Kitabı oku: «Nuevas formas del malestar en la cultura», sayfa 5

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Sociedad y cultura

La riqueza de El banquete se puede atisbar si se toma en consideración el comentario incesante que este diálogo platónico ha suscitado durante veinticuatro siglos; ocupa un lugar distinto dentro de la serie, especialmente por su escandalosa escena final, protagonizada por Alcibíades, cuando declara pública e impúdicamente su amor por Sócrates y éste, incapaz de hacerlo callar, acaba interpretando –precursor del psicoanalista– que su discurso no está dirigido a él sino a Agatón. Al desmenuzar la lógica de esta “puesta en acto de la verdad”, Lacan demuestra la naturaleza no dual sino trinitaria (97) y metafórica del amor cuando hace posible el pasaje de la posición pasiva del amado (erómenos) a la activa del amante (erastés), es decir, a la emergencia del deseo en Alcibíades.

Posiblemente las desengañadas del “amor romántico”, que denuncian como una estafa la intención de control y dominación sobre la mujer que se enmascara de esta guisa, encontrarían en esta “topología del amor” una alternativa a las tentaciones de las que pretenden proteger a las crédulas.

También quienes se entregan a las experiencias de “poliamor” pueden encontrar en la demostración de la estructura triple del amor, las razones inconscientes de su consentimiento a experiencias que no siempre se corresponden con el ideal igualitario y de comprensión mutua que parece sustentarlas.

Respecto a la cuestión de la homosexualidad griega (98), es preciso tener en cuenta que no estaba bien vista en todas partes; entre los atenienses su práctica se restringía a una élite en disposición de dedicarse a la “elaboración de las relaciones interhumanas”, razón por la cual Lacan lo define como un “hecho cultural”. Por otra parte, apostilla, en la sociedad griega las mujeres tenían un lugar importante, “a diferencia de la mayoría de las mujeres modernas, manifestaban un papel activo; así, el “amor sabio” se refugiaba en otra parte”. Siendo un producto de la cultura, la perversión (99) propia de ese vínculo homosexual favorece la creación, la sublimación de las pulsiones y se distingue de la sociedad, cuyos efectos de “censura y desagregación” son patentes.

La distinción entre sociedad y cultura constituye el mayor eje sobre el que discurre el Seminario sobre La ética del psicoanálisis y en ese cauce es posible medir el alcance del cambio de perspectiva sobre el amor que, según Lacan, aportó la obra freudiana, la “nota original” que impulsó la investigación hacia la erótica, hacia el campo de Eros, privilegiando de entrada el punto de vista de la sexualidad femenina. Freud supo retomar la cuestión del amor en el plano ético, razón por la cual su reflexión no puede desligarse del “contexto ibseniano de finales del siglo XIX”. (100)

Política y poiesis

En su curso Un esfuerzo de poesía Jacques-Alain Miller contextualiza el momento en el que nació Freud –la modernidad–. Fueron los poetas, dice, quienes advirtieron que esa época inauguraba el “desencantamiento del mundo” dando lugar a un nuevo orden regido por la persecución de la utilidad directa. “No sería excesivo decir que el psicoanálisis tomó el relevo de la poesía y consumó, a su manera, un reencantamiento del mundo”. (101) Y ello en la medida en que otorga el derecho a construir nuestro “mito individual (102)”, nuestra “autobiografía”, dice Miller; en las sesiones analíticas podemos hacer abstracción del principio de la utilidad directa y confiar en la “utilidad misteriosa, indirecta” según la cual “lo que vivo merece ser dicho”. Cada sesión –afirma– puede ser concebida como un esfuerzo de poesía, en la que puedo dejar de preocuparme de lo que es común, de lo que propulsa la vida social.

