Kitabı oku: «Te veo», sayfa 3

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Capítulo 5
El padre

Henry Ballard mira el reloj y llama a Sammy con un silbido.

A lo lejos ve el humo de uno de los edificios que alquilan a turistas. Antes había sido un establo y, en esa época, era adonde su padre se dirigía siempre a esa misma hora del atardecer: un último vistazo al ganado antes de ir a cenar.

Henry sigue dando el mismo paseo todas las noches, pero ahora lo hace con un dolor sordo.

La voz de Anna lo persigue mientras camina:

«Me das asco, papá…».

Henry cierra los ojos y espera a que la voz desaparezca. Cuando los vuelve a abrir, la columna de humo que emana de la chimenea que tiene delante es más densa.

Había sido lo más lógico «desde el punto de vista económico», por supuesto. Transformarlo. Se había convertido en la frase favorita de Barbara, y también de los banqueros. «Es lo más lógico desde el punto de vista económico, Henry».

El éxito agrícola de la granja Ladbrook se había fraguado a lo largo de cuatro generaciones. Había sobrevivido al auge y la caída de la minería de la zona. Había sobrevivido a los cambios que se producían en los gustos de los consumidores. Les habían dado premios por criar a razas excepcionales. E incluso una vez se había diversificado y habían empezado a comerciar con narcisos. Sin embargo, la granja había tardado un abrir y cerrar de ojos en pasar de estar totalmente operativa a convertirse en lo que sus amigos ahora despreciaban con la frase: «¿Todavía juegas a los granjeros, Henry?».

Ahora ha cambiado de sector y ya no se dedica a la agricultura, sino al turismo. Y sí, desde el punto de vista económico, tiene toda la lógica del mundo. Habían transformado un grupo de establos y lo habían vendido para pagar todas las deudas pendientes que la granja tenía desde hacía más de una década. Un segundo grupo de establos ahora son propiedades de alquiler, lo que les proporciona unos ingresos más que suficientes, que se suman a los de la tetería y la zona de camping y, sin duda, son unos beneficios mucho más regulares que los que su padre o su abuelo se habrían imaginado jamás.

¿La verdad? Sus antepasados habían sido quienes se habían dejado la piel. Ellos habían pagado la mayor parte de las deudas bancarias con sangre, sudor y lágrimas. Pero ¿él? ¿Qué había hecho él?

Solo había recogido los frutos. No hay tarde en la que Henry Ballard no se sienta un miserable por eso.

Así que, sí, sigue jugando a los granjeros. Sigue perdiendo el tiempo por los márgenes de los campos con las ovejas —que apenas valen lo que cuesta mantenerlas— y el rebañito vacuno de raza excepcional.

Hace años que da el mismo paseo con gran pesar. Y, ahora, ¿desde lo de Anna?

Henry hace una mueca al recordar a su hija a su lado en el coche.

«Me das asco…».

—¿Qué nos queda ahora? —dice en voz alta mientras Sammy le roza la mano con el hocico y alza los ojos ámbar para cruzarse con los de su amo. El perro todavía se sienta bajo la silla de Anna cada noche durante la cena. Es insoportable.

Henry le acaricia la cabeza a Sammy y luego vuelve hacia la casa. Le aterra la noche que le espera, pero le ha prometido a Barbara que verán el programa del aniversario juntos, así que no debe llegar tarde. Han hablado largo y tendido sobre cómo gestionar el asunto: están preocupados por lo que es mejor para Jenny, quien puede que tenga que hacer frente a la peor parte. Es la hermana que se ha quedado sin hermana.

Las tuvieron con dieciocho meses de diferencia; eran muy dulces y estaban muy unidas, sobre todo cuando eran pequeñas. Se peleaban, claro, había la típica rivalidad entre hermanas, pero a la hora de dormir ya habían hecho las paces, y a menudo querían dormir juntas, a pesar de que hubiera habitaciones de sobra. Henry se acuerda por un instante de que lo último que solía hacer todas las noches era asomar la cabeza por la puerta de la habitación y las veía dormir, con los brazos y las piernas enroscados, acurrucadas con los pijamas rosas en una cama de matrimonio.

