Kitabı oku: «Estado y periferias en la España del siglo XIX», sayfa 8
Sin embargo, esta vía no se consolidó. Sería sustituida, a lo largo de la segunda mitad del siglo, por la confrontación entre el capital y el trabajo y por el distanciamiento obrero con respecto al sistema político. A la hora de explicar este resultado decisivo para la historia española contemporánea, Barnosell muestra que el papel del Estado en el conflicto laboral, que generaba el desarrollo de la industria, no es comprensible sin atender a los cambios socioeconómicos y a la dinámica de los lenguajes políticos que operaban en Cataluña y España desde hacía décadas. Tres hechos serían determinantes: la elaboración, por parte de los sindicatos, de un discurso centrado en la idea de «clase obrera» a fin de hacer frente a la heterogeneidad de los oficios; el cambio técnico en la industria, que los progresistas defendían y muchos trabajadores rechazaban, en tanto que empeoraba su relación de fuerzas con respecto a los empresarios, y la percepción –presente entre las elites y el mismo Estado– de los peligros que encerraba la sociedad industrial y urbana, en un contexto de inestabilidad institucional en el que estaba en cuestión la forma definitiva que adquiriría el sistema político. En conjunto, todo ello configuraba el mundo social de la industria, visto desde el poder central, como una peculiaridad catalana.
Ante estos peligros, el Estado y las elites regionales coincidieron en identificar la cuestión obrera como un problema de orden público. Esto llevaba a excluir la reforma social, a aceptar como suficiente la precaria red asistencial que se estaba construyendo y a mantener la represión como remedio preferente. Los patronos se mostraron contrarios a que las condiciones de trabajo fuesen reguladas por el poder central, que tampoco promovió grandes iniciativas en este sentido. Por ello, las críticas de las elites catalanas al centralismo moderado no se debían, según Barnosell, a su desacuerdo con la represión, sino que apuntaban a la incapacidad de ese Estado para ponerse de acuerdo sobre el uso de la violencia con los sectores dominantes en la región. Lo que éstos echaban en falta era un acuerdo que les permitiera, en ausencia de intervencionismo regulador, consolidar su posición social y política.
La relación entre la iniciativa económica estatal y los intereses de las elites regionales en Cataluña, tema que ocupa un espacio importante en las discusiones historiográficas, es el centro también del artículo de Albert Garcia. Como en el caso anterior, el autor problematiza las ideas recibidas en este terreno. Su análisis pone de manifiesto que los patronos catalanes rechazaron los intentos del Estado, en especial durante las fases progresistas y democráticas del Bienio y el Sexenio, de regular y fijar las relaciones laborales en la industria. Este rechazo a iniciativas que, desde arriba, tendían a aproximar el marco institucional español al de los países industriales de Europa estaba enraizado, a su vez, en el proceso de cambio que afectaba, durante esas décadas, a la organización del trabajo en las fábricas. La nueva tecnología textil permitía que la autoridad empresarial socavara el poder de negociación y la autonomía que los hiladores varones habían adquirido en la fase tecnológica precedente. En esta interpretación, por tanto, aparecen estrechamente ligados dos ámbitos: las relaciones sociales en el terreno concreto de la producción y los vínculos, con su traducción política, entre los diferentes sectores sociales y el Estado liberal.
