Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 28
Repasaba en su memoria incidentes y palabras con la ansiedad de encontrar algo que hubiese podido ofenderla. Porque él estaba seguro de que sólo una ofensa involuntaria de su parte podía ser la causa de esta conducta. ¡Son tan susceptibles las mujeres!…
No podía achacar este cambio de humor a una decepción sufrida por Maud. No; eso no. Lo afirmaba él, orgulloso de su poderío varonil. Recordaba satisfecho los suspirantes agradecimientos de la norteamericana, sus balbucientes elogios a la incansable vehemencia de una raza que, en ciertos extremos, consideraba muy superior a la suya, metódica y prudente; la humildad con que al amanecer había pedido misericordia, vencida por la fatiga y el sueño.
«Esto pasará—se dijo Fernando—. Un capricho… tal vez cierto rubor; miedo de verme otra vez. A la tarde o a la noche hablaremos, y como si no hubiese ocurrido nada.»
Arriba, en la cubierta de paseo, vio a la gente agolpada sobre una borda de estribor, mirando al mar. Una tromba: una tromba de agua en el horizonte. Miró como los otros, pero sin ver nada extraordinario. El cielo se había despejado con la mudable rapidez de la atmósfera ecuatorial. En su límpido azul sólo quedaba flotante una nube negra cerca de la línea del horizonte.
Esta nube, que contemplaban todos, parecía una flor de pétalos vaporosos, con un largo vástago que descendía en busca del agua. Pero este vástago perdía de pronto su rigidez, tomando la forma de una sanguijuela que se estiraba sin llegar con su boca al Océano. Un espacio de color violeta quedaba entre la superficie atlántica y el extremo de la manga; y sin embargo, no por esto dejaba de verificarse la colosal succión. El mar levantábase debajo de la nube en forma de canastillo, y este redondel acuático coronado de espumas cambiaba de sitio así como el cono nebuloso iba corriéndose por el cielo.
Se deshizo al fin la tromba, restableciéndose la uniforme tersura del horizonte. Los pasajeros, terminado el espectáculo, volvieron a formar corros en la cubierta o se ocultaron en el fumadero y el jardín de invierno. Bromeaban acerca de la ceremonia que iba a verificarse aquella misma tarde. Asomábanse al balconaje de proa para ver abajo la gran pila del bautizo, improvisada en el combés con maderos y lonas impermeables: una piscina de natación que recibía agua continua del mar por una manga y derramaba parte de su contenido con el balanceo del buque.
Los sesteantes abandonaron sus camarotes a las cuatro de la tarde y subieron a las cubiertas, parpadeando deslumhrados por el ardor del sol. La música, acompañada de gritos y gran batahola infantil, recorría el buque. Neptuno acababa de subir a bordo. Nadie había visto por dónde, pero la presencia del dios con su bizarro cortejo era indiscutible.
Alineábase la gente en el paseo para ver desfilar el cortejo carnavalesco. Primero, la banda, precedida del pasaje menudo: niñeras empujando los cochecillos infantiles; muchachos inquietos que saltaban y se empujaban, coreando a todo gañote la marcha que tocaban los músicos. Después, un pielroja con grandes penachos y un hacha enorme, cubiertas sus desnudeces con sudoroso almazarrón, y dos negros casi en cueros, sin otras superfluidades que unos taparrabos de crin, huecos como faldellines de bailarina, y una lanza al hombro. Estos negros falsificados, con el cuerpo reluciente de betún, enseñaban por debajo de la peluca ensortijada sus ojos azules. A continuación, cuatro gendarmes de cascos abollados y sables herrumbrosos; y tras esta escolta de honor, Neptuno, el de las blancas barbas, con diadema de latón y cara de borracho; un astrónomo y su ayudante, con luengos fracs de percalina y sombreros de copa alta pintarrajeados de estrellas; un escribano con toga y birrete, seguido de su ayudante, que llevaba los libros; y el barbero del dios, favorito y bufón a un tiempo, lo mismo que ciertos rapabarbas históricos consejeros de los antiguos reyes.
