Kitabı oku: «Walter Benjamin: fragmento, umbralidad, fantasma», sayfa 6
Pero quizá sea en el empleo del fragmento donde el opus de Benjamin encontraría la más afín a su talante teórico de las innovaciones de creación conceptual que los románticos habían contribuido, de manera decisiva, a ingresar en el repertorio de lo admisible. La extraña y profunda sintonía que vincula a Benjamin con Novalis encuentra aquí el elemento clave. A la común brevedad de sus vidas y su compartida condición de extranjeros, respecto de su época y medio circundante, se suma la maestría que uno y otro confirieron al fragmento como procedimiento filosófico y poético. La valoración del fragmento ha encontrado en los ya vueltos célebres textos de Blanchot una interpretación seductora, en la que se destaca su carácter de inacabamiento y desobramiento, en cuya textura la propia imposibilidad de la escritura y de la conclusión de la obra como exigencia de totalización se revelarían con la mayor intensidad, ya como una vocación irreductible de la propia obra, ya como una condición ineluctable de la misma modernidad. Sin embargo, como lo ha sostenido Rancière, quizá las cosas disten de ser tan patéticas, según como la exposición realizada por Blanchot las presenta.24 El fragmento no es una ruina ni el signo de una debilidad o flaqueza intelectual, pero tampoco es la roca fatal en cuya cúspide de vértigo el autor ve socavada su propia obra por el buitre de la infinitud conceptual inabarcable.
Los románticos conocieron de cerca la embriaguez del vértigo intelectual en esa continua excavación de las infinitudes del yo reflexivo que reflexiona sobre sí mismo en el océano de la reflexión, tal como Fichte lo presentara en el inicio de su aventura filosófica. Su opción por el fragmento como gesto de ruptura, que sería llevada a su término extremo en la Enciclopedia de Novalis, confeccionada justamente por fragmentos (escorzos, frases sincopadas) encadenados de modo sucesivo, y en los Granos de polen, donde sus intuiciones relampagueantes se siguen unas de otras, fue deliberadamente un gesto hacia el futuro. Sembrar semillas de porvenir, gérmenes de posibilidad. A la estólida solidez del tratado, Novalis y Benjamin opusieron la condición aporética del fragmento como lucidez aguda capaz de vincular conceptualmente los extremos más disímiles en un ejercicio riguroso de la intuición. Para decirlo en términos del propio Benjamin, frente al Angelus Novus, que vuelve sus ojos desorbitados a las ruinas que la historia acumula frente a él, el fragmento opone una astilla utópica o un relumbre mesiánico que impiden su arrastre por el viento implacable de la historia.
Ningún autor de lengua alemana llegaría a hacer del fragmento el uso intensivo que Benjamin le procurara. Desde el misterioso Fragmento teológico político, cuya disputada fecha de redacción parece situarlo sin embargo en la misma época de la redacción de El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, con lo cual la tesis aquí sostenida acerca de la importancia decisiva de su encuentro con las apuestas teóricas de los románticos tempranos se sustenta y refuerza, hasta su obra de madurez que sería también la postrera, la fidelidad benjaminiana hacia su inicial encuentro con el Romanticismo no solo permaneció intacta, sino que se profundizó hasta un punto crucial insuperable.
El fragmento infinito y el fragmento sintético se conjugan en esta saga de fidelidad y consecuencialidad. Por un lado, El libro de los pasajes, que puede ser visto como el opus magnum de la cita y el fragmento, una obra singular e incomparable donde la génesis compleja y múltiple de la modernidad, en el espacio de la infinitud urbana, queda situada en una monumental colección de citas conectadas, a modo de fragmentos enzarzados unos con otros, cuya ordenación temática la proporciona un azaroso criterio alfabético sin comienzo ni final. Y por el otro, ese breve texto, compuesto de fragmentos, que Benjamin llevaba consigo como lo más preciado en el mítico intento fallido por cruzar la frontera franco-española para ponerse a salvo de la máquina de muerte nazi en las cercanías de Port Bou: Tesis sobre la filosofía de la historia. El carácter abierto de ambos textos los ha convertido, en el medio siglo posterior a su publicación, en referentes insoslayables de toda reflexión sobre la modernidad y la utopía, pero lo que no ha sido suficientemente destacado es su honda impronta romántica, cuya inspiración Benjamin encontrara, desde muy temprano, en su obra seminal. Y a la cual permanecería fiel hasta el final.
