Kitabı oku: «Los mejores reyes fueron reinas», sayfa 4

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LA REBELIÓN BÓXER

No entraremos en la historia del movimiento Bóxer, toda vez que este no es el sitio adecuado, solo resumiremos su génesis. El general Jung-Lu, de quien tantas veces hemos hablado, dirigió una carta al virrey del distrito del Fu-Kien, Ju-Ying-kue, que empieza así: «Los bóxeres comenzaron a organizarse en dieciocho pueblos del distrito de Kuan y recibieron al principio el nombre de Puños de la Flor del Ciruelo, cuando [en 1895] Li Bingheng era gobernador de la provincia, lejos de oponerse a su acción los enroló en la milicia…». Es decir, que desde el principio estos rebeldes contaron con apoyo de hombres del Gobierno, quienes, lejos de detener sus embestidas y desmanes, los alentaron y ayudaron en lo posible, pues veían en ello verdaderos patriotas que los salvarían de las intromisiones extranjeras. En último término sus acciones estaban encaminadas a aterrorizar y expulsar a las potencias extrajeras y a eliminar a los cristianos chinos, pues creían que esta religión disolvería la cultura china y sus tradiciones. La sociedad secreta de los bóxers reforzaba sus campañas jurando que mataría a todos los extranjeros «hombres peludos primarios» y a sus simpatizantes chinos «hombres peludos secundarios».


El barón Klemens August von Ketteler, embajador alemán asesinado por los bóxers

También era una especie de venganza por las humillaciones a que los hombres enanos (japoneses) les habían sometido en más de una ocasión. También sobrevino al tiempo una gran hambruna que segó casi una cuarta parte de los habitantes del país, todo ello hizo que los ánimos se caldearan y se buscase un enemigo común, los extranjeros y los cristianos, en quienes descargar su ira y su resentimiento.

Finalmente, las acciones de los bóxers fueron tuteladas, si no instigadas, por Cixí, la emperatriz viuda, que ostentaba el poder. Siguiendo la iniciativa de la emperatriz, varios gobernadores provinciales apoyaron la violenta resistencia de los bóxers en sus jurisdicciones. El asesinato del embajador alemán Von Ketteler disparó los ánimos, y los extranjeros tomaron esta afrenta muy en serio. Los chinos por su parte realizaron actos salvajes, como la quema de algunas iglesias cristianas con todos los fieles dentro. Jung-Lu acudió a hablar con la emperatriz para que parase a los bóxers, pero la anciana dama no quiso escucharle. La guerra estaba servida.

Fortalecidos por el apoyo de la emperatriz, los bóxers habían saqueado el campo, destruido las estaciones de ferrocarril y las líneas de telégrafos y asesinado a 231 extranjeros y a millares de chinos cristianos.

El barón Klemens August von Ketteler (Münster, 22 de noviembre de 1853 - Pekín, 20 de junio de 1900) fue un diplomático alemán. Fue educado para ingresar en el ejército, pero renunció a ello en favor de las delegaciones diplomáticas en 1882. Representó al Gobierno alemán en China, Estados Unidos (donde se casó con una estadounidense) y México. En 1899 regresó a Pekín como plenipotenciario. El 20 de junio de 1900, la embajada alemana fue asaltada los rebeldes bóxers. Klemens von Ketteler recibió un disparo mortal por parte de un sargento de tropas irregulares Kansu. Al conocerse su muerte, el Imperio alemán y otras siete naciones más declararon la guerra a China e invadieron Pekín y Manchuria entre 1900 y 1901, hasta que la rebelión bóxer fue destruida.

