Tremolad mi enseña en los muros. Ya suenan cerca sus clamores. El castillo es inexpugnable. Pelearán en nuestra ayuda el hambre y la fiebre. Si no nos abandonan los traidores, saldrémos al encuentro del enemigo, y le derrotarémos frente á frente. ¿Pero qué ruido siento?
Son voces de mujeres.
Yo soy inaccesible al miedo. Tengo estragado el paladar del alma. Hubo tiempo en que me aterraba cualquier rumor nocturno, y se erizaban mis cabellos, cuando oia referir alguna espantosa tragedia, pero despues llegué á saciarme de horrores: la imágen de la desolacion se hizo familiar á mi espíritu, y ya no me conmueve nada. ¿Pero qué gritos son esos?
La reina ha muerto.
¡Ojalá hubiera sido más tarde! No es oportuna la ocasion para tales nuevas. Esa engañosa palabra mañana, mañana, mañana nos va llevando por dias al sepulcro, y la falaz lumbre del ayer ilumina al necio hasta que cae en la fosa. ¡Apágate ya, luz de mi vida! ¿Qué es la vida sino una sombra, un histrion que pasa por el teatro, y á quien se olvida despues, ó la vana y ruidosa fábula de un necio?
(Llega un espía.)
Habla, que ese es tu oficio.
Señor, te diré lo que he visto, pero apenas me atrevo.
Dí sin temor.
Señor, juraria que el bosque de Birnam se mueve hácia nosotros. Lo he visto desde lo alto del collado.
¡Mentira vil!
Mátame, si no es cierto. El bosque viene andando, y está á tres millas de aquí.
Si mientes, te colgaré del primer árbol que veamos, y allí morirás de hambre. Si dices verdad, ahórcame tú á mí. Ya desfallece mi temeraria confianza. Ya empiezo á dudar de esos génios que mezclan mentiras con verdades. Ellos me dijeron: «Cuando la selva de Birnam venga á Dunsinania»; y la selva viene marchando. ¡A la batalla, á la batalla! Si es verdad lo que dices, inútil es quedarse. Ya me ahoga la vida, me hastia la luz del sol. Anhelo que el orbe se confunda. Rujan los vientos desatados. ¡Sonad las trompetas!
Hemos llegado. Dejad el verde escudo de esas ramas, y apercibíos al combate. Amado pariente mio, Suardo, tú dirigirás el ataque con tu noble hijo y mi primo. El valiente Macduff y yo cuidaremos de lo restante.
Está bien, señor. Sea vencido quien no lidie esta noche bizarramente contra las huestes del tirano.
Hienda el clarin los aires en aullido de muerte y de venganza.
Estoy amarrado á mi corcel. No puedo huir. Me defenderé como un oso. ¿Quién puede vencerme, como no sea el que no haya nacido de madre?
¿Quién eres?
Temblarás de oir mi nombre.
No, aunque sea el más horrible de los que suenan en el infierno.
Soy Macbeth.
Ni el mismo Satanás puede proferir nombre más aborrecible.
Ni que infunda más espanto.
Mientes, y te lo probaré con mi hierro. (Combaten, y Suardo cae herido por Macbeth.)
Tú naciste de madre, y ninguno de los nacidos de mujer puede conmigo.
Por aquí se oye ruido. ¡Ven, tirano! Si mueres al filo de otra espada que la mia, no me darán tregua ni reposo las sombras de mi mujer y de mis hijos. Yo no peleo contra viles mercenarios, que alquilan su brazo al mejor postor. O mataré á Macbeth, ó no teñirá la sangre el filo de mi espada. Por allí debe estar. Aquellos clamores indican su presencia. ¡Fortuna! déjame encontrarle.
(A Malcolm.) El castillo se ha rendido, señor. Las gentes del tirano se dispersan. Vuestros caballeros lidian como leones. La victoria es nuestra. Se declaran en nuestro favor hasta los mismos enemigos. Subamos á la fortaleza.
¿Por qué he de morir neciamente como el romano, arrojándome sobre mi espada? Mientras me quede un soplo de vida, no dejaré de amontonar cadáveres.
Detente, perro de Satanás.
He procurado huir de tí. Huye tú de mí. Estoy harto de tu sangre.
Te respondo con la espada. No hay palabras bastantes para maldecirte.
¡Tiempo perdido! Más fácil te será cortar el aire con la espada que herirme á mí. Mi vida está hechizada: no puede matarme quien haya nacido de mujer.
¿De qué te sirven tus hechizos? ¿No te dijo el génio á quien has vendido tu alma, que Macduff fué arrancado, antes de tiempo, de las entrañas de su madre muerta?
¡Maldita sea tu lengua que así me arrebata mi sobrenatural poder! ¡Qué necio es quien se fia en la promesa de los demonios que nos engañan con equívocas y falaces palabras! ¡No puedo pelear contigo!
