Kitabı oku: «El último viaje», sayfa 7

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Apenas había adoptado un ritmo ligero de vuelo sobre la gran extensión de la ciudad cuando, por el rabillo del ojo, detectó unas figuras que se acercaban volando hacia ellos desde el noreste. Obsidiano también las había visto y soltó un chillido al reconocerlos.

Era Po Kelles a lomos de Niciannon.

* * *

Rue Meridian acababa de ejecutar una maniobra con la Fluvia Negra sobre el abanico de cuerpos que había desparramados a un extremo de las ruinas y se preguntaba qué hacer cuando miró a Hunter Predd y vio al segundo jinete alado. Sabía que tenía que tratarse de Po Kelles y eso reavivó sus esperanzas de que su presencia era señal de que su hermano a bordo de la Jerle Shannara estaba a punto de llegar. Con dos aeronaves buscando, tendrían más posibilidades de encontrar a Bek y a los demás. Tal vez podría quedarse con un par de nómadas para que la ayudaran a pilotar la Fluvia Negra y que ella pudiera descansar unas cuantas horas.

Observó cómo los dos jinetes describían círculos en tándem mientras hablaban y gesticulaban a lomos de sus respectivos rocs. Sin alterar el rumbo, la piloto escudriñó la costa para tratar de divisar el otro navío. Sin embargo, todavía no había nada que ver, así que devolvió su atención a los jinetes alados. La discusión se había animado y la embargó una vaga sensación de intranquilidad. Había algo en la forma en que se comunicaban, incluso desde la distancia, que le hacía pensar que algo no iba bien.

«Son imaginaciones tuyas», se dijo.

Entonces, Hunter Predd se alejó de Po Kelles y se dirigió hacia la nave, viró para colocarse junto a ella y descendió hasta quedar por debajo de la borda de popa. Se agarró al cabo que había dejado colgando antes, desmontó el roc y trepó, mano sobre mano, hasta volver a bordo. Con un gesto indicó al roc que se alejara hasta quedar junto a la nave y mantuviera su misma velocidad.

Rue Meridian aguardó mientras el elfo se apresuraba a llegar hasta la cabina del piloto y entró. Incluso bajo la tenue luz matinal, advirtió que parecía alterado.

—Escúchame bien, Rojita. —Exhibía una expresión tranquila pero tensa en ese semblante curtido—. Tu hermano y los demás se dirigen hacia aquí, pero los persiguen. Una flota de aeronaves enemigas apareció en la costa ayer al amanecer. La Jerle Shannara ha escapado por los pelos. Han volado de este modo desde entonces con la intención de darles esquinazo, pero, por rápidos que vayan, no pueden rehuirlos. Los han perseguido por las montañas, hasta la península, aunque han ido cambiando el rumbo, y ahora están a punto de llegar aquí.

¿Aeronaves enemigas? ¿Aquí, tan lejos de las Cuatro Tierras? Se tomó unos segundos para asimilar la información.

—¿Quiénes son?

El otro le quitó importancia con un ademán.

—No lo sé. Nadie lo sabe. No enarbolan ninguna bandera y sus tripulaciones parecen muertos vivientes. Caminan, pero no parecen ver nada. Ayer, Po Kelles les echó un vistazo de cerca cuando los nómadas aterrizaron para descansar, creyendo que los habían eludido. No había pasado una hora y ya volvían a pisarles los talones. Los miembros que vio eran hombres, pero no actuaban como tal. Actuaban como máquinas. No parecían estar vivos: iban rígidos y tenían la mirada vacía, desenfocada. Sabían adónde iban, pero no parecían necesitar un mapa para encontrarnos.

Rue Meridian echó un vistazo a su alrededor, el día se iluminaba, y observó las ruinas que había en tierra mientras sus esperanzas de proseguir con la búsqueda se evaporaban.

—¿A cuánta distancia los tenemos?

—No llega a media hora. Tenemos que salir de aquí. Si te atrapan en la Fluvia Negra sola, estás perdida.

