Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 22
La vida de Ojeda en la gobernación de Urabá, sin otros recursos que los que él podía agenciarse, lejos de sus compatriotas establecidos en Santo Domingo, y olvidado de España, fue un continuo batallar. Su ciudad de San Sebastián, mísera ranchería de paja y barro con un fuerte de maderos, era la primera que con carácter permanente fundaban los conquistadores en la tierra firme.
Tribus de hábiles arqueros la sitiaban a todas horas, lanzando flechas empapadas en incurables venenos. Eran las temidas «flechas de hierba», que hinchaban el cuerpo del herido con negruzca y mortal tumefacción. Los víveres del país—el pan de cazabe, los frutos de la selva, la carne de los roedores—había de conquistarlos diariamente a punta de espada. Los combates y las enfermedades diezmaban a los habitantes.
Juan de la Cosa, el sabio piloto autor del primer mapa de las Indias, había muerto atado a un poste por los naturales, erizado de «flechas de hierba», que convirtieron su cuerpo a las pocas horas en una masa de negra putrefacción. En los míseros bohíos del pueblo gemían los conquistadores mal heridos, hambrientos, temblando de calentura. Ojeda, al frente de unos cuantos, salía diariamente a combatir por la comida.
Encuentro hubo del que surgió llevando en su rodela, según los cronistas, las señales de más de trescientos flechazos. Otras veces era tanto el peso de los enemigos arremolinados sobre él, que se doblaba y seguía combatiendo de rodillas, cubriéndose con el escudo. La pequeñez de su cuerpo ágil y escurridizo le servía tanto como la fuerza de sus brazos, y de todas las peleas salía incólume, «sin que le sacasen sangre». Los indígenas creíanle poseedor de maravillosos amuletos. Ojeda también se consideraba protegido por el cielo gracias a un cuadrito antiguo de la Virgen, regalo de Fonseca, que llevaba pendiente del cinturón de la espada.
Cuatro indios arqueros se apostaron para herir a traición al capitán blanco que salía indemne de los combates, y un día que Ojeda avanzaba por la selva, extrañando la ausencia de enemigos, recibió un flechazo en un muslo. Por primera vez su cuerpo manaba sangre. La herida, que era «de hierba», ennegrecióse rápidamente por la acción del tósigo. Entonces se mostró con bárbara grandeza el coraje de aquel hombre. Hizo que calentasen en una hoguera el peto y el espaldar de una coraza, y cuando las dos planchas de acero estuvieron al rojo blanco, ordenó que se las aplicasen al mismo herido con unas tenazas. Negábase el cirujano a esta horrible curación, pero él le amenazó con la horca para que obedeciese. Chirriaron las carnes bajo el bárbaro cauterio, esparciendo un hedor de sacrificio humano. Para no desmayarse, hizo Ojeda que le envolviesen con sábanas empapadas en vinagre. Una pipa entera se consumió en este remedio; y el caudillo, gracias al espeluznante tormento, sufrido sin una queja, pudo salvarse.
La pequeña ciudad, falta de subsistencias, estaba próxima a perecer. En esto se presentaron inesperadamente unos piratas españoles, mandados por un tal Bernardino Talavera, audaz facineroso. Montaban en un buque que habían robado a un mercader genovés y se ofrecían para vender víveres a los sitiados. Ojeda, convaleciente de su herida, se embarcó con ellos para solicitar auxilios del gobernador de Santo Domingo. Pero antes de abandonar a su mísera gente quiso darla un capitán, y fijó su elección en un mozo extremeño llegado poco antes a las Indias, en el éxodo de gente de espada que siguió al de los navegantes: éxodo que llamaba Fernando «la segunda hornada de conquistadores». Este soldado, que había hecho el aprendizaje de la guerra indiana al lado de Ojeda, llamábase Francisco Pizarro.
