Kitabı oku: «Las mil y una noches personistas», sayfa 2
El mensaje secreto de los inválidos,
por Rafael Bielsa
Siempre fuimos distantes, mi padre y yo. Me refiero al uno respecto del otro.
Hay una película norteamericana de los noventa, en la que Russell Crowe come tempura con Al Pacino, en un restaurante japonés.
–Mi padre fue ingeniero mecánico –dice Crowe–... el hombre más ingenioso que he conocido.
–Mi padre me dejó cuando tenía cinco años –le contesta con impaciencia Pacino tamborileando con los dedos sobre la mesa–… y no fue el hombre más ingenioso que he conocido. –De inmediato cambia de tema.
Bien: en ese diálogo, yo soy Pacino.
Estrictamente hablando, a mi padre le hubiese encantado ser ingeniero mecánico, pero no me abandonó. El peso de su propio padre lo llevó por otro camino, cuyo costado laboral desatendió durante toda su vida. Lo que hizo fue ir internándose en una fronda cada vez más intrincada, una red hermética de helechos, desde que tengo uso de razón, haya sucedido eso a mis cinco o a mis trece años.
Como casi todos, fui poniendo a punto mi “idea del padre” conforme el paso del tiempo. Podría decir que lo central consiste en que decidió asignar a su existencia un lugar adyacente en la vida de los otros, tan aledaño como imperturbable.
Cuando llegaba a un sitio, no parecía venir, sino ir a encontrarse consigo en otro lugar. La mayoría de los recuerdos que tengo de él lo ubican en los márgenes. Si ocupa el centro, se trata de algo provisorio o accidental. Y si no era así, de algo jocoso. Para él, lo furtivo no era ni ilegítimo ni redundante.
Si tuviera que exponer sobre el estado actual de mi propia conjetura diría que, entre aceptar ser lo que los otros querían que fuera, él resolvió no ser nadie. Viviría jornadas enteras, inclusive vertiginosas, pero sin tomar parte de sus propios gestos y decisiones.
En algún momento estableció que el sentido que el mundo le había asignado no le era accesible, por lo que se dedicaría a las orillas y a la farsa. Para lograrlo, hace falta un esfuerzo titánico.
Recuerdo sus ojos, uno turquesa y el otro zafiro, como de hielo, fijos en una tierra incógnita. Como no había encontrado ni la estabilidad ni la fiabilidad en la vida parroquial y sus aledaños, dejó de buscarla; por el contrario, erraba sin patria dentro de una constelación a la que se podía acceder, siempre y cuando no se tuvieran los pies en la tierra. Hacia allí se enfocaban sus ojos desiguales.
Un inválido, podría decir. U otra cosa, mucho más pétrea e indescifrable.
Ahora, que no es hora para nada, pienso que su genio era una especie de locura, aunque esa locura no tuviera nada de genial. Soñaba con el cerebro dormido y con el pensamiento despierto, y de ello resultaba una conducta oblicua, desolada, huidiza. Estrafalaria, al fin y al cabo. Las formas correctas embestían a su mundo real, como cuando se mezclan el agua dulce del Río de la Plata con la salada del Océano Atlántico en la Bahía de Samborombón, cielo y nubes flamencas, brisa de raso y rasgarse de lona. Y por todas partes los cangrejales, rojos y nerviosos.
Como vivió ensoñado, y los sueños son una manera de decir, su manera de ser y las decisiones que tomaba siempre fueron ininteligibles. Terminó por hacer de su sueño otra forma de pensamiento, que no tenía ningún respeto por la cronología y las unidades clásicas de tiempo y de lugar.
Verdaderas idioteces que expresaban o hacían los demás, a él les parecían excelentes e ingeniosas, y viceversa. Si los sueños son eso de lo que uno despierta, él resolvió no despertar nunca y, cuando murió, dejó a los demás perplejos y consternados a su respecto.
Era el mismo efecto que causó durante toda su vida, en particular respecto de aquellos que no tenían el sentido del humor necesario como para no tomárselo en serio. Que, precisamente, fue lo que siempre quiso y por lo que siempre luchó.
Trabajó muy duro, en particular durante la segunda mitad de su vida, para que a nadie se le ocurriese pensar que podía ser la persona indicada para cualquier cosa a la que no estuviera dispuesto. Y no estaba dispuesto a nada serio, según el concepto general que se tiene de ello.
