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Capítulo 9
El padre

Henry divisa el coche que se acerca a la casa mientras está vigilando a las ovejas en el campo más elevado y desprotegido de la granja. El viento aquí arriba es virulento, por eso Henry se sube la cremallera de la chaqueta hasta la barbilla sin dejar de observar la casa ahí abajo.

Esta parte de la granja siempre ha supuesto un problema logístico. Es complicado acceder a ella sin la ayuda de un quad, y la relación de Henry con este tipo de vehículos por las colinas siempre ha sido complicada. Ha estado a punto de volcar muchas más veces de las que le ha contado a Barbara. En una ocasión, cuando iba por una de las pendientes más empinadas, pensó que, con la velocidad, el dichoso cacharro iba a dar una vuelta de campana. Se le levantaron dos ruedas del suelo y notó cómo cambiaba el peso. Es tal y como lo cuentan: en un momento fugaz se había imaginado cómo se las iban a apañar cuando él ya no estuviera.

El eco vuelve a resonarle en la cabeza.

La voz de Anna.

«Me das asco…».

Aquel día con el quad se había asustado tanto que había vuelto corriendo a casa y se había metido directo en el despacho, justo al lado del cuarto de los zapatos, y había contratado por internet un aumento de la cobertura de su seguro de vida. Poco más tarde, aquello había provocado que Barbara y él tuvieran una discusión muy acalorada.

«No podemos permitirnos aumentar el seguro de vida, Henry. Y, de todas formas, ¿por qué lo has hecho? No seas tan morboso».

Le había prometido que cancelaría el aumento de la cobertura, pero en el fondo estaba reflexionando sobre si debía reconsiderar la oferta de una granja vecina para comprarle aquellos campos impracticables, ya que a ellos les iba mejor para el ganado. Sin embargo, era una cuestión de orgullo. Todavía hacía ver que era un granjero como Dios manda y no un administrador de alquileres turísticos.

Ahora observa el coche mientras se aleja; está claro que la carretera de acceso pone nervioso al conductor: se lo está tomando con calma. No, Henry ha decidido que no venderá ni dará en usufructo ninguna otra parcela de la tierra que su padre y su abuelo se esforzaron tanto por conseguir. ¿Qué más da si la parte turística tiene más sentido sobre el papel? Los alquileres de vacaciones. El camping. En el fondo de su corazón, él sigue siendo un granjero. Por eso no deja de pensar en las pocas ovejas y el ganado que tiene y también en el aumento del seguro de vida, que sigue vigente.

No ha reconocido al hombre que acaba de salir de casa. Era alto y delgado, pero estaba demasiado lejos como para verle la cara. Durante un momento, Henry se plantea si será alguien de la policía, y nota la descarga de adrenalina que ya le es tan familiar.

Ha pasado un año y, al contrario que su mujer, Henry no cree que su hija siga viva.

Henry ve que Barbara sale al umbral para comprobar que el visitante se ha ido.

Está pensando que debería bajar y descubrir qué demonios pasa cuando oye balidos a su espalda. Se gira y ve a dos hembras que resbalan por el barro en el extremo más alejado del campo y se acercan peligrosamente al arroyo. Mierda. Tendrá que ir hasta allí y guiarlas hasta la zona más elevada y segura.

La humedad de la tierra provoca que el cometido le lleve más de lo esperado.

Ovejas de las narices. Son tontas de remate.

Llama a Sammy, que se le acerca con el rabo entre las piernas. Incluso el perro detesta ese campo, y mira al amo como si estuviera loco. «¿Qué hacemos aquí? Normalmente te traes el quad».

Al final, con la ayuda de Sammy, Henry logra que las dos hembras extraviadas y el resto del rebaño avancen hasta la zona más elevada del terreno. Desde allí, las conduce todavía más lejos: atraviesan la puerta que lleva hasta el campo colindante, que, a pesar de que ahora tiene poco pasto, es una opción mucho más segura para pasar la noche. Cierra la puerta y echa el pestillo, llama a Sammy y perro y amo enfilan el sendero adyacente que lleva a la granja.

Se llama Primrose Lane, el camino de las prímulas. A Anna le encantaba pasar por allí cuando era pequeña, porque había setos muy altos. Y siempre quería recoger ramilletes de flores silvestres.