Pues ríndete, cobarde, y serás el escarnio de las gentes, y te ataremos vivo á la picota, con un rótulo que diga: «Este es el tirano.»
Nunca me rendiré. No quiero besar la tierra que huelle Malcolm, ni sufrir las maldiciones de la plebe. Moriré batallando, aunque la selva de Birnam se haya movido contra Dunsinania, y aunque tú no seas nacido de mujer. Mira. Cubro mi pecho con el escudo. Hiéreme sin piedad, Macduff. ¡Maldicion sobre quien diga «basta!» (Combaten.)
¡Quiera Dios que vuelvan los amigos que nos faltan!
Algunos habrán perecido, que no puede menos de pagarse cara la gloria de tal dia.
Faltan Macduff y tu hijo.
Tu hijo murió como soldado. Vivió hasta ser hombre, y con su heroica muerte probó que era digno de serlo.
¿Dices que ha muerto?
Cayó entre los primeros. No iguales tu dolor al heroismo que él mostró, porque entonces no tendrán fin tus querellas.
¿Y fué herido de frente?
De frente.
Dios le habrá recibido entre sus guerreros. ¡Ojalá que tuviera yo tantos hijos como cabellos, y que todos murieran así! Llegó su hora.
Honroso duelo merece, y yo me encargo de tributárselo.
Saldó como honrado sus cuentas con la muerte. ¡Dios le haya recibido en su seno!
(Que se presenta con la cabeza de Macbeth.)
Ya eres rey. Mira la cabeza del tirano. Libres somos. La flor de tu reino te rodea, y yo en nombre de todos, seguro de que sus voces responderán á las mias, te aclamo rey de Escocia.
¡Salud al Rey de Escocia!
No pasará mucho tiempo sin que yo pague á todos lo que al afecto de todos debo. Nobles caballeros parientes mios, desde hoy sereis condes, los primeros que en Escocia ha habido. Luego haré que vuelvan á sus casas los que huyeron del hierro de los asesinos y de la tiranía de Macbeth, y de su diabólica mujer que, segun dicen, se ha suicidado. Estas cosas y cuantas sean justas haré con la ayuda de Dios. Os invito á asistir á mi coronacion en Escocia.
ESCALA, príncipe de Verona.
PÁRIS, pariente del Príncipe.
MONTESCO.
CAPULETO.
Un Viejo de la familia Capuleto.
ROMEO, hijo de Montesco.
MERCUTIO, amigo de Romeo.
BENVOLIO, sobrino de Montesco.
TEOBALDO, sobrino de Capuleto.
Fr. LORENZO.]] de la Órden de S. Francisco.
Fr. JUAN. ]
BALTASAR, criado de Romeo.
SANSON. ]
GREGORIO.]] criados de Capuleto.
PEDRO, criado del ama de Julieta.
ABRAHAM, criado de Montesco
Un boticario.
Tres músicos.
Dos pajes de Páris.
Un Oficial.
La señora de Montesco.
La señora de Capuleto.
JULIETA, hija de Capuleto.
El Ama de Julieta.
Ciudadanos de Verona, Alguaciles, Guardias, Enmascarados, etc., Coro.
En la hermosa Verona, donde acaecieron estos amores, dos familias rivales igualmente nobles habian derramado, por sus odios mutuos, mucha inculpada sangre. Sus inocentes hijos pagaron la pena de estos rencores, que trajeron su muerte y el fin de su triste amor. Sólo dos horas va á durar en la escena este odio secular de razas. Atended al triste enredo, y suplireis con vuestra atencion lo que falte á la tragedia.
A fe mia, Gregorio, que no hay por qué bajar la cabeza.
Eso seria convertirnos en bestias de carga.
Queria decirte que, si nos hostigan, debemos responder.
Sí: soltar la albarda.
Yo, si me pican, fácilmente salto.
Pero no es fácil picarte para que saltes.
Basta cualquier gozquejo de casa de los Montescos para hacerme saltar.
Quien salta, se va. El verdadero valor está en quedarse firme en su puesto. Eso que llamas saltar es huir.
Los perros de esa casa me hacen saltar primero y me paran despues. Cuando topo de manos á boca con hembra ó varon de casa de los Montescos, pongo piés en pared.
¡Necedad insigne! Si pones piés en pared, te caerás de espaldas.
Cierto, y es condicion propia de los débiles. Los Montescos al medio de la calle, y sus mozas á la acera.
Esa discordia es de nuestros amos. Los criados no tenemos que intervenir en ella.
Lo mismo da. Seré un tirano. Acabaré primero con los hombres y luego con las mujeres.
¿Qué quieres decir?
Lo que tú quieras. Sabes que no soy rana.
