Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 21

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El poder demoníaco de la música la había poseído por entero, transportándola a las regiones de una vida superior. La grosera realidad, cortina engañadora que oculta a nuestros ojos la suprema belleza para que nos resignemos a la penumbra de una existencia práctica y vivamos como bestias mirando al suelo, rasgábase para ella todas las noches así que pisaba las tablas.

Sentía su alma bañada en divina tristeza cuando el padre-dios, iracundo y bondadoso a un tiempo, la castigaba por su desobediencia, aletargándola sobre el peñasco que había de rodear el fuego con un muro rojo de ondeantes almenas. Cantaba con la alegría de un pájaro que saluda al día y al amor cuando la despertaba Sigfrido, el gran niño sin miedo y sin prudencia, y al despojarla de su armadura le arrebataba la virginidad. ¡Adiós, grandeza fría de los dioses! Ella quería ser mujer, con todos los dolores y las pobres alegrías de los humanos.

Estremecíase aún al recordar el final de la gran epopeya, ante la pira fúnebre rematada por el cadáver del héroe, cuando, tremolando la antorcha vengadora que convierte en cenizas el reino de los dioses, expresaba su pena y su sabiduría. Era su tristeza la de la mujer superior que ha amado a un ser ligero, valeroso e inconstante, y en la hora suprema lo plañe y disculpa sus faltas. La gran verdad, resumen de todas las experiencias de la vida, la verdad que buscamos a tientas y desechamos muchas veces al encontrarla; la que sólo reconocemos en el último momento, cuando ya es imposible recomenzar y los errores no tienen remedio, salía de su boca llorosa: «Renuncio a mi divina ciencia y se la doy al mundo. Sepan los hombres que la felicidad no es la riqueza, ni el oro, ni el poder de los dioses. No es tampoco la pompa del rango supremo, ni los lazos mentirosos de las convenciones sociales, ni las rigurosas reglas de una hipócrita ley. En la alegría como en la tristeza, sólo existe para el hombre una fuente de felicidad: ¡el amor!».

Y la pasión que ponía Mina en su voz comunicábase a los que la escuchaban. En sus peregrinaciones de teatro en teatro, acompañada por su madre—viuda de un militar bávaro muerto en la campaña de Francia—, la joven se había visto diversas veces solicitada en matrimonio. Un millonario de la América del Norte quiso casarse con esta alemana de la que hablaban los periódicos y cuyos retratos gozaban el honor de ser exhibidos al lado de los presidentes de la gran República y los más famosos boxeadores.

Cantantes de porvenir le ofrecieron la asociación matrimonial para hacer ahorros en común, amasando una gran fortuna. Pero ella llegó a los veinticinco años sin prestar oído a estas proposiciones que atentaban contra su gloria, hasta que conoció el amor en la persona del maestro Eichelberger. Tal vez no fue amor: tal vez fue lástima. Las mujeres sienten desarrollarse en su pecho el sentimiento de la maternidad mucho antes de ser madres y lo aplican a todo hombre que les inspira un interés de conmiseración, confundiendo el amor con la piedad. Se había engañado voluntariamente, interesada por los defectos del músico.

–Fue en Dresde donde nos conocimos—dijo Mina—. Él, a pesar de su juventud, tenía cierto renombre de compositor. Todos le creían destinado para algo más grande que dirigir una orquesta. Algunas de sus romanzas empezaban a ser populares en Alemania; una sinfonía suya había sido aplaudida en los conciertos de Berlín. Trabajaba poco, su vida era borrascosa, y yo pensé que le faltaba, como a todos los hombres superiores en la primera época de su vida, un cariño que lo guiase, el amor de una compañera inteligente que lo sostuviera en el buen camino.

Se acordaba de la juventud del gran mago, de su primera mujer, Mina Planer, hacendosa y burguesa, que seguía la carrera de cantante como un oficio, pero que supo facilitar la producción creadora de su esposo defendiéndolo de los acreedores, organizando un hogar modesto que sin ella no habría tenido jamás el gran músico.

