Kitabı oku: «Walter Benjamin: fragmento, umbralidad, fantasma», sayfa 5
La mención explícita sobre el Romanticismo la formula Strauss en su carta del 11 de agosto de 1960, escrita desde Stanford y en inglés, dirigida a un Scholem convertido en una de las máximas autoridades académicas y administrativas de la Universidad Hebrea de Jerusalén, con quien sostuvo una interesante correspondencia, si bien afectada por más de una década de interrupción, desde los inicios de la década del treinta hasta prácticamente el final de su vida. Al describir el talante intelectual de su corresponsal como afín o teñido de Romanticismo, Strauss, con rigor profesoral, pasa a definir con precisión aquello que entiende por tal concepto:
Por Romanticismo entiendo la perspectiva de que la comprensión preracionalista en general, o de una u otra forma, es superior a la comprensión moderna. Pero ya no ha de ser comprendida en sus propios términos, sino en términos que proceden del pensamiento moderno.12
Situado en el ámbito de una inveterada desconfianza respecto del racionalismo moderno, dentro del conjunto de una obra dedicada a explorar los elementos mesiánicos, proféticos y religiosos del pensamiento antiguo (el autor más actual era Hobbes), especialmente de los autores judíos, y autor de una resonante polémica crítica contra el texto ejemplar del racionalismo escrito para liquidar los elementos míticos de la tradición bíblica, el Tratado teológico político de Spinoza, la postura de Strauss en este punto resulta perfectamente coherente con su pensamiento y el conjunto de su obra.
El atributo inherente de “preracionalidad”, pero en términos modernos, le asigna una particular autoridad al Romanticismo en la reintroducción del mito como una de sus categorías centrales para sí mismo y para la modernidad, elemento que Strauss destacó en la frase siguiente a la sentencia transcrita: “pienso sobre todo en el mito”. Al lado suyo, podemos encontrar una aguda valoración del fenómeno romántico en un autor alemán muy reciente, Peter Weibel, realizada con ocasión de un célebre coloquio escenificado en el 2005, en la Hochschule für Gestaltung de Karlsruhe, bajo el título Der göttliche Kapitalismus (El capitalismo divino), donde participaron filósofos y críticos como Sloterdijk y Groys. Animado dicho coloquio, como su título lo indica, por el brevísimo texto escrito por Benjamin en 1921, jamás publicado en vida de su autor, Capitalismo como religión, y como invocación para el debate sobre el estado del capitalismo en el contexto de la crisis financiera mundial. Discutiendo sobre las condiciones de la modernidad se tematizaron los arcaísmos y novedades posmodernas en su delimitación recíproca.
Weibel realizó una caracterización del Romanticismo igualmente categórica a la de Strauss, calificándolo como “el primer programa por producir un reencantamiento del mundo [Wiederverzauberung der Welt]” posterior a todo el trabajo crítico realizado por la Ilustración, encaminado justamente a producir su efecto opuesto: es decir, su desencantamiento. Más aún, para el adelantamiento de dicha empresa, el Romanticismo apeló a una reintroducción de elementos o añagazas teológicas, entre las cuales habría jugado un papel memorable un escrito como el titulado por Novalis Cristianismo o Europa.13
Ambos juicios, en medio de la distancia temporal que los separa y el contexto en el cual se realizaron, comparten plenamente la valoración de la naturaleza reactiva y antimoderna, cuando no irracional, de la tentativa encarnada en el Romanticismo. El agregado hermenéutico que este par de juicios posibilita radica en la decidida ubicación del Romanticismo en el marco de la historia del pensamiento filosófico, perfectamente compartida en dos pensamientos que podrían considerarse antagónicos y francamente opuestos: un movimiento retrógrado y reaccionario bajo cuyos supuestos de remitificación del mundo sería posible movilizar las tentativas opuestas a la democracia y el progreso. Con ello, el carácter paradojal y complejo de las respectivas elecciones y afinidades de Benjamin y Schmitt se torna más complejo. Mientras el pensador contrarrevolucionario encontró completamente insuficiente la postura romántica, al punto de argumentar su descalificación completa con el ánimo de no repetir sus errores o caer en sus debilidades, el filósofo mesiánico pudo encontrar en ella elementos afines y útiles a su proyecto de emancipación, y no sin dejar de apuntar certeramente a sus propias limitaciones y contrasentidos.