Se le encoge el estómago otra vez. Jenny todavía sufre insomnio. Barbara también. No tiene ni idea de cómo deben afrontar este programa. Que vuelvan a poner el foco sobre ellos.

Habían rechazado de plano la invitación de acudir a los estudios de Londres. Barbara no habría podido soportar una entrevista en directo. No. Henry se había negado en rotundo, en parte porque el tiempo que pasaba cerca de la policía lo ponía de los nervios. Por tanto, se había grabado todo de antemano en su casa. También habían rescatado un vídeo antiguo, de cuando Anna era pequeña.

Se detiene y aprieta los puños al recordar ese momento, él, cámara en mano, mientras Barbara le daba órdenes desde atrás. Ante él había un grupo de amigos reunidos alrededor de la merienda de cumpleaños, todos disfrazados: vaqueros y hadas. En el centro, un pastel enorme de chocolate con unas cuantas velas. «Hazle fotos mientras las sople, Henry. Por favor, que no se te pase…». Piensa en cómo era su mujer entonces: Barbara rebosaba alegría y siempre iba de aquí para allá, era muy feliz cuando la casa estaba llena de niños, ruido y desorden.

Henry se aclara la garganta y se inclina para volver a acariciar a Sammy, y así siente ese lazo que le es tan familiar: entre el hombre y el perro, entre el hombre, el perro y la tierra.

En definitiva, sí. Habían aceptado que se emitiera parte del vídeo del cumpleaños, porque la policía les había dicho que grabaciones tan emotivas como esa solían atraer más llamadas, lo cual era, sin duda, el objetivo de todo aquello: hacer un llamamiento a la colaboración ciudadana. El primer aniversario de la desaparición era un momento clave, les habían dicho, para hacer resurgir el interés en el caso y conseguir pistas nuevas. Para intentar encontrar a los hombres del tren. No obstante, él y Barbara están preocupadísimos por la presión que todo aquello ejerce sobre Jenny. Ella también aparece en el fragmento que han elegido los productores del programa, sale sonriendo junto a su hermana, por eso Barbara y Henry se habían sentado y habían acordado que, si Jenny se sentía incómoda, por poco que fuera, no permitirían que se emitiera y buscarían otra opción, o quizá pedirían que su imagen se tapara de alguna manera. Sin embargo, la reacción de su hija mayor había destrozado a Henry.

Era como si, de repente, hubiera visto el cielo abierto, como si en aquella terrible mezcla de culpa e impotencia se le brindara una oportunidad. Le brillaban los ojos cuando les dijo que no le importaba en absoluto que la gente la viera embutida en un vestido de hada con alas. «Lo que sea necesario, si eso ayuda a encontrar a Anna».

Después, se había ido a la habitación y le había dicho que la siguiera. Tenía montones de fotos antiguas guardadas en cajas metidas en uno de los armarios. Las había sacado. ¿Por qué no llamaba a la policía? «Ahora mismo, papá». Había muchísimas fotos que eran muy buenas. «¿Te acuerdas? Son de cuando hacíamos el tonto en los fotomatones. Todo el grupito. Yo, Sarah y Anna, y Paul, y Tim». Encontró un ejemplo —los cinco haciendo muecas— y se la dio.

Henry inspira el aire frío mientras evoca la imagen de Anna en el centro de sus amigos, y cierra los ojos.

«Me das asco…».

Henry dedujo que la policía no querría las fotos, y así fue. Solo querían el vídeo. Cuando le dijo a Jenny que la policía le quería dar las gracias —y también papá y mamá— por el tiempo que había dedicado a buscarlas, a encontrarlas, sus ojos volvieron al que era su estado habitual desde hacía un tiempo: distantes.

—Vamos, Sammy, ha llegado el momento.