La accidentada navegación con los piratas fue la última y más penosa aventura de don Alonso. Autoritario y duro, quiso tomar el mando apenas se vio sobre la cubierta del buque, imponiendo su disciplina a Talavera y sus bandidos. Pero éstos se sublevaron contra él y lo metieron en la cala cargado de cadenas. A pesar de esto, el prisionero no cesó en su brava actitud, asegurando que había de ahorcarlos a todos apenas llegasen a tierra. Y tanto era su prestigio, que no se atrevieron a hacer nada contra él. Muchas veces le pedían consejo, por la experiencia que había adquirido en las cosas de la navegación, y le sacaban de su encierro para que dirigiese la nave. Acabaron por abandonar ésta en las costas de Cuba, y marcharon después meses y meses por la isla todavía inexplorada, deseosos de aproximarse a Santo Domingo, pero sin saber ciertamente adónde iban, sumiéndose en ciénagas, combatiendo a los indígenas o transigiendo con ellos, atormentados por el hambre, que mataba a muchos. En esta marcha desesperada, el cautivo Ojeda se veía elevado por sus guardianes al rango de jefe cada vez que había que combatir a un grupo indígena, tratar con un cacique benévolo u orientarse en el desierto de barrizales temblorosos que se tragaban a los hombres. Él solo valía tanto como los otros. Luego, pasado el peligro, don Alonso volvía a ser prisionero de estos desalmados, que lo aborrecían por ser superior a ellos, y así marchaban juntos, condenados a tolerarse por la comunidad del infortunio. «Nunca—dice un cronista—se vio a gente pasar tantos trabajos para venir a parar en la horca.»
Cuando después de grandes tribulaciones por mar y por tierra llegaron a países sometidos a las autoridades castellanas, Talavera y sus hombres fueron ahorcados y don Alonso se vio envuelto en procesos que amargaron sus últimos tiempos. La gobernación de Urabá, que le había dado el rey, ya no existía. La mayor parte de sus soldados habían dejado en ella los huesos: otros habían perecido en el mar; sólo Pizarro y unos cuantos predestinados como él consiguieron volver a Santo Domingo.
El antiguo paje de doña Isabel arrastró en la ciudad colonial la mísera existencia de los conquistadores sin éxito. Fue un veterano malhumorado y pronto a reñir entre la bohemia juvenil de capa y espada que llegaba de la Península soñando con la conquista de tesoros y reinos. Se organizaban nuevas expediciones. Pizarro poníase a sueldo de diversos capitanes. Por las calles de Santo Domingo paseaba su garbo otro extremeño, enamoradizo, espadachín y algo letrado, que se apellidaba Cortés.
El capitán del primer Almirante, el socio de Vicente Pinzón, el compañero de Juan de la Cosa, el jefe de Américo Vespucio, veíase cada vez más olvidado. Era un desconocido para aquellos mozos que llegaban de España, pasando junto a él sin reconocer sus canas y sus méritos. Desde la isla metrópoli tomaban vuelo, lanzándose lo mismo que pájaros de presa sobre distintas partes de las Indias misteriosas con mayor éxito que don Alonso, desgraciado como todo precursor. Los únicos que se acordaban de él eran los acreedores, para sus pleitos y procesos, y los muchos enemigos, a los que había ofendido con altiveces y pendencias. Más de una noche, el pobre conquistador, al volver a su tugurio, hubo de tirar de espada contra gentes que le esperaban para matarlo.
–Así acabó, obscuramente—dijo Ojeda—, el primero y más infortunado de los héroes de la conquista. Su muerte quedó en el misterio. Unos dicen que se metió a fraile en los últimos años y pidió al morir que lo enterrasen en la puerta del convento, para que todos hollasen su tumba, castigando de este modo su soberbia y demás pecados. Otros niegan que fuese fraile, y dicen que la pobreza le hizo refugiarse en el monasterio de Santo Domingo, como un parásito, viviendo de la sopa de la comunidad… El hambre fue el único miedo del héroe. Le habían predicho que moriría de inanición, y en sus expediciones cuidaba siempre de llevar alimentos en los bolsillos. La profecía no se realizó al correr por selvas y desiertos o al navegar en buques de escasos víveres. Pero casi fue un hecho cuando el viejo conquistador tuvo que buscar el amparo en un monasterio en aquella ciudad colonial donde nadie le hacía caso.
–¿Y el otro?—interrumpió el doctor Zurita con viva curiosidad—. Ese Méndez del que habló usted antes.
–Diego Méndez—continuó Ojeda—fue un héroe de distinta clase; un «superhombre del mar», como diría el amigo Maltrana. Su aventura portentosa asombra aun en los tiempos presentes. Era un mozo sevillano que acompañó a Colón en sus últimos viajes, cuando, viejo, enfermo y sin poder encontrar los tesoros portentosos que había prometido, sentía crecer la indiferencia en torno de su persona. Méndez fue el discípulo fiel que acompaña siempre a los grandes hombres en su agonía. Las últimas cartas del Almirante lo elogian y lo recomiendan a la gratitud de sus descendientes, que jamás hicieron nada en su favor. Cuando, en el último viaje, el más desgraciado de todos, el descubridor se veía en un apuro, sus ojos lacrimosos de viejo buscaban a Méndez. «¡Hijo!, ¡hijo!», le decía. Y el «hijo» encontraba en su coraje o en su vivo ingenio de andaluz un recurso para salir del mal paso.