Schmitt y el Romanticismo: deslindamientos y repudios
Schmitt redactó el texto inicial en 1920 y retornó a su contenido en un prólogo escrito casi un lustro después; a diferencia de la casi restante totalidad (salvo la Teología política) de su obra, ninguna de ellas fue objeto de una revaloración tan clara ni inmediata como la que se exhibe en este, y da cuenta de la importancia que una mirada retrospectiva tan pronta y decididamente reivindicadora tenía para un autor cuyo ascendiente intelectual no había cesado de crecer en la densa discusión contemporánea de ese periodo. Las formulaciones del prólogo arrojan una luz insospechada sobre el trasfondo de lo que estaba en juego y será utilizado interpretándolo como un epílogo en relación con el método empleado, o mejor, como una suerte de confesión de su propia corrección y lo certero de su análisis. Más aún, de modo retrospectivo Schmitt validará su consideración sobre el oportunismo del Romanticismo político alemán, a la luz de la principal de sus herramientas teóricas, construida durante el intervalo que separa la obra de su prólogo, esto es, la distinción entre amigo y enemigo. En efecto, en 1918 Schmitt concluye el cuerpo principal de su diagnóstico sobre el fenómeno romántico en su vertiente política, para retornar a este en 1925, en un prólogo que es más un epílogo triunfal, luego de haber finalizado nada menos que la fase inicial de su obra: La dictadura (1921), Teología política (1922), La situación del parlamentarismo actual (1923) y Catolicismo romano (1923).
El problema fundamental que Schmitt enfrenta es la polivocidad y ambivalencia del fenómeno romántico en su vertiente política:
Es romántico identificarse con todo, pero no permitir a nadie identificarse con el Romanticismo; es romántico decir que el movimiento neoplatónico es Romanticismo, que el ocasionalismo es Romanticismo, que los movimientos místicos, pietistas, espiritualistas e irracionalistas de toda clase son Romanticismo, pero no a la inversa.25
Hay una constante confusión en la valoración de sus autores, una desconcertante policromía, una perpetua traslación en su caracterización doctrinaria y una continua equivocidad en las genealogías que se le otorgan. Esta aparente inasibilidad de sus contornos y ductilidad de su procedencia son aquello que el ensayo pretende superar mediante una doble apuesta metodológica que entraña un intento metafísico: “todo movimiento se fundamenta en una postura característica y determinada respecto del mundo, y en una representación no siempre consciente de una instancia última, de un centro absoluto”,26 lo que lleva a no limitarse a lo señalado por los propios textos de sus autores para, en lugar suyo, ubicarlos en una perspectiva más amplia, capaz de dar cuenta de aquello que Schmitt denomina su postura (algo acentuado en el prólogo de 1925), y, por otra parte, desentrañar el sistema de representación utilizado tras el velo de sus cambiantes afirmaciones, lo que podría llamarse su condición epistemológica. Los intérpretes franceses (Taine, Seillière, Brunnetau) amalgaman una serie muy variada de autores y orientaciones que, proviniendo de Rousseau, con su individualismo y naturalismo, se oponen frontalmente al clasicismo y, dotados de irracionalidad y un gran caudal de energía, provocan el fenómeno revolucionario de 1789.