Mientras se quita las botas de agua en el cuarto de los zapatos, Henry oye que su mujer está gritando para que se la oiga desde el piso de arriba.

—¿Estás segura de que no quieres verlo con nosotros, Jen? ¿Aquí abajo? A papá y a mí no nos convence que… Ay, espera, creo que… Papá ha vuelto.

Este entra en la cocina en calcetines.

—Bueno, Henry. He puesto el canal y lo he preparado todo para grabarlo. El productor está en el estudio, y me ha dicho que se pondrá en contacto con nosotros para informarnos de las llamadas que reciban.

—Perfecto, muy bien.

—Jennifer sigue diciendo que quiere verlo en su habitación, pero no me hace ni pizca de gracia, Henry. ¿Puedes hablar otra vez con ella?

—Como quieras. Pero ya he hablado con ella esta mañana, cielo, y…

—Es que no tiene ni por qué verlo, si no quiere. Ya se lo he dicho. Pero si se anima, no quiero que esté sola. No entiendo por qué no quiere verlo con nosotros. Deberíamos estar todos juntos. ¿No crees? Deberíamos verlo juntos, como una familia.

Henry se pregunta si debería expresar lo obvio: que ya no son una familia. Examina el rostro de su mujer con atención y baja la voz hasta que es casi un murmullo.

—Jenny no quiere tener que vernos la cara, cariño. —La suya. La de Barbara.

—¿La cara? —La expresión de Barbara cambia mientras da vueltas a las palabras durante unos segundos. Se contempla en el espejo del salón y se vuelve enseguida hacia él—. ¿Es eso lo que te ha dicho?

—No hace falta que me lo diga, cielo.

Henry continúa observando a su mujer con mucha atención, mientras espera a que termine de asimilarlo del todo. Se obliga a mirarla de hito en hito. Sabe exactamente por qué es tan complicado para Jenny: a él le ocurre lo mismo. No es fácil ser testigo de la profundidad de lo que han vivido, oscura y espantosa, escrita en los ojos de Barbara. Todo el día. Día tras día. No importa lo mucho que se esfuerce por maquillarlo con esperanza y sonrisas para Jenny. Ni con los recortes de las personas desaparecidas que al final han encontrado. Ni con el sinfín de pasteles.

—Aun así, ¿hablarás con ella? ¿Antes de que lo emitan?

Tiene los ojos clavados en el suelo.

Henry da un paso hacia su mujer y le da un beso en la frente. Lo hace porque debe, pero no la toca: es consciente de las normas, de los límites. Han dejado el contacto físico en suspenso, de momento, pero quizá no lo retomen jamás.

—Bueno, primero voy a lavarme las manos. Y sí, después hablo con ella.

Jenny está sentada en el suelo de la habitación, rodeada de trocitos de papel, revistas y álbumes de fotos antiguas.

—Mamá me ha pedido que hable contigo. —Henry observa los álbumes. Hay muchas fotografías de las dos hermanas mientras crecían. En una llevaban vestidos idénticos de damas de honor. En otra, salían el primer día de instituto. Por supuesto, la mayor parte de las fotos más recientes ya son digitales, pero Jenny había impreso un montón de sus favoritas cuando un año se le había estropeado el portátil y había perdido las fotos de todo un verano. Ya las había borrado de la cámara. No pudo recuperarlas.

—No pasa nada. Les he pedido a Paul, a Sarah y a Tim que vengan. ¿Os importa? A ver, que mamá tiene razón. Sería demasiado duro tener que verlo sola. Pero no puedo verlo con mamá, es que no puedo.

—Ah, vale. Hablaré con ella ahora. Ostras. —Consulta el reloj—. Lo que pasa es que precisamente esta noche quizá tu madre no se sienta cómoda con tanta gente en casa.

—Jo, venga, papá. No son gente cualquiera. Son mis amigos.

Henry aprieta los labios. Todavía falta una hora y media para que empiece el programa. Inspira hondo mientras trata de plantearse su reacción antes de lidiar con la de su mujer.