El 21 de junio de 1900, la emperatriz, impulsada por su patriotismo, declaró la guerra a todas las potencias extranjeras que «interferían en la vida política china por intereses egoístas». Ante tal peligro, los extranjeros se refugiaron en el barrio de las Legaciones y los bóxers iniciaron un asedio de dos meses a las embajadas en Pekín. Las naciones que sufrieron el ataque, incluyendo Japón, fueron: Rusia, Alemania, Gran Bretaña, Estados Unidos, Austria-Hungría e Italia. Rápidamente se agruparon en una fuerza internacional con la que llegaron a Pekín el 14 de agosto y vencieron fácilmente a los bóxers.


La rebelión bóxer

El ejército de rescate de los aliados se componía de unos 54 000 hombres a las órdenes del general británico Alfred Gaselee, de los cuales unos 5000 eran chinos contrarios a los bóxers, 20 840 japoneses, 13 150 rusos, 12 020 británicos, 3520 franceses, 3420 estadounidenses, 900 alemanes, 80 italianos y 75 austro-húngaros. En julio desembarcaron cerca de Tianjin y pusieron sitio a la ciudad, que cayó el día 14. También capturaron los fuertes Taku, situados en el estuario del río Hai He, y cuatro destructores chinos, labor en la que se destacó el barón Roger Keyes. Tras asegurar la zona, el ejército de Gaselee partió hacia Pekín (a 120 kilómetros de distancia) el 4 de agosto. La marcha fue sorprendentemente fácil a pesar de que en el recorrido se encontraban estacionados unos 70 000 soldados imperiales y un número aproximado de rebeldes armados, que prefirieron evitarlos.

La emperatriz era una mujer muy terca, siempre segura de sí misma y nada dispuesta a dar su brazo a torcer. No escuchó al único que le hablaba sin interés y con el corazón, el virrey Jung-Lu, y al dar su confianza a los bóxers selló su desgracia. Debería haber sabido que Occidente no perdonaba sus ofensas y por cada uno de sus nacionales muertos, ellos se vengarían matando cuatro chinos. A tal punto llegaba el peligro que, para salvar sus vidas, Cixí y su sobrino, el emperador, se vieron obligados a huir hacia el norte disfrazados de campesinos. La emperatriz solo pudo llevar dos damas y durante los tres meses que duró el viaje, habitó en posadas de mala muerte y, cuando pudo hacerlo, durmió en camas llenas de chinches. Sus comidas fueron cosas impensadas para la vieja emperatriz, col y arroz de mala calidad, como la campesina que fingía ser en su huida.


China fue condenada a pagar 333 millones de dólares tras la guerra de los bóxers en concepto de indemnización

Otro dolor le hirió: se enteró de que su amado palacio de verano, al que dedicó tanto tiempo y dinero en reconstruir, había sido devastado. Hasta su cuarto personal fue saqueado. Menos mal que ella tuvo la precaución de mandar hacer un falso tabique tras el que escondía los objetos de más valor que no pudo llevarse. Pero aún así, la pérdida fue enorme, sobre todo por el orgullo herido.

Cuando por fin pudo volver a la Ciudad Prohibida, lo hizo como una mujer derrotada aunque su dignidad le impidiese mostrarse débil.

Por el contrario, parecía tal cual que fuera ella la que había perdonado a los vencedores y les concedía la gracia de su sonrisa.

Los términos del protocolo bóxer, el tratado de paz que finalizó con la rebelión, fueron extremadamente duros: China fue condenada a pagar una indemnización de 333 millones de dólares; las tropas extranjeras dejaron guarniciones desde Pekín hasta el mar; los exámenes del servicio civil fueron suspendidos durante cinco años; tres oficiales simpatizantes de los bóxers fueron ejecutados y un cuarto fue empujado al suicidio. El káiser Guillermo II, cuyo embajador había sido asesinado por los bóxers, proclamó triunfante: «Nunca más, ningún chino se atreverá a mirar con desdén a un alemán».


Retrato de Kang Youwei, alrededor de 1920

Tras la firma del protocolo bóxer en 1901, las tropas permanecieron allí. En tres años, su presencia provocó la guerra ruso-japonesa. Internacionalmente el prestigio de China llegó a su punto más bajo. La indemnización consumía la mitad del producto nacional y debilitaba a la dinastía Qing. Además, la ocupación de Manchuria por Rusia había trasladado a miles de soldados a la región durante la rebelión.