Luego de recorrer todos los pisos del castillo central, descendió la procesión al combés, instalándose junto a la piscina. Los emigrantes, acorralados en la proa tras una valla de cuerdas, contemplaban en silencio la grotesca ceremonia. Los balconajes del castillo central llenábanse de gentío. Desde la explanada de proa abarcábase en conjunto su enorme fachada blanca, semejante a la de un palacio en construcción, cortada por galerías de un extremo a otro y rematada por un kiosco que era el puente. Sobre las filas de curiosos asomados a los diversos balconajes aparecían otros subidos en bancos y sillas, avanzando las cabezas para ver mejor la fiesta. El puente de derrota también estaba invadido por los pasajeros, y entre las gorras blancas de los oficiales que allá en lo alto escrutaban el mar y vigilaban la marcha del buque brillaba el tono rubio de algunas cabezas femeniles y ondeaban velos de colores.
El astrónomo carnavalesco y su ayudante tomaron la altura con ridículos instrumentos de náutica, y al hacer la declaración de que estaban exactamente en la línea, Neptuno, con un golpe de tridente, dio principio a la ceremonia. El escribano leía en un libro sostenido por su amanuense. Las palabras alemanas, al surgir rudas y sonoras por entre sus barbas de cáñamo rojo, provocaban en los balconajes una explosión de carcajadas y rubores femeniles. Era la risa gruesa que acompaña a los chistes equívocos. «¿Qué dice? ¿que dice?», preguntaban los más, al no entender estas agudezas germánicas. Y aunque no obtuviesen contestación, reían igualmente.
Ojeda y Maltrana, que estaban en el combés, cerca de los grotescos personajes, avanzaban la cabeza como si pretendiesen entender algo de este relato.
–¿Qué dice, Fernando?… Las palabras tienen cierto runrún, como si fuesen versos.
–Son aleluyas. No entiendo bien, pero me parecen bobadas para hacer reír a esta buena gente.
Terminó la lectura con un sonoro trompeteo de los músicos, y los dos negros, abandonando sus azagayas, se lanzaron de cabeza en la piscina, haciendo varias suertes de natación y quedando largo rato con los pies en alto y la cabeza sumergida, flotando sobre la superficie el faldellín de crines. Gritaban las señoras con risueño escándalo; volvían la cabeza algunas madres en busca de sus niñas, para recomendarles que no mirasen. Pero pronto se restablecieron la calma y la confianza, por tratarse de negros civilizados, negros protestantes, que usaban púdicos disimulos debajo del taparrabos.
Sus gracias natatorias quedaron casi olvidadas por los preparativos grotescos que hacía el barbero. Sacaba a la luz sus aparatos, y cada uno de ellos era saludado con grandes risas: una navaja de afeitar del tamaño de un hombre; unas tenazas no menos grandes, que servían para arrancar muelas, todo de madera pintada; una brocha que era una escoba, con la que revolvía el líquido de un tanque, echando puñados de yeso que figuraban ser polvos de jabón. Afiló la navaja en una gran pieza de tela que sostenían dos grumetes; probó las tenazas intentando cazar con ellas la cabeza de uno de los negros, que las esquivó sumergiéndose en la piscina; apreció la densidad de la pasta blanca del cubo salpicando con un asperges de la escoba a los más vecinos; y las buenas gentes celebraban con gran regocijo todas sus travesuras.
Empezó el desfile de neófitos. El escribano leía nombres, y avanzaban entre dos gendarmes los que debían recibir el bautizo, descalzos, sin más traje que las ropas interiores o un simple pijama. Eran pasajeros de primera clase que accedían a tomar parte en la ceremonia, y cuya presencia saludaba el público con gritos y aclamaciones. Reían las mujeres con maliciosa delectación al contemplar en tal facha a los mismos señores que se pavoneaban en el paseo o en el comedor con estiramiento ceremonioso.