No puede olvidarse que el propio Benjamin sostuvo una muy disímil valoración de las dos figuras señeras del Romanticismo alemán, como se desprende de un párrafo crucial contenido en sendas cartas que dirigiera a Scholem en el verano de 1917, justamente en el periodo de redacción de su tesis de grado.14 En la primera de ellas considera a Friedrich Schlegel como el más auténtico representante de la escuela romántica, en cuya obra se despliega lo mejor de esta: una sana y lenta poesía sin debilidades ni turbamientos. Por el contrario, en la obra de Novalis, Benjamin detecta un germen enfermizo (krankheitskeime) que puede localizarse en lo más profundo de su interioridad, condición esta que compartiría con Clemens Brentano, otra de las figuras literarias destacadas del movimiento romántico. Benjamin promete a su corresponsal que en el futuro dará cuenta pormenorizada de las razones de su afirmación. Por desgracia, se trata de una alusión un tanto enigmática, tan categórica como sumaria, que al menos en la correspondencia y en los fragmentos actualmente existentes nunca pudo cumplirse, pese a ser reiterada en los mismos términos, esta vez entrecomillados pero sin elaboración adicional alguna, en la segunda de las cartas referidas.
En la siguiente de sus misivas, un mes después, mientras se encuentra inmerso en la elaboración de su tesis de grado y acercándose la finalización de su semestre de estudios en la capital bávara, Benjamin vuelve de nuevo a formular ante el mismo Scholem una apreciación de índole cultural y política acerca de la posición de época del Romanticismo temprano en la que se revela más que ninguna otra afirmación de las que hiciera, aseverando que su fuerza y actualidad radica en la inconfundible y radical tematización que hiciera de dos grandes ámbitos: la religión y la historia. Al mismo tiempo, esta aproximación se habría realizado no propiamente desde cada uno de dichos ámbitos, sino en una suerte de atmósfera encantada, creada por el movimiento romántico, en donde el vivir y el pensar se anudaban en una esfera más alta en la cual ambos buscaban producir y en la que ambos debían coincidir. Schlegel habría sido quien, con mayor amplitud, pudo respirar esa atmósfera que, como tal, le posibilitaba desentrañar los supuestos históricos sobre los que se construyera el propio catolicismo, desde una inédita perspectiva no exenta de entusiasmo eleusino y transportes dionisíacos. Anticipando el diagnóstico del propio Strauss y los más recientes estudiosos alemanes (Groys, Sloterdijk, Weibel) en la evaluación epistolar de 1917, para Benjamin no cabía duda del carácter regresivo subyacente a la empresa de recuperación del pasado premoderno adelantada por los románticos. De allí que la deriva a la que se ve impulsado se da, “pues ciertamente el Romanticismo es el último movimiento que, por una vez, preserva la tradición, la necesita, decae en ella y en esta pendiente debe finalmente declinar (recaer, expirar) en la tradición católica”.15 Ello explicaría —y se corroboraría por— la tardía conversión al catolicismo de figuras como el propio Schlegel, una vez abandonadas sus iniciales exaltaciones. Por último, en una carta fechada casi un semestre más tarde, dirigida a Scholem, Benjamin formula una interesante conexión entre el Romanticismo y los movimientos literarios y estéticos destacados en el ámbito de la lengua alemana, al distinguir, de nuevo, dos facetas altamente contrastadas entre una corriente romántica de carácter dogmático-religioso, representada por Adam Müller (un exponente muy destacado en la consideración de Schmitt), que se revelaría como particularmente improductiva y cuyo florecimiento tardío se encontraría en autores como Max Scheler, Franz Blei y Walther Rathenau; por otro lado, se encontraría la vertiente más filosófica, representada en Schlegel, en la que posteriormente se asimilarían elementos anarquistas que condujeron a autores contemporáneos como Rubinstein y otros.