Joven todavía, luego de intentar con un estudio jurídico de amigos, volvió al despacho de la casa familiar, donde lo compartió con su propio padre. Es difícil imaginar una pareja más despareja, el padre y el hijo. Enfrente de aquel caserón había una plaza, que daba comienzo al Parque Independencia de Rosario.
Al frente había una puerta doble de entrada, con un embasamiento apoyado sobre un zócalo de bronce –y un frontal defendido por una verja con barras terminadas en una lanza puntiaguda que cubría los vidrios–. Sobre la izquierda, a cincuenta pasos de distancia, construían el edificio destinado a los Tribunales Provinciales.
Tengo empapados aquellos años por la melodía de la película El tercer hombre, Harry Lime Theme, que mi tía, la hermana menor de mi padre, interpretaba tiesa frente a un piano vertical, con sus ojos desquiciados de color violeta, apagando una alegría que no sentía. También me anega el amarillo del sol derramándose dentro del salón comedor de los domingos, tanto en verano como en invierno, con las vidrieras que daban al este y siempre me hacía pensar en una estampa del transatlántico Normandie, cuyos interiores estaban decorados con muebles de Ruhlmann y paneles figurativos de Jean Dunard. Y me ensordece el rumor de las habitaciones interiores donde trajinaba el personal de servicio, en un movimiento continuo que me impulsaba a dejar mi sitio para sentarme junto a ellos y escucharlos narrar.
Mujeres que enarbolaban palmetas de mimbre para quitar el polvo de las alfombras. Muchachos con tijeras de cizalla para madera adulta y serruchos de corte transversal, con los que hacían la poda de limpieza y con la primavera la de acorte, en las estrellas federales de exuberantes brácteas rojas que goteaban su savia lechosa cuando eran intervenidas.
Hombres y mujeres que entraban y salían con provisiones, cordeles, sábanas de hilo de Holanda, sifones de soda, carnes rojas apoyadas en antebrazos sanguinolentos. Con mucho, ellos eran los habitantes más interesantes de aquella casa, en la que vivía el padre de mi padre cuando compartían el gabinete jurídico.
A veces, entre sombras prohibidas que yo oía entredecir y fulgurantes imágenes con las que trataba de representarme lo que ignoraba, como en una especie de misa bárbara, alguien hacía mención a los patrones y a lo distinto que era todo cuando estaban Evita y Perón. Los inocentes, como durante el reinado del Terror posterior a la Revolución Francesa, eran salvados a capa y espada invertidas por Merle Oberon y Leslie Howard. Yo ya era peronista, de plena contigüidad.
En los almuerzos dominicales, era litúrgico escuchar las largas parrafadas de mi abuelo contra el “régimen depuesto”. Tenía un antiperonismo cuantioso, ornamental y conservador de burgués solícito, apoyado en el derecho, la democracia y la república, a los que el “tirano prófugo” había aparentemente mancillado con sus “charlatanerías”.
Una vez mi padre, que pasaba socialmente por antiperonista y había participado de algunas refriegas durante la Revolución de septiembre del 55, le hizo notar a mi abuelo que en los albores de los años treinta, él mismo había sido funcionario político de Agustín Pedro Justo, elegido mediante fraude electoral y luego había suscrito el ruinoso pacto Roca-Runciman.
Mi abuelo le descerrajó una mirada insalubre, giró la cabeza hasta pasar revista a todos los comensales, y se rió sonoramente: “… pecados de juventud…” –dijo– “… era otro país…”. Y la emprendió “… con esos años en los que por todo el país había gente que sacaba credenciales de los bolsillos y se las refregaba a otros para demostrarles que había estado en algún lado o hecho algo que probaba su incuestionable lealtad”. Enseguida pasó a otro tema, escurriéndose como un cangrejo.
Recuerdo haber pensado que, al fin y al cabo, los peronistas que conocía también eran jóvenes en condición de pecar y que, si aquel había sido otro país, por fuerza lo mismo podría decirse del actual. Pero el tono categórico de mi abuelo me hizo callar la boca. Esas no eran las intervenciones que se esperaban de los niños en esa familia desapacible, sino que dejaran pasar los años hasta que les llegara el momento de mostrar de qué madera estaban hechos.