Barbara se pondrá a preparar comida. Sándwiches, pastelitos… Ese tipo de cosas. No se quedará quieta.

Sin darse cuenta, vuelve a mirar el reloj. Quién sabe, tal vez estar ocupada pueda ayudar a Barbara, así se distrae.

Le sorprende que Margaret, la madre de Sarah, no quiera que su hija se quede en casa para protegerla. Sarah ha sufrido mucho. Hay muchas preguntas sin respuesta. Todavía nadie acaba de entender la historia de cómo las dos amigas se habían separado en Londres, y hay quienes la culpan a ella.

En el fondo, a Henry no le parece tan mal. Es mejor que la gente se centre en Sarah…

En el piso de abajo, Barbara coloca los últimos platos en el lavavajillas mientras él le explica el nuevo plan para esta noche.

—Ah, bueno, vale…

—Dime, ¿qué opinas? ¿Te parece bien? El hecho de tener la casa llena, quiero decir. Supongo que Jenny tendría que habérnoslo consultado antes, pero no he querido reprochárselo. Hoy no.

Barbara se seca las manos en el delantal y se deshace el lazo de la espalda.

—No creo que sea una buena idea, Henry. Tengo un presentimiento. Es decir, sé que están muy unidos… o lo estaban. —Se yergue mientras respira hondo.

Henry espera y el silencio se alarga. Ninguno de los dos ya no sabe qué tiempo verbal utilizar.

—Pero es que últimamente todos hemos tenido los nervios a flor de piel —dice, mientras se saca el delantal por la cabeza—. Jenny también. No sé si esto va a ser de ayuda. Al menos, no para Jenny. Y no quiero que haya problemas, esta noche no.

—Pues parece que es lo que Jenny quiere. —Henry no aparta la mirada de su mujer.

—No tengo claro que ni ella misma sepa lo que quiere, no más que nosotros. —Suspira—. Va, es igual. Dile que sí. —De repente, Barbara lanza el delantal sobre la encimera—. Será horrible, haya quien haya en casa.

La conversación se ve interrumpida por un golpe sordo en el piso de arriba. Jenny está pateando el suelo de la habitación, que está justo encima de la cocina, mientras grita por el móvil. No entienden qué dice hasta que oyen: «Ay, madre, no. Por favor… no».

A continuación, oyen un estrépito de cristales y objetos que se rompen, al parecer porque los ha arrojado por la habitación.

Capítulo 6
La testigo

—Tiene que comunicárselo a la policía de inmediato.

—Ah, no, eso ni pensarlo.

—¿Perdone?

Estoy desconcertada.

Recupero la última tarjeta que he recibido mientras examino a Matthew Hill con atención. No me esperaba esa reacción. He metido esta nueva postal en un portafolio de plástico que he cogido de la carpeta de Luke. Es uno de esos portafolios que ya tiene los agujeros hechos, que resbalan muchísimo. Son muy peligrosos. Una vez resbalé al pisar uno y me di un porrazo en el hombro.

Este último mensaje había llegado como los demás: dentro de un sobre oscuro sencillo con una etiqueta con la dirección impresa. Sin embargo, este es todavía más extraño, y un poco más amenazador. El reverso es negro y tiene las letras enganchadas: es el karma. lo vas a pagar. Esta vez, al leerlo me había parecido raro que hubiera una referencia al budismo, al yoga o a algo de eso. ¿No se basan precisamente en la simpatía, la amabilidad y el perdón? Pero luego lo había buscado por Internet y encontré que hay quien lo interpreta como un tipo de justicia natural o como llevarte tu merecido —recibir consecuencias negativas por una mala acción—. Me entraron escalofríos…

Tenía que ponerle punto final.

—Creía que se dedicaba a investigar este tipo de cosas. ¿No es eso lo que hacen los detectives privados? —Me arrepiento de usar un tono sarcástico, pero estoy tensa mientras miro a Matthew Hill a los ojos y también me siento un poco desorientada. El anuncio me había parecido bastante directo. «Detective privado en Exeter. Expolicía». Breve. Simple. Creía que podía pedirle lo que fuera y que él lo haría. Que así se ganaba la vida. Como cualquier cliente que entra en mi tienda. «Un ramo para un cumpleaños, por favor». «Por supuesto».

