Kitabı oku: «Te veo», sayfa 4

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Capítulo 7
La amiga

Esta vez, Sarah también finge que está dormida, pero le está costando. Ahora no solo tiene que vérselas con su madre, sino también con las enfermeras.

—Venga, Sarah. Tienes que beber algo, por favor.

La enfermera le da golpecitos en la mano con suavidad.

«Vete. Vete».

—¿Por qué no pueden dejarle el suero? —Su madre ha pasado toda la noche junto a la cama, chasqueando la lengua, toqueteándola y llorando—. Tiene muy mala cara y no puede incorporarse.

—Confíe en mí. Lo mejor para Sarah es que consigamos que esté despierta y que beba un poco por sí misma.

Están en una UAD, unas siglas que Sarah ha descubierto que corresponden a «Unidad de Alta Dependencia». Ha sido consciente de lo que ocurría a su alrededor desde hace horas, pero está atontada y se ha estado haciendo la sorda.

Quieren saber exactamente cuántas pastillas se ha tomado. No paran de preguntárselo. Ha oído las conversaciones que ha mantenido el personal médico con su madre. Al parecer, le están haciendo pruebas para determinar la cantidad de pastillas, pero los resultados tardan en llegar, así que todos dicen que sería mucho más fácil si Sarah respondiera.

Las enfermeras han intentado que su madre duerma un poco en la sala para familiares, y a Sarah le encantaría que les hiciera caso.

Está demasiado cansada, aturdida e indispuesta como para sentirse culpable. Está hasta las narices de sentirse culpable; lo único que quiere es que la dejen en paz.

Su madre les dice ahora a las enfermeras que la última vez que estuvieron en un hospital fue porque Sarah sufrió un ataque de asma cuando todavía iba a primaria. Los padres podían acostarse en la sala de juegos situada justo al lado del ala de pediatría. Dormían en colchones que había en el suelo, aunque algunos tenían la suerte de disfrutar de camas plegables en condiciones.

Pero esta vez no hay ni colchones ni camas. Margaret se ha pasado la noche como un fantasma, ha ido de aquí para allá para estirar las piernas cada pocas horas y ha estado entre el sillón de plástico verde que hay junto a la cama de Sarah en la unidad y la cafetería cerrada donde hay unas máquinas que ofrecen un café asqueroso y tentempiés variados.

Sarah ya vomita menos. Pero sigue decidida a no decir ni mu.

«¿Cuántas pastillas, Sarah? Necesitamos saberlo».

—No tengo muchas en casa. Solo paracetamol; dos cajas como mucho.

La madre de Sarah le repite eso al personal médico por enésima vez.

¿La verdad? Sarah no se acuerda de cuántas pastillas se ha tomado. Compró unas cuantas en la tienda de la esquina, y otras tantas en el supermercado. Una ley absurda impone un límite para que no se pueda comprar más de la cuenta en cada sitio.

Lo había hecho al pensar en la emisión del programa de televisión sobre el caso. En que pedirían la colaboración de nuevos testigos. En la puta imbécil del tren.

Le había dicho a la policía y a sus padres una y otra vez que todo era una sarta de mentiras. ¿Cómo que había tenido relaciones sexuales en el lavabo? ¿Con un completo desconocido? Pero ¿quién se habían creído que era? Cómo se atrevían…

Sin embargo, poco después le había entrado el pánico: ¿y si gracias al programa de televisión aparecían más testigos? El caso había perdido repercusión poco después de la desaparición de Anna. Claro que Sarah quería que la gente ayudara a la policía; quería que encontraran a Anna. El problema es que no quería que se supiera la verdad sobre lo que ella había hecho. Eso no. Por favor, eso no…

—¿No cree que quizá sería mejor que volviéramos a llamar al doctor? ¿Al especialista, quizá? ¿A ver qué opina?

—Estoy siguiendo las instrucciones específicas del doctor. Por favor, trate de no preocuparse. Sarah ha dejado de vomitar, y lo mejor será que intentemos que ingiera fluidos por sí misma. Confíe en mí, es lo mejor. Después tendremos una idea más clara del punto en el que estamos.

—Y ¿qué significa eso? —La madre de Sarah está hecha un manojo de nervios.

—Cállate. —Sarah no ha podido contenerse. Apenas un susurro—. Silencio, ¿vale? Todos.

