Kitabı oku: «Walter Benjamin: fragmento, umbralidad, fantasma», sayfa 4
La íntima y extraña relación intelectual que Benjamin y Schmitt tejieron en vida y que se tejería póstumamente a partir de sus respetivas trayectorias, desde las orillas políticas más opuestas que quepa imaginar, tuvo una de sus expresiones más acabadas (cuya relevancia enfatizaría la carta que se ha mencionado) en las citas que Benjamin hiciera de La dictadura en su malograda tesis doctoral El origen del drama barroco alemán. Pero esta convergencia, que testimonia una inicial comunidad de intereses por temas comunes y textos igualmente atrayentes, encuentra su primigenia manifestación o su primigenio lugar en la común vuelta de sus miradas teóricas al movimiento romántico alemán de los albores mismos del siglo XIX. Salvo esta convergencia precoz, todo lo restante, al igual que su compartida pasión por lo teológico político, ha sido suficientemente examinado. No así, sin embargo, su compartido interés por el movimiento romántico, que presenta tantos aspectos sorprendentes y reveladores de las distancias iniciales, que el tiempo tan breve para el uno (Benjamin se suicida a los 48 años) y tan extenso para el otro (Schmitt casi llega a la centuria), no haría sino ahondar, a partir de esa convergencia inicial hasta ahora poco explorada.
Son bien conocidas las circunstancias en medio de las cuales el estudiante de filosofía acogería como tema de su disertación los escritos románticos tempranos. Inicialmente interesado en la filosofía kantiana, la atención de Benjamin pronto se desplazó ante lo que llamara la desvergüenza académica universitaria típica de una producción despreocupada de la entidad propia del lenguaje, que no vacilaba, sino más bien exigía, degradar a este para convertirlo en medio de un determinado conocimiento, arruinando así su poética. Si bien el opus kantiano le ofrecía un sólido terreno filosófico, este carecía de un efectivo proyecto de una posible filosofía de la historia que sirviera en el presente de una Alemania devastada por la guerra y desgarrada entre las pulsiones revolucionarias y las impetuosas nostalgias monárquicas. Era clara la cualidad del lenguaje kantiano. No en vano, como lo recordara Benjamin en su correspondencia con Scholem, su potencia había sido capaz de afectar tanto a un Kleist estremecido hasta la crisis personal por sus conclusiones relativistas.4
Pero para el graduando Benjamin el filón histórico de una obra como Consideraciones sobre la Historia desde un punto de vista cosmopolita carecía de la intensidad suficiente para servir a sus propósitos, donde filosofía, estética y política formaban una unidad necesaria e inescindible. En lo que sería una constante posterior de su obra, Benjamin encontraba un cruce de caminos particularmente apropiado en el que el proyecto filosófico del idealismo alemán se conjuntaba con las especulaciones sobre arte, y en el que todo ello se articulaba a un impulso mesiánico, incluso teológico-político, propio de un movimiento que se había planteado la construcción de una nueva sociedad europea. Fue el hálito mesiánico del Romanticismo temprano el elemento decisivo en la asunción de sus postulados estéticos como materia de la disertación académica. Pero el costo a pagar fue la renuncia a un tratamiento explícito de ese elemento, que quedaría apenas aludido en sus páginas iniciales, en provecho de su concentración en la noción de crítica.
El significado filosófico y político del Romanticismo alemán
Los inicios del Romanticismo alemán pueden ubicarse alrededor de 1795, cuando una pléyade de jóvenes literatos y ensayistas se reunieron alrededor de la figura central de Friedrich Schlegel y Novalis, en torno a la publicación llamada Athenaeum, desde donde formularon una nueva concepción de las artes, asignaron inéditas tareas a la historia, conceptualizaron bajo premisas hasta entonces desconocidas el sentido de la propia Europa y concibieron la cultura a partir de un lenguaje forjado en el yunque de sus peculiares sensibilidades. La ruptura entrañada por sus postulados, el apasionamiento de sus posturas, la genialidad de sus autores y la entrañable comunidad que en menos de una década construyeron a partir de sus propias trayectorias vitales, bastaron para determinar un periodo histórico. Es decir, aquello bastó para fundar una época, por breve que fuese, un referente sensible y una nueva palabra que matizó el denso paisaje de los imaginarios y sensorios europeos en los comienzos del siglo XIX, añadiéndose al complejo léxico necesario que diera cuenta de las transformaciones que sacudían al continente.