«Vamos a echar una carrera, papá».

Henry cierra los ojos al evocar ese eco más amable y se queda quieto unos segundos. Se la imagina vestida con la chaqueta rosa de plumas, la goma rosa en el pelo y los guantes rosas. «Venga, papá. Te echo una carrera hasta casa». Con el ramillete de prímulas en la mano.

Hasta que no nota a Sammy rozándole las piernas, Henry no abre los ojos de nuevo.

«Tranquilo, chico. No pasa nada».

Le acaricia la cabeza al perro, inspira profundamente y retoma el camino hasta casa. Cuando llegan al jardín, Barbara ya ha vuelto adentro.

En el cuarto de los zapatos, se quita las botas de agua y le ordena al pastor escocés, cubierto de barro, que espere.

—¿Quién era?

Barbara sale de la cocina pálida, mientras se seca las manos en el delantal.

—Un detective privado.

—Y ¿se puede saber qué hace aquí un detective privado?

—Dice que Ella, la florista, está recibiendo mensajes desagradables.

—Pero eso no es ninguna novedad.

—No, pero no solo por las redes sociales. Se ve que le están llegando cartas de verdad, o algo así. A su casa. La cosa se ha puesto fea.

—Y ¿esto debería importarnos porque…?

—Creo que el detective privado sospecha que se las he enviado yo.

—¿Te ha acusado de haberlo hecho?

—No explícitamente, pero lo ha insinuado. Como si me estuviera haciendo un favor. Como si me avisara.

Henry se detiene y entorna los ojos.

—Y antes de que preguntes: no, no se las he enviado yo. Aunque tampoco puedo fingir: me importa una mierda quién se lo manda.

—Bueno, espero que le hayas dicho que ni se le ocurra volver a aparecer por aquí. ¿Crees que deberíamos llamar a Cathy o al equipo de Londres y explicárselo?

—No, no ganamos nada. Ya le he dicho que no vuelva. Y él mismo ha dicho que va a informar a la policía.

—Y ¿no le has dicho nada más? Ninguna tontería, Barbara… ¿sobre mí?

Su mujer lo mira con frialdad, muy seria, sin pestañear.

Henry nota cómo se le acelera el pulso.

—No, Henry. No le he dicho ninguna tontería… sobre ti.

Henry se sienta en el viejo banco de iglesia que les sirve como banqueta en el cuarto de los zapatos.

—¿Jenny está en casa?

—Todavía no, se ha ido a la ciudad. Quiere un abrigo nuevo para la vigilia que sea calentito y elegante.

Henry ha dejado clarísima su opinión sobre la vigilia desde el principio. Él no es muy religioso. Había sido idea del párroco: señalar el primer aniversario de la desaparición con plegarias y velas. La habían fijado para el jueves… el día que se cumplía el año. Sin embargo, al confirmarse la emisión del programa, decidieron aplazarla hasta el sábado. Al ser fin de semana, también les iría mejor a los asistentes.

Barbara alza la barbilla.

—La madre de Sarah me ha dicho que ojalá pudiésemos postergar la vigilia hasta que Sarah tenga suficientes fuerzas para asistir, pero le he dicho que no era buena idea, que lo más importante es que Sarah se centre en recuperarse. Creo que deberíamos seguir con lo que habíamos planeado.

—Pero ¿sigues pensando que la vigilia es una buena idea?

—No lo sé, Henry. Pero la gente está siendo amable y parece que quieren hacer algo. Además, la prensa hará fotos, y eso ayuda a que se siga hablando del caso. Cathy dice que es positivo. Que se siga hablando del caso.

—¿Cómo está Sarah? ¿Sigue diciendo que fue un accidente? Lo de las pastillas…

«Nadie sufre una sobredosis sin querer», piensa Henry. Trata de sentir cierta compasión por Sarah, pero es incapaz.

Capítulo 10
La testigo

—Cariño, ¿por qué no dejas que haga yo el té? Date un respiro para variar.