Miller retoma en otros términos la distinción lacaniana entre epistemé y mythos, o entre sociedad y cultura desde la perspectiva del uso del significante, propone entonces la siguiente alternativa: política o poesía. En el primer caso usamos el significante con fines de identificación, convocando el “nosotros”, inevitablemente vinculado a la necesidad de una legalidad. En cambio, el segundo, en el uso del significante con fines de goce irradia lo más singular, incomparable a los otros; implica tomar en cuenta la historia de cada uno en la que puede fraguarse “una relación no anónima a la existencia” (103), y se materializa como un decir, una enunciación en nombre propio. Desde esta óptica también podemos leer dos textos capitales de Freud: “Psicología de las masas y análisis del yo”, cuyo concepto fundamental es la identificación, y “El malestar en la cultura”, donde explora la dimensión del goce. (104)

Además, y en estrecha dependencia con esta constatación, recordemos la apreciación de Lacan según la cual la dimensión ética del psicoanálisis supone ir más allá del mandamiento, de todo aquello que puede presentarse como sentimiento de obligación, reconociendo entre los padecimientos que intenta aliviar, la “omnipresencia del sentimiento de culpa”. Es imposible, asevera Lacan, articular la génesis del superyó al simple registro de las necesidades colectivas: “Algo se impone allí, cuya instancia se distingue pura y simplemente de la necesidad social”. (105)

La experiencia analítica coloca en el centro de la experiencia moral lo real, la Cosa (Das Ding), “el verdadero secreto”, al captar la incidencia en la subjetividad de una urgencia vital que Freud nombró die Not des Lebens: “algo que quiere” precisa Lacan, La necesidad, distinta de las necesidades en plural. Por lo tanto, si la pretensión del análisis es el acceso a una libertad liberadora entretejida en los comportamientos extraviados o atípicos del sujeto, se trata de acceder a la “especificidad íntima” que se manifiesta con un carácter de Wunsch (deseo) “imperioso” y no se corresponde con una ley universal sino por el contrario, “el de la ley más particular, incluso si es universal el que esta particularidad se encuentre en cada uno de los seres humanos”. (106)

Desde esta perspectiva los síntomas revelan el anudamiento de ambas dimensiones: una atañe a la identificación; la otra, a un goce opaco e íntimo. Y por este motivo no son considerados como déficits o signos patológicos a erradicar, sino como creaciones del inconsciente, cuyo sentido permanece enigmático hasta llegar al análisis; han surgido como respuesta a una coyuntura determinada en la existencia, al punto que Freud considera los fenómenos propios de las psicosis –alucinaciones y delirios– como “intentos de curación”, tentativas de restitución del lazo a la palabra, a lo social, que se experimenta roto o perturbado.

Así adquiere una importancia fundamental el hecho de que Freud ubique en un “…primer plano de la interrogación ética la simple relación del hombre y la mujer” (107), abriendo un espacio, en la experiencia del análisis, a una dimensión más allá de “los desórdenes del Estado o los trastornos de la jerarquía” (108), él supo captar que se enfrentaba a algo diferente de las exigencias de la realidad, esto es, “a las potencias de la vida en tanto desembocan en la muerte, según la formulación de la ley moral que distingue el bien y el mal”. (109)

Es el trazado del campo en el que se despliega la interrogación freudiana por “las consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica (110)”, especialmente desde el punto de vista de la demanda femenina, al punto que luego de treinta años de experiencia reconocía no conseguir dar respuesta al enigma “¿Was will das Weib? ¿Qué quiere la mujer? Más precisamente: ¿qué es lo que ella desea?” (111)

“No hay segundo sexo”