Una corriente renovadora de ensayos, poesías, novelas, escritos divulgativos, correspondencias, traducciones, artículos periodísticos e incursiones en la vida pública por parte de autores como Novalis, Friedrich Schlegel y su hermano August Wilhelm, Müller, Brentano, Jean Paul, Tieck, Wieland, Hoffman, Kleist, Bettina von Arnim y el propio Jakob Arnim, a los cuales se añadirían las misivas y cartas dirigidas por y a sus amadas, como Sophie von Kühn, la adolescente que inspiró el amor apasionado de Novalis, todas ellas en su conjunto constituyeron la obra colectiva a partir de la cual se originó y se dio nombre al movimiento. En alguna medida se reconocieron como herederos y continuadores del movimiento conocido como Sturm und Drang (tempestad e ímpetu), que en las dos décadas anteriores había introducido una nueva sensibilidad, cuando no un nuevo pathos poético, y alrededor suyo gravitaron con fuerza propia autores como Schiller y Hölderlin, cuya respectiva obra se encuentra próxima a la romántica, pero es claramente diferenciable.
Los románticos desarrollaron a la par de una nueva concepción del arte las premisas teóricas indispensables para arribar a ella y se valieron de aquellos pensadores para cuyos propósitos resultaban útiles las herramientas conceptuales construidas en sus propias obras. Ello fue acompañado de una práctica literaria y estética, en el sentido más amplio, que prácticamente alcanzó todos los géneros, y de una necesaria relación polémica con el más influyente y dotado de los autores de su época, el olímpico Goethe, que desde las alturas de su magisterio indiscutido dictaba los cánones del arte, frente al cual discreparon con energía, pero sin llegar a su liquidación.
Observado desde el ángulo de la filosofía alemana, los autores románticos suponen una especie de cesura entre la obra de Kant y Fichte, de la cual se nutren con cautela y de manera variada, y aquello que bajo la égida de autores como Hegel y Schelling habría de configurar el idealismo absoluto, cuyas premisas en ocasiones avizoraron y parcialmente compartieron. A la obra romántica más cercana de los primeros es aquello que Benjamin llamará en su ensayo el protoromanticismo, y a aquella cercana a estos últimos, es la que Schmitt, por su parte, denominará el subromanticismo. En ambos autores, hondamente enraizados en la Alemania de Weimar, la temprana y apasionada remisión a esta fuente de reflexión, surgida a su vez en el periodo de mayor crisis de los reinos alemanes de entonces, habría de significar una confrontación crucial dentro de sus respectivas trayectorias vitales e intelectuales, cuyas correspondientes elaboraciones conceptuales les procurarían nociones y perspectivas determinantes para su producción posterior. Esta inicial Auseinandersetzung con el pensamiento romántico determinará una intensa influencia en sus obras de madurez, en su postura ideológica y en su propia vida, lo que se revela como un encuentro lleno de consecuencias y especialmente como una opción teórica que habrá de caracterizar de manera singularmente perdurable todo el decurso posterior de ambos autores.
El significado profundo, en el plano filosófico e histórico, que el Romanticismo ostentó en el paisaje intelectual y político europeo ha sido objeto de una nueva contextualización en la obra de diversos autores, quienes desde una estricta contemporaneidad se enfrentaron, en la década del ochenta y del noventa, a las implicaciones filosóficas y literarias del movimiento romántico. De acuerdo con Hans Blumenberg, dentro del proceso de construcción de la modernidad, como espacio de ocupación y reformulación de los problemas fundamentales que la Antigüedad había establecido, el movimiento romántico de Jena emerge como el lugar en el que la gran metáfora del libro de la naturaleza obtiene una de sus expresiones más acabadas en el nuevo libro de la historia,5 situando con mayor precisión la singularidad de la teoría del conocimiento del movimiento romántico frente a las concepciones respecto de las que tomaba distancia. Así mismo, su esencial contribución al advenimiento del campo conceptual, de lo que en adelante, y gracias a sus postulados, habría de llamarse lo literario, puede calibrarse con mayor nitidez partiendo de los trabajos inaugurales de Blanchot. Y se encuentra su continuidad, como divergencia, en Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy,6 dentro de aquello que puede denominarse como una revaloración radical de ciertos contenidos románticos. Esta renovación contemporánea del interés por lo romántico obtuvo en Rancière una continuación crítica que destacó, de nuevo, la centralidad de la teorización romántica sobre la forma literaria. Los aspectos develados en esta suerte de resurgimiento de la actualidad romántica permiten arrojar nuevas luces sobre el común sentido profundo que hubo de llevar a nuestros dos autores a cruzar su trayectoria intelectual y vital abrevando en los manantiales delirantes e inquietantes del Romanticismo temprano y tardío, dotándose con ello cada uno de sus respectivas herramientas y marcando así mismo sus derroteros posteriores.