Oigo la voz de mi marido, pero no me doy la vuelta. Desde el rellano superior de las escaleras, no aparto los ojos de las cartas que están tiradas sobre el felpudo. Lo diviso entre el abanico de facturas y sobres blancos; me llama a gritos. El sobre negro que ya me es tan familiar. Esta vez, la dirección está impresa en una etiqueta de color crema.

—Estoy bien, no te preocupes. Ya me conoces, prefiero ponerme ya en marcha.

Bajo deprisa para recoger las cartas del suelo y amontonarlas; noto la postal dura dentro del sobre y la meto en el centro justo cuando Tony comienza a bajar las escaleras.

—¿De verdad que estás bien, Ella?

—¿Te apetecen unos sandwichitos de beicon? Dile a Luke que en quince minutos están listos, por favor.

El corazón me va a mil por hora y evito mirarme en el espejo con tal de no ver lo evidente. Tengo la cara roja.

De verdad que creía que al llamar a Matthew todo esto se solucionaría; creía sinceramente que podía evitar que Tony tuviera que preocuparse por esto también, porque ya ha aguantado suficiente.

En la cocina, rebusco entre el correo para pasarle a Tony las circulares del club vinícola y las del banco. Sé que tendría que decírselo, y me he prometido que lo haré, pronto. Muy pronto. Pero primero quiero hablar con Matthew. Además, sé que volverá a disgustarse, y está agobiado con todo el tema del ascenso. Me siento culpable, porque me había repetido una y otra vez que no fuera a Cornualles. ¡Ay, no! De verdad que tenía todas mis esperanzas puestas en que Matthew lo solucionara.

—¿Hay algo que valga la pena? —Tony está mirando las cartas que tengo en las manos.

—Una de la aseguradora, con una oferta para varios coches.

Esboza una mueca y gira sobre los talones, mientras yo enciendo el horno y me mantengo ocupada preparando el pan y el beicon; justo en ese momento, suena el teléfono.

—Ya lo cojo yo —le digo: quizá es Matthew. Aunque creo que le pedí que me llamara a la tienda.

—Pasa algo, Ella, ¿verdad? Algo que no me has dicho.

—Ahora no, Tony, por favor. Estoy bien. —Joder. Si al final resulta que no es la madre de Cornualles, tendremos que entregar las cartas a la policía. Bueno. En ese caso, se lo tendré que contar a Tony igualmente.

Mientras con una mano abro el paquete de beicon, con la otra descuelgo el teléfono, y me preparo para decirle a Matthew que me llame más tarde, a la tienda.

—¿Está la madre de Luke?

—Sí, soy yo, Ella Longfield. ¿Quién es?

—Rebecca Hillier, la madre de Emily. Solo quería confirmar la hora de la reunión.

—¿Qué reunión? Creo que me he perdido.

Se produce una pausa larga.

—¿Luke no le ha dicho nada?

—No, ¿ha ocurrido algo?

—Mire, no voy a hablar de esto por teléfono. Se lo he dicho claramente a Luke. Al grano: ¿están libres mañana o no?

Tony me está haciendo preguntas en silencio: «¿Quién es? ¿Qué pasa?».

—Bueno, la cosa es que mi marido ha quedado con unos amigos para jugar a póquer, así que…

—Pues a las 19:30, en nuestra casa. Luke tiene la dirección.

Y me cuelga.

—Qué rara… Y qué mala educación. Dile a Luke que baje, por favor.

—Pero ¿qué pasa?

—Ojalá lo supiera.

Coloco media docena de lonchas de beicon en una bandeja, un poco montadas entre sí para que quepan todas. Al oír los pasos de Tony subiendo por las escaleras, abro con rapidez el temido sobre.

vigila lo que haces. yo no te pierdo de vista…

—¡Ella! Será mejor que subas.

«Madre de Dios…».

En la habitación de Luke, enseguida me doy cuenta de que algo va mal, y al instante dejo de sentir miedo por la postal y lo tengo por mi hijo. En estas últimas dos semanas ha llegado cada vez más tarde, tanto a trabajar en la tienda como al instituto. Hemos recibido una carta en la que se nos notificaba que también se ha saltado clases. El tutor nos ha pedido hacer una reunión. Mi intención era tratar de aclarar qué ocurría, pero con todo lo que ha sucedido últimamente…

—¿Se puede saber qué pasa, Luke? —Tony está más enfadado que preocupado.

