Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 27

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No tuvo necesidad de hablar. Fue ella la que habló, pero sin mover los labios, con un parpadeo malicioso que transfiguraba su rostro, dándole el rictus de una hembra prehistórica agitada por la pasión. De sus labios salió un leve silbido que equivalía a una orden imperiosa; al mismo tiempo agitó el índice de su diestra como si le llamase.

Maltrana fue tras ellos escalera abajo, avanzando cautelosamente para no ser visto… Pero no necesitó de grandes precauciones. Los dos caminaban sin darse cuenta de lo que les rodeaba, sin saber ciertamente adónde iban, empujada ella por el instinto hacia su vivienda.

Oyó Isidro, oculto en un ángulo del corredor, el ruido de una puerta abierta rudamente. Avanzó, y antes de que se cerrase aquélla con un golpe de pie, pudo ver en su fondo luminoso cómo se entrelazaban unos brazos con la furia concentrada de los luchadores que ansían derribarse, cómo se juntaban dos cabezas lo mismo que si pretendieran morderse.

El crujido de un cerrojo y la soledad del corredor despertaron de pronto la cólera de Maltrana. Él quería mucho a Ojeda… pero ¡unos tanto y otros tan poco! Sintió el tormento de esa rivalidad masculina que respeta en el amigo los triunfos de la inteligencia y de la riqueza, los admira y los desea aún mayores, pero se conmueve con sorda envidia cuando las victorias son de amor.

Al volver Maltrana al fumadero se sintió inquieto en su ambiente ruidoso. Todavía no era su hora: aún quedaban algunas mesas ocupadas por gentes respetables. Los amigos jóvenes le habían anunciado que la verdadera fiesta sería después de media noche. Esta vez se habían comprometido seriamente algunas damas de la opereta a ser de la partida. Isidro sentíase de una resolución feroz al pensar en Fernando. Con las de la opereta o con otras; era lo mismo. El no podía quedar aplastado por la buena suerte de su compañero. Necesitaba a toda costa olvidar su humillación, aunque para ello fuese necesario atentar contra el reposo nocturno de las camareras del buque o las muchachas del taller de planchado.

Huyó del café, como si odiase a las gentes y tuviese necesidad de tinieblas y silencio. En la cubierta de los botes ocupó un sillón, mojado por la humedad.

Este aislamiento lóbrego aplacó sus nervios… Nadie. Los pasajeros estaban ya en sus camarotes o se mantenían en el paseo dando vueltas por las inmediaciones del café, como pájaros nocturnos atraídos por un faro. El silencio era absoluto en esta cima de la montaña flotante. De tarde en tarde, un toque de campana en el puente, un rugido del serviola, que contestaba desde el púlpito del trinquete, pasos tenues de marineros descalzos que se deslizaban lo mismo que espectros entre los botes y ventiladores de la última cubierta. Sobre el cielo obscuro moteado de clavitos de luz marcábanse los mástiles y la chimenea como dibujados con tinta china.

Pasaban las estrellas de un lado a otro de los palos, cual un chisporroteo de insectos juguetones saltando entre el cordaje. Algunas, empañadas por el temblor del humo de la chimenea, redoblaban sus titilaciones. Eran como lentejuelas, medio desprendidas de un manto y próximas a caer. En la obscuridad del horizonte marcábanse unos fulgores lejanos, tres pinceladas rojas sobre una línea de puntitos de luz apenas perceptibles: los fuegos de un trasatlántico que se cruzaba con el Goethe marchando en opuesta dirección.