Alguna cosa buena podía surgir de la rebelión bóxer, después de algún tiempo, el Gobierno liderado por la emperatriz viuda, Cixí, comenzó por llevar a cabo las reformas pedidas por Kang Youwei y Liang Qichao en la Reforma de los Cien Días. Entre los cambios, el único con gran influencia fue la abolición de los exámenes imperiales el 2 de septiembre de 1905. El Gobierno comenzó a construir nuevos colegios, de los que llegaron a existir cerca de sesenta mil al momento de estallar la Revolución Xinhai (la rebelión contra la última dinastía imperial china). Después de la abolición, la gente no podía conseguir buenos puestos en el Gobierno solamente con tener éxito en la examinación, lo que cambió drásticamente el ambiente político.

Al fin la emperatriz, ahora conocida como el Viejo Buda, se dio cuenta de que no le quedaba más remedio que abrir la mano y hacer concesiones.


Suplicio de un misionero francés. Muerte de los mil cortes.

Otra derogación muy celebrada en el exterior, fue la abolición de la tortura, y sobre todo de la muerte de los diez mil cortes, que era un terrible tormento que podía durar semanas e incluso meses de insufrible dolor hasta que el condenado moría.

LOS CAMBIOS INICIADOS EN CHINA Y RESPALDADOS POR CIXÍ

Tras volver a Pekín tras su exilio, la emperatriz hizo publicar un decreto que empezaba así:

[…] desde que hace un año salí súbitamente de la capital, no he dejado un momento de meditar en nuestros infortunios. […] Cuando pienso en las causas de nuestra ruina y de nuestra debilidad, deploro sinceramente no haber introducido desde hace tiempo las reformas indispensables; más ahora estoy absolutamente decidida a poner en vigor todas las medidas necesarias para la regeneración del Imperio. Tenemos que olvidar todos nuestros prejuicios y adoptar los mejores métodos europeos de Gobierno estoy firmemente decidida a emprender reformas […] Publico, pues, el siguiente decreto declarando solemnemente que la situación del Imperio no permite seguir eludiendo o aplazando esas reformas. […] Tenemos, como madre e hijo, un solo propósito: queremos devolver a nuestro Imperio su antiguo esplendor […].

Al fin Cixí había comprendido la inmensa superioridad de las fuerzas materiales del mundo occidental y el poder que la cultura y los medios de comunicación podían ejercer en Europa.


Yuan Chi-kai

Los manchúes, orgullosos e ignorantes, tendrían que verse con los europeos más tarde o más temprano; más valía aprender de ellos para al menos saber cómo enfrentarse a ese peligro cierto. En primer lugar había que abandonar todos o algunos de sus privilegios, pues eran un anacronismo en esos años. Para evitar a los manchúes su destrucción era mejor alentar la fusión de las razas, lo que derogaba aquella ley que prohibía el matrimonio entre manchúes y chinos (raza Han), que en las nuevas leyes pasaron a estar categóricamente recomendados. Si China había de sobrevivir, la emperatriz comprendió que se debería más a los chinos que a los manchúes.

Había que unificar la lengua, pues chinos y manchúes hablaban diferentes lenguas; por otro lado prohibió una costumbre que los extranjeros consideraban bárbara: la de comprimir los pies de las mujeres chinas para hacerlas más atractivas, la emperatriz la calificó de inhumana y la proscribió. Cixí reconoció la ignorancia de sus cortesanos y permitió que todos los nobles y miembros del clan imperial saliesen a estudiar al extranjero.