En una ocasión, mi madre fue a consultar a un relevante facultativo rosarino si la locura era hereditaria. “No es congénita”–recibió por respuesta– “pero sí muy contagiosa”. No estoy seguro de lo primero, pero con lo segundo no se equivocó.
Esas irrupciones temerarias de mi padre me hacían mirarlo fugazmente de otro modo. Por lo general, prevalecía su inválido contorno, internándose solo en su propia espesura. Ahora pienso que habría debido darme cuenta de algo: el tullido de la claridad, adentro de las sombras elegidas por él mismo, forzosamente tenía que haber sido otro hombre. Y de ese, yo no podía decir ni una sola palabra.
Como señalé, a media cuadra se construyó el edificio de los Tribunales Provinciales, una mole stile littorio –una versión mediterránea y fascista de la arquitectura moderna– completamente revestida de mármol travertino, que se inauguró durante los años sesenta. A comienzos de la década, los albañiles se reunían en la plaza, luego del almuerzo o a la salida del trabajo, para jugar al fútbol.
Los pibes del barrio solíamos mirar esos lances, en pequeños grupos contiguos al improvisado campo de juego, o desde las ventanas de las casas en donde vivíamos o por las que transitábamos. Mi hermano se prendía en matiné, vermut y noche, porque la escolaseaba. Muy pocos se animaban a mezclarse tras la pelota (había que pedir permiso utilizando el “usted”, pasar por alguna prueba y luego estar a la altura).
Yo solía asomarme por las ventanas del recibidor, donde unos años después fue velado el padre de mi padre, haciendo equilibrio sobre una robusta mesa ratona que conservo, en la que se apoyaba el cenicero.
Desde aquella atalaya miraba hacia el foro sulfuroso donde un puñado de muchachos corría, gesticulaba, derrapaba. A veces, la madre de mi padre asomaba su cabeza color añil, me veía encaramado y refunfuñaba: “Ahjjj, ¡rafatalla!”, palabra que no he vuelto a ver ni a oír, y que al parecer para ella quería decir “pandilla” o “chusma”, maldición que dirigía a los entusiastas.
Para mí, por ese entonces, comensal infantil sentado en almuerzos ferozmente gorilas, sonaba a tumulto, a descamisados, a batahola. Como “Perón”, ése genitivo agudo como un talismán, magnético por estar prohibido e hipnótico, como lo es el silencio de los desamparados.
Era la única interrupción que podía temer; así pasaba largos lapsos, poniéndoles la camiseta de mis colores favoritos a los mejores exponentes, o transformando el desafío en un partido de primera división, en el que indefectiblemente triunfaba el equipo que me desvela, Ñúbel.
Eso fue así, hasta que apareció el amputado.
Tendría unos veinticinco años y una cresta de pelo negro y brillante que le daba el aire de un gallo pavoneándose ante la hembra. Estaba vestido con una camisa blanca con las mangas enrolladas hasta el codo, un pantalón oscuro de tela acanalada, y un pañuelo que se ceñía al cuello dejando dos puntas menudas, como los pétalos de una flor de boca de dragón.
La pierna derecha de la prenda estaba escrupulosamente doblada a la altura de la rodilla y sujeta por la parte externa del muslo con un gran alfiler de gancho, y calzaba unas zapatillas “Olímpico” de “Panam”, azules con doble suela y capellada de lona.
Toda la indumentaria parpadeaba de limpieza, y así fue cada vez que lo vi. Al comienzo, sobre un costado de la vereda que enfrentaba la casa de mi abuelo; más adelante, entre los jugadores.
Porque, a poco de llegar, solicitó autorización para mezclarse en el duelo. Uno de los que oficiaba de interlocutor, morocho, alto y fornido, le miró el costado derecho del cuerpo y luego a los ojos.
El amputado encajó el muñón entre los parantes de la muleta, apoyado sobre la empuñadura –que estaba muy baja porque tenía los brazos largos–, se afirmó sobre la almohadilla axilar, con el peso del cuerpo clavó la contera en el pasto e hizo un gesto que luego le vería con frecuencia y que siempre me cegó: ladeó la cabeza, y con ella el penacho oscuro, como al compás de una tormentosa melodía interior, describió un breve semicírculo hacia atrás y terminó el ademán afirmando el cuello y mirando al inspector. El supervisor bajó sus ojos. Yo sentí en aquello un desdén por los almuerzos familiares de los domingos, como si él supiera lo que les hacen los saciados a los que tienen hambre. Así fue la primera manifestación; en adelante, bastaba con que llegara para que le hicieran sitio.