Maltrana, con su cabeza en el respaldo del asiento y la mirada en alto, contemplaba la enorme masa de la chimenea, que cubría una parte del cielo. Sintió aflojarse la tirantez de sus nervios en el silencio y la soledad. Le parecía ridículo su orgullo masculino; se avergonzaba de su envidia. ¡Lo que le importaban a aquella bestia negra que los mantenía sobre sus lomos de acero todas las miserias y picardías de que la hacían complice…! ¡Lo que podían interesar al Océano obscuro y replegado en su misterio, y a los alfilerazos de luz que brillaban a la vez en las alturas del cielo y en los repliegues del agua, aquellos apetitos y necesidades del hormiguero instalado en la cáscara flotante!…

Venía a su memoria el recuerdo de los primeros argonautas, compañeros de Jasón, y con ellos el poema de Apolonio de Rodas, cantor de la fabulosa aventura del vellocino de oro. El mástil del navío helénico era una encina colocada por Minerva, y este mástil encantado, alma del buque, hablaba, dando oráculos salvadores en los momentos de peligro. ¿Por qué no podía hablar también aquella chimenea gigantesca, que entre los palos completamente inútiles de la navegación moderna era la representación del movimiento y la vida, la gran propulsora, como lo había sido el mástil antiguo sostenedor del velamen?…

Este animal oceánico de férreo caparazón tenía un alma que se escapaba normalmente por aquella torre con una respiración acompasada, o mugía con la furia del instinto en las noches de peligro ante el escollo cercano o la densa niebla. Sus compartimientos interiores parecían sensibles a la influencia del ambiente, como las mucosas de un organismo animal. Maltrana creía verle con diverso aspecto en las varias horas del día: soñoliento y torpe al amanecer; alegre y risueño después de las abluciones matinales; pesado y cabeceador luego de mediodía, al adormecerse el Océano bajo el incendio solar; melancólico y rumoroso como un jardín antiguo a la caída de la tarde, cuando las cubiertas se teñían de un rojo naranja, prolongándose las sombras de las personas con la esbeltez de los cipreses; ruidoso y frívolo al cerrar la noche, con una alegría semejante al hervor del champán, a la sonrisa de unos labios pintados, a la languidez de unos ojos engrandecidos por el kohol.

Su amigo de la comisaría hablaba del buque como si éste fuese un organismo viviente y nervioso, sujeto a las influencias exteriores. Cambiaba de carácter en todos los viajes, según las gentes que llevaba en sus entrañas. Unas veces eran comisiones diplomáticas o personajes políticos que iban a gobernar repúblicas, y entonces parecía navegar con calmosa majestad, entrando solemnemente en los puertos embanderados, entre cañonazos y vítores. Las gentes se hablaban con frío comedimiento, mensurando las palabras, no atreviéndose a alzar la voz. Hasta los grumetes tenían un estiramiento protocolario. Bastaba que Su Excelencia se apartase a leer en un rincón de la cubierta, para que al momento este rincón quedase aislado con atadijos de maromas, y junto a ellas un marinero de guardia con la consigna de que nadie viniese a turbar un estudio del que dependía tal vez la suerte de varios pueblos. Y lo que leía Su Excelencia era una novela de folletín.

En ciertos viajes predominaban los comerciantes, y la cubierta de paseo era durante veinte días igual a un salón de Bolsa. Rodaban millones de la mañana a la noche, y el buque se movía con el aplomo insolente de un banquero bien forrado que no teme al destino. Las enormes cantidades, compuestas puramente de palabras, parecían gravitar realmente en sus entrañas con peso abrumador. Otras veces abundaban las damas elegantes: ocupaba el bridge todas las mesas; el aire marino perdía sus sales bajo una oleada de perfumes caros, y el buque se rejuvenecía con los trajes vistosos que se arremolinaban en sus cubiertas, las guirnaldas tendidas en los salones y los polvos de arroz que se llevaba el viento. Al cabecear sobre el Océano, parecía tomar el gesto trémulo de un viejo galanteador que habla con sus amigas de trapos y escándalos mundanos.

Introducíanse en algunas travesías entre el rebaño viajero mujeres hermosas y liberales, pródigas en sus gracias, y la paz monótona del Atlántico desaparecía instantáneamente. Los hombres corrían ansiosos tras la carnal limosna; surgían conflictos y peleas, todos se agitaban como locos, y el trasatlántico, fosco y de mal humor, navegaba con el funcionamiento de su vida trastornado, los servicios internos en desorden, deseoso de llegar cuanto antes al final del viaje para sanar de esta enfermedad.