La aproximación de Benjamin al Romanticismo: afinidades y programas de acción
La reflexión romántica sobre el arte toma su punto de partida de la fundamentación filosófica de Fichte. El arte, como ejercicio de la actividad pensante, se aloja en el medio de la reflexión y la obra artística proporciona la determinación para el ejercicio de la crítica, que se encuentra a medio camino, o flota, entre el representante y lo representado, con lo cual puede dar cuenta, de manera absoluta, del producto estético y el medio en el que se encuentra. Esta actividad reflexiva, que es también de enjuiciamiento, constituye propiamente la crítica, que al compartir con dicho objeto sus características reflexivas, se sitúa como un complemento o un método de consumación de la obra. Los románticos adoptaron —según Benjamin, con la fuerza de un credo metafísico— la autonomía de la crítica y su elevado estatuto cognoscitivo situado en un perfecto plano de igualdad con la obra, aboliendo con ello un dualismo que se revelaría arbitrario, contribuyendo a su propia inmanencia, pero también a la elevada exigencia de su tarea. La continuidad entre ambas implica la igualdad de medios —la crítica poetizada para la poesía— orientada a su absolutización, que es equivalente a su romantización. De allí deriva la distinción radical entre comentario y crítica, que Schlegel teorizó de modo preciso, y el acto de situar la recensión como un complemento de la obra estética.
La autonomía de la obra de arte entraña, a la vez, la autonomía de su crítica, en la medida en que esta habrá de ubicarse en el ámbito de la reflexión sobre la reflexión de la forma pura que aquella implica. Con todas las connotaciones esotéricas del empleo de la palabra crítica, esta se independiza de cualquier atributo de juzgamiento y abandona con ello cualquier aspecto semejante a un tribunal erigido para la exhumación de su objeto, al modo kantiano. En la medida en que el pensamiento derivado del yo absoluto de Fichte se entrega a una totalidad reflexionante, en medio de la cual se encuentra la obra de arte, su crítica habrá de ser, necesariamente, su continuación. Y en tanto su misión esencial sea la búsqueda de esa forma absoluta, no hay contradicción que llegue a ser también su propia consumación. La absolutización crítica encuentra su fundamento y refleja a la vez la exigencia de Fichte de un yo afirmativo y constituyente capaz de pensamiento, que se abarca a sí mismo al igual que el mundo.
Benjamin identifica con la mayor claridad posible, yendo más allá de las contradicciones y oscuridades que afectaron los escritos tempranos y tardíos de Friedrich Schlegel, el centro de la tentativa romántica, que fuera no la aspiración sistemática al absoluto, sino la absolutización del sistema en el ámbito de la reflexión y, en particular, del tipo de reflexión inherente a la obra de arte. Como su objetivo no es dar cuenta de las exigencias establecidas en el sistema mismo del pensamiento referido al conocimiento, ni a la ética, la religión o la historia, el campo delimitado por Benjamin es el de la obra de arte, para cuya delimitación se procede a deslindarlo del conocimiento de la naturaleza, con el fin de situarlo en el de la obra. Los románticos habrían trasladado sus observaciones de la naturaleza al ámbito del arte manteniendo sus postulados esenciales de un autoconocimiento para el cual, en estricto sentido, no se dispondría de una tajante separación entre el objeto y el sujeto. Tal como lo formularon, la afirmación de un objeto como tal enfrentado al sujeto implicaba de suyo la imposibilidad de una relación que pudiera aspirar a ser conocimiento.
Partiendo de la evidencia de la reflexión sobre sí y su posibilidad de remontarse sobre sí misma, de nuevo, con la inclusión de lo adquirido en la segunda a través de una ascensión infinita —la potenciación del yo tanto como la extracción de raíces en su limitación—, la obra de arte, concebida como una suerte de naturaleza primigenia, debía situarse necesariamente dentro de las coordenadas de la reflexión y sus lícitas aspiraciones de infinitud. En consecuencia, la crítica de arte redefine o encuentra por vez primera su genuina posición epistémica y metodológica en función del objeto singular al cual se dirige y que comparte con la naturaleza sus atributos de existencia. Ello implica la necesidad del autoconocimiento y el autojuzgamiento que, en el ejercicio de su delimitación, sea capaz de acoger en su interior la infinitud propia en los límites definidos —solo la limitación mediante la forma edifica el arte y es su condición esencial— habrá de permitir el despliegue de la crítica. El término crítica se halla en una constelación mística de palabras cuya acuñación fue necesaria a los románticos para despejar las nociones de su época como seña de su audacia tanto como de sus insuficiencias. Junto a términos como idealismo mágico, ironía, proyecto, poesía universal progresiva, fragmento y Witz, la denominación de crítica se hunde en el uso fundamental que de ella había hecho Kant, pero se dota igualmente de aspiraciones nuevas que los románticos no pudieron sistematizar por completo.