Luke está hecho un ovillo bajo las sábanas, vestido con la ropa de ayer. Unos tejanos y una sudadera gruesa turquesa. Está sudado y huele mal.

—¿Tienes frío? ¿Te encuentras mal? —le pregunto, intentando mantener la calma. Me siento culpable por haber estado tan ciega.

—Contesta, Luke. ¿Qué ocurre? —Tony descorre las cortinas.

Luke, con la mirada sombría y la capucha puesta, no responde.

—Acabo de hablar con la madre de Emily. Me ha dicho no sé qué de una reunión. Ha sido un poco maleducada y, al parecer, creía que yo sabía de qué me hablaba. ¿Qué reunión, Luke? —intento no sonar enfadada.

Luke sigue sin abrir la boca.

—¿Qué ocurre, Luke?

En ese momento, el pánico se adueña de mí. Empiezo a pensar en qué puede ser: ¿drogas?, ¿robo?, ¿algún altercado con la policía? No, mi pequeño no sería capaz de algo así. Mi niño, que saca dieces en todo, que se supone que tenía posibilidades de entrar en Oxford o en Cambridge hasta que hemos llegado a esta época en la que le ha entrado la tontería. Es una fase, según Tony. Solo se ha rebelado un poco porque el año de los exámenes finales de bachillerato ha sido mucho más duro de lo que nadie esperaba. A lo mejor solo está hasta las narices de los exámenes. ¿Será eso?

—Por favor, Luke. Dinos qué pasa. Quizá podemos ayudarte. —Tony ha suavizado el tono.

En ese momento, Luke nos sorprende a ambos y se echa a llorar. Berrea como un bebé, algo incongruente e histriónico y, al mismo tiempo, es aterrador que ese llanto lo emita un chaval de metro ochenta vestido de pies a cabeza y cubierto con un edredón de rayas azules de Marks and Spencer.

Al instante reparo en dos cosas: sea lo que sea lo que haya ocurrido, es muy serio; y he estado tan trastornada con el caso de Anna Ballard que no me he dado ni cuenta de esto.

Capítulo 11
El padre

Henry está dando marcha atrás con el tractor cuando Barbara asoma la cabeza por la puerta.

—¿Qué demonios haces, Henry?

—Estoy preparándolo todo para tu querida vigilia.

—Anda, ahora resulta que es mi vigilia.

—Bueno, está claro que no fue idea mía.

Durante unos minutos, ella observa cómo maniobra con el tractor. Hace movimientos furiosos y erráticos de un lado para otro. Henry solo quiere que su esposa vuelva adentro, que lo deje en paz. Pero no.

—Sigo sin entender qué haces.

—Voy a colocar unas cuantas balas de paja para que la gente pueda sentarse.

—La gente no querrá sentarse. Ya te digo yo que estarán poco rato.

—La gente siempre quiere sentarse. Además, vendrán personas mayores que necesitan sentarse, Barb. Y no podemos sacar sillas. No quiero que se acomoden demasiado, porque, si no, no nos los sacaremos nunca de encima.

—Mira que eres ridículo.

A Henry le parece que es el momento perfecto para que lo acuse de ser ridículo. Desde el principio había dicho que no quería celebrar la dichosa vigilia. Anoche, ya en la cama, tuvieron una discusión al respecto entre susurros.

«Podríamos hacerlo enfrente de casa», había dicho Barbara cuando el párroco llamó. Henry había dejado muy claro que no quería que se hiciera ningún acto religioso, nada que se pareciera a unas exequias.

Sin embargo, el párroco les había dicho que la idea de la vigilia era exactamente la opuesta: la comunidad quería demostrar que no habían tirado la toalla, que continuaban apoyando a la familia. Que rezaban para que Anna volviera a casa sana y salva.

A Barbara le había encantado y aceptaron realizarla. Sería una celebración con poca gente. Vendrían a pie desde el pueblo o aparcarían en el polígono y vendrían caminando por la carretera.

—Pero si ha sido idea tuya, Barbara.

—Sabes que fue idea del párroco. La gente simplemente quiere mostrarnos su apoyo.

—Es puro morbo, Barbara. Eso es lo que es.