–Creía encontrar en la semejanza de nuestros nombres una identidad de destinos. Yo podía ser la Mina de este nuevo Wagner que empezaba a surgir de la obscuridad. Y así se inició lo que no fue nunca amor, sino un gran sacrificio por la gloria… ¡Ay! ¡Cómo nos envenena el arte cuando lo hacemos consejero de nuestra pobre existencia!

Se buscaban, con una simpatía intelectual, entre los demás artistas, vulgares jornaleros de la música. Mina le había recibido frecuentemente contra la voluntad de su madre, señora de rígidos principios que no podía transigir con los desórdenes del maestro. Hablaban juntos de Él, del demiurgo, del nigromante; se extasiaban ante el piano, con los nervios estremecidos por el poder demoníaco de su música. Un día, Eichelberger llegaba borracho a estas entrevistas, completamente borracho. ¡Esta semejanza más!… También Wagner, a los veinte años, cuando era simple director de orquesta de Magdeburgo y no tenía otras obras que Las hadas y la sinfonía de Cristóbal Colón, había llegado beodo una noche a la habitación de Mina Planer. Y la consecuencia de esta embriaguez de Wagner fue su matrimonio con una mujer que no creía mucho en su talento, pero supo cuidar de su cocina y salir adelante de los apuros pecuniarios con el sentido práctico de una antigua obrera habituada a la miseria. La suerte marcaba su camino a la otra Mina. Ésta, más inteligente, sabría «redimir» al joven maestro, que sólo necesitaba el apoyo del amor para revelarse como un genio. Y después que Eichelberger, beodo, pasó la noche en su cuarto, el matrimonio fue cosa decidida y la madre tuvo que resignarse.

Entristecíase Mina al recordar este suceso: el gran error de su existencia, el cambio fatal de rumbos. Se llevaba una mano a la frente, como si quisiera arrancarse un recuerdo tenaz para arrojarlo al Océano… ¡Los crueles engaños del arte! ¡Las intermitencias del talento, que en unos apunta como flor seductora con los días contados y en otros tiene la inmovilidad grandiosa de la montaña!…

–Usted habrá visto arrastrando una existencia de miseria artistas de hermosa voz, que sin embargo cantan en los cafés como mendigos. La gente se indigna contra esta injusticia de la suerte. Hay que ayudarlos, hay que llevarles a la ópera. Y cuando van a ella, el fracaso más desolador acompaña su intento. Saben cantar bien una romanza, pero no pueden con una ópera entera. Al final del primer acto se enronquecen; al segundo, han perdido la voz; antes del final, tienen que huir… Y lo mismo se encuentran talentos frágiles en todas las artes: talentos en capullo que no se abren nunca, que carecen de vigor para abrirse y se marchitan y mueren.

Ojeda asintió con movimientos de cabeza. Pensaba en los pintores de bocetos «geniales» que nunca llegan a terminar un cuadro; en que hacen concebir optimistas ilusiones con fragmentos poéticos o cortos relatos y jamás pueden escribir un libro. Mina decía bien: no bastaba cantar la dulce romancita, breve como un suspiro; había que cantar la ópera entera, sin ronqueras ni desfallecimientos. El arte exigía paciencia, y sobre todo, fuerza, mucha fuerza. La voluntad era una inspiración.

–Mi marido—continuó ella con desaliento—no pasó de las obras de su juventud. Dio con éstas «todo lo que tenía de artista». ¡Y yo que le creía un genio!…

Le había visto agitarse como un emparedado, pugnando por levantar la enorme losa caída sobre él, interpuesta entre los ojos de su espíritu y la luz ansiada. Y Mina no tenía siquiera el consuelo de la ignorancia, no podía engañarse como otras mujeres que creen ciegamente hasta el último instante en el talento de sus maridos y atribuyen su desgracia a injusticias de la suerte. Dábase cuenta de la debilidad artística de Eichelberger, seguía con mirada dolorosa su descenso, reconocía la razón de aquella indiferencia creciente que rodeaba su nombre.