Corría como un hombre con una muleta, claro está, pero no eludía el roce físico y –más todavía– reaccionaba con brusquedad cuando creía que alguien le había tenido lástima. La mayoría de las veces golpeaba la pelota con el extremo de la muleta, pero en algunas ocasiones, mediante un acrobático espasmo, lo hacía con la pierna izquierda; la de apoyo.
Cuando el tiro salía bien, sacudía la cresta brillante contorsionando el cuello, como lo había hecho al llegar. Muchos años más tarde, el acordeonista ciego de Amarcord hizo un gesto semejante, que pensé que había olvidado y que identifiqué de inmediato.
No sé cuánto duró el espectáculo, durante cuánto tiempo el amputado fue a patear a la plaza, pero sí que en una ocasión mi padre abrió la puerta de esa habitación, yo escuché el sonido y me di vuelta.
Achicó los ojos, ofuscados por la claridad que lo golpeaba en la cara, y me preguntó qué hacía ahí, trepado. Le conté y se puso a mi lado para mirar él también; no necesitaba de ningún suplemento y rápidamente se involucró con lo que estaba viendo. ¡Un partidario de Aramburu! “¡Rafatalla! ” Un doble agente, ahora lo sé.
Lo escuché respirar cada vez con mayor agitación, como si en el medio hubiese muchos hilos que se entrecruzaran: una especie de roce, de saludo, de sujeción. Mi padre miraba, tenaz, negativo, categórico.
Como yo no tenía el hábito de su contigüidad, me sentí incómodo y le hice un comentario acerca de una historia que había leído. Era de un brasileño, Monteiro Lobato, y tenía palabras que me regocijaban y me traían serenidad, como jaboticaba o chirimoya.
En uno de los volúmenes de la obra, aparecía el Saci, un negrito atropellador de una sola pierna, que usaba sobre la cabeza un capuchón rojo y que agriaba la leche en las jarras.
“¿Sabías que el Saci es tan artero, que cuando quiere, a pesar de tener una pierna, la cruza como si fueran dos?” Mi padre hizo el ademán de mirarme, pero continuó, agitado, con los ojos en la plaza por unos minutos más, estupefacto como si él mismo hubiera comprendido que era un mutilado.
Luego, se dio la vuelta y salió como había llegado. Nunca más volvió. Solo, alguna vez, mi abuela se asomaba, miraba, profería su: “Ahj, ¡rafatalla!” y me dejaba en paz.
Pero ellos siguen allí, por lo que se puede ver, inmutables y, por tanto, de algún modo eternos.
El espíritu de Perón,
por Virginia Feinmann
Ese año en la escuela se cantaban más marchas. La directora ordenaba formar fila y después decía lo de la patria recuperada, y decía firmes, distancia, descanso, firmes. A la salida se arriaba la bandera con “Vamos, argentinos, vamos a vencer”. Era una bandera nueva, con la franja del medio muy blanca, pero tenía un agujero pequeño en el costado. Cata podía verlo con toda claridad. Cada vez que después de firmes-distancia-descanso-firmes arriaban la bandera, lo único que ella miraba era ese agujero en la tela.
Su hermana Pepi iba a buscarla seguido durante el recreo. No le gustaba jugar con otros chicos. No sabían tocar la guitarra como ella ni conocían temas de Pedro y Pablo. Muchas veces terminaban las dos solas, caminando en círculos por el patio, cantando en voz baja.
Era un día de esos en que Pepi se acercaba. Había querido cantar la La Luis Burela y nadie más quiso. A ella le gustaba esa canción. “¿Con qué armas, señor, lucharemos? / Con las que les quitaremos, dicen que gritó.” Siempre repetía el estribillo, mientras saltaba a la soga, mientras saltaba al elástico, si bien su papá, que era quien en principio se lo había enseñado, desde el comienzo del año venía diciéndole que no lo cantara más.