A su vez, los resultados de estas pugnas condicionaron la evolución de las relaciones entre el Estado y la sociedad industrial en la etapa siguiente, durante la Restauración. A partir del Sexenio ya no volvieron a producirse las alianzas interclasistas entre obreros y sectores del progresismo burgués. Los sindicatos se orientaron hacia el apoliticismo, mientras hacía su aparición, entre las elites catalanas, un nuevo modelo de organización de las relaciones sociales en la industria: la colonia, como alternativa a la fábrica urbana. Para sus promotores, era un ámbito en el que podían establecerse relaciones laborales de tipo paternalista, frente a un Estado distante e incapaz de construir consensos. Sin embargo, si la idea de las colonias cobraba fuerza en los momentos de mayor conflictividad, que alimentaban la utopía de la armonía social, para Garcia Balañà también estaban estrechamente relacionadas con el rechazo de los empresarios a los intentos reformistas en materia de inspección laboral, seguros obligatorios y condiciones de trabajo. La colonia como espacio autorregulado formaba parte, pues, de esa utopía que aspiraba a aislar el trabajo de las tensiones de la sociedad industrial. Si, al final, los trabajadores –es decir, una parte amplia de la sociedad catalana– pudieron sentirse cada vez más ajenos a un sistema político que no los protegía, las elites empresariales no fueron un sujeto pasivo en este resultado, sino un protagonista central. Este enfoque representa, por tanto, una alternativa fundamentada a la visión según la cual el apoliticismo obrero habría sido consecuencia del imperio de un liberalismo conservador y de un Estado liberal «fracasado» desde el inicio.
LA PROYECCIÓN DEL ESTADO EN LA COMUNIDAD NACIONAL
El siglo XIX fue el de «la construcción nacional». La nación fue, en efecto, la única legitimación segura de los Estados cuando la soberanía del rey fue destruida o modificada. Estado y nación parecían ser, pues, el fruto de un proceso histórico general en la Europa decimonónica. También se consideraron la constatación del fracaso español. Para la literatura de corte regeneracionista, como se ha señalado en páginas anteriores, el Estado decimonónico faltó también a esta cita ineludible, la de hacer la nación española.
No hay duda de que el debate por excelencia de la historiografía española de los últimos quince años ha sido el de la nacionalización. Desde que Borja de Riquer lo propusiera, a principios de los años noventa, no ha desaparecido de la agenda investigadora. Si bien la tesis de la débil nacionalización ya había sido apuntada veinte años antes por el sociólogo Juan José Linz, han sido los planteamientos del historiador catalán los que han dominado el panorama de la comunidad científica y promovido una viva discusión. En este sentido, puede afirmarse que las pretensiones que le animaron, allá por 1992, cuando presentó en Salamanca su hipótesis de trabajo, han sido satisfechas.[226] Desde entonces, el debate sobre las identidades no ha hecho más que crecer, si bien –hay que reconocerlo– con más voluntad de reflexión teórica que análisis con base empírica suficiente, capaz de contrastar las hipótesis enunciadas.
A raíz de su propuesta, el nacionalismo español y la difusión de la identidad nacional se han convertido en objeto de estudio historiográfico.[227] En realidad, el primero ya había sido centro de atención por parte de, entre otros, José Antonio Maravall y José María Jover décadas antes. En ambos casos, se primaba la perspectiva ideológico-política de análisis y una visión dual del nacionalismo, entre un discurso de nación reformista, democrático, prospectivo y optimista –propio, como escribió Jover, de progresistas, republicanos y demócratas– y otro de carácter moderado, meramente retrospectivo, identificado con el centralismo estatal y hegemónico en el siglo XIX. Ya en 1972, Maravall se lamentaba de que la historia del nacionalismo en España estuviera todavía por hacer y apuntaba la existencia de dos trayectorias: la de «un nacionalismo dinámico, expansivo, hacia fuera, agresivo –al modo del que se dio en los fundadores de la Tercera República» francesa– y la de «un nacionalismo estático, interno, defensivo, vuelto hacia atrás», del que Cánovas del Castillo fue un destacado representante.[228]