La piloto lo miró unos segundos sin mediar palabra, bullía de rabia y frustración. Comprendía la necesidad de huir, pero nunca había llevado bien permitir que la obligaran a hacer nada. Su instinto le decía que se quedara y presentara batalla, no que huyera. Detestaba dejar en la estacada por enésima vez a quienes buscaban, abandonarlos a una suerte incierta a manos, no solo de los mwellrets e Ilse la Hechicera, pero ahora también a las de esta nueva amenaza. ¿Hasta cuándo aguantarían solos? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que ella regresara y les ofreciera ayuda?

—¿Cuántos son? —preguntó.

El jinete alado sacudió la cabeza.

—Más de una veintena. Demasiados, Rojita, para enfrentarnos a ellos.

Tenía razón, por supuesto. En todo. Debían abandonar la búsqueda y huir antes de que los intrusos los vieran. Con todo, no podía evitar presentir que Bek y los demás estaban ahí abajo. Una parte de ellos, al menos, aguardaba a que les llegara algo de ayuda. No podía evitar sentir que lo único que necesitaba era un poco más de tiempo. Unos cuantos minutos más serían suficientes.

—Dile a Po Kelles que monte guardia por nosotros —ordenó—. Busquemos un poco más antes de parar.

El otro se quedó estupefacto. La joven sabía que no tenía ningún derecho a darle órdenes y el jinete se debatía entre hacérselo notar o no. También sabía que comprendía cómo se sentía.

—El tiempo también está cambiando, Rojita —dijo con tacto mientras se lo señalaba.

Así era. Nubarrones oscuros se acercaban desde el este, empujados por los vientos de la costa, y tenían un aspecto amenazador incluso desde la distancia. Se sorprendió de no haber reparado en ellos antes. La temperatura también había bajado. Se acercaba un frente y venía acompañado de tormenta.

Rue Meridian le devolvió la mirada.

—Intentémoslo, jinete alado. Hasta que podamos. Les debemos eso, como mínimo.

Hunter Predd no necesitaba preguntar a quién se refería. Asintió.

—De acuerdo, nómada, pero ten cuidado.

Bajó de la cabina del piloto de un salto y corrió por cubierta hasta la borda de popa, donde saltó. Obsidiano ya se había colocado donde lo necesitaba y, en cuestión de segundos, ya volaban hacia Po Kelles para avisarlo. Rue Meridian viró la nave hacia las ruinas, se adentró en ellas y escudriñó entre los escombros.

Entonces se le ocurrió, de forma un tanto repentina y sorprendente, que pilotaba una aeronave enemiga y los que estaban en tierra no sabían que era ella. En lugar de salir y quedar al descubierto, se esconderían todavía más. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? Si lo hubiera hecho, quizá habría ideado el modo de comunicarles sus intenciones. No obstante, ahora ya era demasiado tarde. Tal vez, la presencia del jinete alado indicaría a cualquiera que mirara al cielo que no se trataba de Ilse la Hechicera. Quizá, comprenderían lo que trataba de conseguir.

«Solo unos minutos más —no dejaba de decirse—. Dadme unos minutos más».

Y tuvo esos minutos, y unos cuantos más, pero no divisó ni un solo indicio de que hubiera alguien. Los nubarrones se aproximaron y taparon el sol. El ambiente se tornó tan gélido que, aunque se cubrió con la capa, no dejó de temblar. El paisaje se llenó de sombras y, allá donde miraba, todo tenía el mismo aspecto. Seguía buscando, determinada a no rendirse, cuando Hunter Predd se colocó justo enfrente de ella y le hizo señales.