Vuelve a maniobrar con el tractor por el jardín y deposita dos balas de paja más al lado del resto.

—Ya está, no creo que hagan falta más.

Henry mira a su esposa y lo asalta esa sensación de contradicción tan extraña y a la vez tan familiar. No sabe cómo han llegado a este punto. La cosa ha ido degenerando no desde que desapareció Anna, sino a lo largo de los veintidós años de matrimonio. Se pregunta si todos los matrimonios acaban así. O si, sencillamente, es un mal hombre.

Cuando Barbara se coloca el cabello detrás de las orejas y levanta la barbilla, Henry contempla los labios carnosos, los dientes perfectos y los pómulos marcados que un día lo hicieron sentir de una forma muy diferente. Es un péndulo que sigue confundiéndolo, que le hace desear que pudiera dar marcha atrás. Volver al baile de los jóvenes granjeros, cuando ella olía a gloria y todo parecía sencillo y prometedor.

Y sí, también desearía volver atrás e intentarlo de nuevo. Hacerlo mejor. Todo.

Entonces, cierra los ojos. Vuelve a oír el eco de la voz de Anna junto a él en el coche.

«Me das asco, papá».

Quiere dejar de oír esa voz. Que se calle. Desea volver atrás por enésima vez. Regresar a la época en que Anna era pequeña y lo quería, y recogía ramilletes al recorrer el Primrose Lane. A la época en que él era su héroe y ella quería echarle carreras hasta casa para merendar.

Barbara dirige la mirada hacia el brasero.

—¿Vas a hacer fuego, Henry?

—Sí, hará frío.

—Gracias. También estoy preparando tazas de sopa. —Una pausa—. ¿De verdad crees que es un error, Henry? No me había dado cuenta de que te disgustaba tanto. Lo siento.

—No pasa nada, Barbara. A la fuerza ahorcan. Vamos a aprovecharlo al máximo.

Comienza a dar marcha atrás con el tractor y sale del jardín para volver a guardarlo en el granero. Ahí, en la penumbra, por fin el pulso le vuelve a la normalidad y se queda sentado en silencio en el tractor: necesita este silencio, esta tranquilidad.

Si hubiese hecho mal tiempo, el plan B era celebrar la vigilia en el granero. Pero ha hecho buen día, un poco frío, eso sí, pero el cielo está claro y despejado, así que se quedarán afuera. Henry tiene la esperanza de que el frío haga que la gente vuelva antes a casa, haya sopa o no.

Acaba de decidir que se quedará allí sentado un rato más. Sí. Está a gusto solo, en el granero. Llega a la conclusión de que no piensa moverse.

* * *

Una hora más tarde, Jenny aparece en la cocina para ver cómo está su madre justo cuando Henry se está quitando las botas en el cuarto de los zapatos.

—¿Seguro que estarás bien, mamá?

Barbara está removiendo la sopa que tiene en dos ollas grandes.

—Sí, no te preocupes. Lo que pasa es que es muy difícil saber cuánta gente va a venir.

Henry clava los ojos en la espalda de su mujer.

—Siento lo que ha pasado antes, cariño. Estoy un poco alterado.

—No pasa nada.

Ella no se vuelve para mirarlo, pero alarga un brazo y le toca el hombro a Jenny para reconfortarla.

—¿Cómo está Sarah?

Jenny respira hondo.

—Le encantaría venir. Su madre dice que le sabe muy mal perdérselo. Y ella jura y perjura que lo de las pastillas fue un accidente. Pero nosotros nos sentimos fatal.

Hay algo en su tono que desconcierta a Henry.

—¿A qué te refieres? Lo que ha pasado es muy triste, pero no es culpa vuestra.

Jenny se vuelve hacia su padre.

—Bueno, o sí.

—Pero ¿por qué dices eso?

—Discutimos con ella, antes del programa de la tele.

—¿Quiénes?

—Todos. Yo, Tim y Paul. —Se le rompe la voz—. Hemos estado tan agobiados últimamente, con lo del aniversario… Y encima vosotros os pasáis el día discutiendo… No sé. Fuimos a ver a Sarah para proponerle que viéramos el programa juntos, pero perdimos los estribos. Se nos fue de las manos.