Doce años después, Jover seguía insistiendo en la laguna historiográfica que había sobre el particular. Aun siendo consciente de la ausencia de análisis, este autor no tenía duda alguna de que «la hora» europea de los nacionalismos también había sonado en España. En este caso, el nacionalismo tenía «dos líneas maestras de referencia»: la trayectoria del moderantismo, que representaba los intereses de «las elites de poder que han llevado a cabo una revolución burguesa limitada, mediante un compromiso con los antiguos estamentos», y la del progresismo (y sus derivaciones demócratas y republicanas). El nacionalismo español se expresó a través de unas vías claramente encuadrables en las coordenadas europeas del siglo XIX: la difusión de «la historia general de España»; la política de expediciones militares de la Unión Liberal –que, al invocar los sagrados intereses de la patria, daba satisfacción también «a la sensibilidad nacionalista de unas clases medias y populares»–; el iberismo, o, por último, la tradición federal. En el planteamiento de Jover, por tanto, no sólo había habido un nacionalismo español, sino que también existía una sociedad con una sensibilidad nacionalista, estimulada por la historia, la literatura, el teatro, etc. De este modo, el carácter «retrospectivo» del discurso y de la práctica nacionalista del hegemónico liberalismo, incapaz de generar un proyecto común de futuro y más proclive a ensalzar las glorias del pasado, limitaba y condicionaba la legitimidad de las instituciones estatales, pero no ahogaba necesariamente el sentimiento nacional entre sectores sociales diversos.[229]
Las conclusiones de Jover no fueron entonces unánimemente compartidas. En efecto, era un lugar común de la historiografía de la década de 1980 negar –más por consideraciones políticas que por razones científicas– la existencia de un nacionalismo español, en caso de que se planteara tal problema.[230]La propuesta de Jover, de todas formas, abrió el camino para los estudios de historia cultural sobre la construcción del Estado-nación. En especial, la investigación ha avanzado con pasos sólidos en el conocimiento de los registros a través de los cuales se formaron las identidades colectivas: la historia y los símbolos nacionales, sobre todo.[231]
A finales de la década de 1980, dos planteamientos pugnaban, con desigual resonancia, en la escena historiográfica respecto a la capacidad nacionalizadora del Estado del siglo XIX.[232]Por un lado, Andrés de Blas Guerrero sostenía la equiparación del caso español en el contexto europeo –más allá de singularidades contrastadas–, por lo que se refiere al significado del Estado en el surgimiento de España como realidad nacional de signo político. El nacionalismo español del siglo XIX se caracterizaría por una «relativa debilidad», en la medida en que sería un recurso innecesario en la vida española, como sucedía también en Inglaterra. Los desequilibrios económicos regionales se canalizaron, sin embargo, hacia la defensa de una política proteccionista, que reforzó «la integración económica del Estado» y ayudó «a la consolidación de una burguesía española. Española porque, más allá de innegables particularismos regionales y sectoriales, quedará unificada en la realidad de un mercado español, bajo el estímulo, también bajo el peso, de una misma Administración». Lo que Blas Guerrero apuntaba era, pues, la firmeza del Estado hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX, lo que explicaría el carácter tardío del nacionalismo español, en «un viejo Estado carente de una seria política expansiva y sin importantes desafíos internos o externos capaces de animar el despertar que al fin se producirá con la crisis finisecular». Fue esa realidad estatal, no cuestionada ni por el carlismo ni por la práctica juntista, la que impulsó la construcción nacional de España.[233]
Por otro lado, Juan Pablo Fusi sostenía que el problema de la organización territorial del Estado obedecía a su «mucha debilidad», tanto en el siglo XvIII como todavía en la centuria siguiente. La ausencia de prestigio y de poder de ese Estado explicaba la realidad de una España poco vertebrada o cohesionada socialmente, así como la pervivencia de identidades locales y regionales: hasta bien entrado el XIX, «la localidad, la provincia, la comarca y la región –y no la nación– fueron el verdadero ámbito de la vida social». El nacionalismo español –algunos de cuyos elementos ya se habían manifestado en el siglo ilustrado– fue
evidentemente débil como fuerza de cohesión social del territorio español. Pese a las tendencias centralizadoras que inspiraron la creación del Estado español moderno, la fragmentación social y económica del país siguió siendo (...) considerable hasta que las transformaciones sociales y técnicas terminaron por crear un sistema nacional cohesivo, lo que no culminó hasta las primeras décadas del siglo XX.