Según Taine, el movimiento literario romántico es el disfraz revolucionario de la burguesía. Esto no resulta del todo claro y es más bien contradicho por el desenvolvimiento posterior de sus principales exponentes, adscritos a la Restauración.27 De cara a ese acontecimiento, los revolucionarios se llaman románticos y estos a su vez se declaran como enemigos de la revolución, por lo cual hay una gran multiplicidad de corrientes y estrategias de oposición. No es posible considerar como románticos a los pensadores conservadores de la contrarrevolución, como Bonald, De Maistre o Donoso Cortés, quienes se encuentran alejados del paisaje literario creado por los románticos, así como no resulta apropiado llamar romántico a alguien como Burke, pese a su acendrada oposición en contra de los hombres de 1789 y su aborrecimiento de una creación política alejada de la tradición. De igual manera, no es coherente empadronar a Savigny como romántico, pese a su alta valoración de la historia para explicar el derecho y la provocada renovación de sus estudios; tampoco a un Görres, pese a sus simpatías contrarrevolucionarias, dado su posterior rechazo de la monarquía. Este ejercicio de distinguir las filiaciones y los exponentes en el seno de la variopinta y contradictoria multitud de los románticos tiene como propósito desentrañar, en un ejercicio estratégico de acentos platónicos, al verdadero adversario o aliado capaz de oponer una resistencia eficaz a la nueva mitología política revolucionaria.
Con toda probabilidad se encuentra aquí una velada resonancia platónica, en este negado pero inocultable esencialismo de Schmitt: tanto identificar el falso pretendiente (los sofistas) como percibir el enemigo real e histórico constituyen, en el fondo, una tarea de supervivencia bastante común. Aquella viene a ser la común situación existencial que le une al movimiento romántico: mientras este fue la respuesta que la Alemania de entonces, postrada política y militarmente ante el genio napoleónico, pudo articular para enfrentarse a la Revolución y sus consecuencias, la tarea contemporánea y urgente para Schmitt se encuentra en la búsqueda de una construcción política que permita hacer lo propio frente a la Revolución bolchevique y su posible expansión a la naciente Alemania de Weimar. Democracia que, para sus enemigos, no era sino la temporal concesión ante la derrota innegable del Imperio guillermino y su ineluctable superación restauradora o autoritaria, que los círculos militaristas habrían de perseguir sin denuedo fracasando en 1918, pero saliéndose con las suyas en enero de 1933. Esos dos episodios históricos serían a posteriori nombrados por el novelista Alfred Döblin como “un pueblo traicionado” y por el filósofo Odo Marquard, como la generación incapaz de decir no.28
Para que la exploración pueda cumplir su cometido esencial, esto es, desentrañar el sentido o identidad de fondo de esta multiformidad (que estilística y programáticamente se corresponde con la inclinación de Novalis por la figura de Proteo, cuya mención es la más frecuentemente empleada en el conjunto de su obra, entre todas sus referencias míticas), conduce a descifrar la posición metafísica del Romanticismo político: se trata de un ocasionalismo subjetivo, esto es, un sistema de pensamiento que, inspirado en los clásicos pensadores de esta corriente, como Malebranche, supone un sistema de intervenciones divinas dejadas al arbitrio para cuando estas resulten necesarias; este sistema, que habría tenido su propia grandeza, cae, sin embargo, de la mano de los románticos en su subordinación al propio yo, que ocupa el antiguo lugar eminente. A diferencia del movimiento filosófico inicial, este desplazamiento es la condición de su fragilidad y su alejamiento ineluctable de cualquier posibilidad efectiva de intervención.
Si el ocasionalismo clásico pudo haber constituido un “poderoso” sistema en el siglo XVII, se ve rebajado ahora a la cambiante subjetividad individual, degenerando en un oportunismo diletante e inocuo, cuando no rayando en lo ridículo, aspectos a los que Schmitt consagra prácticamente la totalidad del segundo capítulo, ejercitando una suerte de agotamiento probatorio propio de una demostración jurídica tribunalicia. La infinitud reflexiva y la consecuente capacidad inagotable de establecer relaciones es para Schmitt como riqueza vertiginosa de intuiciones y visiones entrelazándose a modo de explicaciones, constituye aquello que va a denominarse el ocasionalismo, intentando ver en ello más una debilidad que una potencia del pensamiento, para derivar de ello en una suerte de consecuencia inevitable, el oportunismo político que habría de caracterizar a tantos miembros del movimiento.