Al explorar el Almirante las costas de la América Central, que él tomaba por las de Asia, quedábase en sus naves, y era Diego Méndez el que bajaba a tierra para adquirir noticias y acopiar víveres. Completamente solo, metíase entre las tribus de Veragua, que se estaban juntando para caer de improviso sobre los navíos, inmovilizados en una bahía cerrada por las arenas.
Méndez era recibido por el más temible de los caciques en una choza que tenía por adorno trescientas cabezas de enemigos, y los asombraba cortándose en su presencia con unas tijeras pelos y barbas, operación mágica para los indígenas. Sus curaciones de llagas y otras enfermedades le valían el respeto de un brujo, y gracias a esto pudo vivir entre los indios, avisando a Colón de sus proyectos. Él fundó el primer pueblo del continente, anterior en algunos años al de Ojeda; pero esta población a orillas del río Belén o Yebra, que gobernaba con el título de Factor, tenía que defenderse día y noche de los ataques de los indios. Con veinte hombres armados de espadas y rodelas y dos pequeños cañones de los que llamaban «de fruslera»—metal procedente de las roeduras de piezas de azófar—, hizo frente durante mucho tiempo a los naturales, que, según decía Méndez en su testamento, «flechaban y garrochaban desde lejos como quien agarrocha toro, y eran las flechas y tiradores tantos como granizo; e algunos dellos se desmandaban para venirnos a dar con las machadsnas o macanas—mazas o porras—, pero ninguno dellos volvía, porque quedaban allí cortados brazos y piernas y muertos a espada…».
Al fin, tan inaguantable era esta hostilidad, que el Almirante reembarcó a Méndez con su gente e hizo velas sin haber puesto el pie en tierra firme.
Luego sobrevenía la más penosa y difícil de las aventuras de Colón. La «broma», temida calamidad de los mares tropicales, consumía la madera de los navíos. Las chusmas, extenuadas por el manejo continuo de bombas y calderos, sentíanse impotentes ante el Océano, que invadía en lenta marea ascendente la concavidad de los agrietados cascarones. Así navegaron treinta y cinco días, creyendo ir hacia Castilla cuando estaban más lejos de ella que al salir de Veragua. Hubo que abandonar un navío, que, «agujereado y comido de gusanos, no podía sostenerse sobre el agua», y los otros dos, al llegar con grandes trabajos a las playas de Jamaica, fueron zabordados a tierra, convirtiéndose en casas o fortines de tablas corroídas.
Del castillo de popa, con sus torneados balconajes, a la proa, rematada por el esculpido mascarón, se tendieron techos pajizos iguales a los de las chozas indianas. Al tocar tierra, Diego Méndez, contador de la flota, había repartido el último racionamiento de bizcocho y de vino. Nada quedaba en las despanzurradas bodegas. Una población famélica y desesperada de doscientos setenta cristianos movíase en torno de los cascos en seco.
Ocultábanse los naturales del país, y el hambre, atraída por la soledad, se aproximaba a todo correr. No podían esperar auxilio alguno. Santo Domingo estaba a muchas leguas de distancia y no les quedaba ni un batel para intentar esta travesía audaz. El Almirante, enfermo, debilitado por la vejez, afligido por la presencia de su pequeño Fernando, no sabía qué hacer. «¡Hijo!, ¡hijo!», exclamaba, implorando el consejo de Méndez. Y el mozo, sin miedo y sin pereza, tirando de la espada, metíase tierra adentro con sólo tres hombres, yendo de tribu en tribu a la compra de víveres, que pagaba con cuentas azules, peines, cuchillos, cascabeles y anzuelos. Sus acompañantes volvieron a las naves con la comida, y él siguió adelante por las costas de la isla, completamente solo, hasta que pudo comprar a un cacique una canoa, dándole por ella una bacineta de latón que guardaba en la manga, el sayo y una camisa, de dos que tenía.