El Gobierno pensionaría a un grupo de manchúes jóvenes, de entre quince y veinticinco años, para que saliesen a estudiar fuera de China. En cuanto al pueblo y su educación, tras discutirla con Yuan Chi-kai y con Tchan Tchi-tung, llegaron a la conclusión de que el obstáculo para toda reforma era el sistemas de exámenes y que había que encauzarlos como en Occidente. A este tenor en 1904 emitió un mandato que abolía los exámenes clásicos, solo tras aprobar los nuevos exámenes se podría optar a un cargo público.

Yuan Chi-kai (Hunan, 1859 - Pekín, 1916). Político y militar chino. Pertenecía a una de las familias militares chinas con más tradición. Fue protagonista de las profundas transformaciones por las que pasó China desde la transición de su estructura medieval y tradicional hacia la construcción del Estado moderno. Yuan consiguió una brillante carrera militar y política, aun sin haber conseguido altas graduaciones. En 1882 fue enviado a Corea, donde permaneció hasta 1894 con la orden de evitar y controlar la penetración japonesa en la zona. Tras el derrocamiento del último emperador Puyi, perteneciente a la dinastía Qing, pasó a ser el primer ministro de la nueva República de China, tal y como había sido decretado por el emperador.

Otro de los decretos más importantes entre los que se dictaron fue el de la supresión del comercio del opio, que dio para la total liquidación un plazo de diez años. Se creó un nuevo Ministerio, muy necesario, el de Correos y Comunicaciones, pues estos servicios hasta entonces eran poco operativos, casi inútiles, por la corrupción y la dejadez de los encargados de este quehacer. También intentó, la vieja emperatriz, la reorganización de la justicia, declarándose contraria al uso del tormento y a cualquier abuso sobre las personas. Mientras todo esto entraba en vigor en todos los lugares, la pena máxima sería la degollación, suprimiendo el descuartizamiento, la mutilación, la marca con hierro al rojo y hacer pagar las penas a la familia en lugar del reo si este no podía ser apresado. Todos estos abusos se prohibieron en teoría, en teoría, porque en los lugares remotos seguían existiendo. Con todos estos mandatos esperaba la emperatriz instituir las bases de un Gobierno aceptable para los occidentales, a quienes consideraba el germen de un gobierno constitucional. Para demostrar su buena voluntad Cixí envió una comisión presidida por el duque Tse-Tse a estudiar los sistemas políticos en los países extranjeros y sus resultados, a su regreso el duque daría razón de sus estudios y se tomarían las decisiones pertinentes, eso sí, como conviniese. Según la soberana: «[…] cuando los funcionarios y el pueblo hayan comprendido qué es el poder ejecutivo en un Gobierno, la nación estará preparada para una Constitución».

Los artículos chinos tenían gran demanda sobre todo en Gran Bretaña, mientras que los productos de los europeos no tenían demanda ni mercado en China, por ello el comercio entre uno y otro era deficitario sobre todo en Inglaterra. Los ingleses descubrieron que llevando opio a China desde la India, donde se cultivaba, podían equilibrar su balanza, pues el opio proporcionaba ganancias de 1 a 400. Cuando los chinos protestaron ante la emperatriz Victoria, su respuesta fue enviar a las tropas para proteger el comercio de esta droga, de esta actitud surgió la llamada guerra del Opio. Fue un comercio indigno de una nación civilizada.

LA RESISTENCIA A TALES CAMBIOS

Naturalmente tal abundancia de cambios atrajo el descontento de muchos. Ni siquiera la emperatriz, con todo su prestigio, podía proponer tantas transformaciones sin levantar recelos y resistencias. Los antiguos funcionarios y burócratas continuaron aferrados a sus costumbres ancestrales y la resistencia se manifestó en un obstinado apego a lo habitual, lo tradicional, lo de siempre. De no ser porque los mandatos emanaban del Viejo Buda, seguramente la resistencia hubiese tomado una forma violenta, pero todos la temían y se guardaron muy mucho de exteriorizar su oposición o descontento.