Desde esta perspectiva la sexuación –noción lacaniana que destaca la elección subjetiva del sexo– comporta un tratamiento muy específico en el discurso analítico, por estar estrechamente vinculada a la existencia del inconsciente. Las diatribas en contra del psicoanálisis considerado como “heteronormativo” se refieren, sobre todo, a la incidencia del complejo de Edipo. Valga como ejemplo el éxito recogido por el libro El segundo sexo de Simone de Beauvoir –escrito en 1949 y convertido en estos últimos años en manual de referencia para muchas feministas–, donde se ridiculiza sin empacho la obra de Freud con escasas referencias a los textos del autor y en medio de una mezcolanza sin ningún rigor, que acaba, entre otros despropósitos, identificando a Freud con Adler (¡!) y estableciendo una simetría entre el Edipo y el complejo de Electra (inexistente en la obra freudiana). Y, por si fuera poco, dejando lamentablemente de lado los avances realizados por Lacan a las escasas puntuaciones acertadas y recogidas de la pluma del propio Freud: el misterio histórico por el cual el padre conquistó más autoridad que la madre (112), el origen de la prohibición de incesto y el de la supremacía masculina. (113) En su texto “Los complejos familiares” Lacan ya había dejado constancia del declive del complejo de Edipo, cuyas consecuencias clínicas exploró en adelante, durante años, a la vez que conseguía sustituir los mitos freudianos por una cuidadosa elucidación de la estructura. Nos parece más curiosa (que el ataque vulgar de S. de Beauvoir al Edipo freudiano) la crítica por parte de un “mitólogo muy divertido” –Robert Graves, autor de una vasta recopilación de mitos antiguos–, quien “…cree poder hacerse el vivo en lo referente al mito de Edipo. ¿Por qué, dice, no va a buscar Freud su mito a los egipcios, donde el hipopótamo tiene fama de acostarse con su madre y de aplastar a su padre? ¿Por qué no lo llamó el complejo del hipopótamo?” (114) Pero es que Freud no lo eligió por esa razón, explica Lacan, sino por el alcance trágico que el personaje revela en tanto “él no sabía” …qué deseo le impulsaba a llevar a cabo esos actos. El mito daba forma a la realidad de cada ser hablante como sujeto del inconsciente, gobernada su existencia por un texto ignorado que rige sus elecciones, guía sus rechazos y orienta sus preferencias empujándolo a ofrecerse a sacrificios incomprensibles.

En cuanto al complejo de castración, distorsionado y degradado por Simone de Beauvoir, quien lo asimila a la frustración en la mujer, deja muy claro Lacan que no se trata de un mito. Aunque celebra que Freud consiguiera establecer “el puente que une al hombre moderno con los misterios antiguos” al haber conseguido revelar –como un “iniciado en los difuntos misterios”–, la incidencia del significante impar, el falo…”. (115) Su esfuerzo sostenido durante el vasto recorrido de su enseñanza se orientó a despejar su lógica; la conclusión advino con el establecimiento de las fórmulas de la sexuación en el Seminario 20, sobre la base del axioma “la relación sexual [entre los cuerpos hablantes] no puede escribirse”, a diferencia de la ley de la gravedad que sí escribe la atracción de cuerpos con masa. (116)

En el camino hacia esa conclusión, en el Seminario 19, …o peor encontramos desarrollos cruciales respecto a la consideración psicoanalítica de la “función llamada sexualidad” que S. de Beauvoir confunde con la genitalidad a pesar de las reiteradas advertencias de Freud al respecto. Dicha función “está definida por el hecho de que [en el lenguaje] los sexos son dos” –afirma Lacan– por mucho que piense al respecto una célebre autora” que en su momento había solicitado su esclarecimiento respecto al tema argumentando estar embarcada en el mencionado libro. Al enterarse de que no bastaban unas pocas charlas para instruirse y justificando su urgencia en que el ejemplar estaba en vías de ejecución, Lacan “declinó el honor”.

A su manera, ella deja constancia de su desprecio por lo que dice querer entender sin conseguirlo, arrojando la responsabilidad de su ignorancia a una doctrina que juzga tan severa como precipitadamente: “En particular, el psicoanálisis no es capaz de explicar por qué la mujer es la Alteridad”. (117)

Para quien desee realmente un esclarecimiento Lacan ofrece las vías de acceso a la dilucidación de ese misterio: “No hay segundo sexo una vez que entra en función el lenguaje. O para decir las cosas de otro modo, en lo que concierne a lo que llamamos heterosexualidad, lo hétéros –término que sirve para decir otro en griego– puede vaciarse en cuanto ser, para la relación sexual. Precisamente, el vacío que ofrece la palabra es lo que llamo el lugar del Otro, a saber, ése en el que se inscriben los efectos de la susodicha palabra […] hétéros se reúne con deutéros, [segundo] y marca muy precisamente que este deutéros en este caso es, si me permiten, elidido”. (118)