En este tronco hueco, ocupado por seis indios remeros y dirigido por él, regresó siguiendo la costa, después de muchos días de ausencia, al lugar donde estaban encallados los navíos, recibiéndolo el Almirante con besos y grandes transportes de alegría. Sólo los dos se daban cuenta de la peligrosa situación. Los indios, que cazaban y pescaban por sus tratos con Méndez, traían víveres al campamento, pero su presencia era cada vez menos regular, y todo hacía temer que desapareciesen para volver luego con enemigos. Colón temía que pusieran fuego una noche a los secos y resquebrajados cascos.
No había otra esperanza que avisar a Santo Domingo para que un buque viniese por ellos. Pero ¿cómo ir allá?… «Señor, yo iré», dijo Méndez. En la canoa comprada por él arrostraría los peligros de un golfo impetuoso de cuarenta leguas entre dos islas donde tantas naos de descubridores se habían perdido, teniendo que luchar además con la furia de las corrientes. El Almirante le besó en los carrillos. «Bien sabía yo que sólo vos osaríais tomar esta empresa. Dios nuestro Señor os sacará de ella con victoria como de las otras.»
Puso Méndez su canoa a monte, le echó una quilla postiza, la dio de brea y sebo, clavó en la proa y la popa algunas tablas para que no se entrase el mar, como lo haría siendo rasa, montó un mástil con su vela y metió los mantenimientos necesarios para él, otro cristiano y seis indios, pues la canoa sólo podía cargar ocho personas. Despidióse de Su Señoría y empezó a seguir la costa de Jamaica hasta el extremo oriental, o sea el más próximo a Santo Domingo, realizando una navegación de treinta y cinco leguas.
En el camino le hicieron prisionero ciertos indios salteadores del mar, y se libró de ellos milagrosamente. Luego, cuando estaba acampado en el extremo de la isla, esperando que el Océano se amansase para emprender la travesía audaz, cayeron sobre él otros indios, que determinaron matarlo. Pero mientras jugaban su vida a la pelota pudo escaparse, y volvió otra vez al campamento, tras una ausencia de quince días, cuando Colón le creía muerto o en Santo Domingo. Persistiendo en su propósito, pidió una escolta que le acompañase al cabo de la isla, para poder esperar con seguridad una ocasión de tiempo bonancible, y el Almirante le dio setenta hombres al mando de su hermano el Adelantado don Bartolomé. De esta manera volvió al extremo oriental de Jamaica, y allí estuvo cuatro días, hasta que, viendo que el mar se amansaba, se despidió de todos, encomendándose a Nuestra Señora de la Antigua.
Navegó en alta mar durante cinco días y cuatro noches, sin soltar un instante el remo que le servía de gobernalle, sin poder moverse en aquella embarcación que al más leve movimiento desordenado podía zozobrar. Así llegaron a la isla Española, abordando al cabo Tiburón cuando hacía dos días que él y sus compañeros no comían ni bebían, por haberse perdido las provisiones con los golpes de mar. Todavía navegó ciento treinta leguas por las costas de la Española en la frágil embarcación, hasta dar con el Comendador Ovando, que era el gobernador, y presentarle las peticiones de auxilio del Almirante. Después hubo de esperar varios meses en Santo Domingo a que volviesen naves de España, pues en más de un año no se había acercado buque alguno. Al fin llegaron tres naos de la Península; Méndez compró una, y cargándola de pan y vino, cerdos, carneros y frutas de la isla, la envió a Jamaica, donde llevaba Colón siete meses de abandono, animado en su infortunio por celestes visiones. Un eclipse de luna, anunciado por él con aires de brujo, había servido para que los naturales atendiesen a la manutención de sus hombres.
–Méndez se volvió a España—dijo Ojeda—y acompañó al Almirante en sus últimos y tristes años. Colón lo recomendó a su familia, y la familia no hizo nada por él. El hijo de Colón, segundo virrey de las Indias, le había ofrecido el cargo de alguacil mayor de Santo Domingo, pero se lo dio a un pariente suyo. El valeroso hidalgo vivió muchos años, muchos; llegó a alcanzar el gobierno de don Luis, el nieto de Colón, y su madre la virreina gobernadora… A la hora de la muerte, al redactar en Valladolid su heroico testamento, declaraba con amargo orgullo que, pudiendo ser por sus trabajos el más rico hombre de la isla si los descendientes del Almirante hubiesen cumplido sus promesas, era el más pobre de ella, pues no tenía ni una casa en que vivir sin pagar alquiler.