Sólo desfilaban los alemanes que hacían su primer viaje al otro hemisferio, amigos de las tradiciones, que se hubiesen creído defraudados en sus intereses y disminuidos en su prestigio al proponerles alguien que se ahorrasen esta ceremonia grotesca y penosa.
Era costumbre antigua sufrir el bautizo de la línea, y ellos no renunciaban a lo que de derecho les correspondía. Además, era un honor y una satisfacción contribuir al regocijo de los compañeros de viaje a costa de la propia persona. Al surgir en la lista de los destinados al bautizo un nombre que no era alemán, el escribano se abstenía de repetirlo y pasaba a otro. Sabían los del buque, por varias experiencias, que sólo el buen humor germánico se prestaba con gusto a estos juegos. Las gentes morenas, susceptibles en extremo y con gran miedo al ridículo, tomaban como ofensas estas bromas inocentes.
Ponían los gendarmes al neófito en manos del barbero, y éste lo hacía sentar sobre una escalerilla al borde de la piscina. Los dos negros se agitaban detrás de él mojándole las espaldas con furiosas rociadas que le hacían estremecer, mientras el rapabarbas procedía a su tocado. Le embadurnaba con la pasta blanca, pugnando por sostener al paciente, que intentaba librar los ojos y la boca del tormento de la escoba. Fingía afeitarle con el horripilante navajón; intentaba introducir entre sus labios las enormes tenazas para extraerle una muela, y mientras tanto, el escribano pronunciaba la fórmula del bautizo: «Por la gracia de nuestro dios Neptuno te llamarás en adelante…». Y le daba un nombre: tiburón, cangrejo, bacalao, ballena, según el aspecto caricaturesco de su persona, apodos que encontraban eco en la fácil hilaridad del público.
Soltaba un rugido la trompetería al terminar su fórmula el escribano; apoyaba sus puños el barbero en el pecho del neófito, tiraban de él los negros, y caía de espaldas en la piscina con un chapoteo que salpicaba a larga distancia. Desaparecía en el líquido turbio cubierto de vedijas de yeso. Los negros pesaban sobre él para mantener su inmersión lo más posible, y al fin resurgían los tres hechos un racimo, luchando con furiosas zarpadas que provocaban risas. Y el bautizado salía chorreando, sin otra preocupación que mantener las manos cruzadas sobre el vientre para evitar indecorosas transparencias, llevando en sus ropas las huellas obscuras de las manos de los negros, mientras éstos ostentaban en sus brazos desteñidos las manos blancas marcadas por el neófito durante la lucha.
Iba lanzando nombres el escribano, y algunos, al no obtener respuesta, provocaban la intervención de la fuerza pública. Obedeciendo a una seña del mayordomo, salían los ridículos gendarmes en busca del fugitivo por todo el buque. Era alguno que deseaba aumentar la alegría pública con este incidente de su invención. Y cuando al fin se dejaba coger, aparecía, lo mismo que una tortuga en su caparazón, bajo las vueltas del cable con que le habían sujetado sus aprehensores. El barbero se ensañaba con él, prolongando las bárbaras operaciones de aseo, y los negros libraban un verdadero pugilato para no dejarle salir de la piscina.
–Herr Maltrana.
Apenas dijo esto el escribano, una alegría loca se esparció por el combés, ganando los balconajes del castillo central. Hasta los emigrantes de la proa salieron de su inmovilidad. Todos los que hasta entonces habían permanecido indiferentes ante unos hombres faltos de significación, rompieron de pronto a gritar, se agitaron lo mismo que una turba que invade una escena. «¡Maltrana! ¡Que salga Maltrana!» Las nobles matronas volvían a él sus ojos desde las alturas y agitaban las manos para que obedeciese sus deseos. El doctor Zurita y otros argentinos abandonaron la tranquilidad zumbona con que habían presenciado hasta entonces las «pavadas de los gringos», para hacer señas a Isidro, incitándole a que diese gusto a las familias. «¡Ah, gaucho valiente!… ¡A ver si hacía una de las suyas!» Hasta los niños palmoteaban con entusiasmo. «¡Don Isidro!… ¡Que salga don Isidro!» El héroe se levantó, saludando con ironía y orgullo al mismo tiempo.