Al igual que en el caso del filósofo de Königsberg, la crítica se enfrentó a dos enemigos: el dogmatismo y el escepticismo. Este último, al que Schlegel había llamado “una insurrección lógica como estado provisorio, la anarquía en cuanto sistema, y como método un gobierno insurgente”,16 era la consecuencia de la reverencia al genio, tributada por el Sturm und Drang, y entrañaba de suyo un relativismo total al servicio de las ocurrencias de la genialidad, mientras el dogmatismo provenía de las reglas del buen gusto y de los cánones artificialmente elaborados a partir de las obras clásicas de la Antigüedad, con base en los cuales se juzgaban las obras de su época como conformes o indignas de satisfacerlos. Abandonando toda vocación enjuiciadora como consecuencia de las demandas rigurosas de su aproximación metódica —y con ello, la tendencia tribunalicia kantiana—, el Romanticismo erigió la absoluta autonomía del arte a la par de la exigencia de su autoconocimiento como parte de esa conexión con el absoluto, que constituía la sustancia del pensamiento. Así las cosas, la función de la crítica fue la de complementar, consumar, sistematizar y disolver en el absoluto la propia obra de arte. Los medios para hacerlo se dotaron, en consecuencia, de un sentido nuevo, en ruptura frontal con su época, y plenamente modernos, pero, especialmente, afines, de manera profunda, al talante intelectual del propio Benjamin. La recensión, por ejemplo, dejó de ser concebida como un comentario o una caracterización para ser “el resultado y la exposición de un ejercicio de experimentación filológico y de recherche literaria”, y como un complemento del libro.
De semejante manera, el fragmento, que había sido y sería la forma expositiva privilegiada por los románticos, se autocomprendía como un medio para poner en relación la obra con el absoluto del cual hacía parte, como corte suyo, posibilitado por la forma. Su propia capacidad fantasmagórica de conexión entre los términos conceptuales más distantes y disparatados —ese “romantizar” sobre el que Schmitt vuelca su mordacidad descalificatoria y al que calificará despectivamente de ocasionalismo— era una herramienta apropiada para recobrar la infinitud a la que la obra de arte hacía suya en su propia finitud. Los tres nuevos y revolucionarios principios que los románticos habían erigido como los mástiles del navío que despejaba el absoluto literario fueron, tal como los sintetiza Benjamin, la mediatez del enjuiciamiento, la imposibilidad de una escala de valores positiva y la incriticabilidad de lo malo.17 Este trípode conceptual, a la vez guía metodológica, habría de ser observado con especial fidelidad y rigor a lo largo de su obra posterior, mediante el empleo de una apasionada observación filológica, el rechazo histórico de épocas de decadencia y una obstinada sustracción crítica respecto de aquellas obras fruto del oportunismo.