Así estaban cuando llegaron las inglesas. En realidad no eran inglesas. Florencia se llamaba Florencia pero le decían Florence, y a Carolina, Carol. Sus padres habían nacido en algún lado, con nombres de ese estilo. El nombre de la madre, por ejemplo, era Eudora, pero ellas habían explicado que se pronunciaba Iudora. También contaron que tenían un perro que se llamaba Maxwell y que era un preston terrier. Fue lo primero que les informaron a todos al empezar la escuela.
Ahora querían invitarlas a jugar. ¿A nosotras?, se sorprendió Pepi. Cata esperó callada. Bueno, sí, dijeron las inglesas. Well, yes, dijo Florence. Why not?
Jamás les hablaban en los recreos. Cata y Pepi no tenían idea de qué estaba balbuceando Florence mientras movía las manos y mostraba el cielo y Carol les miraba los zapatos con sus ojos finitos y celestes, así que volvieron a preguntar por qué.
—Es un juego que inventó nuestro primo de Adlington, les va a encantar.
—Pero a nosotras ¿por qué?
—Bueno porque... well... Porque nadie más se anima.
Caminaron. Florence tenía piernas largas e iba adelante sin esfuerzo. La punta del lazo de su delantal, siempre más blanco que los demás, subía y bajaba con sus movimientos, las iba guiando por calles en círculo, con árboles cada vez más grandes que empezaron a oscurecer el cielo. Las casas se hicieron anchas y bajas y las plantas trepaban por las paredes. El aire era frío, pesado.
—¿Cómo es el juego? –dijo Pepi.
—Well... –Carol miró a Florence–, se cortan unos papeles...
—Sí –dijo ella y se dio vuelta, las trenzas rubias también giraron y el lazo de su delantal la rodeó como la cola del corcel encantado–. Se cortan unos papeles, en cada uno escribís una letra del eibicí, los ponés en círculo, arriba de una mesa… Apoyamos una copa de cristal boca abajo. Cada una pone su dedo arriba de la copa.
Siguió caminando.
—¿Y entonces?
—Y entonces podés hablar con los muertos –completó Carol.
La casa tenía puertas verdes como pizarrones gigantes y dos leones de bronce con anillos en la boca. Pepi quiso tocar uno, pero Cata le detuvo la mano. Florence apretó un timbre que sonó como una campanita. Una señora parecida a la portera de la escuela les abrió la puerta. Las inglesas pasaron sin saludarla. Pepi quiso darle un beso pero por alguna razón no se animó. Entraron.
Iudora, la madre, leía un libro cerca del fuego. Era una chimenea como la de los cuentos, como la de Papá Noel en trineo, con fuego encendido de verdad. Ella estaba envuelta en una manta y la tapa del libro era de terciopelo rojo y letras doradas. Antes de que pudieran acercarse las miró, levantó una ceja y les sonrió con media boca. Volvió al libro.
—¿Le avisaste a tu mamá que veníamos? –preguntó Cata mientras seguían a las inglesas por una escalera de madera lustrada.
Cada paso hacía un ruido que nunca habían escuchado. Quizá solo el piano de la escuela cuando venían a afinarlo. Le abrían la panza de madera oscura, las cuerdas y los martillos y el pañolenci adentro. Así pisaban ahora.
—Sí, le avisamos.
—¿Y qué dijo?
—Que estaba bien –se rió un poco–. Que seguro iban a querer hablar con Perón.
—Queremos hablar con Perón –dijo Pepi–. Tenemos que hablar con Perón, Cata, papá se va a poner contento…
—Very well then –Florence dispuso las letras sobre una mesita de madera redonda–, ¿cuál es el nombre del señor Perón?
—Juan Domingo –dijo Cata y sintió que se paraba más derecha.
—Pongan los dedos –indicó Florence y una vez que lo hicieron cerró los ojos y recitó: si el espíritu del señor Juan Domingo Perón se encuentra presente en la sala, que se manifieste a través de la copa.
—Haced que compadezca... –agregó Carol.
—Sí, haced que compadezca delante de..., no, que comparezca...
—No, que compadezca…
—¡Queremos hablar con Perón! –dijo Pepi.
La copa se movió.
Pareció que flotaba sobre esa madera casi negra y suave. Sin que la forzaran de ningún modo fue de letra en letra. Primero a la L, después I, después B. Se miraron.
–Liberación –dijo Cata–. Liberación o dependencia. –Lo había escuchado varias veces.