Dentro de su extensa obra, todavía en curso de publicación póstuma, Blumenberg se ocupa de manera específica del Romanticismo y su significación epistémica dentro del proceso de emergencia, consolidación y fractura de la Ilustración, en su obra La legibilidad del mundo. De acuerdo con su planteamiento, las intuiciones formuladas por Novalis a partir de 1796, en asocio de su intensa correspondencia intelectual con Friedrich Schlegel, justo en el periodo del cambio de siglo, y la publicación de los primeros números del Athenaeum ambos autores propugnaron como máxima tentativa del movimiento en el que se encontraban inmersos la imperiosa tarea de romantizar el mundo. La dimensión y hondura de esta propuesta no era otra cosa, en el fondo, sino la descomunal respuesta intelectual y estética que estos jóvenes talentosos y audaces consideraban que debía proporcionarse al estado de cosas producido por las secuelas de la Revolución francesa y el trastorno desencadenado por el naciente orden napoleónico, que había puesto patas arriba todo el sacrosanto sistema dinástico hasta entonces vigente en Europa.
Herederos del movimiento literario del Sturm und Drang, que apenas una década atrás había liquidado la literatura burguesa alemana con postulados de renovación y tabula rasa, Novalis y Schlegel se situaban tanto en sus estelas renovadoras como en las ondas de la filosofía de Fichte quien, inspirado en Kant, pero tomando distancia del maestro, había intentado efectuar una refundación de la filosofía, a partir de la necesidad de superar el considerado inadmisible relativismo de una cosa en sí inalcanzable para el conocimiento mediante la trascendentalización de un yo que, en su certeza absoluta de sí mismo, resultaba capaz de abarcar el mundo exterior en su totalidad. Novalis efectuó una apasionada lectura de Fichte y se sirvió de su yo trascendental para reformular creativamente un yo personal que, desde su precoz apasionamiento juvenil, se autoimpuso la tarea de escribir una nueva Biblia. Esto significaba entrar de lleno en el corazón mismo de uno de los campos metafóricos claves en la historia del pensamiento proveniente de la Antigüedad, identificado por Blumenberg como el problema, metafóricamente planteado, de la legibilidad de los dos libros: el de la Naturaleza y el de la Revelación, en cuya respectiva prevalencia o sumisión se jugaría el destino de la época, y sus consecuentes relaciones de correspondencia y oposición y en su decurso puede captarse un aspecto genealógico de la construcción de la filosofía occidental.
Si el Libro de la Naturaleza fue el topos de la filosofía griega y helenística, un libro formado por las letras del universo, el cielo, las estrellas y los cuerpos animados e inanimados de la Tierra, cuya legibilidad exigía el conocimiento (al menos de la geometría, tal como lo exigiera Platón en el dintel de su Academia), por oposición a este y en radical confrontación suya, el Libro de la Revelación, construido por los profetas, la patrística y el tomismo, en un dilatado proceso de delimitación textual y apuntalamiento doctrinario, era el originario texto emanado de la sabiduría de la divinidad, compuesto por las frases provenientes de su propio intelecto ilimitado, cuya propia legibilidad precisaba de la fe, al menos de una dosis suficiente de esta. Cada uno de ellos, como construcción metaforológica propia, constituye un campo delimitado y consistente consigo mismo, en cuyo interior determinados procedimientos de saber se autohabilitan para ofrecer una comprensión del mundo, así como su correspondiente moral. Entre la variedad de posibilidades para su superación tras dos milenios de coexistencia, intuir una nueva posibilidad constituía un gesto de arrojo individual y colectivo que se apoyó, ciertamente, en una profunda ruptura de época.