Por desesperación o por ansia de consuelo, él se entregaba cada vez con mayor tenacidad a su vicio predilecto. Bebía sin recato, olvidado ya de los miramientos que había tenido con ella en los primeros meses de matrimonio. Acompañábale la embriaguez hasta en las funciones más difíciles de su profesión. Ocupaba muchas veces estando ebrio el atril de director. Los teatros empezaban a rehusar sus ofrecimientos. Su nombre no inspiraba confianza: antes bien, era acogido con risas ultrajantes. Quejábanse los artistas de sus cambios de humor, de sus cóleras alcohólicas, que perturbaban los ensayos con un estrépito de batalla. Su desprestigio comenzó a influir en el renombre artístico de la esposa. A fuerza de comentar los incidentes de su existencia matrimonial, el público la encontraba menos interesante.

Ojeda creyó adivinar en la faz triste de Mina un sinnúmero de miserias inconfesables. Se imaginaba la vuelta del teatro de estos dos seres que ya no podía entenderse: ella resignada, con mudos gestos de desesperación; él embrutecido por la amargura del fracaso. Tal vez sus disputas habían terminado con golpes; tal vez al entrar en la casa, titubeante y oliendo a alcohol, este falso Wagner, con una pesadez brutal, había puesto su puño en la cara de Mina, la criatura de ensueño que intentaba «regenerarlo».

Hablaba ella lacónicamente al hacer memoria de esta parte de su vida, como si quisiera salir cuanto antes de los dolorosos recuerdos.

–Mi madre murió… y yo tuve a Karl, para mayor desgracia. Quedé enferma, creo que para siempre: enferma por ser madre; enferma por haber sido esposa… ¡Ah, ese hombre!… Y sin embargo, no es un malvado: es un niño grande inconsciente; un niño que se ha vuelto cruel al convencerse de su fracaso; un egoísta que se refugia en la bebida y sólo a ratos se da cuenta del daño que me ha hecho… Yo perdí la voz, me marchité siendo aún joven, y tuve valor para huir del teatro antes de alegrar a las compañeras con una ruina total. Él… ya lo ve usted: al frente de una compañía de opereta, marcando con la batuta valses vieneses. ¡Un hombre que ha dirigido Tristán y Los maestros cantores!… Sólo para un viaje por América ha podido encontrar quien lo contrate. El empresario le riñe como si fuese un corista, y se propone vigilarlo en tierra para que no beba antes de las representaciones.

El público había olvidado a Mina completamente. Su nombre no era más que un vago recuerdo para los entusiastas que guardaban memoria de los intérpretes wagnerianos. Las glorias escénicas mueren pronto…

–Hace poco he encontrado mi nombre en una revista. Hablaba de mí como de una joven de grandes esperanzas que se perdió prematuramente. Muchos me creen muerta; el articulista se lamentaba de mi triste fin… Y a mí no se me ocurrió decir una palabra que desvaneciese el error. La Schamale (mi nombre de teatro) está bien muerta; muerta para el público que tanto la aplaudió, muerta para ella misma, que no quiere acordarse de nada… Ahora sólo falta que Frau Eichelberger, la mujer fea y enferma de un director de opereta, muera también, pero de verdad, para olvidar de una vez los grandes errores de su vida.

Y aquella tarde, al lado de Fernando, en la última cubierta del buque, mirando el Océano, repitió con desesperación:

–El poder demoníaco de la música, que influye en nuestra suerte como antiguamente influían los astros… A él debo mi desgracia, y sin embargo, lo amo.

El mar luminoso, azul, estaba cortado por una ancha faja de reflejos de sol, camino de fuego triangular que descansaba su vértice en el horizonte y su base incierta y temblona en un costado del buque. Las cumbres de las pequeñas ondulaciones palpitaban erizadas de fulgores como fragmentos de espejo. Los ojos se contraían, fatigados por el excesivo resplandor del cielo y del Océano, que parecía abrasar la retina.