Schmitt dedica un capítulo a lo que denomina la situación exterior bajo lo que entiende la posición asumida por los principales románticos —Friedrich Schlegel, Adam Müller, Gentz— dentro de la burocracia de la restauración promocionada por Metternich y apuntalada en la cancillería vienesa. Todos ellos fueron empleados como funcionarios suyos en condición de validos del mecenas Metternich, a quienes este aseguró pensiones y reconocimiento no ahorrándoles el sometimiento a un trato despectivo, en ocasiones humillante, dentro de una atmósfera en la que los señores entendían la utilidad de las mentes de los antiguos románticos quitándoles importancia a sus convicciones personales. Hay un cierto explayarse en hurgar los archivos y revistas en las que se encuentran los testimonios acerca del trato recibido en los pasillos palaciegos y en las antecámaras de los ministros: la desconfianza mostrada, el espíritu socarrón con el que eran acogidos, utilizados y soportados. Schmitt traza el retrato de estos arribistas resignados a asegurarse un puesto de funcionario o un reconocimiento económico auscultando informes y publicaciones de la época. Un Adam Müller empleado por Gentz (el primer traductor de Burke al alemán y el más furibundo denostador de la Revolución francesa tanto como el no menor detractor de los jacobinos alemanes, quien no vacilaría en calificar a Fichte como un “miserable”29) para justificar el aplastamiento de las aspiraciones autonomistas del Tirol a manos de la máquina imperial austrohúngara, o un Schlegel tratando de mirar por encima del hombro de los funcionarios imperiales los expedientes de la alta política. Y ambos defendiendo, luego de sus espasmos revolucionarios, formas estamentales, monárquicas e incluso feudales de gobierno, como construcciones de la verdadera sociedad, imbuidas ahora por el amor y la sensibilidad. Ello sería la huella de su fracaso histórico y de la falencia de su proyecto político que, en estrecho maridaje con el “doctor de las revoluciones”, como se conociera al poderoso canciller austriaco, no pudieron impedir el advenimiento de aquello que había sido concebido como el principal objetivo del régimen posnapoleónico, fundado en el ideal restaurador monárquico, y la consiguiente eliminación, prospectiva y retrospectiva, de los levantamientos revolucionarios, es decir, en términos de su propia coyuntura histórica, el estallido de la revolución de 1848 y sus convulsivas repercusiones en los demás regímenes monárquicos europeos.
Este cuadro puntilloso y burlón no tiene finalidad distinta a la de corroborar el fracaso de la tentativa política del Romanticismo que de suyo hundiría sus raíces en la postura y método propios empleados. Esa aureola de impotencia, no exenta de ridiculez, que nimba a los románticos políticos, tal como los describe Schmitt, es la evidencia de su fracaso sin atenuantes, cuyo exacto diagnóstico, a partir de los postulados propios del Romanticismo, el texto schmittiano posibilitaría por vez primera. El diagnóstico preciso de ese fracaso es el seguro para evitar su repetición y encontrar la genuina estrategia que permitiese atender el desafío de su propia época. Justamente, en el momento de las confusiones políticas y la proliferación de tendencias de la más diversa índole, que campeaban en todos los espacios de discusión de todas las disciplinas filosóficas y científicas.
Schmitt ejercita en su ensayo una práctica premonitoria de la identificación del correcto aliado y la identificación del falso modelo, en medio de una circunstancia vital signada por la urgencia y radicalidad de las transformaciones; el hallazgo del falso modelo es el objetivo del texto y la consecución del correcto aliado es el resultado concluyente que expresaría Schmitt, con plena claridad, en el prólogo posterior —que estrictamente es más un posfacio, temporalmente—, y en especial, ideológicamente distante. Si las tres monstruosidades que habían dolorosamente signado el destino de Alemania —esto es, la Reforma, la Revolución y el Romanticismo, cuyo hijo ilegítimo fuera el Napoleón que había borrado la condición estatal prusiana— conformaban el hilo conductor al que debía oponerse una nueva construcción intelectual y política que Schmitt andaba buscando con toda la urgencia y angustia existencial que fuera capaz de resistir las fuerzas de la anarquía destructora de eso que, en la República de Weimar, era la amenaza de la Revolución bolchevique, cuyos ecos terribles golpeaban, durante la década del veinte, en las puertas de las fronteras patrias y los oídos de los intelectuales, el encuentro con el Romanticismo político fue una deliberada exploración en busca de armas conceptuales en el abrevadero romántico. Ciertamente, Schmitt no las encontró allí, lo cual le tomaría una década adicional, terminando por hallarlas en las tesis de los decisionistas contrarrevolucionarios, como De Maistre y Donoso Cortés, y en los constructores de la soberanía, como Bodino y Hobbes, pero empezaría a descubrirlas en la elaboración de este texto y, en un curioso giro del destino, acabaría reproduciendo el mismo periplo de los románticos tardíos, extraviados en los pasillos del poder en Viena, como él mismo en los pasillos de las oficinas berlinesas con los nuevos amos del poder en Alemania: los camisas pardas comandados por el carisma aniquilador, decisionista y consciente, como ninguno, de las delimitaciones entre amigos y enemigos. Va a ser en su Concepto de lo político (1937) donde Schmitt concluye su ajuste de cuentas con este linaje de los románticos dieciochescos al considerar que tanto Burke, Chateaubriand y Constant constituyen esa versión posterior, y no menos decadente, de la escuela romántica que trató de hacer de la forma parlamentaria la clave de lo político.