La ambigüedad del Romanticismo y su predilección por flotar entre los opuestos encuentra difícilmente un aspecto más revelador que su inclinación por la figura metafóricamente tan cargada como la del libro, pues este se concreta en dos materializaciones que, en apariencia, serían incompatibles, pero que en el aliento romántico resultan mutuamente complementarias: la Enciclopedia y la Biblia. El Romanticismo alemán temprano se propuso tanto la escritura de una nueva Biblia —es una pretensión literal tanto en Novalis como Schlegel—, para una época atormentada y puesta en cuestión existencial por el fenómeno revolucionario, como el de una nueva enciclopedia que actualizara el logro anterior de los ilustrados europeos con su proyecto realizado de construir una —Diderot y D’Alambert— actualizada con los más recientes desarrollos de las ciencias matemáticas y astronómicas. A ello se debe el carácter oracular de muchos de sus textos y los fragmentos de Novalis conteniendo las primeras entradas de lo que habría de ser, quedando inacabada, su propia Enciclopedia.
La pretensión de Novalis a sus diecisiete años (fallecería siete años más tarde) no fue otra que la tarea consistente de asignar a sus corresponsales y a él mismo la creación o escritura de un libro que en estricta correspondencia con el bíblico incluyera la física, la química, la economía política, la filosofía, la matemática y la estética en el marco de una perspectiva histórica. Para tal empresa, Novalis se autoconcebía como un nuevo Mahoma o un Lutero de última hora embargado de un auténtico entusiasmo (Schwärmerei) que propugnaba una nueva sociedad continental, cuya propuesta política sería materia de un texto tan apasionado como discutible: Cristianismo o Europa (1800). Esta tarea iba en consonancia y se encontraba posibilitada por la posesión de la capacidad de fantasía, que generosamente Novalis atribuía a Schlegel, la cual era calificada como el más apropiado órgano para la captación de la divinidad y cuya magnitud solo resultaba posible de acometer por esta nueva generación de profetas —Schlegel sería un nuevo San Pablo en la exaltada escritura de Novalis—. Esta Biblia así concebida y proyectada o mejor, soñada, con su novedad y atrevimiento insólitos, tenía una funcionalidad de época precisa: oponerse término a término a la Enciclopedia de los ilustrados franceses que, en la mitad del siglo que ahora tocaba su fin, había sido puesta a punto por las imprentas parisinas con la no menor finalidad de tornar irreversibles los avances y progresos de la Ilustración.
No dejaba de resultar paradójico que el gran proyecto de autoafirmación de la razón iniciado más de una centuria atrás por Descartes terminase coagulado en un texto de amplísimo alcance que, como tal, era su propio Libro de la Naturaleza como Enciclopedia de la humanidad. Esa pretensión sistemática y concluyente ya había sido objeto de crítica por pensadores como Herder, que puede ser calificado tanto de protoromántico como de antiilustrado, para quien el gesto intelectual de erigir al medio de los medios (el libro) como fin de todos los fines no podía sino constituir un síntoma revelador de la crisis o la fragilidad que socavaba desde su interior el proyecto de la Ilustración como época del advenimiento de la mayoría de edad humana, particularmente en su versión francesa. En todo caso, todo aquello que los críticos filosóficos de Hamburgo (Hamann y Jacobi) encontraban no tan solo poco atrayente, sino, incluso, inquietante y en último término hasta peligroso. Mientras Hamann, el mago del Norte, como lo calificara Isaiah Berlin, se había opuesto acerbamente a su compatriota Kant, acusando sus categorías trascendentales como elementos conceptuales provenientes de la misma demonología (Golgotha und Sheblemini), su corresponsal Friedrich Jacobi, por su parte, no había vacilado, en su relación epistolar con Moses Mendelssohn, en acusar la reverenciada figura de Lessing —un verdadero emblema de la Ilustración misma con su racionalismo moderado y su búsqueda de la concordia— de un soterrado spinozismo. Esta acusación, en las tensas relaciones filosóficas del tardío siglo XVIII, equivalía nada menos que a una comprometedora imputación de ateísmo, lo que podía acarrear consigo todo tipo de vedas laborales.