La gloria de sus hazañas, algo olvidadas, le preocupó en los últimos instantes al disponer su sepultura. Quería que lo enterrasen bajo una piedra grande, la mejor que encontraran sus herederos, y que sobre ella hiciesen grabar: «Aquí yace el honrado caballero Diego Méndez, que sirvió mucho a la Corona Real de España en el descubrimiento y conquista de las Indias…». Y con la gravedad de un gran señor que dispone los cuarteles y demás adornos heráldicos de su tumba, describió el escudo que debía encabezar la inscripción: «Ítem: En medio de la dicha piedra se haga una canoa, que es un madero cavado en que los indios navegan, porque en otra tal navegué yo trescientas leguas, y encima pongan unas letras que digan: Canoa».
Una disposición extravagante, mezcla de hidalgo orgullo y amarga ironía, cerraba el testamento del argonauta. Colón, antes de morir, había instituido un mayorazgo con los grandes bienes que poseía en las Indias. El pobre Méndez, sin una casa «donde morar sin alquiler», no quiso ser menos que su antiguo jefe e instituyó un mayorazgo con todos sus bienes. Estos bienes eran un mortero de mármol, que estaba en poder de un hijo de Colón y siete libros, que constituían toda su fortuna.
–El testamento cita los libros—añadió Ojeda—. Un tratado en verso sobre la venganza de la muerte de Agamenón, otro tratado de las Querellas de la Paz, la filosofía moral de Aristóteles y las obras de Erasmo, el autor de moda en aquel entonces… Esto prueba que los conquistadores no fueron brutos heroicos, incapaces de escribir su nombre, como se ha creído después, equiparándolos a todos con el duro e iletrado Pizarro.
–¡Qué hombres!… ¡qué hombres!—murmuró con admiración el doctor Zurita.
Maltrana, seducido por el entusiasmo de sus compañeros, habló también de los conquistadores. Después de la lucha de siete siglos con los moros, la empresa de las Indias había sido la más popular, la más española. Las guerras en Italia, Flandes y Francia, todas las empresas de Europa, eran negocios de reyes, pleitos hereditarios en los que tomaba parte la nación por obediencia, sin iniciativa alguna, acompañada muchas veces de otros pueblos. El tercio castellano era, como la legión romana, un núcleo de combate rodeado de enjambres de tropas auxiliares. En torno de los arcabuceros y piqueros españoles de amarillo coleto, marchaban los espadachines italianos de capa negra y los lansquenetes alemanes con acuchilladas calzas y pesadas alabardas. Las victorias españolas iban suscritas muchas veces por generales extranjeros.
–En las Indias no—dijo Maltrana—. En las Indias todo es nuestro: el soldado, el caudillo y el navegante. Hasta el dinero de las empresas de descubierta fue dinero popular. Los reyes sólo dieron subsidios para los primeros viajes. Luego, la iniciativa privada se lanzó a los descubrimientos por mar y por tierra, y en menos de un siglo dejó contorneado y explorado medio mundo.
Las modernas sociedades comerciales, las empresas por acciones, habían hecho su primera aparición en aquella España apenas salida del caos medieval. Un capitán con vagas noticias de una tierra nueva encontraba siempre un cura poseedor de ahorros, un escribano ávido, un hidalgo capaz de vender sus terruños, que se asociaban con él para la aventurera empresa, facilitando capitales con los que se adquirirían barcos, armas y víveres. El rey sólo daba su licencia, reservándose a cambio de ésta el quinto de las ganancias.
Marchaban los soldados a la conquista sin paga alguna. Eran socios industriales con una participación variable, según si iban a pie o mantenían caballo, si poseían arcabuz o disponían únicamente de espada y rodela. Unas veces, al partir la expedición de un gran puerto, se consignaban las condiciones de la empresa en solemnes capitulaciones notariales; otras, los héroes que no sabían firmar hacían decir una misa, y en el momento de la consagración tiraban de sus espadas, y con la otra mano sobre la hostia, juraban mantenerse fieles a sus pactos y compromisos. Esto no impedía que al llegar la hora del triunfo los juramentos se degollasen sacrílegamente por el reparto de unos señoríos tan grandes como la Península, con montañas que años después habían de vomitar metales preciosos por las gargantas de sus bocaminas.