La debilidad del nacionalismo español obedecía así a la propia debilidad, pobreza e ineficiencia del Estado y de la Administración central. La formación de una nacionalidad común fue el resultado de un largo proceso social de asimilación que exigió el crecimiento económico (mercado nacional), el desarrollo urbano, la presencia de un sistema de educación unitario y común, la expansión de los medios de comunicación de masas, el surgimiento de la opinión pública y la progresiva socialización de la política. Sus efectos pudieron comenzar a percibirse en torno a 1900. Para entonces, «España era ya una entidad nacional cohesiva y vertebrada».[234]
Las tesis de Fusi eran coincidentes, en líneas generales, con los planteamientos que a la altura de 1990 sostenía Borja de Riquer sobre el nacionalismo y el Estado españoles. La innegable debilidad del primero habría limitado de manera aguda su capacidad como fuerza de integración social, y la debilidad, pobreza e ineficiencia del segundo habrían tenido como resultado la extrema fragmentación de España y la vitalidad del localismo.[235]
Fusi señalaría tiempo después que a lo largo del siglo XVIII se había avanzado mucho «en la cristalización (elaboración, descubrimiento, según se quiera) de una idea de nacionalización claramente española». El problema sería que la España del siglo XIX «se había quedado sin Estado», a raíz de la crisis iniciada en 1808: cómo articular «un verdadero Estado nacional» fue el gran reto de la contemporaneidad. Un problema complejo que todavía se complicaría más por una serie de factores: «la simultaneidad desde principios del siglo XIX de dos procesos: el desarrollo de una conciencia española verdaderamente nacional (un nacionalismo español sentimental y emocional) y la aparición de los prenacionalismos y luego de los nacionalismos»; la debilidad del nacionalismo sentimental español como fuerza de cohesión social y de vertebración territorial del Estado español; el desarrollo tardío de la maquinaria administrativa del Estado, y, por último, los fuertes desequilibrios regionales de la economía española. En este sentido, y para este autor, Azaña y Ortega y Gasset habían tenído razón. No obstante, los sentimientos nacionales y las ideas de España habrían impregnado la política española y, probablemente, la conciencia colectiva de gran parte de la sociedad –extremo de casi imposible comprobación– a lo largo del siglo XIX de forma, además, progresivamente más articulada y explícita. Los ejemplos de ese vago y genérico patriotismo españolista –que no era todavía nacionalismo político sino, en todo caso, pura y simple emoción nacional– eran en extremo abundantes y se manifestaban a muy distintos niveles, desde la nacionalización de la cultura hasta el patriotismo de las clases populares, manifestado en 1859 y 1860, en 1885, o en las aclamaciones masivas hacia la figura de Isaac Peral en 1890.[236]
Estado liberal y nacionalización española
Como se ha señalado, Linz estableció –en el marco interpretativo de la teoría de la modernización– el esquema básico de la debilidad nacional española por el que discurriría tiempo después la polémica. Al igual que en la propuesta de Borja de Riquer, el Estado se convertía en el principal responsable del surgimiento de los nacionalismos periféricos a finales del siglo XIX, en la medida en que no fue capaz de generar una sólida identidad nacional a través de mecanismos nacionalizadores tan esenciales como la educación o el servicio militar. El fracaso del Estado español en el contexto europeo era, según esta perspectiva, inapelable.[237]
Borja de Riquer argumentó históricamente este planteamiento, al ofrecer una lectura del siglo XIX que enlazaba distintos planos de análisis. Aquí radica mucha de la fuerza de su modelo interpretativo del proceso de construcción nacional española por parte del Estado liberal. La debilidad de esta nacionalización –lo que, de modo implícito, se presenta como requisito para que se consolidaran identidades nacionales alternativas a la española– obedecía a factores políticos, económicos, sociales y culturales desencadenados a raíz del triunfo de la revolución liberal. Las peculiaridades de la construcción y el funcionamiento del régimen liberal habrían determinado los canales disponibles para crear una conciencia nacional española. Esos rasgos específicos procedían de un Estado cuya fragilidad política, social y económica le hacía ser muy ineficaz a la hora de protagonizar y dirigir el proceso de nacionalización. Éste, según Borja de Riquer, implica dos dinámicas estrechamente vinculadas: la integración política, cultural e ideológica, y la identificación con las instituciones liberales, sus símbolos y el discurso histórico justificador de todo ello. En ambas instancias, el Estado liberal habría faltado a la cita. Y faltó porque su origen obedecía a una revolución, la liberal, que –siguiendo una tesis que hemos venido discutiendo en este trabajo– habría consistido en un pacto implícito, en torno a la propiedad de la tierra, que habría consolidado un régimen bajo el control de elites conservadoras, más ligadas a los intereses agrarios que a los de la burguesía industrial. El Estado, creado con tales condicionantes, sólo habría tenido dos prioridades desde la década de 1840: la defensa de la sociedad de los propietarios y la represión de los movimientos populares, tanto progresistas y republicanos como carlistas. En esa tesitura, el Estado-nación no se habría legitimado ante muchos sectores sociales, porque su elite dirigente no ejerció una hegemonía política y cultural que se apoyase en un proyecto nacional coherente. De este modo, el desprestigio del Estado, que en ningún momento pretendió aquella integración, habría implicado necesariamente la debilidad de la identificación con la nación española.