La escritura de esta nueva Biblia, que anuncia e inaugura una época distinta, cuenta con sus propios profetas y apunta a un futuro inédito, en cuya redacción habrán de participar todos y cuyos límites, en la práctica, dejan de existir, extinguiéndose con ello las arbitrarias divisiones hasta ahora erigidas entre los géneros y los saberes; todo lo que va a obtener su formulación más acabada en el surgimiento de un tercer libro, el Libro de la Historia. El Romanticismo contribuyó a la introducción de la historia como horizonte del saber y como condición de este, en cuyo desarrollo se superarían las antinomias engendradas por los dos libros hasta entonces instituidos como tales. La apelación a la historia se encadena estrechamente con la puesta en cuestión y relieve de uno de los flancos que la Ilustración acusaba como problemático. ¿Qué había sido de la razón y a qué obedecía su extravío o su letargo durante el extenso periodo temporal anterior a su despertar? ¿Cómo legitimar entonces, o a partir de allí, su consecuente autofundación a partir de la insuficiencia de y en contraposición a los extravíos y confusiones de la tradición de la cual necesitaba deslindarse radicalmente como condición de su propia existencia?, o del vacío sin o con exiguos antecedentes, cuya afirmación radical conllevaba una no menos problemática creatio ex nihilo.
En otras palabras, la historicidad de la razón era aquello que la fundación cartesiana, en el desarrollo subsecuente a su despliegue, había empezado, de manera creciente, a emerger como un flanco particularmente lábil a objeciones y refutaciones. Por ello resulta inmensamente decisivo en la interpretación de Blumenberg que el descubrimiento de la Edad Media, por los intereses epistémicos y literarios del Romanticismo, se hubiese dado justamente en el marco de este apasionado y exaltado intercambio epistolar entre Novalis y Schlegel, en 1798, el mismo año justamente en que Napoleón decreta la instauración de una república en los Estados Vaticanos y hace prisionero al papa como gesto inaugural político de la imparable y definitiva republicanización de Europa en su conjunto. Esta coincidencia o convergencia enlaza en un punto de entrecruce el plano del desarrollo político y el plano del desarrollo intelectual, conteniendo en su cifra el posterior desenlace de la Ilustración, la Revolución y el Romanticismo. Y quizá sintetiza mejor que cualquier otra interpretación el cúmulo de contradicciones, ambivalencias y conversiones de las que fueron presas los miembros de los círculos románticos respecto al gran evento revolucionario. Lo que en el plano político apareció, en su momento, como la expresión más acabada de la entronización definitiva de las consecuencias de la Revolución, merced a la cual extendía sus presupuestos políticos al reducto histórico por antonomasia del derecho divino de los reyes y a la justificación dinástica de la monarquía, segando con ello no solo su bastión sino su fuente ideológica y doctrinal, correspondía, en el plano intelectual, a la emergencia de la construcción teórica más incisiva y duradera que haría del socavamiento de los presupuestos ilustrados su propia y exitosa razón de ser: la romantización política e histórica.
Con su exaltada mirada hacia el pasado medieval, el Romanticismo otorgaba carta de ciudadanía al mundo de mitos, leyendas, sagas, fantasías y ensoñaciones que, de una parte, desnudaban el subsuelo reprimido por el racionalismo ilustrado y, por la otra, reinstalaban un antes epocal, idealizado y seductor, que la Revolución había pretendido abolir de un plumazo, o mejor, de un guillotinazo, es decir, de un golpe absoluto para señalar, en un acto performativo, el nuevo comienzo. Con su gesto embriagado y fantasioso, redescubriendo o mistificando un Medioevo que oscilaría, en adelante, entre el ensueño y lo feérico, el Romanticismo había descubierto la gran veta por la que toda una poderosa e influyente corriente de pensamiento europeo —desde Burke hasta Maurras, desde el finisecularismo del siglo XVIII hasta las postrimerías del XIX— habría de cavar inconteniblemente, a fin de desplegar sus afiladuras críticas contra los fundamentos de la Revolución y el espíritu del republicanismo.