Mina y Fernando, para evitarse la molesta refracción, apartaban sus ojos del horizonte, mirando debajo de ellos mientras hablaban. Extendíase a sus pies un tercio del buque, toda la sección de proa, el hocico férreo que iba arando con tenacidad infatigable los campos oceánicos, verdes y luminosos de día, obscuros y abullonados de noche con una arista fosforescente en cada pliegue como el lomo de una sirena.

Al mirar abajo, experimentaban la sensación del viajero que contempla a un pueblo desde la plataforma de una torre..

Las diversas cubiertas del trasatlántico descendían como peldaños, para volver a remontarse en el extremo opuesto, donde formaban el castillo de proa. A una regular profundidad, veían el principio de la cubierta del comedor: un entarimado húmedo, en el que descansaban los brazos de dos grúas con sus articulaciones de ruedas dentadas, y del que surgían varios trombones de ventilador pintados de blanco con la garganta escarlata. Más adelante, la gran plaza del combés estaba oculta bajo un toldo de lona, y de esta tienda surgía el palo trinquete, un gran mástil de acero amarillo y hueco, semejante a un alminar, en torno del cual se alineaban los brazos de descarga, cirios gigantescos atados en haz alrededor de la cofa. Y de esta cofa a las bordas, se tendían en ángulo los cordajes de acero, las escalas para la marinería, todas las lianas férreas que la construcción naval hace crecer en torno de los mástiles para asegurar su estabilidad y facilitar su acceso. En último término, el castillo de proa, espacio triangular que tenía en su vértice un pequeño mástil para la bandera de la Compañía cuando el buque entraba en los puertos. Y en este triángulo, ocupado por los cabrestantes a vapor que elevaban o descendían las anclas, también abrían los ventiladores sus tentáculos respiratorios, sus bocas de serpentón ávido de oxígeno.

Las invisibles palpitaciones del mar en la tarde serena hacían que el triángulo de la proa se elevase y descendiese, como una cabra saltadora y juguetona, al partir las aguas con su filo. Este movimiento parecía circunscrito a aquella parte del buque, pues sus vibraciones se amortiguaban al extenderse por los flancos y apenas eran sensibles en el resto de la gigantesca construcción. Las espumas, luego de elevarse junto a la proa formando dos surtidores de leche pulverizada, resbalaban por los costados en grandes redondeles semejantes a los anillos de luz sideral. Corrían de proa a popa las aguas removidas, dos ríos verdes, agitados, tumultuosos, abiertos en la inmovilidad azul del Océano. Los peces voladores saltaban por enjambres, se abrían en grandes abanicos de plata y rosa, volando lejos, muy lejos, en vistoso chisporroteo, arando la superficie con el arañazo de sus colas, hasta que, fatigados, volvían a sumirse en la profundidad.

Cuando la proa quedaba dormida por algunos minutos, el buque parecía inmóvil, clavado en el mismo sitio. La velocidad de su marcha hacía ver con un engaño óptico que era el Océano el que venía corriendo a su encuentro en gigantescos repliegues que se empujaban unos a otros. Los ojos abarcaban un anfiteatro azul, inmenso, monótono, que borraba la noción de volúmenes y distancias. Luego parpadeaban con una sensación de extrañeza al replegarse en esta cáscara férrea perdida en el infinito, con su hervidero de hormigas sobre el lomo.

A espaldas de Mina y su compañero sonaban los discos de madera resbalando sobre la cubierta, empujados por las palas de los jugadores. Cada vez que uno de ellos venía a colocarse sobre un buen número del cuadro trazado en el suelo, estallaba el grupo infantil en palmoteos y gritos, que hacían revolverse en sus sillones a los pasajeros dormitantes.

