cuando la policía nos llamó; estaba sorprendido por que hubieran tenido el descaro de hacerlo.

«Filtrasteis su nombre. Habéis dejado que la juzgue todo el mundo y ahora creéis que querrá salir en el programa…».

Él insiste en que la filtración fue deliberada, que alguien hizo algo para que la prensa supiera mi nombre. Seguimos sin tener pruebas, y, sinceramente, he llegado al punto en que ya no tengo claro si me importa. Lo único que sé es que no soporto imaginarme a la gente volviendo a hablar del tema, volviendo a removerlo todo. Que me juzguen. Que me odien.

Incluso los clientes más habituales de la tienda me miran un poco raro, aunque no dicen ni mu sobre el tema.

La versión oficial del gabinete de prensa de la policía es que no hubo filtración alguna; tan solo mencionaron a un puñado de periodistas que la testigo del tren «se dirigía a un congreso». Pero deben de haberles dicho de qué era el congreso, porque, si no, ¿cómo ha podido averiguar la prensa que yo era florista? Bueno, qué más da. Algún periodista debió de consultar los diferentes eventos relacionados con la floristería, buscó con atención en las listas de asistentes de Devon y Cornualles y, al final, se plantaron en nuestra puerta.

Recordarlo me sigue provocando escalofríos.

De todas formas, si yo hubiese sido más lista, no habrían podido confirmarlo. Si se me hubiese ocurrido decir «no tengo ni idea de a qué os referís», lo habrían dejado ahí. Pero no respondí eso.

Soy consciente de que esto sonará muy estúpido, pero lo que les contesté desde el umbral de mi casa, desorientada por completo, fue: «¿Quién os ha dicho quién soy?».

«Joder, ¿por qué les has dicho eso?», fue lo primero que me preguntó Tony. «Madre mía, Ella. Es que se lo has puesto en bandeja».

Pero eso no era verdad, al menos, no del todo. No había dejado entrar a ningún reportero. No había hecho declaraciones, lo juro, pero me habían sacado una foto, y nos llamaban, y venga a llamar, hasta que cambiamos el número.

—Esto es acoso —había saltado Tony. «¿Acaso no ha sufrido suficiente?». Es tan bueno. Qué bonachón es mi marido.

Después de eso, las cosas se pusieron muy feas. La gente me empezó a decir cosas horribles por las redes sociales. Al final, tuvimos que cerrar la tienda un tiempo.

Sin embargo, lo cierto es que, por muy espantoso que haya sido, creo que no he sufrido lo bastante. Esa chica preciosa sigue desaparecida. Lo más probable es que esté muerta —es casi seguro—, aunque, por lo que he oído, su pobre madre sigue aferrándose a la esperanza de que sigue viva.

Y ¿acaso se la puede culpar? Yo, seguramente, haría lo mismo.

El agente de policía de Crimecatchers me ha dicho que la señora Ballard ha ofrecido una entrevista dura y desgarradora. No creo que sea capaz de verla. La madre de Anna se ha pasado este último año recopilando información sobre casos de chicas desaparecidas que aparecieron años más tarde. Lo típico: algún lunático las había secuestrado, les había lavado el cerebro, pero, al final, habían escapado. Se ve que han tenido que cortar todo eso de la entrevista, porque la policía no quiere enfocarlo así. Es evidente que creen que, lo más probable, es que Anna esté muerta. Emitirán el programa con el objetivo de encontrar al asesino, no a un loco que retiene a una chica en el sótano.

Por pura delicadeza, han dejado todo lo que cuenta la señora Ballard de cuando Anna era pequeña. Sobre sus esperanzas y sueños. Al parecer, eso es lo que hace que la gente llame y aporte nueva información. Pero el objetivo principal es encontrar a los dos muchachos. Y encontrar el cuerpo, supongo. Se me pone la piel de gallina solo de pensarlo…

Por eso, Tony se cabrea. Cree que, si la policía no hubiera tardado tanto en lanzar la orden de búsqueda de Karl y Antony después de que yo les hubiera puesto sobre aviso, quizá los habrían detenido justo antes de largarse. Seguramente, los habrían pillado en el extranjero.

Por lo que sé, habían tardado tanto por Sarah. La policía suele actuar con diplomacia, pero, si sumas dos más dos, llegas a la conclusión de que ella, al principio, debió de negar que los hubiera conocido. A los muchachos del tren. Debió de decir que yo me lo había inventado. Hasta que no hubieron revisado las grabaciones de seguridad y encontraron también un par de imágenes de ellos mientras bajaban del tren y fuera de la estación, los policías no difundieron sus fotos. Demasiado tarde.

Aunque, claro, eso era lo que había torcido las cosas y el foco se centró en mí.

Si hubiera llamado para avisar desde el principio… Si hubiera dado un paso al frente… Si me hubiera involucrado…

«No pienses eso. No puedes culparte de todo. No hiciste nada malo. Nada, Ella. Fueron esos tipos. No tú. No puedes seguir culpándote».

«¿Tú crees, Tony?».

Y ya no soy la única.

Recibí la primera postal hace unos días.

Al principio, me afectó tanto cuando la leí que tuve que salir corriendo al baño. Vomité.

Soy incapaz de explicar por qué me asusté tanto. Supongo que me conmocionó, porque a primera vista parecía muy amenazadora, muy repugnante. Cuando al fin fui capaz de calmarme y pensar con claridad, de pronto caí en quién me la había enviado. Y eso me infundió una mezcla de alivio y de culpa abrumadora. Si te soy sincera, puede que me lo merezca.

Me la había mandado en un arrebato de furia, no era una amenaza real; solo era para desfogarse.

La primera postal estaba metida en un sobre. Era una tarjeta negra con letras recortadas de alguna revista. ¿por qué no la ayudaste? Era clavada a la típica nota que sale en las películas, pero estaba bastante mal hecha: se me pegaban los dedos al tocarla.

Fui una estúpida: la rompí y la tiré a la basura, porque no quería que Tony la viera. Sabía que él llamaría a la policía, y quería evitarlo. Quería evitar que volvieran a venir. Tanto ellos como la prensa. No quería revivir esa locura.

Tardé un poco en asimilarlo del todo. Al principio había pensado que se trataba de cualquier tarado, pero después caí en la cuenta: «Espera, todavía no han echado el programa del aniversario por la tele».

Lo cierto es que la gente se había olvidado del caso. Hasta que no se emita el programa esta noche, nadie habría vuelto a pensar en la historia. Así es como va siempre, por eso a la policía le cuesta tanto. Todo el mundo habla de eso durante un minuto, y, casi al instante, ya lo han olvidado.

Sin embargo, hoy ha llegado otra tarjeta. También es negra, con un mensaje aún peor: puta… ¿cómo puedes dormir por la noche?

De modo que ahora lo tengo incluso más claro: sí que es culpa mía. Se trata de una venganza, y no solo por lo que no hice por Anna, sino por haber ido hasta allí en verano.

Ahora tengo clarísimo de quién son estas postales…

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311 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9788417333591
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