La obra de arte que engendra la posibilidad misma de crítica, o lo que Benjamin llama su criticabilidad, es lo que representa su valoración positiva, mientras que la obra que carece de esta condición no estaría en el terreno del arte. La particularidad de la crítica misma es que carece de una escala de valores, con lo cual los románticos permanecían fieles a su idea de una imaginación sin hechos que pudiera surgir de su propia autofundamentación o autoadvenimiento y, en último término, de la propia autoposición del yo. A través de la incriticabilidad de lo malo, pusieron a punto la técnica de aniquilación de lo nulo mediante el medio indirecto del silencio. La absolutización del método romántico, aplicado con el auxilio de la terminología mística, la recensión y el fragmento, tuvo como consecuencia el allanamiento del camino hacia la absolutización del arte y, en concreto, de la obra literaria. En su anticipación de lo moderno —o en su autolegitimación, como la llamaría Blumenberg— introdujeron también una diferencia no menos notable y fue, como lo señala Benjamin con especial énfasis,18 la plena asunción de la completa positividad de la obra, en tanto la crítica moderna se aferraría a su irreductible negatividad. Lo aporético de la empresa crítica del Romanticismo por encontrar un absoluto, y el punto esencial de articulación con el propio método benjaminiano, consistió en haberse empeñado en ello a sabiendas de la carencia de un método acabado, extraído de una teoría o doctrina más o menos elaborada, para lo cual carecieron del tiempo y la serenidad necesarias de cara a una época que asistía a cataclismos políticos continuos. Sin embargo, lo intentaron, pese a todo, sobre la base del fragmento, es decir, de lo inacabado y lo inacabable, de una intuición y una reflexión que, capaz de sistematizar, se fijara de antemano un horizonte tan vasto y pluriforme que cualquier vida humana resultara insuficiente para llevarlo plenamente a cabo.
El laboratorio elegido para su puesta en práctica fue el Wilhelm Meister de Goethe, a quien Schlegel dedicara una de sus recensiones más importantes, que merece, a su turno, el elogio de Benjamin por haber designado lo contenido en la novela goethiana como supermaestro (Übermeister). Esta distinción habría de ser asumida con toda consecuencialidad por Benjamin, quien no solo profundizó tal diferencia, haciéndola la base de su propio proyecto (vital e intelectual) de crítico literario, sino que determinó de modo semejante la escogencia de Las afinidades electivas, la otra gran novela de Goethe, como la materia de uno de sus ensayos críticos más importantes, redactado a continuación de su trabajo sobre la crítica romántica de arte.
Desde la perspectiva del impulso que movilizaba las energías románticas, constituyó un factor relevante la crítica postura de Herder hacia las limitaciones del kantismo, cuyas provocaciones habrían de convertirse, medio siglo después, en el acicate de la tentativa romántica y, en particular, de Novalis, quien, como parte de los preparativos para la magna empresa refundacional y no exenta de toques mesiánicos con la que habría de iniciar su propia Enciclopedia, compuesta de fragmentos y no de artículos o apartados finalizados y totalizadores, había respondido a las exigencias de la irreductibilidad formal de la vida. En estos apuntes tempranos que compone siendo aún un adolescente, Novalis introduce con plena conciencia el empleo sistemático del fragmento como unidad o núcleo de una totalización del saber siempre en proceso y nunca acabada. Su deliberada utilización se corresponde aún más profundamente con la propia ubicación del proyecto romántico, desgarrado entre la perspectiva de una unidad originaria y un desarrollo infinito, orientado hacia un porvenir que se prepara y respecto del cual los fragmentos no se cierran. De manera que el fragmento se convierte en una asíntota de la totalidad, un medio escritural perfectamente consecuente consigo mismo, tanto en el plano intelectual como político. El fragmento es tanto una astilla del paraíso como del futuro posible, al cual se encamina la época, y del que se recuerda su existencia seminal —toda la honda reflexión acerca del origen de las lenguas y las acuñaciones conceptuales primigenias que obseden a los predecesores del Romanticismo tanto como al propio Benjamin a lo largo de su obra—. Pero el fragmento es también el vehículo apropiado para una intuición que flota sobre los saberes y el mundo, en cuya articulación se conjuga el macrocosmos con el microcosmos, los puntos más alejados y aparentemente inconexos de los distintos saberes con las honduras de las cavernas —Novalis había hecho estudios de minería y había sido adepto del siderismo y el vulcanismo— y con las lejanías infinitas del cosmos en una mezcla arremolinada de intersecciones causales y analógicas que conjugan todas las escalas y planos de la realidad y del espíritu.