—Vaya. Muy bien, Sarah. Venga, vamos. Intenta abrir los ojos y a ver si podemos incorporarte un poco, ¿vale? Pronto tendremos los resultados de las pruebas. Así sabremos cómo estás. Aunque sería de gran ayuda…

—No sé cuántas me tomé. ¿Vale? Es que no lo sé.

—Creo que deberíamos dejarla tranquila. Por favor. —La madre de Sarah comienza a llorar, y Sarah siente que se le forman lágrimas en los ojos. Ojalá Lily estuviera allí, pero eso no puede decírselo a su madre. Otro tema tabú.

—Lo siento…

—No tienes que pedir perdón por nada, cariño. Todo saldrá bien. Todo saldrá bien. Te lo prometo. Todo el mundo te envía recuerdos. Los padres de Anna. Jenny, Paul, Tim, todos. Quieren que te pongas bien.

Sarah cierra los ojos. Eso no es verdad, ¿a que no? Porque la verdad es que le echan la culpa a ella. Se lo han dejado bien claro.

La noche anterior a la emisión del puñetero programa habían quedado todos, en teoría para ofrecerse apoyo emocional, pero las cosas se habían torcido. El ambiente se había ido caldeando hasta que habían terminado enzarzados en una discusión a gritos. Los dos chicos estaban enfadadísimos. Jenny lloraba.

La cuestión es que se suponía que todos irían a Londres. Los cinco. Anna y Sarah celebraban que habían terminado los exámenes de secundaria y no tendrían que volver a ponerse el uniforme de la escuela, y los mayores iban por pura diversión. Pero les había ocurrido lo mismo de siempre: no se podía confiar en ellos.

Cuando eran pequeños, era muy distinto. La diferencia de edad no parecía importar. Jenny y los dos chicos iban dos cursos por delante de ellas, pero ¿y qué? En el instituto, cuando los mayores empezaron a trabajar a media jornada, todo cambió. De pronto, comenzaron a tener más dinero. Querían hacer otras cosas. Y empezaron a echarse atrás de los planes que tenían.

Sarah detestaba que hubiera habido tanto cambio, pero lo que más le asqueaba era que la gente la dejara colgada, y así se lo había soltado, enfadada, mientras discutían:

«¡Si no hubieseis sido tan egoístas, si no hubieseis hecho otros planes, quizá no habría tenido que cuidar de Anna en Londres yo sola!».

Paul había sido el primero en desdecirse. Sus padres le habían ofrecido pasar una semana en Grecia con ellos, en una casa con piscina. Tim había sido el siguiente en fallar. Le encanta el senderismo, así que no había dudado cuando le plantearon pasar una semana caminando por Escocia; además, quería ir al museo del monstruo del lago Ness. Y tampoco le hacía mucha gracia ser el único tío en un viaje de chicas.

Y, luego, el novio que Jenny tenía por aquel entonces le había ofrecido ir a un concierto, de modo que Sarah y Anna se habían quedado solas.

«Tendrías que haberla cuidado igualmente…». Los dos chicos estaban furiosos. «Es que no entendemos cómo llegasteis a separaros…».

Después, Jenny le había preguntado por qué no habían hecho el pacto de siempre, el de cuidar la una de la otra. «Hostia, es que estabais en Londres…».

Y lo único que Sarah quería es que se callaran de una puñetera vez. De todas formas, ¿por qué suponían que era ella la que tenía que cuidar de Anna? ¿Por qué no al revés, eh? ¿Era porque Sarah vivía en una urbanización y tenía más experiencia en callejear? ¿Era porque Anna era un poco princesita? ¿Era por eso?

Por supuesto que habían hecho un pacto.

«¡Pero si fue Anna quien lo rompió!», les había espetado. A todos ellos. A Tim, por su egoísmo y las vacaciones para ir a hacer senderismo. A Paul, por el chalé de lujo. A Jenny, por ir al concierto. Les había escupido aquella mentira, igual que se la había soltado una y otra vez a la policía.

«Habíamos quedado en que nos veríamos en el bar a las dos de la madrugada para tomar un taxi y volver al hotel. Pero no apareció…».

«Anna rompió el pacto, ¿vale? No dio señales de vida…».

«Ya os lo he dicho. Ya os lo he dicho. Ya os lo he dicho…».