El buque tenía un alma—Maltrana, soñoliento en un sillón, estaba seguro de ello—; un alma que hablaba por su chimenea, como la nave Argos hablaba por el mástil; una conciencia que percibía el motivo de sus acciones, la finalidad de este continuo ir y venir por el Atlántico, arándolo con su quilla de acero.

No estaba solo en la oceánica inmensidad. Otros iguales a él avanzaban detrás de su estela con intervalos de centenares de millas, o marchaban delante con el mismo rumbo. Y desde el opuesto hemisferio, una fila semejante emprendía el regreso, moviéndose todos como un rosario de diligentes hormigas en la infinita llanura atlántica.

Despegábanse diariamente de la tierra europea algunos de estos monstruos, arañando la profundidad con las invisibles zarpas de sus hélices, repleto el vientre de carne humana estremecida por los espejismos de la esperanza. Partían de los muelles escarchados y brumosos del Báltico; de los puertos ingleses negros de hulla, en cuyo ambiente grasoso flota un perfume de té y tabaco con opio; de las costas de Francia oceánica, que oponen sus bancos vivos de mariscos y los pinares de sus landas a los asaltos del fiero golfo de Gascuña; de las bahías de España, copas de tranquilo azul, en las que trenzan sus aleteos las gaviotas asustadas por el chirrido de una grúa o el mugido de una sirena; de las escalas del Mediterráneo, adormecidas bajo el sol; ciudades blancas con la alba crudeza de la cal o la suavidad aristocrática del mármol; ciudades que huelen en sus embarcaderos a hortalizas marchitas y frutos sazonados, y envían hasta los buques, con el viento de tierra, la respiración nupcial del naranjo, el incienso del almendro, rasgueos briosos de guitarra ibérica, gozoso repiqueteo de tamboril provenzal, arpegios lánguidos de mandolina italiana.

Inmóviles en los canales flamencos de aguas negras y burbujeantes, había descendido hasta sus dormidas cubiertas la melodía cristalina del carillón perdido en el misterio de la noche. Grandes puentes giratorios se habían abierto ante ellos, repeliendo las masas de gentío y de carretones, para darles paso en los ríos navegables de Holanda.

Al verse en alta mar, sus proas, como hocicos inteligentes, husmeaban el horizonte, adivinando el sendero a través del infinito. En torno de sus grupas rebullían en jabonosas espumas las olas grises o negras de los mares septentrionales, las azules ondulaciones atlánticas, el inmenso líquido durmiente bajo la pesadez ecuatorial, el Océano verde con escamas de oro de las costas brasileñas, las aguas casi dulces de las costas del Sur, teñidas de rojo por las avenidas de los ríos.

Una vez hablaba a Maltrana, una voz sin vibración, que repercutía en su cerebro sin haber pasado antes por su oído:

–Y así marchamos a través del misterio azul, en busca de una lejana tierra de ensueño para nuestro cargamento de miserias y ambiciones. Hace años, seguíamos todos el mismo rumbo con la tenacidad de un rebaño que no conoce otro camino. Íbamos al Norte de América, tragadero insaciable de hombres, olla hirviente de razas, tierra de prodigios absurdos y opulencias insolentes… Pero ahora, el camino se ha bifurcado: conocemos nuevos mundos. El rebaño de acero y humo se reparte, y mientras unos siguen la antigua senda, nosotros ponemos la proa al Sur, llevando sobre nuestro lomo la aventura y la ilusión, en busca de pueblos nuevos, pueblos de esperanza, pueblos de aurora, cuyos nombres suenan con el retintín del oro.

IX

El primer acto de la fiesta ecuatorial fue el paseo de la música a las nueve de la mañana por todas las cubiertas, deslizándose luego en los pasadizos y recovecos de los camarotes.