Karl, con aire pensativo y un dedo en la boca, contemplaba de cerca el juego de estos niños mayores que él. De pronto, como si experimentase la necesidad de ser protegido, huía y se pegaba a las faldas de su madre, que, atenta a la conversación, no hacía caso de sus llamamientos insistentes. Cansado de pasar inadvertido, atraíale otra vez la gritería de los muchachos, volviendo lentamente hacia ellos.

Hablaba Mina con tristeza del mundo viejo que dejaban a sus espaldas. ¡Ah, Berlín!… Este nombre hacía revivir los recuerdos más tristes de su vida, años de pobreza desesperada, de humillaciones crueles, de vergonzosa decadencia. Marchaba hacia las tierras nuevas con la ilusión de algo mejor.

Ojeda, al oír esto, sonrió imperceptiblemente. También la esperanza guiaba el viaje de la infortunada walkyria. El Nuevo Mundo era el único remedio para la gran equivocación que había trastornado su existencia. Mina se lanzaba a esta aventura por su hijo, por el porvenir del pequeño Karl, único vínculo que la unía a la existencia. ¿Qué podía desear?… Más allá de sus esperanzas de madre, no había para ella ninguna ilusión. Todo había terminado: ni hermosura, ni gloria, ni siquiera salud le guardaba el porvenir.

–Soy vieja a la edad en que otras mujeres empiezan el verano de su vida. Los años han caído sobre mí de golpe: llevo el peso de los míos y los de las otras que son felices… Las desgraciadas cargamos con nuestra edad y las edades de las que siendo dichosas prolongan su juventud. Yo creo a veces que tengo mil años… ¡Y enferma! ¡Arrastrando para siempre las consecuencias de haber sido madre!…

Deteníase al decir esto con prudente rubor, no osando confesar las internas tribulaciones que agitaban su organismo. Sus ojos iban hacia Karl con la expresión amorosa y triste de una artista que contempla su obra, fruto de penalidades, jirón doloroso de su propia existencia. Había salido de sus entrañas, pero era también el hijo de su marido.

Fernando creyó adivinar los pensamientos de la madre en la fijeza con que miraba la cabeza voluminosa de Karl. El niño tenía un aspecto demasiado grave para sus pocos años, un aire de vejez prematura.

–¡Cómo temo por su destino!—dijo Mina—. Paso las horas mirándolo en silencio. ¿Qué será? ¿qué saldrá de él?… A veces creo que puede ser un grande hombre, un genio, ¡quién sabe! Las madres nos creemos todas predestinadas a dar prodigios al mundo. Dice cosas superiores a su edad. ¡Y ese gesto grave, como si le bullesen en la cabeza pensamientos que no acierta a formular!… Otras veces me asusto. Es muy débil; la enfermedad le asalta en toda clase de formas. Le dan ataques cuando lo contrarían… Es el hijo de él: un hijo de padre degenerado.

Las lágrimas asomaban a sus párpados, pero una resolución enérgica sucedía a este desaliento. ¿Quién podía adivinar qué rehabilitaciones morales la esperaban a ella en una vida nueva al otro lado del Océano? Tal vez hasta el mismo Eichelberger se regenerase con el trabajo. Y si este trasplante de un hemisferio a otro no producía efecto en el músico, seguramente influiría en el hijo, que estaba en edad para sentir la impresión del cambio de medio. Pensaba quedarse en el nuevo continente: sentía horror a la vida de Europa. Cuando terminasen los compromisos con el empresario, se establecerían en Buenos Aires o en otra ciudad. Ella y su marido darían lecciones de canto. Karl podía emprender una de las muchas carreras prácticas que enriquecen a los ciudadanos de los países jóvenes. Todo menos volver al país de origen, tierra de lágrimas que le hacía recordar las noches frías junto al fuego mortecino, con el hijo en los brazos, esperando hasta altas horas el paso titubeante del maestro y sus balbuceos de beodo; los embargos afrentosos; las groserías de los acreedores; las tristes reflexiones ante una mesa que a veces se cubría de abundantes alimentos con los inesperados altibajos de la existencia bohemia y se manchaba con la espuma del champán, pero en la que casi siempre el pan y las patatas eran lo único valioso. Y a impulsos de la esperanza, que pone la dicha más allá de la realidad del momento, en la incertidumbre de lo ignoto, veía Mina la salud, la paz y el olvido en aquel país de misterio hacia el cual la llevaba el buque, tierra maravillosa de la que no conocía ni el idioma.