Los románticos, literalmente, flotan (Schweben es un término que utilizaron con inmoderada frecuencia, según Lacoue-Labarthe y Nancy) en el entrecruce de todas las determinaciones y los saberes.19 La reivindicación, para no decir la invención deliberada, del fragmento como modalidad privilegiada para la exposición de la postura cognoscitiva del Romanticismo es compartida plenamente por Friedrich Schlegel y ampliamente destacada por Benjamin. Esta inclinación va acompañada por una exaltación de las palabras y de las mismas letras, en su poder de convocación y en el contenido ideal que en ellas reside. Esto había sido visto con toda claridad por su hermano, Wilhem, quien en su correspondencia había destacado que lo más notable en su producción eran “las cartas por encima de los tratados, los fragmentos respecto de las cartas, y las palabras en relación con los fragmentos”.20 Enraizados, a su vez, en el pensamiento kantiano y dependientes de la valoración extremada que les asignaron a su crítica, la función del fragmento se nutre de una profunda vocación crítica, al punto que las modalidades de su empleo hacen equivalentes a una y otra, de manera que resulta una redundancia llamar críticos a los fragmentos, como quiera que estos conllevan o portan en sus entrañas tal condición. Ello termina por conducir a un misticismo de las palabras en el que sus implicaciones desbordan su mera condición lingüística, situándose cerca de Hölderlin, quien había vislumbrado el poder letal de los grafemas griegos como elocuciones capaces de infligir la muerte.
De igual manera, la recensión, entendida como modalidad plenamente autónoma y de continuación de la obra literaria misma, así como el fragmento, en su condición de herramienta expresiva y recurso del pensamiento, habrían de convertirse en dispositivos medulares del conjunto de la obra posterior de Benjamin. Más aún, su estilo y obra resultan indisociables de la profundización que ambas formas literarias experimentaron dentro del ámbito mayor de la propia lengua alemana. En los dos centenares de recensiones que escribiera antes y después del ascenso del nazismo, bajo su propia rúbrica o con los pseudónimos que las necesidades de supervivencia vital y económica le impusieron, se ocupó con lucidez y agudeza del movimiento literario, filosófico e intelectual de su época. Estas recensiones no fueron un mero expediente ocasional, sino el laboratorio donde se probaron intuiciones, se detectaron tendencias y se iluminaron surcos nuevos de reflexión. Pero, especialmente, la praxis intensiva de la recensión fue para Benjamin la herramienta que permitió continuar y expandir los hallazgos y vertientes realizados en sus obras mayores, en una dinámica de actualización, contrastación y puesta en cuestión.
A su manera, la recensión servía como una vía para la infinitización de la crítica en el continuo natural de la obra de arte y de la misma crítica de esta. La extensión y diversidad de los temas tratados a través de la recensión fueron una continua puesta en movimiento de una transdisciplinariedad gozosa en la que pudo desplegarse el erudito, el filósofo, el crítico de arte, el sociólogo, el historiador y el literato que habitaron de manera tumultuosa su condición intelectual. Al mismo tiempo, la recensión fue el laboratorio conceptual donde se pulieron las metáforas que habrían de nutrir sus ensayos, el campo de la justa donde se medían fuerzas con los adversarios —las deslumbrantes recensiones dedicadas a Kommerell, George, Benda y Jünger donde el ascenso del nazismo se develaba en sus apologías de la guerra o en sus llamados místicos a un guía espiritual— o se fortalecían afinidades electivas —su apreciación de la obra dramática de Hofmannsthal, Der Turm, y su exaltación del Berlin Alexandserplatz, de Döblin— o se continuaba su propio trabajo con el Romanticismo en las recensiones de Béguin.
Esas diminutas joyas, pulidas en la lucidez y el rigor, pertenecen al conjunto de su obra en toda la plenitud de su forma, no como productos menores, sino como prolongaciones o inicios de sus textos considerados mayores. Para quien había visto cerradas las puertas de la universidad alemana en el periodo de entreguerras a causa de la miopía de sus entronizados guardianes, incapaces de comprender la audacia y el carácter anticipatorio de El origen del drama barroco alemán, que lo despojaba de cursos regulares y diligentes estudiantes encargados de tomar apuntes que permitirían la conversión de lecciones en libros acabados, la recensión fue el mecanismo de urgencia para unir la frenética e insaciable lectura —cuando su lista personal de libros leídos llegó al millar, Benjamin lo hizo saber alborozado a su corresponsal— con el espacio de la escritura en un continuo sin interrupción ni cesura de género. En un movimiento semejante, cuando Benjamin se embarcó en el proyecto de fundar una revista que habría de llevar el título de Angelus Novus, en alusión al célebre grabado de Klee que alegoriza su concepción de la historia, su reclamo consistió en afirmar que fundar una revista sin la pretensión de cambiar su época simplemente carecía de sentido. En ese gesto puede apreciarse su implícita alusión al Athenaeum.