Esta conjunción de las coordenadas políticas y filosóficas —a las que su época daría continuidad bajo la acuñación napoleónica según la cual él era el espíritu absoluto entrando en Jena, luego de la batalla de Austerlitz, y que el propio Goethe comprendería como una aparición de acentos prometeicos o divinos, si bien después lo tomaría por sus sesgos demoníacos— pone de presente, de manera fundamental, la conexión crucial y problemática entre el Romanticismo y la Revolución. Contribuye a entender, en especial, la ambivalente relación sostenida por la filosofía alemana con la Revolución francesa, cuya inicial exaltación, ejemplarizada por Kant y su entusiasmo ante esta, que se expresaría mejor que en cualquier otro texto en su opúsculo de 1795 titulado La paz perpetua, daría lugar progresivamente a un creciente desencanto de las consecuencias por ella generadas, desde la ejecución de la pareja real hasta, especialmente, el desencadenamiento de las jornadas del terror, impuestas por el Comité de Salud Pública para la salvación de la patria, y finalmente a un rechazo cada vez más categórico que terminaría por convertirse en un colectivo volverle la espalda ante la subyugación de los propios Estados alemanes por la dominación napoleónica. Lo que distingue y epitomiza de manera particular la experiencia vivida por la joven generación de los románticos acaballados entre los dos siglos, como herederos de dicha tradición, fue contraponer al evento histórico que cambió las coordenadas políticas y culturales europeas un mundo paralelo o alternativo nimbado en las brumas de lo mítico configurando, probablemente, la más influyente y perdurable de las reacciones erigidas en su contra.
El intento crucial de liquidar el pasado en provecho de un porvenir por construir, incierto pero valioso, se encontraba, de súbito, con la instauración de una seductora época pretérita que fungía como idealidad desconocida, merecedora más que de recuperación, de una reactualización beligerante y estratégicamente conducida. Esta peculiar resonancia (que, sin abandonar su inicial afinidad con la revolución, retomaba su ímpetu transformador, y su radical replanteamiento del conjunto del pensamiento incorporaba, al mismo tiempo, atisbos y nociones que posteriormente cobrarían especial relevancia en la lucha contra la revolución misma) constituye el suelo común que emparenta, en sus diversas pero análogas coordenadas temporales y de época, por un lado, a los románticos de Jena alrededor del cambio de siglo y, por el otro, a los dos intelectuales rivales, filósofo el uno y jurista el otro, que en los albores de la República de Weimar, ante la lograda Revolución de Octubre en 1917 y la frustrada Revolución espartaquista de 1918, tomaron sus respectivas posiciones intelectuales y las construyeron apelando, eligiendo y de cara a sus predecesores, situados algo más de una centuria atrás.
Si el Romanticismo se observa desde la aproximación contemporánea francesa de Blanchot, Lacoue-Labarthe y Nancy y Rancière, obtenemos una visión que enfatiza, desde una perspectiva diferente, el fondo de la transmutación romántica: la emergencia inicial e iniciática de la literatura como universo autónomo y autofundante que reemplazaría, para siempre, el mundo clásico de las bellas artes, introducido bajo un imperativo absoluto sobre cuyo gesto y horizonte la estética no ha dejado de transitar desde entonces. Se trata del aspecto literario del movimiento romántico y el desplazamiento tectónico que sus esfuerzos terminaron por posibilitar en un universo que hasta entonces había sido el de la estética aristotélica clásica. Los románticos alemanes crearon, en sus ensayos y fragmentos publicados durante dos años y seis números en el Athenaeum, el espacio teórico del absoluto literario como un ámbito propio para el despliegue de una nueva sensibilidad. En ese espacio se aunaban una forma específica, la novela o el roman, y una inédita construcción conceptual todavía signada por tanteos, aproximaciones e intuiciones, constituida por el fragmento, la recensión, la ironía y el Witz. Desde esta doble arboladura que destaca la imbricación política, al igual que su especificidad teórica, resulta posible dar cuenta con mayor precisión de las necesidades y vínculos que enlazaron los respectivos abordamientos de Schmitt y Benjamin.