En la medida en que no existe sexualidad natural “el animal enfermo de lenguaje” como lo llama Lacan, no dispone, como las otras especies, de la brújula instintual. Es por lo tanto en “ese lugar vacío del ser” –del Otro sexual– que ofrece la palabra– donde vendrán a alojarse las imágenes y representaciones de la mujer, que se han ido transformando en el curso de las épocas y cuyo eco subjetivo se hace sentir de manera distinta en cada una de las féminas. Aunque preciso es añadir que “…ese lugar heteros no es en absoluto privilegio obligado del sexo femenino” (119) sino una incógnita, un vacío discernido a partir de la lógica del sujeto que Lacan establece como una lógica de “la diferencia pura”; a distancia, por lo tanto, de la construcción de universales que se lleva a cabo a través del discernimiento de un atributo común, al rechazar la distinción de lo singular por medio de las identificaciones.

La utopía de Monique Wittig

Las teorías de género consideran estas imágenes y representaciones que han poblado ese lugar hetero sólo en su calidad de mandatos o estereotipos, como requerimientos de la sociedad a la identificación desde una perspectiva que ubica el género sólo como un problema colectivo, en suma, como una cuestión meramente política, dejando de lado su valor cultural y sublimatorio al que, por cierto, las propias mujeres han contribuido en gran medida si tenemos en cuenta que en muchos de los cambios sustanciales en la civilización de la relación entre los sexos fueron decisivos los aportes de las mujeres. Desde la invención del amor cortés y de los salones de las Preciosas, hasta la invención del psicoanálisis, y así lo reconoce Freud en sus “Estudios sobre la histeria”, dejando constancia de lo que cada una de ellas pudo enseñarle.

Podemos considerar que las teorías de género consiguieron introducir en la universidad un movimiento iniciado con el triunfo en 1789 de la Revolución Francesa, con la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Saint Just, uno de los políticos revolucionarios más destacados había captado que a partir de entonces “la felicidad se ha convertido en factor de la política”. Para medir la verdad de esta afirmación basta tener en cuenta que hace muy pocos años se ha conseguido devolver a Olympe de Gouges, revolucionaria y autora, en 1790, de la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, la dignidad que merece en la historia como luchadora por las libertades.

Por todo ello, destacar la interpretación social y política de las teorías de género no significa un desmerecimiento de la importancia indiscutible de este movimiento en favor de la igualdad y los derechos de las minorías, sino un empeño en valorar la justa apreciación de las diferentes interpretaciones del género según los discursos que se ocupan del tema. Así lo explica Clotilde Leguil, psicoanalista y filósofa, en su libro L’être et le genre (El ser y el género), de obligada lectura para todos aquellos que pretendan ahondar en los debates actuales desde un análisis crítico y cultivado, reacio a las consignas fáciles y confortables.

Es de fundamental importancia el punto de partida escogido por C. Leguil, al situar el género como “un punto opaco, inasimilable en la existencia de cada uno”, una interrogación subjetiva que trasciende las normas, llegando a formular la pregunta: “¿quién cree verdaderamente que serían las normas de género las que harían del hombre y la mujer simples comportamientos adecuados a una idea estereotipada de lo masculino y lo femenino en el mundo humano?” (120)

Gran conocedora de la obra de Sartre, admite que su título condensa el pasaje del filósofo existencialista a Lacan: en el tránsito desde la dialéctica del ser y la nada a la del ser y el género, donde se juega la cuestión existencial entre el ser y el cuerpo, al conjugarse ambos en un misterio que cada quien deberá descifrar en su experiencia.

Resulta de particular interés su respuesta a las tesis radicales sobre The straight mind –traducido en español como El pensamiento heterosexual– de Monique Wittig, quien se presenta como heredera de Simone de Beauvoir al exponer su interpretación del famoso aforismo “no se nace mujer, se llega a serlo”. La autora de El segundo sexo –explica Leguil– ponía en cuestión el mito del “eterno femenino” que condenaba a las mujeres al matrimonio, en razón de una “naturaleza femenina” se legitimaba la desigualdad entre hombres y mujeres. Devenir mujer, para Beauvoir, no es un proceso subjetivo singular sino una asignación obligatoria que debía ser deconstruida y reinventada porque “miente sobre la nada del ser” transformándola en una esencia que convierte a la mujer en un objeto para el otro. En 1949, cinco años después de la concesión del derecho al voto de las mujeres y casi un siglo más tarde del decreto que lo otorgaba a los hombres, el manifiesto de Beauvoir constituyó una propuesta en favor de una política de liberación de las mujeres, abriendo otras vías para la feminidad.