—Mire, he estado siguiendo el caso y esto son pruebas nuevas. La chica sigue desaparecida, y tengo una norma según la cual, si hay una investigación en curso, trato de…

—Confíe en mí, señor Hill: esto no es una prueba.

—Y ¿está tan segura porque…?

Me detengo un segundo, sin tener claro hasta qué punto debería contar.

—Mire, sé quién me las envía: la madre de la chica, Barbara Ballard. Está muy enfadada conmigo. Bueno, no, eso es quedarse corta. Está furiosa y resentida, pero ¿a quién no le parece normal? A mí sí. Además, yo me lo he buscado. Cuando recibí la primera postal, tengo que admitir que me planteé acudir a la policía. Al principio, me impresionó y me asusté. Tuvimos muchos problemas después de que se filtrara mi nombre, y pensé que era más de lo mismo. Pero ahora ya sé por qué las recibo. Me han llegado tres, así que lo único que necesito es que le dé un toque de atención, por favor. Que pare. De lo contrario, mi marido se acabará enterando e insistirá en que vayamos a la policía, y quiero evitarle ese mal trago. Ya tiene suficiente.

—Pues me temo que estoy de acuerdo con su marido. Podría estar equivocada.

—Verá, es que ella ha venido a mi tienda. Ya van dos veces. Pero lo único que hace es observarme a través de la ventana. Aunque no sabe que yo me he dado cuenta.

—Bien. Entonces, ¿cuándo comenzó? —Al detective le ha cambiado la expresión.

—Esto no saldrá de aquí, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—Perfecto, porque tampoco quiero denunciar lo que le voy a contar. De hecho, es culpa mía. Y no me refiero solo a lo que ocurrió en el tren. A ver, un día decidí ir hasta allí. A Cornualles, el verano pasado. A ver a la madre. Mi marido intentó disuadirme, y tendría que haberle hecho caso. Fue una estupidez, lo comprendí luego. Una más, que se añade al cúmulo de errores que llevo cometiendo desde que empezó todo. El peor, como sin duda sabe, es no haber llamado, no haber avisado a esa pobre familia antes de que pasara nada.

—Pero usted no hizo daño a la chica, señora Longfield. ¿No estaban involucrados un par de chavales? ¿Los sospechosos principales, que venían de Exeter?

—Sí, pero eso todavía hace que me sienta peor, señor Hill.

—Matthew. Llámeme Matthew.

—Pues Matthew. Mi marido no deja de repetirme lo mismo, que no es culpa mía. Pero siento decirle que eso no me hace sentir mejor. Y no soporto que todavía no la hayan encontrado.

De repente, oímos un silbido que procede de la habitación contigua. Miro hacia la puerta en la otra punta del despacho, que está entreabierta, y Matthew Hill se levanta de golpe y suaviza la expresión.

—¿Le apetece un café, señora Longfield? Hago unos capuchinos bastante buenos.

—Llámame Ella. Y sí, por favor. Por el olor, parece que sabe lo que se hace. —Noto que se me dibuja una sonrisa y relajo los hombros—. No puedo decir que no a un buen café.

—Es una cafetera exprés. Uso granos importados, una mezcla propia. Es mi punto débil.

—El mío también. —Inspiro hondo—. Perdona por estar tan a la defensiva, es que me he puesto muy nerviosa al venir.

—Le pasa a mucha gente. —Su voz se va apagando cuando desaparece hacia lo que deduzco que es un piso contiguo a la oficina. Tarda un poco, pero al final vuelve a aparecer con una bandeja, dos cafés y una jarrita de leche humeante. Asiento para indicarle que lo tomaré con leche.