–¡Qué ovación!… ¡Gracias, amado pueblo!
Pero al volver a encogerse en uno de los mástiles horizontales de carga que servía de asiento a él y a Fernando, ocultándose con modestia detrás de su amigo, redoblaron furiosas las peticiones del público. Dos gendarmes iniciaron un avance hacia él.
–Va usted a ver, Ojeda, como esto termina mal—dijo con rabia—. Yo no vengo aquí para hacer reír… Al primer tío de ésas que me toque, le suelto un mamporro.
El mayordomo, discreto, adivinando los pensamientos de Maltrana, hizo una seña; los gendarmes volvieron sobre sus pasos y el escribano se apresuró a dar otro nombre:
–Herr Doktor Muller.
Un estallido de alegría germánica borró los últimos murmullos de la decepción causada por Isidro. La risa fue general al ver entre los gendarmes al «doktor»—el mismo del que hablaba Maltrana en Tenerife—, enorme de cuerpo, grave de rostro, con sus barbas de un rojo entrecano y gruesos cristales de miope. Acogió con una risa infantil la ovación burlesca del público y fue a sentarse en la escalerilla de la piscina como en lo alto de una cátedra. «El deber es el deber—parecía decir con las frías miradas en torno suyo—. La disciplina es la base de la sociedad; y hay que amoldarse a lo que pidan los más.»
Se quitó los zapatos, colocándolos meticulosamente, sin que uno sobrepasase al otro un milímetro; se despojó de las gafas, entregándoselas a un grumete, como si fuesen un objeto de laboratorio, y sin perder su noble calma, mirando a todos con ojos vagos desmesuradamente abiertos, comenzó a despojarse de las ropas, hasta que los gritos femeniles y las risas de los hombres le avisaron que no debía seguir adelante.
Ojeda contemplaba al «doktor» con cierto asombro. Iba a América contratado por un gobierno para dar lecciones de química en la Universidad del país. Gozaba de algún renombre en los laboratorios de su patria… Y estaba allí aguantando las enjabonaduras y payasadas del barbero, estremeciéndose bajo las rociadas de los negros, sin conocer lo grotesco de una situación que hubiese irritado a otros, satisfecho tal vez de contribuir al regocijo de esta muchedumbre fatigada por la monotonía del Océano. Sonó el trompetazo del bautizo, y el «doktor» chapoteó en la piscina, defendiéndose de las manotadas de los negros, ridículo en su aturdimiento de miope, majestuoso por la importancia que concedía al acto y la seriedad con que se alejó chorreando agua sucia por ropas y barbas, luego de recobrar sus anteojos.
Continuó la fiesta con visible decaimiento de la curiosidad. Desfilaron gentes del buque: grumetes que hacían su primer viaje, fogoneros de larga navegación por los mares septentrionales que no habían estado en el hemisferio Sur. Y los encargados del bautizo extremaban sus bromas con una brutalidad confianzuda en las cabezas rapadas y los torsos desnudos de estos que eran sus compañeros.
Ojeda, durante la larga ceremonia, había mirado muchas veces a los balconajes del castillo central, esperando ver a Maud entre las señoras asomadas a ellos. Pero la norteamericana permanecía invisible. Al fin, cuando no quedaban ya neófitos y los grotescos personajes iban a retirarse, precedidos por la música, la vio en un extremo del mirador de la cubierta de paseo, oculta detrás de la señora Lowe, asomando sobre un hombro de ésta la frente y los ojos, lo necesario para ver. Fernando pensó que tal vez hacía horas le miraba Maud, sin que él se percatase de ello, y esto le produjo cierta irritación.