Algunas expediciones partían apresuradamente, antes de completar sus preparativos, por miedo al arrepentimiento de los capitalistas o las exigencias de los acreedores. Hernán Cortés, en su viaje para la conquista de Méjico, había tenido que hacerse a la vela apresuradamente, antes de completar la provisión de víveres, por miedo a un embargo de los prestamistas.
Los formulismos legales acompañaban a los aventureros en sus lejanas empresas. El escribano era un personaje importante en toda expedición. Los Reyes Católicos habían recomendado, al iniciarse los descubrimientos, que se procediese con dulzura en el trato de los indígenas. Por esto los primeros navegantes, cada vez que al abordar a una isla o una costa de tierra firme eran recibidos por los indios con flechazos y pedradas, antes de tomar la ofensiva llamaban al escribano real, le pedían testimonio de cómo habían sido acogidos en son de guerra, viéndose en la imperiosa necesidad de defenderse; y una vez cumplida esta formalidad papelesca, disparaban las lombardas y arremetían espada en mano.
Los tres hombres, contemplando el Océano desde la borda de aquel trasatlántico provisto de las mismas comodidades de un gran hotel, recordaban las pobres embarcaciones montadas por los héroes del descubrimiento. Las carabelas, buques ligeros de rápido andar y escaso calado, que no tenían espacio para la carga ni el pasaje, sólo habían servido en las primeras navegaciones de exploración. Al poco tiempo de ser descubiertas las Indias, era la nao la que cruzaba el Atlántico, el pesado galeón, redondo de casco y de velamen, alto de popa, cuyo vientre podía transportar las gentes, bestias y herramientas necesarias para las nuevas tierras.
La monotonía abrumadora de estas navegaciones de meses y meses sólo era alterada por los peligros del Océano y por los que provocaban la imprevisión y la ignorancia propias de la época. Perdíanse muchos buques. Las primeras naos del descubrimiento iban montadas sólo por hombres. Luego, los galeones de la colonización llevaban mujeres y niños, familias en masa que se trasladaban al Nuevo Mundo, y cuando creían ver sus costas eran tragadas por la tormenta, bajando para siempre a las profundidades del mar. Los marinos expertos, amaestrados en anteriores viajes, no eran suficientes en número para las expediciones, cada vez más numerosas, a las tierras colonizadas.
Pilotos de los mares de Europa avanzaban a ciegas por el Atlántico, siguiendo inciertos derroteros en los portulanos recién dibujados. Cuando se consideraban todavía lejos del punto de llegada, surgía de pronto la costa ante el morro chato del galeón. Otras veces creían hallarse junto a las Indias, y una estima más exacta de las leguas corridas les hacía ver con terror que estaban aún en mitad del camino, con las provisiones agotadas, y lo que era más horrible, con sólo unos barriles de agua. Los hombres querían matar, enloquecidos por la sed; las mujeres, de rodillas, enseñaban a sus pequeñuelos, pidiendo por caridad unas gotas de líquido.
¡Los dramas ignorados que había presenciado aquel testigo azul mudo e inmenso! ¡Los naufragios que no habían dejado como rastro ni una tabla!…
Avanzaba la nao bajo la dirección y la autoridad despótica del piloto, una especie de brujo que hablaba con los vientos y las olas. El capitán era el jefe del combate, el hombre de espada, el primero de todos en presencia de una nave hostil o de una costa abordable; pero en pleno mar obedecía, lo mismo que los demás, al grave piloto, agorero personaje que examinaba el color de las aguas, el vuelo de las gaviotas, la intensidad de los vientos, los tintes del alba y las nubes sangrientas de la puesta del sol.
Ocupaba un lugar en lo más alto de la popa, llamado «el tabernáculo», sentábase en un sillón de brazos semejante al de los antiguos barberos, y desde él gritaba sus órdenes a los proeles, mozos, grumetes y pajes, marinería despechugada, medio desnuda y famélica, en antigua relación con toda clase de parásitos. Al cerrar la noche se apagaban en el buque fuegos y luces, por miedo al incendio. Quedaban fríos hasta la mañana siguiente los hornillos de la cocina. No había más resplandor que el de la lumbre de la bitácora; y al encenderla, el paje de guardia decía, según costumbre: «Amén y Dios nos dé buenas noches; buen viaje, buen pasaje haga la nao, señor capitán y maestre y buena compaña».
Quedaban dos pajes cerca de la bitácora velando la ampolleta, un reloj de arena que molía—dejaba pasar—su contenido en media hora. Así medían el tiempo en la obscuridad de la noche. Y siguiendo una tradición, decían los pajes al entrar de guardia:
Bendita la hora en que Dios nació,
Santa María que lo parió,
San Juan que lo bautizó.