—Por dónde íbamos… Ah, sí, cuéntame algo más sobre la madre, sobre cuando la visitaste en Cornualles. Cuéntamelo todo, no omitas nada.

—De acuerdo. No sé si has seguido el caso muy de cerca, pero tuve un jaleo espantoso con la prensa cuando descubrieron que yo era la testigo del tren. Los periódicos nacionales se volvieron locos. Enviaron a sus mejores redactores a la puerta de casa. Se dedicaron a escribir titulares con el gran dilema moral: «¿Qué habrías hecho tú?», y otros por el estilo.

—Sí, vi los reportajes. —Matthew se inclina hacia adelante y da un sorbo al café.

—Fue muy desagradable. Tengo una floristería, y llegó un punto en que tuvimos que cerrarla un mes entero, y también tuvimos que cerrar nuestras cuentas en redes sociales. Era incapaz de mirar a la gente a la cara. Los amigos fueron muy comprensivos, pero algunas personas se comportaban de forma extraña. Incluso los clientes habituales. Lo notaba por cómo me miraban.

—Lo siento. Se subestiman mucho las secuelas que conllevan casos como este. La gente puede ser muy cruel.

—Bueno, sí. Tony, mi marido, se puso hecho una furia. Es que es muy protector. Es muy bueno, pero se enfadó mucho cuando se filtró mi nombre.

—Y ¿cómo se filtró exactamente?

—Nunca lo hemos tenido del todo claro. Yo había ido a un congreso para floristas en el sur de Londres, sobre la creación y mejora de negocios. La versión oficial de la policía es que la prensa tuvo suerte y consiguió resolver el rompecabezas tras descubrir que yo era una de las dos personas de Devon que habían asistido. Pero Tony sospecha que fue una filtración deliberada para darle un empujón al interés de la prensa en el caso.

Matthew esboza una mueca.

—¿Crees que es posible? —pregunto.

—No me gustaría arriesgarme, pero me parece muy improbable. La policía no te pondría en peligro.

—¿Qué? ¿Crees que estoy en peligro?

—Disculpa, no quiero alarmarte. Tampoco es que seas la única que puede identificar a esos hombres. No. Pero estoy convencido de que es casi seguro que no fue una filtración deliberada. Ahora bien, una accidental… eso ya es harina de otro costal.

—Bueno, sea como sea, ahora ya lo sabe todo el mundo. Soy la mujer del tren que no hizo nada.

—Está siendo duro, ¿verdad?

—Sí, pero no es nada comparado con lo que ha sufrido la familia.

—Pero dime, ¿por qué diantres fuiste allí? ¿A Cornualles?

Se me corta la respiración y dejo la taza de café en la mesa; me tapo la cara con las manos.

—Soy consciente de que fue una estupidez como una casa. Pero es que, cuando vi a la señora Ballard fuera de la tienda, mirándome, la reconocí gracias a la prensa; salía muchísimo en los periódicos locales. Bueno, al grano. Verla me puso los pelos de punta y, después de reflexionarlo, decidí que lo mejor sería hablar con ella. Se me metió en la cabeza que, si le decía en persona lo mucho que lo sentía, y que aceptaba que estuviera enfadada… Que si supiera que yo también era madre y lo mal que me sentía por lo que estaba sufriendo…

La expresión de Matthew lo delata.

—Sí, ya lo sé. Fue una estupidez.

—¿Y ella se lo tomó mal?

—Eso es quedarse corto. Se puso hecha una furia. Aunque, claro, ahora lo entiendo: fui una egoísta. Me había imaginado que si ella veía que yo era una persona decente y lo mucho que me arrepentía…

—¿Había alguien más?

—No, solo nosotras. Le llevé flores. Un ramo de prímulas, porque había leído que eran las flores favoritas de Anna… Pero ahora creo que seguramente la provocaron. Solo conseguí empeorarlo. Se puso histérica. Me dijo que estaba harta de flores y que yo no tenía que estar allí, que no tenía derecho. Que le llevaba flores como si su hija hubiera muerto. Algo que, por cierto, ella no creía.