Su discípula va mucho más lejos, para Wittig la categoría del sexo es totalitaria y debe desaparecer; su famosa proclama: “las lesbianas no son mujeres” deriva de una posición radical que pretende una nueva definición de la persona prescindiendo de la distinción de sexo y género: “No solamente no somos mujeres, tampoco tenemos que llegar a serlo”. (121) Siempre siguiendo la minuciosa lectura crítica de Leguil, desde el punto de vista de Wittig las feministas se equivocan en su defensa de las mujeres porque mantienen la dualidad de género; y el psicoanálisis, una ciencia a ser eliminada porque conduce a los sujetos a interesarse en sí mismos, haciéndoles olvidar su combate político que debería orientarse a hacer desaparecer la denominación “mujer” como clase oprimida y explotada por la denominación “hombre” en tanto clase. “Salir de la dialéctica de lo Mismo y del Otro, del Uno y de la Diferencia, del Ser y del No-Ser, es entonces según ella una necesidad política que pasa por una revolución epistemológica”. (122)

Esta nueva epistemología tendría como consecuencia el desprendimiento de una ontología al servicio del pensamiento straight (heteronormativo), según el cual la mujer representa un ser deficitario respecto al Ser masculino. A lo cual responde Leguil que mucho antes de Wittig Lacan había colocado a la mujer del lado del no-ser, pero en un registro muy diferente; reconociendo en esa negación no una minusvalía sino “una nueva inscripción en el ser”, un nuevo estatuto del significante “mujer” que no responde al universal fálico. Se trata de un goce suplementario cuya ilustración cultural y poética encontró en el arrebato y en el éxtasis místico y que escribe con mayúsculas –Otra satisfacción–, el signo de la verdadera Alteridad.

La relevancia que las mujeres otorgan al amor está vinculada estrechamente a esta “extraña satisfacción” que no puede ser tratada desde lo social o lo político sino en la esfera más íntima, por la razón de que cada mujer afronta ese desconcierto de forma singular, la otredad del sexo no es natural, es un hecho de discurso. De ahí que “un hombre sirva de relevo para que la mujer se convierta en ese Otro para sí misma, como lo es para él”. (123)

Y en la medida en que “no habría amor si no hubiera cultura”, según afirmaba La Rochefoucauld, retomado por Lacan, es posible “introducir la temporalidad en el tratamiento de la diferencia sexual”, es decir, tener en cuenta que hombre y mujer son algo más que macho y hembra, son significantes que han recibido significados diferentes según las épocas, señala Leguil, lo que permite “volver fluidas” las significaciones rígidas del género, en la medida en que nunca se trata de pura evidencia natural sino que portan la marca del espíritu de su tiempo.

Y los estudios de género no son una excepción, constituyen una manera de interpretar el cuerpo “paradigmática de las aspiraciones hipermodernas”. Así lo demuestra el libro La Fabrique du sexe de Thomas Laqueur, un estudio detallado y documentado del tema que Leguil puntúa cuidadosamente a fin de ilustrarnos, entre otros temas, que la utopía del unisex que propugna Wittig, tiene sus precedentes, constituye “una versión hipermoderna y desteologizada […] de un modelo anterior, previo al reconocimiento de la diferencia de los sexos” (124) que, como tal, tiene su historia, y actualmente asistimos a su dilución. La aspiración actual a prescindir de las marcas del Otro y el empeño en remitir las identidades –ignorando el sexo que se tiene, y el género que se debería encarnar– a una exclusiva relación consigo mismo, derivada de las prácticas sexuales, es decir, a la manera en que los sujetos disponen de sus cuerpos, se corresponde con el borramiento creciente del Otro en el que estamos inmersos –según lo ha desarrollado Jacques-Alain Miler en su curso El ser y el Uno.

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370 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9789878372532
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