—Ajá, sigue…

—Supongo que todos nos sentíamos culpables por no haber ido a Londres. Si hubiéramos ido, habríamos sido más personas cuidando de Anna.

—No debes pensar eso —contesta Henry.

—Ya, pero el problema es que no puedo evitarlo. Los chicos se pusieron a interrogar a Sarah otra vez sobre por qué se habían alejado en la discoteca. Sobre qué pasó exactamente para que se separaran y por qué es tan poco explícita cuando le preguntamos.

En ese momento, Jenny comienza a llorar a lágrima viva.

—No queríamos hacer que Sarah se sintiera tan mal. Nos dejamos llevar por la situación, nada más. O sea, yo me rajé del viaje por John y el concierto, y ahora ya no estoy ni con él. No sé cómo fui capaz de anteponer un capullo a mi hermana. Es que nos sentimos tan culpables… Por no haber estado allí, en Londres. Pero no tendríamos que haberlo pagado con Sarah…

—Y ¿cuándo discutisteis?

—La noche anterior a la emisión del programa.

«Y por eso se tomó las pastillas», piensa Henry. «Madre de Dios».

Barbara abraza a Jenny.

—Bueno, es un lío, cielo —responde—, pero a todos nos está costando y es duro. No tienes que culparte de nada. Lo que tienes que hacer es hablar con Sarah y aclararlo, dile que no la culpas de lo que pasó.

—No, de verdad que no la culpamos. Pero es que estamos…

—Afectados, como todos. Hablaré con la madre de Sarah para ver cuándo puedes ir a verla y resolverlo. Venga, tranquila. Sécate las lágrimas y ponte el abrigo nuevo. La gente empezará a llegar pronto. Te ayudaré a solucionarlo, te lo prometo. Arreglarás las cosas con Sarah, ¿vale? Todo irá bien. Pero esta noche tenemos que ser fuertes, por Anna. ¿De acuerdo, cariño?

Henry observa a su mujer y se pregunta dónde habrá aprendido ese truco: saber siempre qué decirles a las niñas.

«¿Niñas?». Hace una mueca al darse cuenta de que ha usado el plural.

—Lo hacemos por Anna, no lo olvides. Para recibir a Anna con una sonrisa cuando vuelva.

Barbara le está secando la cara a Jenny con un pañuelo cuando suena el timbre.

Henry va a abrir arrastrando los pies, tapados con calcetines, y se encuentra al párroco con una chaqueta encerada y unas botas de agua.

—No voy a entrar, estoy lleno de barro —empieza, sonriendo—. Qué buena idea poner algo para sentarse, Henry. Os quería enseñar la lectura que he preparado. No es demasiado religiosa, tal como acordamos. Solo son unas palabras positivas e inspiradoras. Después, he pensado que quizá quieras decir algo tú misma, Barbara. Más que nada para agradecer el apoyo a los asistentes y animar a la prensa local que siga pidiendo la colaboración ciudadana en el caso, a ver si aparecen nuevos testigos. Que sepan que cualquier cosa, por pequeña que sea, es útil.

Barbara sonríe y Henry observa cómo Jenny desaparece escaleras arriba para ponerse el abrigo nuevo, pero, entonces, los llama de golpe desde la ventana del descansillo:

—¡Mirad! Mirad por la ventana, no os lo podéis perder… Venid.

El párroco, animado por ese entusiasmo repentino, se quita las botas de agua y sigue a Henry y Barbara escaleras arriba, desde donde se divisa con claridad la estrecha carretera que lleva hasta la granja. Con la última luz del ocaso, la imagen es fascinante: una delgada fila de todo tipo de luces serpentea por el camino, linternas, velas e incluso antorchas, que forman un sendero iluminado entre las sombras.

Henry se sorprende de su propia reacción. Le tiembla el labio.

Mientras contempla las luces titilantes, evoca a Anna corriendo ante él, vestida con el uniforme rosa a cuadros de la escuela debajo del abrigo, con un ramillete de flores en la mano.

Cathy, la agente de enlace de la familia, no tardará en llegar. Entonces, Henry se da cuenta de que lo ha hecho durar demasiado.

Tendrá que hablar con la policía.

Tendrá que contar la verdad a todo el mundo.

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