Muchos pasajeros estaban aún en la cama, y al apagarse el eco de los instrumentos, volvieron a reanudar su sueño. Se habían acostado tarde. En la noche anterior, las luces del café permanecieron encendidas hasta que el amanecer fue empañando su brillo. La marinería, al limpiar las cubiertas, habían salpicado con su mangueo algunos escarpines de charol que marchaban titubeantes sin encontrar su camino y smokings cuya negrura estaba constelada de manchas de ceniza y de champán.

La gente menuda del pasaje fue la única que corrió bulliciosa al escuchar este primer anuncio de la fiesta. Niños y criadas marchaban al frente de la banda, admirando los disfraces con que se habían cubierto los músicos en honor de la grotesca solemnidad; sus caras con chafarrinones de almagre y sus narices de cartón. Un camarero vestido de pielroja, con gran abundancia de plumas, iba ante la música haciendo molinetes con una cachiporra de tambor mayor.

Saludábanse los pasajeros matinales en el paseo con grandes elogios al día. El agua era gris, el cielo estaba encapotado; el Océano ecuatorial ofrecía el aspecto de un mar del Septentrión. La brisa fresca que venía de proa ahuyentaba el temido calor. Magnífico día para el paso de la línea.

A las once circuló una noticia que hizo salir de sus camarotes a los perezosos y llenó en poco tiempo las cubiertas. Se veía tierra… Y todos corrieron al lado de babor con vehemente curiosidad, como si desearan saciar sus ojos en un fenómeno inaudito. ¡Tierra!… Esta palabra evocaba algo lejano que había existido en otros tiempos, y que la gente, acostumbrada a la soledad oceánica, consideraba ya como irreal.

Buscaban muchos esta tierra en la extensión gris con la simple mirada, y sólo después de largos titubeos llegaban a distinguir un pequeño borrón negro, una línea ondulosa y corta que parecía flotar sobre las aguas como un montón de basura. Era la Roca de San Pablo, aglomeración de piedras basálticas en mitad de la línea equinoccial; pedazo de tierra diminuto olvidado por las convulsiones volcánicas y que seguía emergiendo audazmente entre África y América, sin fauna, sin flora, yermo y maldito en las soledades del Océano, lejos de todo país habitado.

–El único lugar de la tierra que no tiene dueño—dijo el doctor Zurita en un grupo—. La única isla que no ha tentado la codicia de nadie… Cómo será, que ni a los ingleses se les ha ocurrido plantar en ella su bandera.

Apuntábanse las filas de gemelos a lo largo de la borda, y en el redondel de sus oculares aparecía un amontonamiento de rocas flanqueado por otras sueltas en forma de islotes; pedruscos negros, rugosos, que recordaban la piel de los paquidermos, y en torno de los cuales levantaba la resaca enormes rociadas de espuma. El mar tranquilo alterábase al tropezar con este obstáculo inesperado. Se adivinaba la existencia de cavernas submarinas, gargantas y canalizos invisibles, en los cuales se retorcía furioso el Océano al perder su calma soñolienta, encabritándose con espumarajos de rabia, desplomándose sus cataratas gigantescas sobre los negros abismos.

Ni una persona, ni una brizna de hierba, ni un pájaro en la roca pelada, que a las horas de sol debía arder y reverberar como un paisaje infernal.

–Ahí sólo hay tiburones—dijo un pasajero, como si hubiese vivido en la isla—. Procrean en sus cuevas, y luego van a buscarse la comida por los mares calientes, hasta las costas del Brasil o las Antillas.

El recuerdo de estos mastines del Océano hacía estremecer a las mujeres. Se los imaginaban pululando lo mismo que bancos de sardinas en las cavernas y escollos de aquel islote; los veían con el pensamiento pasando y repasando por debajo del vientre del navío, traidores, cautelosos, con su cabeza más voluminosa que el resto del cuerpo, aguardando que alguien cayese para triturarlo entre la triple fila de sus dientes.