En Pekín no había prensa, sobre todo prensa crítica, pero en las provincias del sur, en Shanghai y en Hong Kong, los periódicos desaprobaban abiertamente las medidas adoptadas por la emperatriz. Fue acusada de seguir al pie de la letra los mandatos de los diablos extranjeros, de los hombres peludos primarios y de los enanos del Japón; sin apreciar su inteligencia que le hacía ver lo necesario de esos cambios, que por otra parte odiaba. Acusaron a la emperatriz viuda de querer destruir las esencias del pasado y la tradición milenaria. No apreciaron su talento y astucia para manejar una situación explosiva a corto plazo.

Por otro lado, los extranjeros, Inglaterra, Alemania, Francia, Austria, Rusia, sospechaban que la emperatriz los engañaba con fingidos propósitos; recordaban su actitud anterior de franca hostilidad a todo lo extranjero, su conocida xenofobia y por ello no se creían que las intenciones de la soberana fuesen verdaderas. En realidad nadie le daba el crédito que necesitaba para llevar a cabo su envite por la modernidad. Ni unos ni otros comprendieron la energía y la virilidad de esta mujer anciana. Había tenido errores, pero no por ello dejaba de ser un político de primera fila, un conductor de hombres, un talento dirigente, un gobernante experimentado.

Los periódicos de Shanghai y de Hong Kong publicaban cada día diatribas a los menores actos de la emperatriz. Un crítico escribía:

Es poco creíble que a su edad pueda cambiar todas sus costumbres y hacer nuevas amistades tan contrarias a su educación y su carácter. ¿No se preguntarán los extranjeros si Su Majestad puede sinceramente sentir el menor afecto a unas gentes que han saqueado su palacio y la han obligado a entregar al verdugo [el tratado de paz tras el levantamiento de los bóxers establecía el compromiso del Gobierno chino de ejecutar a 10 oficiales implicados en la revuelta] a sus colaboradores más fieles y más seguros?

En todo caso, Cixí estaba convencida de la bondad de su proyecto y continuó el camino que se había trazado para sacar a China de su marasmo de siglos. Tenía que vencer prejuicios por ambas partes, entre los nacionales y los extranjeros, además existían alianzas y pactos de intereses en ambos lados, era una obra formidable, incluso para una personalidad como la suya. Necesitaba tiempo, aun con el empuje de toda una mujer de talento, pero tiempo era precisamente lo que no tenía el Viejo Buda. La nave del Estado iba a la deriva, había controversia de todos los lados, sin su mano el Estado encallaría en las dificultades que presentaba este modo nuevo de gobernar que deseaba implantar la emperatriz.

FIN DE LA EMPERATRIZ

Cuando la emperatriz iba a cumplir setenta y tres años, el pueblo se preparaba para las celebraciones. Una función teatral que duraría cinco días había de celebrarse en palacio, mientras las calles de la ciudad eran engalanadas. Los dignatarios y el Dalai Lama, que se hallaba a la sazón de visita, irían a saludar humildemente a la señora. El emperador, que estaba muy enfermo, no acudiría a los banquetes que se celebrarían, donde se hizo representar por un príncipe de sangre real.

El mismo día del cumpleaños de la emperatriz, el emperador hizo un esfuerzo y salió de sus habitaciones para dirigirse al salón del trono, pero su aspecto estaba tan deteriorado que alarmó a los circunstantes, tanto fue así que la emperatriz ordenó que se lo volviesen a llevar en su palanquín y le dispensó de estar presente.

Dos días más tarde, el 5 de noviembre, ni el emperador ni la emperatriz estaban bien de salud y no pudieron cumplir las obligaciones, y todos los asuntos de Gobierno quedaron en suspenso durante un par de días. El día 9 de noviembre ambos dirigentes estaban algo mejorados y pudieron asistir al Gran Consejo. Poco después visitaron al emperador cuatro médicos, también la emperatriz estaba enferma. El informe médico sobre la salud de Sus Majestades fue pesimista.