La acción del Estado es la clave del proceso nacionalizador a lo largo del siglo XIX, según Borja de Riquer. En España, ésta fracasó por la propia debilidad de los instrumentos nacionalizadores: un sistema educativo muy deficiente, que en vez de difundir un discurso patriótico desplegó un sistema cultural clerical y reaccionario; una administración que no fue capaz de imponer la homogeneización en las pautas de construcción interna del Estado y un sistema militar profundamente impopular y socialmente injusto. De esta manera, la reducida eficacia de la acción unificadora estatal –mediante una administración patrimonializada y poco moderna, que nunca fue canal de transmisión de las demandas sociales desde la periferia al centro–; la persistencia de identidades previas a la nacional, impulsadas, a su vez, por el marcado carácter localista de la política española; la escasa vertebración económica y social del país, que impidió la formación de una auténtica burguesía nacional; la hegemonía de un nacionalismo español conservador, retrospectivo y tradicional, que abortó toda alternativa cívica, capaz de crear consensos y movilizadora de la nación, y la ausencia de un acuerdo liberal acerca de los símbolos nacionales –bandera, himno y conmemoraciones– condicionaron una nacionalización débil que, además, fue sentida como tal.
A pesar de voces discordantes procedentes sobre todo de la historiografía valenciana, la tesis de Borja de Riquer se convirtió en los años noventa en la base interpretativa sobre el nacionalismo y el alcance social de la identidad nacional española. Xosé Manoel Núñez Seixas sintetizaba a la altura de 1999 ese esquema de interpretación, al situar en el centro del problema la «incompleta transformación» de España en un Estado nacional, «muy lastrado por sus concesiones al Antiguo Régimen». Las lagunas y deficiencias del Estado nacional se fundaban en la persistencia de etnicidades diferenciales en distintas zonas de España, así como en la debilidad de la difusión social de un sentimiento de pertenencia a la nación política identificada con el Estado. El «fracaso relativo» obedecía, en última instancia, a «la escasa disposición o capacidad, o bien ambas a la vez, del Estado articulado por los liberales moderados para llevar a cabo ese programa “nacionalizador”».[238]Los factores de ese fracaso serían los siguientes: el bajo grado de desarrollo industrial y su desequilibrio territorial, que hacía que no hubiera correspondencia entre los centros industriales y los de decisión política, así como que tampoco existiera con respecto a la extracción geográfica de las elites políticas dirigentes del Estado y de la Administración; las divisiones entre absolutismo y liberalismo y en el interior de esta corriente; la débil eficacia de los instrumentos de nacionalización, debido a las insuficiencias modernizadoras del Estado liberal; la ausencia de un enemigo exterior a lo largo del siglo XIX; un sistema político caracterizado por el permanente bloqueo a una democratización progresiva y el predominio del clientelismo y del caciquismo, a pesar de la adopción del sufragio universal masculino en determinados momentos del siglo, y, por último, la oposición frente al Estado por parte de sectores integristas de la Iglesia católica.