El pequeño, agarrado a una mano de su madre tiraba de ella con melopea quejumbrosa. Había sonado la hora del té; los muchachos, abandonando su juego, estaban abajo en el comedor. Mina se despidió de su amigo, y los extremos de sus ojos y su boca se contrajeron hacia arriba con una sonrisa pálida que parecía iluminar el rostro: «sonrisa de luna», según Ojeda.

–Hemos hablado mucho tiempo. Siempre estamos juntos. ¿Qué van a decir de nosotros las señoras que usted trata?… ¿Qué dirá esa norteamericana tan hermosa y tan elegante al ver que le robo su conversación?… Pero conmigo no hay celos posibles. Soy fea, soy pobre; en todo el buque no se encuentra una mujer que vaya peor vestida que yo.

Y a pesar de la tristeza con que dijo estas palabras, algo de su antigua coquetería de artista festejada y admirada por la muchedumbre se mostró a través de su sonrisa, rejuveneciéndola con llamarada fugaz.

«¡Qué gran mujer debe haber sido!—pensó Fernando—¡Y qué desgracia la suya!»

Mientras se alejaba, llevando de la mano a su hijo, él la siguió con ojos de conmiseración.

Al descender a la cubierta de paseo encontró Fernando al doctor Zurita, que hablaba con Maltrana, apoyados los dos en la baranda, frente al mar. La soledad del Atlántico traía a su memoria el recuerdo de los argonautas de España, que habían sido los primeros en violar el secreto de los desiertos azules.

–Venga acá, doctor—dijo Zurita a Ojeda, aplicándole el título universitario—. Estábamos conversando de cosas de su país, de los primeros navegantes que se lanzaron por estos mares. ¡Qué hombres corajudos! ¡Cosa bárbara!… Yo siento orgullo al hablar de ellos. Al fin, todos somos de la misma sangre. Mi abuelo era gallego. Es decir, gallego no; pero ya sabe usted que en mi tierra nos queda la fea costumbre de llamar «gallegos» a todos los españoles. Era de cerca de Burgos, y yo he hecho en dos automóviles, con toda mi familia, el viaje de París a Madrid sólo por ver el pueblo de donde procedemos. Y les dije a los míos: «Miren, niños, y aprendan; de aquí salieron los abuelos de ustedes». Me conmoví un poco al ver la pobreza de donde venimos. Pero mi muchachada (gente alegre y de poco seso) se reía y lo encontraba todo muy feo y miserable… Parece mentira que de esas poblaciones de color de yesca, en las que apenas se encuentra agua para lavarse, saliesen hace siglos los hombres sin miedo que se lanzaron por estos pagos.

Se generalizó la conversación, y al fin fue Ojeda el único que habló, recordando con entusiásticas palabras las hazañas de los argonautas oceánicos. Después del primer viaje de Colón, los puertos españoles habían sido como palomares abiertos, de cuyas bocas se escapaban con las alas tendidas las frágiles y audaces carabelas. Los espejismos del oro y el espíritu de aventura desarrollado por siete siglos de guerra con el sarraceno empujaban a los audaces. Salían a descubrir pequeñas flotas autorizadas por los reyes, pero eran más las expediciones clandestinas, muchas de las cuales quedaron en el misterio. Estas expediciones secretas, costeadas por los mercaderes de Sevilla y Cádiz, iban dirigidas por compañeros del Almirante conocedores de la ruta de las Indias o por marinos improvisados. Hasta los sastres—según un autor de la época—sentían la ambición de meterse a descubridores.