Los hombres evocaban las tragedias feroces de la profundidad, cuando el escualo hambriento, no encontrando en la superficie más que bandas de peces voladores, descendía y descendía miles de metros, en busca de los calamares enormes que agitan en la sombra la vegetación de sus tentáculos. El tiburón, agobiado por la asfixia de la profundidad, había de efectuar su cacería con rapidez. Batallaba el diente con la ventosa, el coletazo demoledor con el tentáculo que ahoga, la boca que desgarra con la boca que sorbe. Y en esta batalla invisible que se desarrollaba abajo, a varios kilómetros de distancia vertical, en la penumbra de unas aguas obscuras, entenebrecidas aún más por las nubes de tinta que exuda el pulpo, unas veces queda el tiburón prisionero de la red viscosa y ávida; otras sube vencedor, con el coriáceo pellejo hinchado por la succión de las ventosas, y a la luz de las estrellas, dejándose flotar en las ondulaciones de la superficie, devoraba los restos de la presa arrancada del abismo.

Esta evocación hacía recordar a muchos el lugar donde estaban. Aquel hotel lujoso, con su música, sus tropas de sirvientes y sus salones, no era más que una caja flotante y bien acondicionada, debajo de la cual seguía latiendo la vida feroz y ciega, ignorante de la justicia y de la misericordia, lo mismo que en los primeros días del planeta. Avanzaban los humanos comiendo, bailando, requebrándose de amor por lugares del globo donde aún subsistían las formas crueles y ciegas de la bestialidad prehistórica. Vivían lo mismo que en tierra, sin acordarse de que marchaban sobre una columna acuática y movible de seis mil metros de altura, de la cual era el buque a modo de un capitel.

La Roca de San Pablo fue quedando a la popa del trasatlántico. El islote estéril recibió el título de antipático de boca de las señoras, que dejaron de mirarlo, falto ya de interés. Visto sin los gemelos, parecía algo repugnante que flotaba sobre las aguas: los residuos digestivos de un leviatán; un montón de deyecciones del fabuloso pájaro Roc.

Deshiciéronse los grupos para esparcirse por el paseo, y en este desbande general, Ojeda y Maltrana se encontraron frente a frente.

Isidro fijó sus ojos con maliciosa expresión en la cara de su amigo.

–¿Qué tal la noche?…

Fernando hizo un gesto de indiferencia. Muy bien.

–Le veo a usted pálido—añadió aquél—, algo ojeroso. Cualquiera diría que ha tenido usted malos sueños… o que ha estado la noche entera sin dormir.

–¡Cuando le digo que la he pasado muy bien!…

Y Maltrana, ante el tono de impaciencia de su amigo, no quiso insistir más.

–Su aspecto no es mejor que el mío—dijo Ojeda sonriendo—. De seguro que se acostó tarde… ¿A ver esa cara? Muy bien: no tiene usted señal de golpe. Esta fiesta le ha resultado mejor que la otra.

Maltrana se indignó. ¿Creía acaso que sus amigos eran unos bárbaros?… La pelea general del otro día había sido algo inesperado. Las gentes iban conociéndose mejor; el trato amansa a las fieras. Eran ya como hermanos y se perdonaban las injurias. Un insulto se olvidaba ante una nueva botella.

Y como Fernando, ganoso de que la conversación no recayese sobre él, insistió por conocer los detalles de la fiesta, Maltrana fue hablando con cierta reserva.

–Nada; una reunión culta, muy decente. Hasta tuvimos nuestras damas, lo más distinguido, lo más chic. Esta vez, las señoras de la opereta, solemnemente invitadas por mí en nombre de los amigos, se dignaron venir… Uno tiene su prestigio y sus éxitos, amigo Fernando; no todo ha de ser para los demás.

Para que no insistiese en esto último, le preguntó Ojeda si el mayordomo había tenido que intervenir, como la otra vez, para restablecer el orden.