Se volvió para mirar. Dos docenas de aeronaves habían aparecido entre la penumbra; eran motas negras en el horizonte. Una encabezaba a todas las demás: la perseguida que, por su silueta, supo que se trataba de la Jerle Shannara. Po Kelles ya volaba a lomos de Niciannon hacia la nave y Hunter Predd le indicaba a la piloto que virara hacia el este y se dirigiera a las montañas. Tras echar un último vistazo hacia abajo, eso hizo. La Fluvia Negra dio una sacudida cuando tiró con fuerza de las palancas de dirección y la oleada de energía pura de las pasaderas de radián llenó los tubos de disección y los cristales diapsón. La aeronave se estremeció, se enderezó y cobró velocidad. Rue Meridian oía los gritos de la tripulación encarcelada de la Federación, pero ahora no tenía tiempo para ellos. Habían elegido su bando y ahora tenían que aceptar las cosas tal y como eran, les gustaran o no.

—¡Silencio! —chilló, no tanto a los hombres, sino al viento que le azotaba los oídos, burlón y agresivo.

Voló hacia las montañas a toda velocidad; su rabia era un catalizador que la predisponía tanto a luchar como a huir.

8

Durante las horas oscuras y frías que precedían a la madrugada, Quentin Leah enterró a Ard Patrinell y a Tamis. No disponía de una herramienta para cavar con la que abrir una tumba, así que los metió en la trampa para abominasquiones y la llenó de rocas. Le llevó mucho tiempo encontrar las rocas en la negrura y luego trasladarlas hasta el hoyo, a veces desde muy lejos, para colocarlas donde debía. El agujero era profundo y no se cubría con facilidad, pero se empeñó en terminar el trabajo, incluso después de que su cuerpo estuviera tan exhausto que se quejaba con cualquier movimiento que hacía.

Cuando hubo terminado, se arrodilló junto al túmulo agreste y les habló para despedirse como si todavía vivieran. Les deseó que encontraran la paz, les dijo que esperaba que ahora estuvieran juntos y les comunicó lo mucho que se les echaría de menos. Una elfa rastreadora y un capitán de la Guardia Real, malhadados en todos los sentidos de la palabra, quizá se habrían reencontrado donde fuera que estuvieran. Trató de evocar a Patrinell como capitán antes de su transformación, como un guerrero con habilidades de lucha inigualables, como un hombre de honor y coraje. Quentin no sabía qué les esperaba después de la muerte, pero pensaba que debía de ser algo mejor que la vida y que, quizá, ese algo les permitiría aprovechar las oportunidades perdidas y los sueños rotos.

No lloró, pues ya había derramado lágrimas suficientes. Con todo, se sentía vacío y desamparado; sentía una desolación tan penetrante que amenazaba con aniquilarlo.

Despuntaba el día cuando se puso de pie: por fin había terminado. Fue a buscar la espada de Leah, allí donde la había lanzado al terminar la lucha, y la recogió. Su superficie brillante y oscura no tenía marcas excepto por las vetas de sangre y suciedad. Limpió la hoja con cuidado mientras reflexionaba. Le parecía que la espada le había fallado estrepitosamente. Por muchas propiedades mágicas que tuviera, por muchos logros que se dijera que había cosechado a lo largo de su larga historia de renombre, había demostrado ser de poca utilidad aquí, en esta tierra desconocida. No había sido suficiente para salvar a Tamis ni a Ard Patrinell. No había sido suficiente para permitirle proteger a Bek, a quien había prometido defender pasara lo que pasara. Poco consuelo le ofrecía el hecho de que Quentin hubiera sobrevivido por el simple hecho de poseerla. Le parecía que había comprado su propia vida a costa de la de otros. No creía merecerlo. Se sentía muerto por dentro y dudaba de si algún día volvería a sentir algo más.

Envainó la hoja y se colgó la espada a la espalda. El sol había coronado el horizonte y tenía que decidir qué haría ahora. Encontrar a Bek era la prioridad, pero para conseguirlo debía abandonar el amparo que le ofrecía el bosque y regresar a las ruinas de Bastión Caído. Eso significaba arriesgarse a volver a toparse con escaladores y abominasquiones, y no sabía si sería capaz. Lo que sí que sabía era que necesitaba alejarse de este pozo de muerte y decepción.