Se separó de su amigo para dirigirse corriendo a los pisos altos del buque, y antes de llegar a ellos oyó que la música rompía a tocar una marcha. El cortejo neptunesco avanzaba hacia la terraza del fumadero, donde iban a ser bautizadas las señoras. La gente abandonaba los balconajes para correr a este último sitio.
Cerca del jardín de invierno encontróse con Maud, que marchaba entre los esposos Lowe. Cruzaron un saludo, y Ojeda experimentó instantáneamente una sensación de extrañeza. Mrs. Power parecía otra mujer. Casi sintió deseos de pedirla perdón, como el que se equivoca confundiendo a un extraño con una persona amiga. Ella inclinó la cabeza con una sonrisa insignificante: le saludaba como a cualquier otro pasajero. Sus ojos se fijaron en los suyos tranquilamente, sin el más leve asomo de turbación, cual si no existiesen entre ambos otras relaciones que las ordinarias en la vida común de a bordo.
Hablaron los cuatro del bautizo, y el hercúleo Lowe comentó los incidentes. Míster Maltrana no había querido dejarse bautizar. ¿Por qué?… Él había pasado la línea varias veces, prestándose siempre a esta ceremonia. En el Goethe también se habría ofrecido, a no oponerse la señora. Una fiesta divertida. Pero míster Maltrana, tenía miedo… ¡Oh! ¡oh! ¡oh! Y reía, mostrando la luenga dentadura incrustada de oro.
Caminaron todos hacia la terraza del café para presenciar la ceremonia del bautismo femenil. Mrs. Lowe, con el instinto de solidaridad que hace adivinar a toda mujer el instante oportuno de ayudar a una amiga, permaneció agarrada de un brazo de Maud, interponiéndose entre ella y Fernando.
Éste buscó en vano una sonrisa leve, una ojeada de inteligencia. Necesitado de consuelo, alababa interiormente la discreción de Maud, la facilidad de su raza para dominarse, ocultando sus impresiones. «¡Qué bien finge!… Nadie adivinaría lo que hay entre nosotros…» Pero tornaba a su memoria el recuerdo de la penosa escena frente a la puerta del camarote. Temblaba en sus oídos el eco de aquella voz casi masculina enronquecida por la cólera… Y con triste humildad pretendía buscar en su conducta algo que explicase esta desgracia. «Pero ¿qué he hecho yo, Señor? ¿En qué he podido ofenderla?…»
Neptuno, en mitad de la terraza con todo su séquito, procedió al bautizo de las pasajeras. Ocupaban éstas varias filas de bancos, como en un colegio, y cada vez que se levantaba una para recibir el agua lustral, los músicos lanzaban por sus largos tubos de cobre un rugido de bélica trompetería semejante al de las escenas wagnerianas.
El dios había suprimido galantemente las inmersiones en agua del mar. Tenía en una mano un gran pulverizador lleno de perfume, y rociaba con él las cabezas reverentes: unas, rubias y despeluchadas por el viento; otras, negras lustrosas, consteladas por el brillo de las peinetas. Todo el regocijo de la ceremonia estribaba en los nombres que iba imponiendo la divinidad a sus catecúmenas con murmullos aprobadores o carcajadas generales.
La imaginación del mayordomo y de los camareros de algunas letras había dado de sí todo su jugo para halagar a las pasajeras con los nombres de estrella marina, rosa del Océano, céfiro del Ecuador, etc. Las señoras mayores eran ondina, ninfa atlántica, náyade, lo que las hacía volver a sus asientos ruborizadas, con el doble mentón tembloroso, entre los murmullos aprobadores y un tanto irónicos de la concurrencia. Con sus compatriotas se permitían los buenos alemanes inocentes bromas para regocijo del público. Una flaca quedaba en su bautismo con la designación de «sardina»; otra obesa recibía el nombre de «tritona».
Maud pareció cansarse de esta ceremonia. Miraba a todos lados, pero evitando que sus ojos se encontrasen con los de Fernando. Un pasajero se acercó a las dos señoras con la gorra en la mano y el aire galante, lo mismo que si se ofreciese para una danza.