Su madre había intentado tranquilizarla por lo del programa de televisión. La mujer del tren no podría hacer falsas acusaciones. En televisión no: serían difamaciones. «Está claro que es un bicho raro…».

Pero Sarah estaba muerta de miedo. ¿Y si aparecían nuevos testigos? Que estuvieran en el tren o en la discoteca.

Sarah evoca la reacción de su padre en el hotel Paradise de Londres. Al principio, ella se había negado a hablar con él. Habían pasado muchos años desde que sus padres se habían separado, y Sarah no había querido mantener ningún tipo de contacto con él. Sin embargo, con todo lo que había ocurrido, su madre le había pedido que fuera, y él se había puesto como una fiera cuando el inspector les había comunicado lo que había declarado la testigo.

«¿Me está diciendo que mi hija es una guarra?».

Así que Sarah se había quedado sentada antes de que empezara el programa, aterrorizada por lo que este pudiera revelar. En teoría, debería haber salido ya, porque iba a la granja a verlo con todos sus amigos. Pero, entonces, la habían asaltado los recuerdos:

La discoteca. El vacío en el estómago cuando había mirado la hora…

La discusión con Anna. «No me seas cría…».

El problema de no haberle contado a la policía toda la verdad era que, un año más tarde, a veces no era capaz de recordar con exactitud qué había dicho y qué no. Tenía mucho miedo de que removerlo todo de nuevo le hiciera meter la pata… y decir lo que no debía.

Así que se había metido en el baño con las pastillas y había avisado de que iba a darse un baño. No es que hubiera tomado la decisión de suicidarse. No quería hacer algo tan drástico, no todo era blanco o negro.

Solo quería disipar el pánico que le provocaba la espera hasta que se emitiera el programa de televisión, el no saber qué descubrirían. Solo quería que todo aquello desapareciera…

Ahora, mientras la enfermera la ayuda a incorporarse y le coloca almohadas en la espalda, aparece alguien nuevo junto a la cama. Es otra enfermera, que lleva un uniforme de un color distinto. Es mayor, parece tener un cargo superior y está hablando con su madre. Ese susurro no augura nada bueno. Dicen algo sobre los análisis…

—No quiero asustarla, pero el doctor quiere hablar con usted.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Lo mejor es que venga conmigo, señora Headley.

Capítulo 8
El detective privado

De camino a Cornualles, Matthew llama dos veces a casa.

—Solo son contracciones de Braxton Hicks, Matt, nada más. Te llamaré si hay alguna novedad. Estoy bien.

—Puedo volver. ¿Prefieres que me quede en casa? ¿Por si te preocupan, aunque sea un poco?

—Estoy bien.

Sally está de ocho meses e insiste en que no hay que alarmarse por las contracciones preparto. Que son completamente normales. Con todo, a Matthew ya nada le parece normal. Todo se le antoja anormal de forma alarmante desde que vivió la experiencia surrealista de las clases de preparto. Madre mía. ¿Por qué sus amigos no lo habían avisado?

«¿Estás segura de que no prefieres una cesárea, Sal? Hay quien dice que es más seguro, ¿eh? Y hoy día no hay nada de malo en decirlo, no es algo de lo que avergonzarse».

«¿Estás asustado, Matt? Lo siento. No se me caen los anillos por tener que empujar. Además, ya es un poco tarde para echarse atrás».

Habían mantenido esta conversación entre susurros mientras Sal estaba sentada en una esterilla de yoga y embutida en unos pantalones de chándal grises y una camiseta negra y Matt seguía las instrucciones para darle un masaje en la espalda y pensaba en lo mona y, a la vez, un pelín ridícula que estaba allí. Por detrás, seguía teniendo la misma silueta esbelta… excepto por el enorme globo que le henchía la camiseta.

Sal era la envidia de la clase. «¿Cómo es posible que no estés toda hinchada?». Las otras le enseñaban cómo se les habían inflado los tobillos y las piernas, y se pellizcaban la grasa que se les acumulaba en la espalda y los brazos.

«Pues no tengo ni idea; como más que una lima».

Y no mentía. Matthew nunca había visto a su mujer comer como si tuviera que hibernar. A medianoche se preparaba sándwiches de palitos de pescado con mayonesa y pepinillos picados. Últimamente, el hedor de los pedos que se tiraba lo dejaba patidifuso.

«Vete al cuerno, Matt. Yo no me tiro pedos. Soy una diosa embarazada».