–No—dijo Maltrana después de alguna vacilación—. Las cosas se desarrollaron en el fumadero en santa paz. Muchas botellas destapadas, mucho canto. Las damas encontraron duros los asientos y al final fumaban con la cabeza apoyada en un señor y los pies en otro… ¡Orden completo! El mayordomo se asomaba a la puerta para sonreír como un maestro satisfecho de sus chicos. Uno que hacía suertes de gimnasia con un sillón lo dejó caer sobre la cabeza de su compañero. Le limpiamos la sangre y luego se dieron la mano los dos. Total, nada. No fue con mala intención… Las damas, que no entendían palabra y sólo sabían beber y sonreír, se dignaban tomar el brazo de un amigo para dar un paseo misterioso y poético por la última cubierta o por los pasillos de los camarotes, volviendo algo después para aceptar nuevas invitaciones… Le digo que fue una fiesta honrada y distinguida.

Ojeda sonrió incrédulamente. Había oído hablar algo de muebles rotos y peleas con el mayordomo.

–Una insignificancia. Una humorada de mis amigos los norteamericanos… Pero el conflicto quedó arreglado inmediatamente.

Habían salido todos del fumadero atraídos por la luna, una luna enorme que cubría de plata viva el Atlántico y hacía correr por los costados del buque arroyos de leche luminosa. La honorable sociedad contemplaba el espectáculo con un sentimentalismo alcohólico que agolpó lágrimas en los ojos. Las damas apoyaban con desmayo poético sus cabezas rubias en el hombro más próximo. Una rompió a llorar con estertores histéricos. «La luna… la luna», murmuraba cada uno en su idioma. Y así estuvieron inmóviles largo tiempo, como si no la hubiesen visto nunca, hipnotizados por aquella cara de mofletes luminosos suspendida en el horizonte.

Un norteamericano arrojó una botella con dirección al astro. Había que dar de beber a la gran señora. E inmediatamente, como si esta locura fuese contagiosa, una lluvia de botellas vacías o sin destapar fue cayendo en el Océano. Pasaban ante el luminoso redondel como una nube de proyectiles negros. Al agotarse la provisión, los comisionistas musculosos y los pastores de las praderas cogieron las sillas y las mesas de la cubierta, y todo comenzó a pasar sobre la borda, cayendo en el agua con ruidoso chapoteo.

Palmoteaban unos, retorciéndose de risa por lo inesperado del espectáculo; gritaban otros, entusiasmados por el vigor y la rapidez con que saltaban los objetos del buque al mar; corrieron los camareros para dar aviso de estos desmanes, y apareció el mayordomo lanzando gritos y poniéndose con los brazos en cruz entre la borda y los tiradores.

Hubo que hacer esfuerzos para apaciguar a los cow-boys, que encontraban el juego muy de su gusto. Ellos estaban prontos a pagar todos estos desperfectos y los que pudieran hacer los respetables gentlemen que estaban en su compañía. «Y un gentleman que paga, puede hacer lo que quiera.» Sacaban los billetes a puñados de los bolsillos de sus pantalones, indignándose de que por unos dollars vinieran a perturbar sus placeres, y únicamente se apaciguaron al verse de nuevo en el fumadero con toda la honorable sociedad, ante unas botellas que un amigo había guardado ocultas debajo de una mesa.

–Y no hubo más—dijo Maltrana.

Pero Ojeda insistió. Cerca del amanecer habían despertado muchos pasajeros que vivían en las inmediaciones del camarote de Isidro. Gritos, golpes a la puerta, llamamientos desesperados de timbre, llegada del mayordomo con su ronda de criados. ¿Qué había sido aquello?

–Fue obra mía—contestó Maltrana bajando los ojos con modestia—. Me ocurrió lo de la otra noche. Apenas bebo un poco, me asalta el recuerdo de mi vecino el hombre lúgubre y quiero averiguar el misterio que guarda en el camarote inmediato.