—No way! –dijo Florence.
—¿Entonces qué?
La copa frenó un segundo y retomó hasta la R y después la O. ¿Libro? Y después M, A, D, R, E. Y después volvió al centro y se quedó totalmente quieta.
—Libro madre no es nada. Libro madre...
—Cuando entramos tu mamá estaba leyendo un libro –se acordó Cata.
Carol bajó las escaleras corriendo. Volvió y dijo que su madre estaba leyendo The hound of the Baskervilles y que lo había escrito sir Arthur Conan Doyle y que por lo tanto estaban hablando con él.
—No puede ser. ¡Llamamos a Perón!
—Excuse me pero me parece mucho más interesante –dijo Florence y empezó a hablar en inglés con la copa.
Cata y Pepi no volvieron a poner los dedos, agarraron sus portafolios y se fueron sin saludar. Cuando la señora igual a la portera de la escuela fue a abrirles Pepi la abrazó y lloró. Ella no dijo nada. Solo le acarició la cabeza con una mano callosa, despacio, hasta que se calmó, hasta que se le pasaron la rabia y el llanto, y pudieron irse y caminar las treinta cuadras que había entre su casa y ese lugar.
Tomaban una sopa de letras. Pepi juntó con la cuchara, la P, la E, la R. Nadie hablaba. Papá no tocaba la guitarra. Mamá lo miraba y cada tanto le daba la mano, le sacudía un poco el brazo.
—Hay que avisarle al Negro, Héctor.
Hay que avisarle al Negro era lo único que decía, en voz muy baja. Solo después, horas más tarde, cuando Cata se despertó en medio de la noche y cruzó el pasillo de baldosas frías para ir al baño, escuchó llorar a mamá.
La directora daba discursos cada vez más largos. Se había triunfado, decía, sobre los enemigos de la nación. Y llevaba los hombros hacia atrás, erguía más el pecho, levantaba más el mentón y taconeaba por los pasillos. Su rodete era cada vez más tirante.
—Nosotras tenemos que hacer algo –le dijo Pepi a Cata en el recreo, mientras caminaba alrededor de ella en círculos porque ninguno de sus compañeros, ni ella misma esta vez, habían querido cantar La Luis Burela.
—Tenemos que hacer algo.
Desde el otro lado del patio Florence las miraba, sentada con su pelo dorado en trenzas, con el lazo del delantal reposando a su lado. Subía y bajaba los ojos del libro de terciopelo rojo con letras doradas. No creían que lo estuviera leyendo. Más bien parecía que lo había llevado para molestarlas.
Esa noche sonó el teléfono y mamá escuchó un rato largo.
—Está bien, yo aviso –dijo–. Héctor no... no sé... no está bien... desde lo de Alicia y el Negro.
Cata miró a papá que a su vez miraba algo inexistente, como si esperara, como si vigilara, como si quisiera atrapar ruidos con los ojos.
—Vamos a jugar de nuevo –les dijeron entonces a las inglesas–. El juego del primo de ustedes.
Florence se hacía la distraída, aunque Carol ya estaba diciendo yes, yes.
—Y si quieren pueden tratar de hablar con Perón otra vez.
—Sí, con Perón queremos hablar. ¿Les parece esta tarde?
Volvieron a recorrer las calles en círculo, las casas con plantas en las paredes, el aire frío y pesado, los árboles que oscurecían el cielo, la punta brillante del lazo del delantal de Florence.
Esta vez no se veía a Iudora frente al fuego y nadie leía el libro del señor ese, así que pensaron que todo iba a ser más fácil.
Carol arrimó la mesita oscura de tres patas y Florence apoyó una por una las letras. De un armario lleno de cristales y adornos sacó la copa. Lo cerró con un clic suave y una vuelta de llave. Pasó una franela verde a la copa, la puso boca abajo en el centro de la mesa, posó el índice en la base y, well, pongan los dedos ustedes también.
—Perón, te pedimos por favor que vengas y ayudes a papá y a mamá –dijo Pepi.
Y las inglesas:
—Dear God, ¡así no es!
Pero ella lo repitió, lo repitió unas tres o cuatro veces, frunciendo los labios finitos, haciendo fuerza con los ojos sobre la copa, hasta que empezó a deslizarse y todas sintieron un golpe seco en la panza, como si hubiera arrancado un auto. Se miraron. Y después a las letras.