Matthew vuelve a echarle un ojo al teléfono y sonríe. Lo cierto es que, ahora, Sal incluso se tira pedos durmiendo.

Ve que tiene buena cobertura, pero no ha recibido ningún mensaje. ¿Quizá podría llamarla otra vez?

No. «Tranquilízate, tío». La segunda llamada la había irritado un poco. No va a pasar nada. Ya falta poco.

Matthew mira el GPS —le falta menos de medio kilómetro para llegar a la granja de los Ballard— y toma un desvío hacia una zona de descanso. A estas horas, Mel ya debe de estar en el despacho. Perfecto.

La sargento Melanie Sanders —quien, con un poco de suerte, pronto será la inspectora Melanie Sanders— es la mejor colega que Matthew conserva de cuando formaba parte del cuerpo de policía. Hubo una época, hace un millón de años, en la que él estaba colgado de Melanie y le hubiese gustado que hubiera algo más entre ellos. Pero aquello había pasado a la historia. Matthew se lo había contado todo a Sal antes de empezar a salir con ella.

No. Eso no era del todo cierto. No le había dicho que todavía tenía una sensación extraña en el estómago cuando hablaba con Mel. No era deseo. Ya no sentía esas cosas por ella. Solo era una emoción que le recordaba a otra época, a otra versión de sí mismo.

Lleva tres años fuera del cuerpo y Matthew no soporta tener que admitir que todavía le está costando acostumbrarse.

Pulsa el botón que conecta el panel de control con el móvil y escucha cómo marca el número y suena.

—Sargento Melanie Sanders.

—¿Cuántos cafés llevas?

—¿Matt?

—Si todavía no te has tomado el segundo, cuelgo y vuelvo a llamar.

Ella se ríe.

—Espero que esto no sea para pedirme otro favor.

—Por supuesto que sí. Pero nos beneficia a los dos, te lo prometo.

—Sí, como siempre, Matt. Yo te ayudo y luego me beneficio de volverte a ayudar.

Ahora es él quien se echa a reír.

—No, en serio. ¿Estás al día sobre el caso de desaparición de la hija de los Ballard?

—Solo con el tema del enlace con la familia. Les han asignado a una de nuestro equipo, a Cathy. Los londinenses nos ponen al día cuando les da por tomarse la molestia, algo que no pasa muy a menudo. Que esto quede entre nosotros, pero el inspector que lleva el caso es un señorito de cuidado. ¿Por qué lo dices?

—¿Sabes si alguien de la familia tiene antecedentes? ¿La madre y el padre están limpios?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Por nada en particular.

—Espero que no estés metiendo las narices en un caso abierto otra vez, Matt, que ya sabemos cómo…

—No te preocupes. Si tengo algo que decirte, te juro que…

—Sí, claro, con la boca pequeña.

—Pero si ya me conoces.

Se quedan callados un momento.

Siempre que colaboran de esa manera, Melanie intenta convencerlo de que se lo vuelva a pensar. De que vuelva al cuerpo. Ella cree que todavía puede, a pesar de todo lo que ha pasado, y le promete que cuando la asciendan, intentará solucionarlo y convencerlo. Pero Matt siempre se lo toma a broma y terminan llegando a ese silencio, a ese punto muerto. A un acuerdo tácito. Ella cree que está malgastando su talento. Y a él le asusta darle demasiadas vueltas.

—Vale, esto que no salga de aquí, Matt, pero parece que el matrimonio de los padres no pasa por su mejor momento. No me sorprende. Pero todos tienen coartadas. Solo tenemos órdenes de echarles un ojo solo. El inspector que lleva el caso, quien, por cierto, es un imbécil que va de superior, está centrado en encontrar a los chavales del tren. No lo cuentes, pero hemos tenido el follón de siempre al contactar con nuestros colegas europeos.

—Así que… ¿han salido del país?

—Es lo más probable, porque aquí no hemos encontrado nada, ni una sola pista. Los informes forenses no nos sirven ni hay nada que pueda ser de utilidad en las grabaciones de las cámaras de seguridad. Los londinenses están un poco susceptibles. Han tardado demasiado en controlar las fronteras. Pero parece que el programa del aniversario ha conseguido algunas llamadas. No nos han dicho casi nada, pero intentaré enterarme de algo, espero que pronto. ¿Por qué?