–Cuando ustedes quieran… La mesa está preparada en el salón.
Era Munster invitándolas a una partida de bridge. Al fin triunfaba su tenacidad. Había encontrado compañeros de juego en aquellos tres norteamericanos, convenciéndolos una hora antes, mientras presenciaban la ceremonia del bautizo. Maud acogió la invitación alegremente, como si el bridge fuese un buen pretexto para aislarse de importunas presencias.
Se alejó con sus amigos después de un saludo indiferente a Fernando, y éste la vio caminar sin que volviese la cabeza, sin un indicio de vacilación y de arrepentimiento. Otra vez se sintió afligido por una falta suya que no sabía cuál fuese, pero que justificaba esta conducta inexplicable. «¿Qué le he hecho yo, Señor?… ¿Qué le he hecho?…»
Con la vil humildad de todo enamorado en desgracia, fue al poco rato tras de ella, a pesar de las sugestiones de una falsa energía que le aconsejaba mostrarse altivo e indiferente.
Sus piernas le llevaron con irresistible impulso a las cercanías del salón, y contempló a Maud con los naipes en la mano, el entrecejo fruncido y la mirada dura ante sus compañeros de juego.
Al levantar ella sus ojos, vio a Fernando encuadrado por la ventana, contemplándola fijamente, y tuvo un gesto de enfado, lo mismo que si se encontrase con algo que estremecía sus nervios y quebrantaba su paciencia. Fernando huyó, sufriendo la misma sensación que si acabase de recibir un golpe en la espalda… Dudaba de la realidad de los hechos y aun de su misma persona. ¿Estaría soñando?… ¿Serían invención suya los recuerdos de la noche anterior?…
Vagó por el buque, de una cubierta a otra, hasta encontrar a Isidro en la terraza del café. No quedaba en ella ningún rastro de la fiesta del bautizo: los pasajeros se habían esparcido. Maltrana parecía furioso por los excesos y molestias de su popularidad. No podía circular por el buque sin que sus numerosos y queridos amigos le saliesen al paso con aires de protesta. Las señoras parecían inconsolables. ¿Por qué no se había dejado bautizar? ¡Tan interesante que hubiese sido el espectáculo!…
–Como si yo fuese un mono, amigo Ojeda… como si me hubiese embarcado para hacer reír… Crea usted que siento la tristeza de un grande hombre convencido de la ingratitud de su pueblo.
Y tras esta afirmación, acompañada de un gesto cómico, Isidro volvió a acodarse en la barandilla, mirando a los emigrantes septentrionales amontonados abajo, en la explanada de popa.
–Hace rato que estoy aquí recordando a los marinos de otros siglos y sus opiniones sobre las virtudes de la línea equinoccial. ¿No se acuerda usted?…
Los primeros navegantes que habían pasado al otro hemisferio daban por seguro que en la línea morían todos los parásitos que se albergaban en los cuerpos de los marineros y en las rendijas de las naves. Y esta creencia no era solamente de los descubridores españoles; franceses e ingleses la adoptaban igualmente, llegando a ser durante muchos años una verdad universal.
–Pasadas las Azores—dijo Maltrana—, empezaban a despoblarse de sanguinarias bestias las cabezas y barbas de los tripulantes, y al llegar a la línea no quedaba una para recuerdo. Esta clase de huéspedes incómodos no era entonces propiedad exclusiva de un pueblo o de otro. Todos los de Europa la poseían por igual, y hasta los reyes gozaban el placer del rascuñón y el entretenimiento de la cacería a tientas. Figúrese lo que serían aquellos buques pequeños con las tripulaciones amontonadas y la madera corroída por toda clase de bichos repugnantes… Como al llegar a la línea el calor hacía que los marineros anduviesen medio desnudos y aprovechasen las largas calmas dándose baños, esta higiene momentánea exterminaba los temibles compañeros, justificando la creencia de que morían por falta de aclimatación al pasar de un hemisferio a otro.