Había hablado a sus compañeros de esta novelesca vecindad, dando por real e indiscutible todo lo que él llevaba en su imaginación. Una gran señora, princesa rusa o archiduquesa austriaca—en esto dudaba Maltrana—, venía prisionera en el buque. Nadie la había visto, pero su hermosura era extraordinaria. Y su raptor y guardián era aquel hombre antipático, siempre de negro, con cara adusta…

Le escucharon todos con gran interés: unos, conmovidos egoístamente por la hermosura de la dama; otros, noblemente indignados de que junto a ellos pudiese un hombre realizar este secuestro. El cow-boy más viejo abría los ojos con asombro infantil. «¡Y la mistress vivía encerrada contra su voluntad! ¡Y esto era posible!…»

A los pocos minutos veíase Maltrana avanzando cautelosamente por el pasillo que conducía a su camarote, seguido de varios compañeros que marchaban en fila, conteniendo el aliento como si fuesen a sorprender a un enemigo dormido. Golpearon la puerta del hombre misterioso. «Señor: abra usted buenamente.» Le convenía evitar el escándalo y que su crimen quedase en el misterio. Era Maltrana el que se lo aconsejaba por su bien. Debía entregarles la llave del camarote inmediato y seguir durmiendo, si tal era su gusto… Inútil resistir, pues llegaba al frente de un ejército de héroes… ¿Se hacía el sordo? ¡A la una!… ¡a las dos!…

Y los héroes cayeron con todo el empuje de sus cuerpos sobre la puerta del camarote vecino, para echarla abajo y libertar a la dama. «No tema usted, princesa: no grite. Somos amigos.» La recomendación de Maltrana fue inútil, pues la princesa no gritó ni se aproximó a la puerta. Cada golpazo del cow-boy viejo conmovía toda la fila de camarotes. Sonó un estallido de gritos y maldiciones de gentes súbitamente despertadas. Vibró furiosamente a lo lejos el sonido de un timbre. Era el hombre misterioso que pedía auxilio.

–Cuando, al presentarse el mayordomo, vio que intentábamos forzar la puerta de la princesa, se puso enfurecido como jamás le he visto: con una cólera de cordero rabioso. Nos faltó al respeto, amenazándonos con llamar al comandante para que nos metiese en la barra. A mí me prometió cambiarme de camarote hoy mismo, para que no repita mis intentos. Y todo esto me afirma aún más en la creencia de que hay un secreto, un gran secreto, en ese camarote cerrado. Había que ver la indignación del mayordomo cuando nos pilló en vías de descubrirlo… Y no se descubrirá, hay que perder la esperanza.

Ojeda pareció interrogarle con sus ojos al oír esto.

–No se descubrirá—continuó Isidro—, porque acabo de dar al mayordomo mi palabra de honor de no ocuparme más de mi vecino ni curiosear en el camarote inmediato. Sólo así me deja en el mío y no me obliga a pasar a otro menos cómodo… El hombre misterioso triunfa. ¡Cómo ha de ser!… Acabo de verlo, y para castigarle, no le he saludado… Y le negaré siempre el saludo, aunque él finge que no le importa. Eso le enseñará a callarse y a ser persona decente.

Y como si le doliese tener que abandonar la empresa, dijo a Ojeda:

–Usted podía dedicarse a este negocio. Si quiere, le presto mi camarote para espiar desde él. Fíjese bien… se trata de una princesa. Y seguramente que si es usted el que la busca, ella se dejará ver. Usted es de mejor presencia que yo: más guapo, más elegante.

Fernando hizo un gesto de indiferencia y despego que pareció ofender a Maltrana, como si fuese dirigido contra una persona de su familia. ¡Pobre princesa! ¡Verla abandonada así!…

–Lo comprendo. Usted tiene por el momento cosas que considera mejores… Pero tal vez se engaña. ¡Quién sabe!… ¡quién sabe!