Duros hidalgos que jamás habían visto el mar lanzábanse en el ignoto Océano con una confianza asombrosa. Tomaban el mando de la carabela o de la nao, sin otro auxilio y consejo que el de algunos navegantes costeros, con la misma tranquilidad que los paladines tantas veces admirados en los libros de caballerías se metían en el primer barco misterioso que encontraban en una costa desierta. Escribanos de Andalucía abandonaban sus protocolos para transformarse en descubridores; mercaderes amagados de ruina huían de la lonja para comprar un barco con el resto de su fortuna y lanzarse a lo desconocido. ¡Qué de catástrofes ignoradas en esta lucha con el misterio geográfico, sin más guías que la fe y la santa ignorancia! ¡Qué de buques descendidos a las simas oceánicas cuando regresaban con noticias de tierras nuevas que había que volver a descubrir años después!…

La ansiada riqueza se dejaba entrever un momento y huía medrosa ante las proas de los nautas. Los indígenas de las costas hablaban de enormes riquezas y de monarcas poderosos, señalando siempre al interior, más allá de las montañas que parecían tocar el cielo, y de las ciénagas temblorosas, inmensos mares de hierbajos acuáticos. Pero de los rescates con estas gentes cobrizas, pródigas en relatos portentosos y míseras en realidades, sólo traían los navegantes algunas perlas deformes mal perforadas o vistosos guanines, joyeles de oro bajo labrados en sutiles hojas.

Al volver al puerto español con mágicas noticias y pobre cargamento, los acreedores asaltaban al descubridor y embargaban el bajel dándose por engañados. Muchos habían preparado sus viajes tornando víveres, armas y buques a los usureros con un 80 por 100 de interés. Descubridores de pueblos que luego fueron célebres por sus riquezas se veían al regreso amenazados de pasar de la carabela a la cárcel. Los reyes tenían que intervenir con piadosas cédulas para amansar a los prestamistas, proponiendo arreglos. Nautas obscuros, huyendo de los rumbos del Almirante, ponían decididos la proa al Sur, sin miedo a las pavorosas noticias que circulaban sobre el fuego del Ecuador. Un Pinzón llegaba a las costas del Brasil mucho antes de que esta tierra fuese descubierta casualmente por una expedición portuguesa que navegaba hacia las Indias asiáticas.

En este revuelo de alas blancas que la primera noticia del descubrimiento lanzó a las soledades oceánicas, la marcha audaz siempre adelante, por mar y por tierra, a través de tempestades, montañas, estrechos y lagunas, fue la consigna general. ¡Llegar o morir! Nadie regresaba al puerto de partida sin haber visto algo extraordinario y traer muestras maravillosas. Y los que no volvían estaban en el fondo del Atlántico encerrados en el ataúd de su carabela, que se petrificaba lentamente cubriéndose de moluscos, mientras en sus rotos mástiles ondeaban como verdes gallardetes las algas de la profundidad. Otros no eran ya más que esqueletos en una playa desierta, descarnados por los pájaros de presa, mondados hasta el tuétano por los infinitos enjambres de la selva tórrida, donde todo se mueve y hierve con vida devoradora, blanqueados y secados por el fuego del sol hasta convertirse en frágil cal.

Y entre estos aventureros de la primera hora del descubrimiento, la hora de los navegantes, de los argonautas, de los héroes de carabela, pobres y tristes, que no sacaron el menor provecho de sus empresas y abrieron el camino a los conquistadores férreos de a caballo que llegaron poco después, se distinguían dos como hombres entre los hombres: Alonso de Ojeda y Diego Méndez.

Fernando repetía con entusiasmo su propio apellido al hablar de aquel varón fuerte, al que consideraba su ascendiente glorioso.