La guarda es tomada;
la ampolleta muele,
buen viaje haremos, si Dios quiere.
Cuando acababa de pasar la arena de la ampolleta, o sea cada media hora, uno de los pajes debía gritar, para que lo oyesen los marineros:
Buena es la que va,
mejor es la que viene;
una es pasada y en dos muele,
más molerá si Dios quiere.
Cuenta y pasa que buen viaje faza.
¡Ah de proa; alerta, buena guardia!
Y los marineros de proa contestaban con un grito o un gruñido para dar a entender que no dormían.
Tripulantes y pasajeros formaban corrillos en la obscuridad, hablando de los misterios y leyendas del mar, dando nombres y propiedades mágicas a los astros que brillaban entre el cordaje y las velas negras. A media noche, cuando todos sentían cerrarse sus ojos e iban en busca de las hamacas y petates, verificábase el relevo de la guardia, entrando de cuarto los que habían de velar hasta que rompiese el día, y los pajes gritaban otra vez:
–Al cuarto, al cuarto, señores marineros de buena parte. Al cuarto, al cuarto en buena hora de la guardia del señor piloto, que ya es hora. Leva, leva, leva.
El sábado, a la caída de la tarde, era la gran fiesta en el navío. Rezábase la salve «y otras prosas», como decía Colón en su diario. Se improvisaba un altar con imágenes y velas encendidas, reuniéndose ante él tripulantes y pasajeros.
–¿Somos aquí todos?—preguntaba el maestre.
–Dios sea con nosotros—respondía a coro la gente.
Quitábase la caperuza el maestre antes de replicar:
Salve digamos,
que buen viaje hagamos.
Salve diremos,
que buen viaje haremos.
Y todos los del buque, proeles, grumetes, lombarderos, soldados, hidalgos, damas, sirvientes y niños, entonaban la salve en la tarde moribunda, mientras el sol teñía de anaranjado las velas y el mar levantaba con sus choques la pesada cáscara del galeón.
Con la salve y la letanía no terminaban los rezos. Un paje que hacía funciones de monacillo al lado del maestre recomendaba después con su voz infantil:
Digamos una Ave María
por el navío y la compañía.
—Sea bien venida—contestaba la multitud.
Y cuando se finalizaba este rezo, el maestre saludaba a todos con grave compostura.
–Amén, señores, y que Dios nos dé buenas noches.
No todos los navegantes eran piadosos y confiaban su suerte al cielo. En el primer siglo del descubrimiento, esparcíase entre la gente marinera la leyenda del piloto Carreño, un argonauta osado y blasfemador, enemigo de Dios y de los santos. A pesar del ambiente diabólico que rodeaba su nombre, las tripulaciones lo recordaban con envidia en las grandes calmas, cuando el galeón permanecía inmóvil semanas enteras en un mar como un espejo, sin el más leve soplo de brisa.
Este maldito del Océano, que hacía recordar al «Holandés errante» y a otros pilotos en pecado mortal, había realizado un viaje desde las Indias a Cádiz en sólo tres días. Pero hay que advertir que la nave iba tripulada por una legión de demonios disfrazados de marineros, que le habían ofrecido sus servicios. La travesía se efectuó en un continuo huracán. Pasajeros y soldados no podían tenerse de pie sobre el buque, tembloroso por la velocidad y próximo a romperse. El piloto Carreño, sentado en el tabernáculo, tenía que agarrarse a su cadira de mando para que el loco movimiento de la nave no lo arrojase al mar.
Los demonios, espíritus traviesos, ejecutaban las maniobras al revés de las voces náuticas que daba Carreño. Cuando éste ordenaba a la tripulación, ágil y maligna como una tropa de monos, «Larga escota», los demonios juguetones aferraban las velas del trinquete y de la mesana. Y cuando mandaba «Iza», ellos amainaban. Pero los diablos resultan inocentes siempre que tienen que vérselas con la malicia del hombre: su destino es ser engañados a la larga por el pecador, y el hábil Carreño, al comprender la bellaquería de sus revoltosos marineros, ordenó en adelante todo lo contrario de lo que en realidad quería que ejecutasen. Así se salvó la nao, y Carreño, en tres días, engañando al demonio, pudo pasar de un mundo a otro.