La indagación del Romanticismo político está continuamente signada por un desvelamiento de sus debilidades, inconsecuencias y, finalmente, de su sentido fallido. El punto de partida romántico es el de una subjetividad a ultranza, cuya exaltación como criterio último y definitivo de la validez de sus aproximaciones y asertos lo priva de toda posible coherencia demostrativa; son las impresiones causadas en una sensibilidad exaltada y que se promete a sí misma un horizonte inalcanzable lo que permiten un salto continuo en los temas y las correspondientes valoraciones de estos, que pueden recibir un signo positivo y, acto seguido, una continuación enteramente contraria, como claramente negativa. Esa postura subjetiva se erige en criterio de una nueva validez para sus puntos de vista, intentando, en vano, ocupar el lugar de lo auténticamente genuino, de manera que el Romanticismo descubriría una inédita y más certera aprehensión de las realidades que toca, cualesquiera que sean: lo político, lo filosófico, las artes, la reflexión, etc. Efectuando un acercamiento desusado entre el ocasionalismo filosófico de autores como Gueniceux y Malebranche, cuyos planteamientos y principales obras Schmitt rastrea con cierto detalle, al que caracteriza como un sistema de pensamiento donde los objetos, sin excepción, se conciben como verdaderas ocasiones para la actuación causal de Dios, de manera que toda realidad queda en el fondo subsumida en la voluntad divina de la que es el bastidor para su intervención productiva, perdiendo con ello la autonomía de sus propias realidades, y la superación en un tercer mediador, que no es otro que Dios, el Romanticismo político, por conducto de Schlegel (quien en sus Vorlesungen über die Logik colocaba la obra de Malebranche por encima de la de Descartes30), hace suyo esta forma de pensar, con el fin de eludir las verdaderas causalidades y, en su lugar, aproximarse a los problemas, no con el ánimo de resolverlos, sino de disolver sus elementos integrantes, evitando con ello intervenir de manera efectiva.
Este ocasionalismo, tal como lo describe Schmitt, termina resultando muy cercano de un oportunismo político, cuya evidencia se encuentra tanto en las contradictorias posturas asumidas por sus autores, como en su labilidad frente a la influencia de ciertas obras y, no menos, en las opuestas calificaciones impartidas por sus contemporáneos: luego de entusiasmarse con la Revolución francesa, viendo en ella la posibilidad de una nueva época, se vuelven en contra suya, para asumir un talante abiertamente conservador durante el periodo de la Restauración y, tras la revolución de 1830 que depuso la monarquía francesa con su entusiasta seguimiento en Bélgica, algunos de los autores románticos (Bettina von Arnim) retornarían a sus efusiones de antaño; la recepción de una obra tan influyente en el pensamiento político posterior como Las consideraciones sobre la Revolución francesa, que fuera traducido al alemán por Gentz, uno de los suyos, bastó para inducir un cambio de actitud desde Novalis, quien la llamaría una obra revolucionaria contra la revolución. Mientras los sectores nobiliarios verían a los románticos en su fase inicial como perturbadores del orden, la burguesía liberal posteriormente los calificaría como reaccionarios, para finalmente caer en un abierto filisteísmo y terminar, sin huella alguna de tragedia, al lado del Biedermeier —estilo del conformismo bien pensante conservador, aburguesado y romo—, en un final quizá no deshonroso pero no trágico.