Así, comenzó a andar y vio cómo las sombras que lo rodeaban retrocedían entre los árboles a medida que el sol se filtraba entre la bóveda de hojas y salpicaba el suelo del bosque. Descendió de las colinas que rodeaban Bastión Caído hasta las llanuras de las que había partido mientras huía de la abominasquión en la que habían convertido a Patrinell hacía dos días. Caminar le hizo sentir mejor, de algún modo. La desolación que le pesaba en el corazón no desapareció, pero la sensación de falta de dirección y de propósito desapareció a medida que se planteó las posibilidades que tenía. No sacaría nada si se quedaba de brazos cruzados. Lo que debía hacer, sin importar lo que le costara, era encontrar a Bek. La insistencia de Quentin de enrolarse en la travesía había convencido a su primo de acompañarlo. Si no conseguía otra cosa, al menos debía devolver a Bek a casa sano y salvo.

Aunque sabía a ciencia cierta que muchos otros miembros de la compañía habían muerto, estaba convencido de que este seguía con vida porque Tamis había estado con su primo antes de encontrarse con Quentin y porque, en el fondo, donde los instintos dictaban cosas que los ojos no veían, sabía que nada había cambiado. Sin embargo, eso no significaba que Bek no estuviera en peligro ni necesitara ayuda y Quentin estaba decidido a no decepcionarlo.

Una parte de él comprendía que su intensidad nacía de la necesidad de aferrarse a algo para salvarse a sí mismo. Era consciente de que, si flaqueaba, la desesperación lo abrumaría. La desolación sería tan absoluta que no podría obligarse a moverse. Si se derrumbaba, estaba perdido. Tomar cualquier dirección, marcarse un propósito le evitaba precipitarse al vacío. No sabía hasta qué punto era realista tratar de encontrar a Bek, solo y sin la ayuda de una magia útil, pero las probabilidades no importaban si se mantenía cuerdo.

No estaba lejos de las ruinas cuando divisó una aeronave que surcaba el cielo, distante y pequeña, recortada sobre el horizonte. Le sorprendió tanto que, durante unos segundos, se quedó petrificado y la contempló, incrédulo. Estaba demasiado lejos para que pudiera identificarla, pero decidió que debía ser la Jerle Shannara, que buscaba a los miembros de la expedición. Lo embargaron esperanzas renovadas y se dirigió hacia la nave enseguida.

Sin embargo, en cuestión de segundos, la aeronave planeó rumbo a la neblina de un banco de nubarrones que procedía del este hasta que desapareció de su vista.

El joven se encontraba en un claro mientras trataba de localizarla de nuevo, cuando oyó que alguien lo llamaba:

—¡Tierralteño! ¡Espera!

Giró sobre sus talones, sorprendido, tratando de identificar la voz y el origen de esta. Todavía escudriñaba las colinas cuando Panax surgió de entre los árboles que había a sus espaldas.

—¿Dónde has estado, Quentin Leah? —le pidió el enano, entre jadeos y colorado por el esfuerzo—. ¡Llevamos buscándote desde ayer! ¡Te he visto por pura casualidad!

Llegó frente a Quentin y le estrechó la mano calurosamente.

—Bien hallado, tierralteño. Estás hecho un desastre, espero que no te importe que te lo diga. ¿Estás bien?

—Estoy bien —respondió Quentin, aunque no fuera cierto—. ¿Quiénes me habéis buscado, Panax?

—Kian y yo, Obat y un puñado de rindge. La abominasquión los ha destrozado a consciencia. La aldea, a los lugareños, todo. La tribu ha quedado desparramada por toda la geografía, al menos, aquellos a los que no mató. Obat reunió a los supervivientes en las colinas; tenían la intención de reconstruir la aldea y seguir como antes, pero ya no. No van a volver. Las cosas han cambiado.

De pronto, se detuvo, observó con más detenimiento el rostro de Quentin y descubrió algo en lo que todavía no había reparado.