El sanguinario tigre de las selvas capilares, la bestia carnívora saltadora en las cumbres y hondonadas de los pliegues de la ropa, había figurado durante siglos como personaje interesante en muchas obras literarias. Cervantes reía de él y de su fingida muerte en el límite de los dos hemisferios al relatar «la aventura del barco encantado», cuando Don Quijote y su escudero flotaban sobre el Ebro en un bote sin remos… El iluso paladín creía estar a los pocos minutos de navegación cerca de la línea equinoccial; y para convencerse, recomendaba a Sancho que buscase en sus ropas para ver si encontraba «algo»… «Algo y aun algos», contestaba el escudero socarrón hurgándose el pecho.
–Pensaba yo en esto, amigo Ojeda, mirando a los respetables patriarcas que van abajo con sus hopalandas de pieles a pesar del calor. «Algo y aun algos». Para ésos, la línea ha perdido su antigua virtud… Mírelos: ¡rasca que rasca!…
Y señalaba a algunos emigrantes que contemplaban el Océano con aire pensativo, como figuras sacerdotales de hierática majestad, envueltos en luengas vestiduras, mientras sus dedos ganchudos se paseaban por las barbas, se hundían bajo el gorro de piel o avanzaban entre los pliegues y repliegues del pecho.
–Vámonos de aquí—dijo Ojeda nerviosamente, como si no le inspirase confianza la altura que los separaba de estos personajes.
Notaron al pasear por la cubierta la escasez de señoras. Algunas que se mostraban por breves momentos parecían preocupadas con la busca de algo importante. Luego desaparecían, como si se les ocurriese una idea nueva o hubieran adquirido un dato que modificaba su mal humor.
–Se están preparando para la fiesta de esta noche—dijo Maltrana—. Gran baile de disfraces, y durante la comida más mojigangas como la del bautizo.
El día se prolongó con una monotonía abrumadora. Brillaban aún en el horizonte los últimos fuegos solares, cuando las trompetas anunciaron el banquete.
Las banderas, las guirnaldas de rosas, todos los adornos multicolores de las grandes fiestas, engalanaban el comedor. Empezó el servicio sin que estuviesen ocupadas muchas de las mesas. Numerosos pasajeros permanecían en el antecomedor para gozar antes que los otros de las anunciadas novedades.
Retardaban su entrada las señoras, con el deseo de que sus disfraces alcanzasen mayor éxito. Esperaban, lo mismo que las actrices, a que la sala tuviese buen público, y sus doncellas o los hombres de la familia iban del camarote al comedor para echar un vistazo y volver con noticias. Cada familia quería que las otras fuesen por delante, y así dejaban pasar el tiempo sin decidirse.
Estaban los pasajeros en el tercer plato, cuando empezaron a presentarse las disfrazadas, todas de golpe. Acogían ruborosas los aplausos y gritos de entusiasmo, y así iban hasta sus asientos escoltadas por la familia. Pasaban entre las mesas damas rusas de alta diadema y vestiduras rígidas; niponas de menudo andar; polonesas con dolmanes ribeteados de pieles blancas; marineritos tentadores que enfundaban sus juveniles prominencias en un traje blanco cedido por un grumete.
–¡Ollé! ¡Ollé!… ¡Carmén!
Era Conchita, con mantilla blanca, falda corta y grandes movimientos de abanico, que entraba, protegida por doña Zobeida, sonriente y maternal ante este triunfo.
Los hombres también figuraban en la mascarada. Muchos no tenían otro disfraz que una nariz de cartón o unos bigotes de crepé, conservándolos a pesar de que estorbaban su comida. Algunos aparecían con grandes chambergos, poncho en los hombros y espuelas, que hacían resonar belicosamente. Eran comisionistas ansiosos de color local, que declaraban ir vestidos de gauchos de las Pampas o de rotos chilenos.