En la medida en que el romántico político no puede distinguir lo justo de lo injusto, debido a la preeminencia de una subjetividad cambiante y a un ocasionalismo en el que termina siendo indiferente si se actúa o no, habrá de permanecer en el reino de la imaginación, la conversación, la sociabilidad, la correspondencia epistolar y los salones, donde estas modalidades de pasividad encuentran su lugar privilegiado de manifestación. Incapaces de distinguir realidad de fantasía, fragmento de totalidad, instante y eternidad, inmersos como estaban en esa exaltación de la individualidad y la coexistencia en tensión de todos los opuestos, tal como se ridiculizan sus postulados contenidos en la Lehre der Gegensätze de Adam Müller: “cada cosa no es más que su opuesto, la naturaleza es al antiarte, el arte es la antinaturaleza, la flor es lo opuesto de la antiflor, y por último, la misma oposición depende de la antioposición”.31
Provisto de tal caracterización, Schmitt puede entonces (capítulo IV) distinguir con toda claridad al romántico político del político romántico, sirviéndose para ello de tres ejemplos, tan alejados unos de otros temporalmente como inesperados en su ausencia de conexión: el asesinato de Kotzebue en 1829, la figura de Don Quijote y el personaje histórico de Juliano el Apóstata. Un hecho político de la historia en la formación del Estado alemán relacionado con las corrientes de su época, un personaje literario particularmente entrañable para los románticos tempranos, al punto de que Tieck hubo de traducir piezas literarias del Siglo de Oro español, entre las que se incluía a Cervantes, y una figura histórica del siglo III, cuya significación fuera ampliamente debatida en los círculos académicos alemanes, especialmente en la obra de David Friedrich Strauss, cuyas atrevidas tesis le habían deparado enfrentamientos con las autoridades civiles de su época. El exaltado estudiante Sand, viendo en Kotzebue a un agente imperial zarista, le propinó un pistoletazo, creyendo con ello preservar los ímpetus revolucionarios que agitaban los principados alemanes hacia 1840; Don Quijote idealiza la realidad elevándola hasta lo sublime así se trate de la más prosaica, por lo que puede prendarse de la posadera Dulcinea como si de una dama noble se tratara; Juliano el Apóstata intenta revertir el irreversible ascenso del dogmático monoteísmo cristiano erigido en religión oficial del Estado imperial romano, para retornar al antiguo mundo politeísta de los dioses cívicos, apoyado en una serie de filósofos como Eusebio y Libanio para encontrar la muerte en una oscura campaña militar en Asia menor. Todas ellas son tentativas finalmente improductivas en el plano de la realidad, que carecieron de la fuerza necesaria para transformarla, permaneciendo como empresas más o menos frustradas, atadas a las imposibilidades de su propio exceso, sin perjuicio de que en todas ellas a su peculiar manera se tratase de intervenciones decididas, compromisos personales llevados hasta sus últimas consecuencias y plenos de consecuencialidad o coherencia, donde brilla el fulgor de la audacia o el atrevimiento.
El balance final de Schmitt no puede ser más condenatorio. El Romanticismo político no es más que una sombra de las verdaderas y efectivas fuerzas reales que nunca salen de su propia esfera individual, “en el núcleo de su superioridad fantástica se esconde la renuncia a cualquier transformación activa del mundo real”,32 se encuentra en incapacidad de fundar cualquier comunidad, tampoco cuenta con la potencia de construir un mito —este solo puede surgir de la guerra—, la pasividad orgánica de la estructura ocasionalista asumida conduce al callejón sin salida de una productividad que pretende formarse sin ser activa y, en consecuencia, su imposibilidad de transformar su esencia espiritual en “conexiones teóricas o práctico-sustantivas”. Con todo ello a sus espaldas, lo peor aún está por venir, el Romanticismo político termina por ponerse al servicio de tendencias poco o nada románticas, no siendo más que una compañía servil de fuerzas ajenas y decisiones ajenas.