—¿Dónde está Tamis? —inquirió.

Quentin sacudió la cabeza.

—Ha muerto. Ard Patrinell también. Se mataron el uno al otro. No pude salvar a ninguno de los dos. —Le temblaban las manos y era incapaz de pararlo. Clavó la mirada en el suelo, confundido—. Le preparamos una trampa entre Tamis y yo. Nos escondimos en el bosque, junto a uno de los hoyos, y dejamos que la abominasquión nos encontrara con la esperanza de hacer que cayera en la trampa. Usamos un señuelo, un ardid para atraerla. Funcionó, pero salió del hoyo y Tamis…

Se le apagó la voz, incapaz de continuar y las lágrimas se le agolparon en los ojos por enésima vez, como si fuera un niño que revive una pesadilla.

Panax agarró las manos de Quentin entre las suyas, las aquietó y se las sujetó hasta que los temblores se detuvieron.

—Parece que tú también escapaste por los pelos —observó en tono calmado—. Supongo que no podías hacer más para salvarlos que no hubieras probado ya. No te exijas demasiado, tierralteño. La magia no siempre proporciona las respuestas que buscamos. El druida lo habrá descubierto por sí mismo, esté donde esté. A veces, debemos aceptar que tenemos limitaciones. Hay cosas que no podemos evitar. La muerte es una de ellas.

Le soltó las manos y lo asió de los hombros.

—Siento mucho lo de Tamis y Ard Patrinell, de verdad. Seguro que lucharon por sus vidas, tierralteño, pero tú también. Creo que, tanto a ellos como a ti mismo, les debes hacer que haya servido de algo.

Quentin miró los ojos marrones del enano y volvió paulatinamente en sí, mientras forjaba una nueva determinación. Evocó el rostro de Tamis al final, el espíritu feroz con el que se había enfrentado a su propia muerte. Panax tenía razón: derrumbarse ahora, entregarse a la tristeza, sería traicionar todo por lo que la elfa había luchado. El joven inspiró hondo.

—De acuerdo.

Panax asintió y retrocedió.

—Bien. Necesitamos que seas fuerte, Quentin Leah. Los rindge llevan explorando desde esta madrugada, desde antes del amanecer. Se han adentrado en las ruinas. Bastión Caído está plagado de escaladores, pero no funciona ninguno. Ya no funcionan los filamentos de fuego. Al parecer, Antrax ha muerto.

Quentin lo miró de hito en hito sin comprender nada.

—Pues muy bien, dirás, pero mira ahí. —El enano señaló al este, al banco de nubarrones que se avecinaba, como una cortina de oscuridad que llenaba el horizonte—. Lo que se avecina es un cambio en el mundo, de acuerdo con los rindge. Tienen una profecía que lo anuncia. Si Antrax es destruido, el mundo volverá a ser como era. ¿Recuerdas que los rindge insistían en que Antrax controlaba el tiempo? Bien, pues antes de que lo hiciera, esta tierra solo era hielo y nieve, hacía un frío gélido y era casi inhabitable. Tan solo se volvió cálida y frondosa después de que Antrax la cambiara hace eones. Y ahora, está volviendo a su estado original. ¿Notas el fresco?

Quentin no se había dado cuenta antes, pero Panax tenía razón. El ambiente se enfriaba a un ritmo constante, a pesar de que el sol hubiera salido ya. Ese ambiente fresco era de los que anunciaban la llegada del invierno.

—Obat y su pueblo cruzarán las montañas hasta el interior de Parcasia —continuó el enano—. Allí hace mejor tiempo y la región es más segura. Si no encontramos el modo de salir de aquí enseguida, creo que lo mejor será acompañarlos.

De repente, Quentin se acordó de la aeronave.

—Justo acababa de ver a la Jerle Shannara, Panax —dijo, y atrajo la atención del otro hacia el frente—. Ha estado visible durante unos segundos, justo por ahí. La he visto justo cuando me has encontrado, pero luego la he perdido entre esas nubes.