El Gran Consejo, alarmado, envió un mensaje al príncipe K´ing y cuando este llegó, el día 13, halló al emperador en muy mal estado, mientras que la emperatriz decía sentirse restablecida. Sacó fuerzas de su flaqueza, la indomable señora se hizo acicalar y celebró una audiencia en el salón de los Fénix. Ante los consejeros y príncipes ella anunció que era hora de escoger un heredero al trono. Si el emperador Guangxu moría había de sucederle un príncipe de la sangre. Ella, dijo, había hecho ya su elección, pero deseaba contrastarla con la de sus consejeros. Los consejeros, por su parte, propusieron al príncipe Pu-Luen, que era el primogénito de los biznietos de Daoguang (el emperador que había sido el consorte de la Cixí cuando ella era solo la concubina Yenehara, y con quien había tenido su hijo, Tongzhi, fallecido hacía años). La emperatriz manifestó que ella había casado a la hija de Jung-Lu, su fiel ayudante y consejero —y se dice que amante— con el hijo del príncipe Chun. El hijo varón que naciese de este matrimonio debía ser emperador, ella —explicó— se lo debía al fiel Jung-Lu. Chun sería nombrado regente, con el título de príncipe colaborador del Gobierno.

Algunos de los espectadores se opusieron a este nombramiento, pero ella, con gran fortaleza dado su estado, replicó:

Pensáis que soy vieja y chocheo, pero deberíais saber bien que cuando yo decido una cosa, no hay nada que pueda impedirme realizarla. En una época crítica un soberano niño es sin duda una causa de debilidad para el Estado más no olvidéis que yo estaré aquí para dirigir y asistir al Príncipe Chun —entonces se dirigió a los escribientes— redactad enseguida en mi nombre dos decretos: el primero nombrando a Xiaofeng, Príncipe Chun, Príncipe Colaborador del Gobierno, y el segundo ordenando que Pu-Yi, hijo del Príncipe Chun sea trasladado inmediatamente al palacio para recibir en él una educación imperial.


El dragón símbolo de la dinastía Qing

Mientras tanto seguía la gravedad del emperador que no llegaba a los cuarenta años. Además de enfermo estaba sumido en una profunda depresión, solo sobrevivió unas horas a esta decisión de Cixí, era el 14 de noviembre de 1908 cuando el Hijo del Cielo abandonó la tierra. La vieja emperatriz que ya se esperaba este desenlace, volvió a palacio para leer enseguida el testamento del difunto emperador. Esa noche Cixí se acostó y pareció mejor que en días anteriores, pero al día siguiente a mediodía, tuvo un síncope y notando que se acercaba su fin hizo llamar a palacio a la nueva emperatriz viuda (Long-Yu, la legítima esposa del difunto emperador) que ahora tendría que ser regente del joven Pu-Yi; también convocó al Regente (el Príncipe Chun) y al Gran Consejo, y una vez reunido, con gran calma dictó sus disposiciones ultimas: «[…] sintiéndome enferma de una afección mortal, y sin esperanzas de curación, ordeno ahora que en lo sucesivo el gobierno del Imperio pase por entero a manos del Regente […]».

Sin duda Cixí había pensado en vivir aun unos cuantos años y gobernar con Pu-yi como lo había hecho antes con su hijo y con Guangxu, quien, por cierto, se dijo en algunos mentideros que había muerto envenenado. Las últimas investigaciones sobre los restos del emperador confirmaron la presencia de arsénico en su cuerpo.

A las tres de la tarde, mirando al sur, como debe hacerlo un soberano chino, murió Yehenara, la hermosa muchacha que había llegado con apenas quince años al Palacio Imperial y que convertida en Cixí, había regido el imperio chino con mano de acero durante cincuenta años. Dejó su cuerpo en la tierra para volar a la residencia de las Nueve Fuentes.

Apenas sobrevivió un día al emperador Guangxu.