Matthew se echa un poco más de espuma en el café y me ofrece, pero cubro la taza con las manos.

—¿Crees que es posible que la chica siga viva?

Matthew aprieta los labios.

—Es posible, aunque por estadística, es improbable.

—Eso mismo pensamos nosotros, Tony y yo. —Se me rompe la voz un instante. Ojalá pudiera ser más optimista. Me acuerdo de una película que vimos en televisión en la que encontraban a unas chicas desaparecidas al cabo de unos años. Intento imaginarme a Anna saliendo de un sótano o de algún escondite con una manta policial sobre los hombros, pero soy incapaz de figurármela. Toso, observo la pared llena de archivadores y vuelvo a centrar la mirada en Matthew y agarro la taza de café—. Pero bueno, no importa. Lo de Cornualles fue horrible. Traté de irme y disculparme por haberla molestado. Y lo único que conseguí es que perdiera los papeles.

—¿Llegó a las manos?

—No estaba en sus cabales.

—Pero ¿te agredió, Ella? Porque si te agredió, si es imprevisible, entonces sí que deberías llevarle esto a la policía. Deberían saberlo.

—No era su intención. Un pequeño altercado en los escalones de la entrada. Fue un accidente más que otra cosa. Solo me llevé un moretón en el brazo.

Matthew sacude la cabeza.

—Ay venga, por el amor de Dios, ¡si me lo había buscado yo sola! No es violenta. No fue algo deliberado, y yo no debería haberme presentado en su casa. La provoqué. El problema es que aquello me afectó mucho. A ver, sabía que me culpaba de lo que había pasado y eso era lo que quería arreglar. Pero la profundidad del odio que me profesa… Lo que transmitían sus ojos…

—Y por eso crees que es ella quien te envía las postales.

—¿Tú no?

El detective se encoge de hombros, ladea la cabeza a un lado y a otro.

—Lo ideal sería que las hubieras guardado todas.

—Lo siento, es que no quería que mi marido se preocupara. Opta a un ascenso en el trabajo, así que ya tiene suficiente con lo suyo. Señor Hill… Disculpa, Matthew. Si no aceptas el caso, las quemaré. No voy a entregárselas a la policía, eso te lo aseguro.

Matthew me examina con atención y cambia de postura.

—Me gustaría que le hicieras una visita, Matthew. Eres una persona neutral, y tienes experiencia en estas cosas. Espero que consigas que deje de mandar más tarjetas sin que se enfade más. Que la convenzas de dejarlo con amabilidad, sin involucrar a la policía ni complicarle más la vida.

—Y ¿qué pasa si te has equivocado y las postales no te las manda ella? Parece que tiene bastante temperamento.

—Bueno, entonces me lo replantearé y haré caso de tu consejo.

—Bien. Entonces, ¿trato hecho, Ella? Intento hacerle una visita a la señora Ballard para ver qué puedo hacer con esta situación, pero, si sigo sin tenerlo claro, ¿te plantearás comunicárselo a la policía?

—¿Realmente crees que esto está relacionado con la investigación?

—Si te soy sincero, puede que no. Si no es la madre, lo más probable es que sea algún pobre desgraciado. Pero el equipo de investigación debería saberlo.

—Pero ¿y lo que te he pedido?

—Está bien. Volveremos a vernos cuando regrese de Cornualles. —Frunce el ceño y entrecierra los ojos mientras se levanta—. Supongo que has oído las novedades, ¿verdad, Ella? Las de esta mañana.

—¿Cómo?

—Lo que han dicho en la radio local esta mañana, después del programa del aniversario.

—No, ¿qué novedades? ¿Alguien ha contactado con la policía? Me lo he perdido. ¿Qué ha pasado?

Matthew hace una mueca.

—No han revelado el nombre, claro, pero supongo que se trataba de la otra chica, la del tren. La amiga.

—Sarah. Se llama Sarah. ¿A qué te refieres? ¿Qué le ha pasado?

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