—Por nada. A ver si quedamos para tomar un café pronto. Te enviaré un mensaje.

—O sea, que vuelves a estar metido en un caso abierto.

¿Moi?

Melanie se ríe.

—Entendido. Por cierto, antes de que cuelgues, ¿cómo está Sal?

—Se tira unos pedos que apestan a pepinillo. Te lo digo en serio: el embarazo no huele nada bien. Ahora en serio, está genial. Está igual de preciosa y tranquila que siempre, pero lo de los pepinillos es jodido. Pronto te mandaré un mensaje para lo del café.

Ella sigue riéndose cuando él cuelga, y vuelve a comprobar la hora en el GPS.

* * *

La granja de los Ballard se erige al final de una carretera de un solo carril y de casi un kilómetro de largo. Es como seguir el camino de las baldosas amarillas: la extraña superficie de cemento de color arenoso se alza sobre la tierra, que asoma por cada lado, lo que hace pensar a Matthew en cómo se las va a apañar si se encuentra con un vehículo de cara. Solo hay dos apartaderos en todo el recorrido. Matthew le tiene bastante cariño al coche, y se imagina los daños que recibiría su vehículo si una rueda se saliera por uno de los lados de la plataforma de cemento. Podría ser catastrófico.

Así que es a esto a lo que se refiere la gente cuando dice que vive apartada.

Al llegar al final de la calzada, por fin, encuentra la casa. Es impresionante: la fachada es enorme, la entrada principal se alza sobre unos escalones justo en el centro, hay ventanas a cada lado y está decorada por una enredadera espléndida —sin duda, debe de ser un ejemplar magnífico en época de floración, aunque el detective no es jardinero y no reconoce qué especie es—. La carretera de acceso, tan deficiente, se ensancha hasta convertirse en una entrada en condiciones, con una pequeña rotonda, un jardín increíble en uno de los lados y un segundo camino que conduce a los establos que hay a lo lejos. Matthew aparca bajo un árbol que se yergue frente la puerta principal y se mete las llaves en el bolsillo. Aquí no hace falta cerrar el coche.

La señora Ballard abre la puerta, qué alivio. Para no romper con el cliché, lleva puesto un delantal de flores. Matthew se siente culpable al instante: se ve obligado a mirarla a los ojos.

—Si es usted periodista, no tenemos nada más que decirles hasta que se celebre la vigilia.

—No soy periodista, señora Ballard. ¿Le importa si hablamos dentro?

A veces funciona. Usar un tono autoritario y con confianza, como si tuviera derecho a estar allí.

—¿Quién es usted?

Aunque no siempre.

—Soy detective privado, señora Ballard, y estoy investigando algunos asuntos relacionados con la desaparición de su hija.

Su expresión cambia de inmediato. De la cautela pasa por la sorpresa y termina con una nueva esperanza tan infundada que provoca que Matthew vuelva a sentirse culpable.

—No lo entiendo. Un detective privado… ¿Por qué está involucrado?

—Sería mejor que habláramos dentro, si es posible.

Se quedan de pie en el vestíbulo, nerviosos, mientras Matthew observa los jarrones con flores, hay al menos cuatro amontonados sobre una mesa estrecha situada bajo un espejo grande.

—Ojalá la gente no enviara más. Flores, digo. Pero sé que lo hacen con buena intención. Se ha organizado una vigilia con velas para señalar el aniversario… —Se aclara la garganta. Se recompone—. Bien, usted dirá, señor…

—Hill. Me llamo Matthew Hill.

—¿Está investigando la desaparición de mi hija por su cuenta? ¿Se puede saber por qué lo hace? Hay un equipo entero en Londres que trabaja en el caso. ¿Lo ha contratado mi marido?

—No, señora Ballard. Contactó conmigo otra persona a quien también afecta esta investigación, alguien que está recibiendo cartas desagradables. Estoy intentando que eso no vuelva a pasar, con el fin de que los recursos puedan destinarse a lo que realmente hay que dedicarlos: a encontrar a su hija.

—¿Cartas desagradables?

—¿Le importa si nos sentamos un momento?

La señora Ballard se queda quieta: le está dando vueltas. Finalmente, lo conduce a la cocina. La estancia es otro cliché: tienen una enorme Aga azul, la típica cocina inglesa de hornos, cubierta con calcetines que se están secando. La señora Ballard parece más nerviosa ahora y se da golpecitos en el regazo con las manos. No le ofrece nada de beber.