Pese a todos los equívocos que rodearon y todavía dominan la valoración actual de los románticos, a cuya ambigüedad e incluso ambivalencia su misma obra contribuyó notoriamente, no pueden olvidarse las decisivas tomas de partido en favor de la Revolución francesa que tanto Novalis como Friedrich Schlegel hicieron con palmaria nitidez en el contexto de apreciaciones encontradas, al menos en sus primeros años. Este deslindamiento resulta de especial importancia a la hora de contrastar el sentido y alcance que la influencia de su obra tuvo tanto en Benjamin como en Schmitt, pues mientras este último habrá de privilegiar las posturas partidarias de la restauración monárquica, que los románticos adoptaron especialmente en su fase tardía, cuando sus principales miembros se convirtieron en funcionarios del Imperio austrohúngaro, aquel tomará la producción romántica inicial, durante la cual la cercanía de los románticos a la Revolución francesa fue muy resuelta. Durante este periodo, Friedrich Schlegel afirmó, calificándola como una de sus aseveraciones más subjetivas, que la “Revolución francesa constituía la más interesante alegoría del sistema del idealismo trascendental”.7 Novalis, por su parte, pudo sostener: “me parece que ahora sesiono en el Comité Universal de Salud Pública”,8 pese a que, poco después, en su exaltado opúsculo ya mencionado, Cristianismo o Europa, se pusiera al servicio de los ideales de la posterior restauración monárquica.
Aunque casi resultaría redundante añadirlo, la profesión de fe inequívoca en favor del republicanismo revolucionario y su inequívoca condena de la intervención de los príncipes alemanes en su contra, formulada por Fichte tanto en sus Grundzüge des gegenwartigen Zustands y en sus apreciaciones sobre Maquiavelo, dan cuenta plena del inicial entusiasmo jacobino que, en mayor o menor medida, los embargara a todos ellos. En estricta consonancia, el propio August Wilhem Schlegel, quien posteriormente renegaría de tal postura como un verdadero contrarrevolucionario impenitente, pudo incluso todavía sostener a finales de 1799: “Figuraos que toda la literatura alemana se halla en una situación revolucionaria y que todos nosotros, mi hermano, Tieck, Schelling y algunos otros somos el partido de la Montaña”.9 Este alineamiento de inequívoco tinte político en favor del movimiento revolucionario era además concebido como una postura común, que se justificaba por y se compartía con las figuras referenciales de su época, tal como Friedrich Schlegel lo sostuviera:
La Revolución francesa, la doctrina de la ciencia de Fichte y el Wilhelm Meister de Goethe son las más grandes tendencias de la época. Aquel que se ensombrezca por esta correlación y a quien ninguna revolución le parezca importante porque no es brillante y material, es quien todavía no se ha elevado hasta el amplio y elevado punto de vista de la historia de la humanidad.10
Esta toma de partido inicial habría de tener como contrapartida, una década después, una adscripción al bando opuesto de la restauración monárquica y una serie de conversiones al catolicismo, por parte de Friedrich Schlegel y Clemens Brentano, que culminaban ceremonialmente todo ese movimiento traslaticio.11
Esta naturaleza ambivalente del Romanticismo, con su característica combinación de posturas políticas progresistas e incluso atrevidas con sus llamados a una antigüedad más o menos fantasiosa (y en no menor medida las derivas personales con sus conversiones religiosas y sus alinderamientos laborales y sociales en favor de todo el movimiento de la restauración política e institucional europea), hacen difícil, cuando no simplificadora y riesgosa, una categórica valoración de su contribución y su funcionalidad histórica en el marco de las ideologías y teorías. Resulta pertinente por ello examinar la tipificación de su índole filosófica, que puede encontrarse en dos autores de la propia filosofía alemana. Por un lado, está la explícita y terminante calificación que del Romanticismo hiciera Leo Strauss, un autor bastante próximo a Carl Schmitt, tanto por la relación personal que los vinculara —la recomendación de Schmitt le abriría las puertas a Strauss del establecimiento universitario estadounidense, mediante una beca de la Rockefeller Foundation— como por el tenor de sus posturas, pero, igualmente, en cierta medida relacionado con Benjamin, como quiera que la relación epistolar sostenida por Strauss con su amigo de juventud Scholem le confiere a este el papel de un mediador común entre los dos antiguos corresponsales.