Escudriñaron juntos la oscuridad durante unos minutos, pero no vieron nada. Entonces, Panax se aclaró la garganta.

—No quiero ponerte en duda, que conste, pero ¿estás seguro de que no se trataba de la Fluvia Negra?

Tal posibilidad no se le había ocurrido a Quentin. Tenía tantas ganas de que fuera la Jerle Shannara, suponía, que en ningún momento se había parado a pensar que podía ser la aeronave enemiga. Se había olvidado de su némesis.

Sacudió la cabeza lentamente.

—No, no estoy seguro.

El enano asintió.

—No pasa nada, pero tenemos que ir con cuidado. La bruja y sus mwellrets todavía andan por aquí.

—¿Y qué me dices de Bek y los demás?

Panax parecía incómodo.

—Todavía no hemos encontrado ni rastro de ellos. No sé si los encontraremos, tierralteño. El pueblo de Obat no quiere volver a las ruinas; dicen que es la cuna de la muerte, aunque ya no exista Antrax ni estén activos los escaladores ni los filamentos de fuego. Dicen que está maldito, que nada ha cambiado. He tratado de convencerlos para que me acompañaran esta mañana, pero, después de lo ocurrido, han vuelto a las colinas a esperar. —Sacudió la cabeza—. A ver, no los culpo, pero tampoco es de mucha ayuda.

Quentin se enfrentó a él.

—No pienso abandonar a Bek, Panax. Ya estoy harto de huir, de ver a la gente morir y no hacer nada para evitarlo.

El enano asintió.

—Seguiremos buscando, tierralteño. Todo lo que podamos, no dejaremos de buscar. Pero no te hagas demasiadas ilusiones.

—Está vivo —insistió Quentin.

El enano no respondió, su rostro curtido y franco no revelaba sus pensamientos. Clavó la mirada en el cielo, en dirección al norte, y Quentin copió su gesto. Una línea de manchas negras había aparecido en el horizonte, y avanzaba en paralelo a la tormenta, desplegadas sobre el cielo matutino.

—Aeronaves —anunció bajito Panax, con cierta afectación en la voz áspera.

Contemplaron cómo las manchitas se agrandaban y tomaban forma. Quentin no comprendía cómo habían salido tantas aeronaves, al parecer de la nada, en un momento. ¿Ante quién respondían? Miró a Panax, pero el enano estaba tan confundido como él.

—Mira —dijo Panax mientras señalaba.

La aeronave que Quentin había visto hacía un rato había reaparecido entre la oscuridad y surcaba el cielo a toda velocidad rumbo al este, hacia las montañas. Esta vez no había lugar a dudas: se trataba de la Fluvia Negra. El grito de socorro murió en los labios del tierralteño, que se quedó petrificado donde estaba cuando esta los sobrevoló y se perdió en la distancia. Ahora veían que trataba de cortarle el paso a otra nave, más adelantada. La inclinación distintiva de los tres mástiles les reveló que no era otra que la Jerle Shannara. La bruja y sus mwellrets daban caza a los nómadas y los otros buques les pisaban los talones a ambas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Quentin, tanto para sí como para Panax.

Al cabo de unos segundos, la flota perseguidora se dividió en dos grupos: uno se fue tras la Fluvia Negra y la Jerle Shannara y la otra se dirigió hacia las ruinas de Bastión Caído. Este segundo grupo era más pequeño, pero estaba capitaneado por la aeronave más grande. En formación lineal, los buques planearon sobre las ruinas y se prepararon para aterrizar.

—No creo que debamos quedarnos aquí, expuestos de esta manera —sugirió Panax al cabo de unos instantes.