–Ojeda es en el Nuevo Mundo lo mismo que Aquiles en la Ilíada o el Cid en el Romancero. ¡Qué hermosa muestra de hombre!…

Los cronistas de la época lo pintaban pequeño de cuerpo, agraciado de rostro, con una agilidad y una fuerza sorprendentes. Gran amigo de pendencias, salía siempre de ellas «haciendo sangre a sus contrarios, sin que jamás se la hiciesen a él». Siendo paje de la corte, cuando los reyes estaban en Sevilla, apoyaba un pie en la base de la torre de la iglesia Mayor—la famosa Giralda—, y arrojando una naranja a lo alto, la hacía llegar hasta las campanas. En otra ocasión, siguiendo a la reina Isabel en una visita al último piso de la misma torre, vio un madero que avanzaba horizontalmente en el vacío como unos veinte pies. De un salto se puso sobre él, corrió hasta su extremo con ligereza y seguridad, «como si caminase por una sala», dio la vuelta y regresó por el mismo camino, riendo a susto de la buena reina y los gritos de sus damas.

Era protegido del obispo Fonseca, encargado por los monarcas de la preparación de expediciones y proveeduría de las nuevas tierras: algo así como ministro de Marina y de Colonias todo a la vez. El Almirante, que conocía las hazañas de este mozo y sus méritos de hombre de espada, se lo llevó en el segundo viaje para las peleas de tierra adentro, pues él sólo era hombre de mar. Otros capitanes iban en la expedición, veteranos de las guerras con el sarraceno; pero el inquieto Ojeda, mozo de veinte años, se sobrepuso a todos ellos.

Colón, que deseaba aprisionar en Santo Domingo al cacique Caonabo, organizador de la resistencia indígena, vio fracasadas todas las malicias y felonías que con arreglo a la mala fe de la época fue aconsejando a Mosén Pedro Margarit y sus tenientes. Sólo consiguió su propósito al encargar a Ojeda esta captura. El paje de Cuenca, el pendenciero de Sevilla, avanzaba tierra adentro con unos pocos hombres, hasta llegar al campo del cacique. Allí seducía al salvaje con buenas palabras, le engañaba, sacándolo de entre los suyos, y le ponía por sorpresa unas esposas en las manos. Luego montaba en el arzón de su caballo al indio gigantesco, como un galán que roba a su dama, y en un galope de leguas y leguas llevábalo hasta el campo español. Tan maravillosamente audaz resultaba este rapto, que el mismo Caonabo, en su nobleza de guerrero primitivo, despreciaba al Almirante por haber ordenado tal vileza sin atreverse a realizarla personalmente, y sólo quería conversar y comer con Ojeda, admirando su atrevimiento al arrebatarle de entre sus súbditos. En los combates con los indios cargaba el primero, sin mirar si le seguía su gente. Junto a su caballo, lleno de cascabeles, saltaba el fiel compañero de todas sus empresas, un perro de pastor, llamado Leoncico, combatiente feroz, que en las distribuciones de víveres gozaba por sus hazañas ración de arcabucero.

Pronto se movió Ojeda por cuenta propia en las inmensidades del mundo nuevo mientras Colón realizaba sus últimos viajes. Vuelto a España, empezó la serie de sus descubrimientos, apoyado pecuniariamente por los mercaderes de Sevilla, que hacían crédito a su valor. Uno de los Pinzones, Juan de la Cosa, el más experto de los pilotos, Américo Vespucio y otros navegantes de fama, dirigieron sus buques. Los marinos gustaban de ir con este capitán, el más valeroso y audaz de la primera época de la conquista.

Corrió las costas de Venezuela en busca de perlas, y acabó por establecerse en lo que después fue América Central, y que los conquistadores llamaban entonces «Castilla del Oro». Una india le acompañaba como amante, guía e intérprete. Los aventureros jóvenes encontraban casi siempre entre las mancebas cobrizas ofrecidas por los azares de su existencia alguna que se apoderaba de su corazón y vivía compartiendo sus peligros. El hidalgo cristiano, al unirse con ella, había creído necesario purificarla con el bautismo—el mejor regalo, según las ideas de la época—, dándola el nombre de Isabel, en recuerdo de la buena reina.

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30 mart 2019
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