—Entiendo que usted no ha recibido cartas desagradables, ¿verdad?

—No, ninguna. De hecho, solo me han llegado cartas amables de desconocidos. Algunas sí que eran raras, la verdad, pero no hemos recibido nada que haya sido una molestia o un problema. Se las enseñamos todas a la agente de enlace, Cathy. Todavía estamos en contacto con ella con regularidad. Dígame, ¿quién está recibiendo estas cartas desagradables? Espero que no sea Sarah. ¿Sabe que está en el hospital?

—¿La amiga que viajaba con su hija?

—Sí, he ido a verla esta mañana. Al hospital. Están esperando los resultados de las pruebas. Es horroroso, ¡horroroso! Su madre está destrozada. Bueno, todos. Como si no fuera suficiente todo lo que ha pasado. Entonces, ¿es eso? ¿Le están enviando cartas desagradables a Sarah?

—No, a ella no. —Matthew clava los ojos en los de Barbara Ballard: busca algún ápice de inquietud, pero no encuentra nada. La señora Ballard no aparta la mirada, que tan solo refleja el dolor de su tormento.

—Sé que esto será difícil para usted, señora Ballard. Pero las cartas… se las están mandando a la testigo del tren. A Ella Longfield.

—Ah. —Su actitud cambia enseguida, igual que el tono—. A esa.

—Sí. La señora Longfield me ha puesto al tanto de la opinión que le merece, y le aseguro que no es mi intención causarle más sufrimiento al haber venido. Pero Ella quiere dejar de recibir esas cartas sin tener que involucrar a la policía. No quiere distraerlos del objetivo principal, que es encontrar a Anna.

—Ya es un poco tarde para eso.

—Lo siento.

Ella se encoge de hombros y lo mira de hito en hito con actitud desafiante.

—Entiendo que esto debe de ser durísimo para usted, señora Ballard. Pero yo mismo fui agente de policía. Tienen personal muy capaz que está haciendo todo lo posible, se lo aseguro. Además, luego está el programa del aniversario. La cobertura televisiva de un caso suele ayudar…

No pica el anzuelo.

—Mire, sobre lo de las cartas… sean como sean, lo mejor es que hable con mi marido —dice, mientras se levanta—. A veces no oye el móvil y la cobertura aquí es regular, pero, si quiere, puedo intentar llamarlo.

—No es necesario que lo moleste. ¿Seguro que no sabe quién podría estar enviando esas cartas a la señora Longfield? Quizá alguien del círculo familiar haya estado alterado en especial… O haya hablado mal de ella… Sobre lo que…

—Todo el mundo está alterado, señor Hill. Mi hija sigue desaparecida. La vigilia es mañana. Y, ahora, si me disculpa… —Ha recobrado, aunque tarde, la compostura, pero se ha olvidado de la buena educación cuando, al parecer, se ha dado cuenta de que nada la obliga a seguir hablando con él.

Matthew sabe por experiencia que llegar a esa conclusión normalmente acaba dando paso al enfado.

El detective le ofrece su tarjeta y ella la acepta, aunque duda un segundo antes de metérsela en el bolsillo del delantal.

—¿Ha comunicado al equipo policial lo de estas cartas desagradables? —La señora Ballard sigue sin apartar la mirada.

—¿Por qué lo pregunta?

No le responde.

—Bueno, si se entera de algo que pueda ser relevante, llámeme. ¿Lo hará?

Ella asiente con la cabeza.

—El problema es que la señora Longfield tendrá que hablar con la policía si no deja de recibir estas cartas. Y no es lo que ella quiere. Está convencida de que su familia ya tiene suficiente de lo que preocuparse, señora Ballard.

—Ah, ¿sí? Vaya.

Matthew aprieta los labios y se despide.

Fuera, nota los ojos de la señora Ballard clavados en él mientras arranca el coche y hace un cambio de sentido antes de volver a meterse en esa carretera estrechísima.

Comprueba la pantalla del manos libres. Sal no le ha mandado nada. Se dice a sí mismo que no puede mirar atrás, que tiene que seguir dominando la situación.

Y, después, conduce con sumo cuidado y trata, con todas sus fuerzas, de olvidar los ojos de Barbara Ballard.

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