Schmitt se ocupó de manera crítica, sin ocultar asomos de sarcasmo, de las insuficiencias y contradicciones en las que se sumieron los románticos en sus posturas y su producción intelectual tardías. Despedazó literalmente los escritos de Adam Müller, señalando la inconsecuencia de sus decisiones políticas al servicio de la reacción, encarnada en el conservadurismo de la monarquía austriaca, pero sin mencionar sus escritos sobre teología política, que sin duda lo pusieron en contacto con un ámbito de reflexión que luego sería decisivo en su propia trayectoria intelectual. Sin embargo, no resulta descartable que de la prolífica obra de quien, en su juventud, fuera uno de los pocos y más cercanos amigos de Kleist, Schmitt haya iniciado o reforzado su interés por la teología política, dado el opúsculo que este autor romántico publicara justamente con ese título. No tuvo más que mordacidad para el viejo Friedrich Schlegel, convertido en un burócrata cortesano, cuyas juveniles aspiraciones de infinitud se habían trocado en sus rastreros, cuando no patéticos, apetitos burocráticos. Sin embargo, la lectura schmittiana del Romanticismo habría de ser decisiva para la construcción de su propio sistema. Schmitt creyó identificar las debilidades e inconsecuencias de la respuesta romántica a los desafíos de su época como una falencia cuya envergadura liquidaba el conjunto de sus posturas.
De hecho, cuando en su fundamental trabajo de Teología política I, casi cinco años más tarde, se ocupó en profundidad del problema de la excepción, hará constar su distancia de cara a toda posible imputación de Romanticismo en su aproximación a esta como el problema clave del intérprete. Si en sus propias palabras, la excepción lo es todo, mientras que la regla solo se explica por la existencia de aquella, la referencia oculta a Kierkegaard no le releva de la precaución de advertir que, en ningún caso, su manera de abordarla sea o pueda atribuirse a un impulso romántico. En realidad, con ello Schmitt no solo marcaba una diferencia infranqueable con la metodología romántica, sino que atribuía la novedad y radicalidad de su enfoque a la separación ganada respecto de todo lo que pudiera sonar a romántico. Sin embargo, la pretendida liquidación de cualquier probable filiación romántica en dicho texto no quedaría consumada por la observación schmittiana.
Media centuria después, cuando se produzca la confrontación teórica entre Blumenberg y el Schmitt de la posguerra (proscrito de los círculos académicos oficiales de la Alemania Federal, pero muy influyente tras bambalinas) sobre la categoría de secularización en la obra del primero, La legitimación de la Edad Moderna, el asunto de la negada procedencia romántica volvería a entrar a la palestra. Blumenberg no vaciló en adscribir lo que llamó el teorema de la secularización, de modo inequívoco, al campo conceptual romántico. Y, de manera no exenta de ironía, las objeciones teóricas esgrimidas en su contra reproducen el tipo de argumentación que el propio Schmitt emplea contra la debilidad filosófica romántica. La crítica de Blumenberg intenta demostrar que el conjunto de transferencias terminológicas y conceptuales del campo teologal al político, tales como el de omnipotencia divina a la soberanía monárquica, el milagro como suspensión de las leyes ordinarias de causalidad al estado de excepción, a partir de las cuales Schmitt pudo construir su célebre dictum, según el cual “los conceptos pregnantes de la teoría política son categorías teológicas secularizadas”,33 en el fondo es un esquema romántico incapaz de dar cuenta de transformaciones para, en lugar suyo, erigir metamorfosis despojadas de un genuino sentido histórico.34 Sin duda, Blumenberg tocaba un nervio sensible en la tesis de Schmitt. Un préstamo lingüístico no permite dar cuenta de un proceso de hondo calado histórico y el paso de uno a otro constituiría, según Blumenberg, una suerte de ligereza romántica, es decir, la expresión de aquellos rasgos que el propio Schmitt había descalificado con toda la radicalidad que se ha intentado mostrar.
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