Enseguida, buscaron el amparo de los árboles y se retiraron hacia las colinas, donde encontraron un punto de avanzada desde donde observar lo que sucedía. No tardaron mucho en admitir que habían tomado la decisión correcta. Las aeronaves lanzaron escaleras de cuerda, que colgaban a pocos metros del suelo, y puñados de mwellrets las descendieron y se esparcieron por la zona. A bordo de las aeronaves, la tripulación se quedó en sus puestos. Sin embargo, había algo raro en su porte. Estaban quietos, petrificados, como estatuas, no había trajín ni hablaban con los demás compañeros. Quentin los observó durante un buen rato, con la intención de detectar algún tipo de reacción en ellos. No se produjo ninguna.

—Dudo que sean aliados —anunció Panax en voz baja. Hizo una pausa—. Mira eso.

Un elemento nuevo había aparecido: un puñado de criaturas que carecían de una identidad reconocible. Las colocaban en redes de carga y las hacían descender mediante cabestrantes desde la aeronave mayor, una tras otra. Parecían humanos demasiado crecidos, con unas espaldas y brazos enormes, las piernas gruesas y los torsos peludos. Caminaban encorvados, usando las cuatro extremidades, como los primates del viejo mundo. Sin embargo, las cabezas tenían un aspecto lobuno: tenían el morro estrecho y marcado, las orejas puntiagudas y unos ojos penetrantes. Incluso desde la distancia, esos rasgos eran inconfundibles.

—¿Qué son? —dijo Quentin, que soltó una bocanada de aire.

Las partidas de búsqueda se abrieron en abanico por las ruinas, con una docena de mwellrets en cada una, armados y protegidos: sin duda, era un invasor hostil. Llevaban esas peculiares criaturas encorvadas atadas de largas cadenas y les habían dado la orden de buscar, como si fueran perros. Con el hocico amorrado al suelo, avanzaron entre los escombros en distintas direcciones y los mwellrets las siguieron. En las ruinas no se produjo ninguna reacción por parte de Antrax. No aparecieron escaladores y ningún filamento de fuego hendió el aire. Al parecer, los rindge tenían razón sobre lo que había ocurrido. Sin embargo, eso tan solo consiguió que Quentin no dejara de pensar en lo que le habría sucedido a Bek.

Kian, el elfo fornido de tez morena, surgió de repente de entre los árboles y se acercó a ellos. Saludó a Quentin con un asentimiento de cabeza, pero no dijo nada.

—Tenemos un problema, tierralteño —anunció Panax sin mirarlo.

Quentin asintió.

—Nos están buscando. Y tarde o temprano, nos encontrarán.

—Y yo diría que será más temprano que tarde. —El enano se irguió—. No podemos quedarnos aquí. Hay que irse.

Quentin Leah observó cómo sus perseguidores se adentraban en la ciudad, a lo lejos, eran figuritas, como juguetitos. Quentin entendía a Panax, pero no quería expresarlo en voz alta. Panax le sugería que debían abandonar la búsqueda de Bek, que tenían que poner tanta distancia como pudieran entre ellos y quienes los estuvieran persiguiendo.

Notó que una parte de sí mismo se marchitaba y se moría ante la perspectiva de volver a abandonar a Bek, pero sabía que, si se quedaba, lo encontrarían. Con eso, no conseguiría nada de provecho y podría acabar muerto. Trató de reflexionar sobre ello a fondo. Quizá Bek poseía magia, Tamis así lo afirmaba. Lo había visto usarla, un poder con el que podía hacer trizas a los escaladores. Su primo no estaba completamente indefenso. En realidad, era posible que él tuviera más opciones que ellos de salir con vida. Quizá incluso había encontrado a Walker, así que, tal vez, estaban juntos. Tal vez ya habían salido de las ruinas y habían huido a las montañas.

Se detuvo, enfadado. Lo estaba racionalizando. Trataba de hacerse sentir mejor por abandonar a Bek, por romper su promesa por enésima vez. Pero, en realidad, no se creía ni una palabra de lo que se decía. El corazón no se lo permitía.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó al final, resignado a realizar la única cosa que se había prometido que no haría.

Panax se rascó la barbilla, ya cubierta con una barba incipiente.