Siguió escuchando Ojeda a su amigo, pero con cierta distracción, volviendo la cabeza siempre que notaba el paso de alguien por detrás de él. La cubierta estaba totalmente ocupada por los pasajeros: unos, en grupos movibles; otros, sentados a la redonda en los sillones, obstruyendo el paso. Todos estaban arriba… menos ella.

Ansiaba verla Fernando y tenía miedo al mismo tiempo. Sentía la zozobra de la primera entrevista luego de la posesión, cuando se reflexiona fríamente, desvanecidos ya los arrebatos cegadores, y se calculan las consecuencias del gesto. ¿Qué expresión sería la suya al encontrarse como amigos, obligados al fingimiento después de una oculta intimidad?…

Sonó el rugido de la chimenea, que indicaba la hora de mediodía. ¡A almorzar!… Abajo, en el comedor, Fernando sintió crecer su inquietud al ver que se llenaban todas las mesas y la de Maud seguía desocupada. Sucedíanse los platos; el almuerzo tocaba a su fin, y ella sin aparecer.

Maltrana, apiadándose de su impaciencia, preguntó a un camarero por la señora norteamericana. ¿Estaba enferma?… Y el doméstico volvió al poco rato con noticias. Había pedido que la sirviesen el almuerzo en su camarote. Tal vez estaba indispuesta.

Esto hizo que Ojeda comiese de prisa, con un visible deseo de escapar cuanto antes… ¡Maud enferma! Avanzó por el pasadizo que conducía a los departamentos de lujo en el mismo piso del comedor. Marchó con seguridad sobre la mullida alfombra hasta las proximidades de su propio camarote, pero al torcer con dirección al de Maud, fue adelantando cautelosamente, como el que acude a una cita amorosa y teme ser visto. Al final de un breve corredor, junto a un tragaluz, estaba la puerta de Mrs. Power, con una tarjeta que ostentaba su nombre. La puerta permanecía entreabierta e inmóvil, fija en esta posición por un gancho interior para que dejase entrar el fresco del pasillo.

Fernando miró por el espacio abierto, sin ver otra cosa que la mitad de una mesa ocupada por artículos de tocador. Entre los cepillos, botes de perfume y pulverizadores parecía reinar la fotografía de un hombre encerrada en un marco de níquel. Era un buen mozo, de mandíbula enérgica, bigote recortado, ojos imperiosos y una gran flor en el ojal de la solapa. Indudablemente míster Power… Recordó Ojeda que en la noche anterior Maud se había arrancado de sus brazos en el primer momento, corriendo a aquella mesa con el ansia de reparar un olvido. Sin duda fue para ocultar al simpático mister, que otra vez ocupaba el sitio de honor, transcurridas las horas de ingratitud y de pecado.

Tocó con los nudillos en la puerta tímidamente, y una voz interrogante, la de Maud, contestó con afabilidad: «¿Quién?…». Pero al dar Fernando su nombre, hubo cierto movimiento de sorpresa y revoltijo al otro lado de la puerta, como si Mrs. Power se incorporase sorprendida e irritada. «¡Ah, no! ¡imprudencias, no!…» Su voz temblaba, colérica, enronquecida; una voz despojada de pronto de su sedosa feminidad. Y como si temiese que el hombre audaz llevara su atrevimiento hasta levantar el gancho que fijaba la puerta, fue ella la que se adelantó a su acción, cegándola con rudo empuje, que puso en peligro una mano de aquél.

Permaneció Fernando confuso ante la hermética hoja de madera. Balbuceaba excusas. Había venido para saber de la salud de la señora: temía que estuviese enferma. Pero ella cortó estas palabras humildes que imploraban perdón con otras breves y rudas como órdenes. Podía retirarse. No se venía sin permiso al camarote de una dama. Era una imprudencia comprometedora, indigna de un gentleman.

Sintió más estupefacción que vergüenza al retirarse humillado. Pero ¿era Maud la que hablaba así?… ¿Sería un sueño lo de la noche anterior?…

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30 mart 2019
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