En este modelo interpretativo global del siglo XIX, la acción del Estado adquiere un significado fundamental. A este respecto, se destacan cinco planos de despliegue estatal en la sociedad civil. En primer lugar, el monopolio del centralismo legal y administrativo por parte de unas elites moderadas o conservadoras, interesadas en la desmovilización del cuerpo social y, por tanto, en desactivar cualquier atisbo de nacionalismo en clave de soberanía nacional, es decir, reformista, con proyecto de futuro. Ello favorecería la ya de por sí muy limitada conciencia de la nación española entre esos sectores dominantes, convencidos por lo demás de que España estaba ya hecha y, en consecuencia, no había necesidad de fortalecer una identidad que se daba como natural. En segundo lugar, el sistema educativo no fue capaz, por sus propias deficiencias internas y financieras, de alfabetizar a la mayoría de la población, imponer el castellano como lengua única en la vida cotidiana e inculcar un sistema de valores patrióticos y cívicos, dada la fuerte tutela que ejercía la Iglesia católica sobre la enseñanza estatal. En tercer lugar, el ejército nunca fue nacional ni obligatorio para todos por igual y su impopularidad entre las capas bajas de la población tuvo en las agitaciones contra las quintas –continuas a lo largo de la centuria– su máxima expresión. A esta oposición se uniría a finales de siglo el alto porcentaje de desertores y prófugos de las guerras coloniales. En cuarto lugar, una deficiente unificación simbólica del Estado, al tiempo que este ámbito se constituía en un terreno de lucha político-cultural. A diferencia de otros Estados de la Europa occidental, las elites dominantes no tuvieron una política de difusión simbólica del patriotismo. Por último, un incompleto desarrollo de la Administración civil del Estado y, por tanto, de su potencia modernizadora. El agudo centralismo administrativo conducía, en la práctica, a criterios alejados de las necesidades de la ciudadanía, a la pervivencia de lealtades sociales de los antiguos marcos territoriales y al mantenimiento de especificidades jurídicas y forales. Todos estos factores configurarían, pues, un Estado débil, incapaz de difundir con éxito la identidad nacional española y con escaso arraigo social. Lo que en parte explicaría la fuerza de los nacionalismos alternativos a partir de finales del siglo XIX.
La propuesta sobre la débil nacionalización española, tal y como la formuló Borja de Riquer, era un conjunto de hipótesis que requerían una exhaustiva investigación. Sin embargo, se convirtió en un modelo interpretativo global que clausuraba la discusión científica, cuando no era éste el objetivo original de sus promotores. Sin discutir explícitamente ese modelo, Josep Maria Fradera propuso a principios también de la década de 1990 un esquema alternativo que llegaría a alcanzar un éxito notable: el lenguaje del doble patriotismo, «la suma de la cultura nacional i de particularisme polític». Para Fradera, este punto de arranque del nacionalismo catalán se constituyó en un contexto especialmente dramático para la burguesía catalana: el definido por la revolución liberal y el proceso industrializador. Las prácticas regionalizadas de la cultura burguesa, basadas en la manipulación del patrimonio étnico heredado, reflejaban profundas incomprensiones entre el Estado liberal y la clase dirigente catalana, pero no eran «una arma dirigida contra el fonaments del patriotisme espanyol, que constituïa un dels factors claus de legitimació de la propia revolució liberal també a Catalunya». A medio plazo, el doble patriotismo ni amenazaba la convivencia con la acción unificadora del Estado y del nacionalismo español, ni competía con el patriotismo español. De este modo, la burguesía catalana pudo desplegar una función intermediaria entre el Estado y la sociedad y no intentó subvertir el consenso básico que conformaba el Estado liberal, «el seu estat llavors i ara».[239]