—Nos adentraremos en el Arca Aleutera, esas montañas que quedan detrás, con Obat y su pueblo. Nos adentramos en el corazón de Parcasia. Las aeronaves se dirigían hacia allí; tal vez alcancemos alguna. Quizá podamos hacerle señales. —Se encogió de hombros, cansado—. Tal vez podamos sobrevivir.

No mencionó una palabra sobre volver a por Bek y los demás o sobre reanudar la búsqueda más adelante. El joven comprendió que algo así no ocurriría, que quizá nunca regresarían a las ruinas, y no le haría una promesa que no podría cumplir.

Nada de eso ayudaba a Quentin a desembarazarse de su sentimiento de traición, pero era mejor ser realista con las perspectivas que había que aferrarse a falsas esperanzas.

«Lo siento, Bek», se dijo a sí mismo.

—Vienen hacia aquí —anunció Kian de pronto.

Uno de los grupos de batida había aparecido en el extremo de las ruinas que había más abajo y había encontrado los cuerpos de los rindge que la abominasquión de Patrinell había matado hacía dos días. Las criaturas encorvadas ya olisqueaban el suelo en busca de un rastro. Una cabeza lobuna se alzó y miró en la dirección en la que se encontraban ellos, agachados entre los árboles, como si fuera consciente de su presencia, como si fuera capaz de divisarlos.

Sin mediar palabra, el enano, el elfo y el tierralteño se mezclaron con los árboles y desaparecieron.

* * *

Les llevó casi una hora llegar hasta el claro donde estaban reunidos Obat y los rindge. Se encontraban en la ladera de la colina que se alzaba ante el Arca Aleutera, que atravesaba Parcasia de noroeste a sureste como una espina dorsal escarpada. Los rindge tenían aspecto andrajoso y desalentado, aunque no conformaban un grupo desorganizado o poco preparado. Habían apostado centinelas y se encontraron con ellos antes de llegar a la columna de rindge. Habían recuperado las armas, así que los hombres iban todos equipados. Sin embargo, la mayor facción de supervivientes estaba formada por mujeres y niños; algunos de estos solo eran bebés. Al menos había un centenar de rindge, aunque era más probable que se acercarán a los doscientos. Sus pertenencias formaban montones a su alrededor, atadas en fardos o metidas en sacos de paño. La mayor parte de ellos estaban sentados y quietos en las sombras, mientras charlaban entre ellos y aguardaban. En la luz moteada del bosque, parecían tener las cuencas de los ojos vacías y que fueran espectros indefinidos.

Obat se acercó a Panax y se puso a hablar con él de inmediato. Panax lo escuchó y le respondió con la antigua lengua de los elfos que había usado con buenos resultados cuando se habían conocido. Obat le escuchó y sacudió la cabeza. Panax lo volvió a intentar y señaló la dirección de la que procedían. Para Quentin era evidente que le explicaba que habían llegado los intrusos que habían visto en las aeronaves. No obstante, a Obat no le hacía ninguna gracia lo que oía.

Con la exasperación cincelada en el rostro, Panax se volvió hacia el tierralteño:

—Le he dicho que tenemos que irnos a toda prisa, que deben dejar todas las pertenencias aquí. Tal y como están las cosas, nos costará bastante trasladar a toda esta cantidad de gente sana y salva sin tener que, además, lidiar con todas sus cosas. Pero Obat dice que es todo lo que les queda, que no lo dejarán.

Se volvió hacia Kian:

—Vuelve al camino con un par de rindge y montad guardia.

El elfo cazador giró sobre los talones sin mediar palabra, gesticuló a un par de rindge para que lo acompañaran y desapareció entre los árboles al trote.

Panax se volvió hacia Obat y lo intentó de nuevo. Esta vez realizó ademanes que no dejaban lugar a dudas sobre lo que pasaría si los rindge iban demasiado lentos al escapar. Su rostro ancho estaba sonrojado y mostraba enfado; alzó la voz. Obat lo miró de hito en hito, impertérrito.

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