El entroncamiento de la reflexión de Benjamin con los postulados del Romanticismo no se agotaría, sin embargo, en la continua utilización de sus herramientas teóricas, como el fragmento y la recensión, sino que se extendería a su ocupación de la producción crítica posterior relacionada con el mismo. Al menos en tres reseñas, la confrontación teórica habría de prolongarse en un continuo proceso de refinamiento conceptual y valoración del fenómeno romántico en conjunto. En 1928 se ocupó de analizar una tesis doctoral editada en Tubinga bajo el título de La filosofía del Romanticismo alemán, de Eva Fiesel, en la que se señalaba el desbalance entre el cuidado universitario, por un lado, y la ausencia de una convicción propia sobre la esencia del Romanticismo, por el otro, esta última como condición necesaria para poder situarlo como una fase en el pensamiento general sobre el lenguaje de la humanidad.21 Benjamin avanza un paso adicional al indicar que el Romanticismo había constituido un viento, una tempestad en ese ámbito del pensamiento inseparable de la terminología mística y de la mística del concepto, propia de Friedrich Schlegel, sin lo cual tan solo podría hacerse un cenotafio historicista ornado de guirnaldas compuestas por citas. Arremetió contra el uso de las fuentes originarias, cuya combinatoria podría demostrar agudeza, sin entrar en la esfera propia del lenguaje, más cuando se prescindía de la literatura posterior, conduciendo a una producción carente de educación.
Exactamente una década más tarde, la aparición de un ambicioso proyecto editorial previsto en tres tomos sobre la correspondencia sostenida en los círculos de los autores románticos bajo el título de Los años de crisis en el Romanticismo temprano, editada por Josef Körrner, fue la ocasión de nuevas reflexiones.22 Benjamin pudo hacer una valoración más claramente política sobre el tema de su primera disertación, destacando la minoría de edad padecida por la Alemania de la época, que afectaba tanto el volterianismo de William August Schlegel como la tendencia ultramontana de su hermano Friedrich, dentro del contexto más amplio de un campo de resonancia que las aspiraciones emancipatorias de la Ilustración proyectaron sobre el movimiento. Es decir que, pese a todas sus ambivalencias y contradicciones que el tiempo no haría más que acentuar, el carácter favorable a la revolución podía señalarse como una orientación estructural del movimiento romántico en la que en el marco del despliegue del nacionalsocialismo podía seguir siendo un aliado.
Que el Romanticismo continuó siendo un referente constante en el pensamiento de Benjamin lo muestra con diáfana rotundez la recensión que, un año antes de su muerte, hiciera de la obra de quien había sido su amigo durante las aventuras de Marsella, El alma romántica y el sueño, de Albert Béguin.23 Esta recensión es notable por haberse escrito en medio de unas crecientes dificultades materiales que no solo determinaron su angustiosa falta de recursos sino que lo llevaron, en sucesivas ocasiones, a campos de internamiento dispuestos por las autoridades de Vichy. Allí se señala, de nuevo, el carácter incompleto de la interpretación del experto francés, quien, según Benjamin, no da cuenta del conjunto del movimiento romántico, en especial de su particular condición de haberse consumado en su interior una forma de secularización de lo religioso al mismo tiempo que una retracción, bajo la modalidad de las conversiones al catolicismo que varios de sus miembros protagonizarían (Schlegel, Brentano). En veloces y fulminantes frases, el recensionista finaliza sosteniendo que los sueños, más que caminos hacia la emancipación, fueron las señales de alarma levantadas para hacer notar los obstáculos que ellos mismos interponían en el camino hacia ella.