Fueron, no obstante, los historiadores Ferran Archilés y Manuel Martí los primeros que impugnaron explícitamente la interpretación de Borja de Riquer, a la luz de los conocimientos alcanzados en otros campos, sobre todo en los del proceso revolucionario liberal, y ampliaron la propuesta de Fradera. En síntesis, estos investigadores han sostenido la necesidad de una mayor y más amplia comparación con otras dinámicas de construcción nacional, más allá del ejemplo francés, convertido, a través de la lectura que de la experiencia francesa hizo Eugen Weber, en modelo ideal típico, es decir, normativo, de lo que hubiera sido una dinámica triunfante. En segundo lugar, han considerado la importancia de la cronología en un proceso que es eminentemente histórico. Esto significa que el impulso nacionalizador de los Estados debe ser ponderado en cada una de las grandes etapas de constitución de la sociedad contemporánea: los intereses en juego no eran idénticos en la política liberal de mediados del siglo XIX con respecto a los que existían en la política y la sociedad de masas de finales de la centuria y primeras décadas del siglo XX. En tercer lugar, una interpretación del caso español atenta a las interrelaciones entre los planos sociales, económicos, políticos y culturales debe poner en cuestión el paradigma de la historia de España como fracaso, consolidado en la década de 1970.[240] En cuarto lugar, y estrechamente vinculado con lo anterior, Archilés y Martí han insistido en un enfoque analítico de la nacionalización que atienda, no sólo a la variable desde arriba (el Estado), sino también a las vías y plataformas surgidas dentro de la sociedad civil y promovidas por ella. A este respecto, no puede desdeñarse el carácter nacionalizador que tuvo precisamente la revolución liberal en España y su bandera por excelencia, la soberanía nacional. Por último, estos autores han privilegiado la perspectiva de la construcción sociocultural de la región como vía efectiva de nacionalización española.[241]
En definitiva, la tesis de Borja de Riquer se fundamenta en una propuesta metodológica y en una interpretación del proceso revolucionario liberal que hoy es preciso discutir. La propuesta metodológica identifica Estado y nación y presupone un tipo ideal de nacionalización basado en la hegemonía de una cultura nacional, global, consensual y no conflictiva. La interpretación del proceso revolucionario parte de una historiografía cuyas claves explicativas han sido cuestionadas por la investigación empírica, como hemos destacado en los apartados anteriores.[242]
Tiene razón Borja de Riquer cuando señala que los regímenes liberales pretendieron identificar Estado y nación. Pero esa meta debe ser investigada empíricamente, no formulada como un a priori analítico. Siguiendo a Benedict Anderson, la nación es una «comunidad imaginada», definición que no cabe dar precisamente al aparato estatal. Por ello mismo, el proceso de construcción y difusión de la identidad nacional española obliga a atender a otros agentes o mecanismos de socialización nacional, más allá del Estado. La relevancia que éste adquirió a finales del siglo XIX, como impulsor de procesos nacionalizadores en toda Europa, no puede proyectarse al pasado. El impulso hacia la nación en Italia o Alemania, por ejemplo, procedía de grupos diversos del mundo liberal, antes de que controlasen sus respectivos Estados, dentro de un largo proceso desarrollado en el marco de cartas otorgadas y la primacía de la Corona sobre la representación nacional.[243] En segundo lugar, y estrechamente relacionado con lo anterior, tampoco se puede identificar de manera apriorística Estado fuerte y Estado-nación. El panorama europeo ofrece algunos ejemplos de la dificultad de asociar ambas variables. Tal es el caso de Portugal, donde ni se desplegó una potente maquinaria estatal ni ésta se caracterizó por su eficacia nacionalizadora y, sin embargo, el grado de cohesión nacional alcanzado no parece que haya sido discutido por la historiografía. Incluso, habría que plantearse hasta qué punto se puede establecer un nexo biunívoco entre la nación y el Estado.[244] Por último, a partir de las propuestas en torno al «giro cultural» en las ciencias sociales y en la disciplina histórica, y, particularmente, los estudios sobre culturas políticas, parece esbozarse un relativo consenso sobre la necesidad de analizar la cultura (en este caso, la cultura nacional), no como funcional al sistema político y social, sino como un terreno inherentemente conflictivo.