I–T–S –pausa– C–A–M–I–L–L–A.
—Camilla. Perón está enfermo. Está en una camilla, Cata, por eso estamos así.
—Así ¿cómo? –dijo Florence.
—No sé –dijo Pepi–, así.
—Tristes –dijo Cata–. Con miedo –y le sostuvo la mirada.
La copa volvió a moverse.
CAMILLA – FROM – BARLEY–FIELD.
—Camilla... ¡la nena del camión silo! –Florence y Carol se agarraron las manos–. Es una nena… –les dijeron–, era una nena... murió en el campo de su padre... era como nosotras...
—Como ustedes cómo.
—Como nosotras, así como somos nosotras, pero fue al campo y habló con los peones. No saben por qué fue y habló con los peones. Y a la noche la encontraron en un camión silo.
—¿Un camión qué?
—Un camión silo... –Carol pensó...
—...Grain storage lorry –dijo Florence, y Cata quiso preguntarle a esa nena si sabía algo, si los peones le habían hablado de Perón.
—¿Vos entendés lo que dice?
—Obvio que entiendo, entiendo todo, ella fue al campo y los peones la metieron en un camión silo y le tiraron los granos encima a propósito y la ahogaron.
—La mataron –completó Carol.
—¿Cómo sabés que fueron los peones? –Cata se levantó tan fuerte que golpeó la mesa con las rodillas. La copa se inclinó un segundo, después volvió a su lugar–. A lo mejor ni sabían que ella se había metido ahí. A lo mejor se metió sola, por ser una nena inglesa tonta que no entiende nada.
—¿Qué decís? Fueron los peones. La mataron, right, Camilla? –Florence siguió hablando en inglés.
Carol lloraba y decía “poor Camilla” y ellas agarraron los portafolios de nuevo y se fueron corriendo de ahí.
A la hora de la cena el teléfono sonó más que nunca. Mamá se apretaba el ceño con dos dedos y decía:
—Sí, sí, estoy avisando. Estoy avisando a los que puedo. A algunos ya no los encuentro.
Papá había dicho que no cenaba, que cenaran sin él. Le dolía mucho la cabeza y se había tirado en un sillón. Estaba acurrucado como un bebé con frío.
Pepi le dijo a su hermana que iba a pasar el recreo con amigas, que había encontrado una que se sabía, Ay país, que iban a cantarla juntas y que no se preocupara. Apenas Cata se dio vuelta para jugar al elástico, ella salió por la puerta de hierro negro sin mirar a nadie. Pensó que así nadie la miraría a ella, y así fue.
Corrió por la avenida hasta la calle en círculo, las casas anchas, el aire frío. Imaginaba el lazo blanco de Florence adelante, como las miguitas de Hansel y Gretel, como la cola del corcel encantado que le decía por dónde ir. Reconoció la casa de los pizarrones verdes. Tocó el timbre de campana. La señora igual a la portera de la escuela la abrazó, le secó las lágrimas, le apartó el pelo húmedo de la frente, escuchó todo lo que tenía para contarle. Cuando, llegado el momento, Pepi le pidió el favor de subir al cuarto de la copa, la dejó pasar. Y cuando le dijo que necesitaba ver las letras un segundo, la señora, tranquila, callada y armoniosamente, también dio vuelta a la llave del mueble y lo abrió con el suave clic.
Esa noche mamá tampoco cenó. Les dejó unas milanesas cortadas y un puré con grumos y se fue a seguir envolviendo. Cada tanto le llevaba un té a la cama a papá. Y después puso la máquina de escribir en una caja y la cerró con cinta. Recubrió los vasos con papel de diario. Bajó libros de la biblioteca y los apiló en el piso, cerca de las valijas.
Cuando todos se acostaron, Pepi la escuchó llorar otra vez, bajito. Golpeó la puerta del dormitorio. Entró. Mamá tenía el codo apoyado en la mesa de luz y la cara sobre ese codo. La levantó y la miró. Le sonrió. Pepi se acercó y le dio lo que guardaba para ella desde la tarde. Una por una le fue alcanzando, primero la P, después la E, la R, la O, la N. Mamá las acomodó sobre el vidrio de la mesa de luz. Le acarició la cabeza. Le dijo sí. Sí, mi amor, sí.