–¡Ah, gaucho lindo! ¡Tigre!—exclamaban con burlón entusiasmo los muchachos sudamericanos—. ¡Ah, rotito!… ¡Huaso gracioso!…
Y los mascarones, apoyando la diestra en el machete viejo o el cuchillo de cocina que llevaban al cinto para «estar más en carácter», sonreían agradecidos.
–Ich danke… Mochas grasias.
Algunos comían entre sudores de angustias, disfrazados de derviches con mantas de cama. Un grave alemán se había puesto el chaleco salvavidas que guardaba todo camarote por precaución reglamentaria. Encerrado como un crustáceo en este caparazón de corcho, manteníase lejos de la mesa a causa del volumen de su envoltura, teniendo que realizar todo un viaje cada vez que sus manos iban de los platos a la boca. Un asombro burlesco le había saludado con ruidosa ovación, y satisfecho de tal triunfo, aguantaba el martirio, siendo el primero en admirar su prodigiosa inventiva.
Las doncellas de los camarotes de lujo iban de mesa en mesa, disfrazadas de campesinas del Tirol, regalando flores. Otros criados, vestidos de buhoneros alemanes, ofrecían las chucherías que llevaban en un cajón sobre el pecho. Un grumete pintado de negro descolgábase con ayuda de una cuerda por la claraboya que comunicaba el salón de música con el comedor, y pregonaba, a estilo de los vendedores de diarios, el Aequator Zeitung, periodiquito impreso a bordo en la prensa que servía para el tiraje de los menús y las listas de pasajeros. La minúscula hoja repetía en todos los viajes los mismos chistes y versos dedicados al paso de la línea. El mayordomo, de pie en la entrada del comedor, puesto de frac con botones dorados, parecía presidir el banquete, sonriendo modestamente, como si agradeciese las mudas felicitaciones del público por el buen arreglo de la fiesta.
Sobre las mesas elevábanse pirámides multicolores de cucuruchos con sorpresas. Tiraban de sus extremos los comensales, produciéndose un estallido fulminante, y de las envolturas surgían menudos objetos de adorno, mariposas y flores de gasa, minúsculas banderas, gorros de papel. Se ornaban los pechos de las señoras con estas chucherías brillantes; la solapa de todo smoking lucía como una condecoración la banderita nacional del portador. Cubríanse las cabezas con los gorros de papel de seda, crestas de aves, mitras asiáticas, sombreros de clown, que contrastaban grotescamente con el gesto ávido de los comilones.
Después del asado desaparecieron los camareros, y todas las luces se apagaron de golpe. Esta obscuridad absoluta provocó, luego de un silencio de sorpresa, gritos y silbidos. Los malintencionados imitaban en las tinieblas chasquidos de besos; otros lanzaron bramidos de animales. Pero el estruendo fue de corta duración.
Sonó a lo lejos la música y brillaron en el antecomedor luces rojas y verdes, una línea de faroles llevados en alto por los camareros. Este resplandor, amortiguado por los vidrios de colores, iluminaba discretamente con luz suave. Era la «marcha de las antorchas» de toda fiesta alemana. Los pasajeros, atraídos por el ritmo de la música, empezaron a golpear a compás con sus cuchillos los platos y los vasos. Y entre este tintineo general, que casi ahogaba los sonidos de los instrumentos, desfiló la comitiva: el tambor mayor al frente de la banda; toda la servidumbre portadora de faroles; las camareras disfrazadas de floristas, y un gran número de animales, osos, perros y leones, mozos de buena fe, que sudaban bajo los forros de pieles y movían de un lado a otro sus cabezas de cartón rugiendo o ladrando. Dos hombres apoyados uno en otro marchaban invisibles bajo un caparazón que imitaba el pellejo coriáceo de un elefante, moviendo entre las mesas la trompa serpentina del monstruo y sus orejas de abanico. Otros camareros venían después, sosteniendo platos luminosos, grandes bandejas, en cuyo interior elevábanse los helados en forma de castillos, aves o chalets, todos bajo campanas de cristal de diversos colores y con una bujía en el centro.