No eres ni pescado ni carne. Saca tu espada, que aquí vienen dos criados de casa Montesco.
Ya está fuera la espada: entra tú en lid, y yo te defenderé.
¿Por qué huyes, volviendo las espaldas?
Por no asustarte.
¿Tú asustarme á mí?
Procedamos legalmente. Déjalos empezar á ellos.
Les haré una mueca al pasar, y veremos cómo lo toman.
Veremos si se atreven. Yo me chuparé el dedo, y buena vergüenza será la suya si lo toleran.
(Abraham y Baltasar.)
Hidalgo, ¿os estais chupando el dedo porque nosotros pasamos?
Hidalgo, es verdad que me chupo el dedo.
Hidalgo, ¿os chupais el dedo porque nosotros pasamos?
¿Estamos dentro de la ley, diciendo que sí?
No por cierto.
Hidalgo, no me chupaba el dedo porque vosotros pasabais, pero la verdad es que me lo chupo.
¿Quereis armar cuestion, hidalgo?
Ni por pienso, señor mio.
Si quereis armarla, aquí estoy á vuestras órdenes. Mi amo es tan bueno como el vuestro.
Pero mejor, imposible.
Está bien, hidalgo.
Dile que el nuestro es mejor, porque aquí se acerca un pariente de mi amo.
Es mejor el nuestro, hidalgo.
Mentira.
Si sois hombre, sacad vuestro acero. Gregorio: acuérdate de tu sábia estocada. (Pelean.)
(Llegan Benvolio y Teobaldo.)
Envainad, majaderos. Estais peleando, sin saber por qué.
¿Por qué desnudais los aceros? Benvolio, ¿quieres ver tu muerte?
Los estoy poniendo en paz. Envaina tú, y no busques quimeras.
¡Hablarme de paz, cuando tengo el acero en la mano! Más odiosa me es tal palabra que el infierno mismo, más que Montesco, más que tú. Ven, cobarde. (Reúnese gente de uno y otro bando. Trábase la riña.)
Venid con palos, con picas, con hachas. ¡Mueran Capuletos y Montescos!
(Entran Capuleto y la señora de Capuleto.)
¿Qué voces son esas? Dadme mi espada.
¿Qué espada? Lo que te conviene es una muleta.
Mi espada, mi espada, que Montesco viene blandiendo contra mí la suya tan vieja como la mia.
(Entran Montesco y su mujer.)
¡Capuleto infame, déjame pasar, aparta!
No te dejaré dar un paso más.
(Entra el Príncipe con su séquito.)
¡Rebeldes, enemigos de la paz, derramadores de sangre humana! ¿No quereis oir? Humanas fieras que apagais en la fuente sangrienta de vuestras venas el ardor de vuestras iras, arrojad en seguida á tierra las armas fratricidas, y escuchad mi sentencia. Tres veces, por vanas quimeras y fútiles motivos, habeis ensangrentado las calles de Verona, haciendo á sus habitantes, áun los más graves é ilustres, empuñar las enmohecidas alabardas, y cargar con el hierro sus manos envejecidas por la paz. Si volveis á turbar el sosiego de nuestra ciudad, me respondereis con vuestras cabezas. Basta por ahora; retiraos todos. Tú, Capuleto, vendrás conmigo. Tú, Montesco, irás á buscarme dentro de poco á la Audiencia, donde te hablaré más largamente. Pena de muerte á quien permanezca aquí.
(Vase.)
¿Quién ha vuelto á comenzar la antigua discordia? ¿Estabas tú cuando principió, sobrino mio?
Los criados de tu enemigo estaban ya lidiando con los nuestros cuando llegué, y fueron inútiles mis esfuerzos para separarlos. Teobaldo se arrojó sobre mí, blandiendo el hierro que azotaba el aire despreciador de sus furores. Al ruido de las estocadas acorre gente de una parte y otra, hasta que el Príncipe separó á unos y otros.
¿Y has visto á Romeo? ¡Cuánto me alegro de que no se hallara presente!
Sólo faltaba una hora para que el sol amaneciese por las doradas puertas del Oriente, cuando salí á pasear, solo con mis cuidados, al bosque de sicomoros que crece al poniente de la ciudad. Allí estaba tu hijo. Apenas le ví me dirigí á él, pero se internó en lo más profundo del bosque. Y como yo sé que en ciertos casos la compañía estorba, seguí mi camino y mis cavilaciones, huyendo de él con tanto gusto como él de mí.
Dicen que va allí con frecuencia á juntar su llanto con el rocío de la mañana y contar á las nubes sus querellas, y apenas el sol, alegría del mundo, descorre los sombríos pabellones del tálamo de la aurora, huye Romeo de la luz y torna á casa, se encierra sombrío en su cámara, y para esquivar la luz del dia, crea artificialmente una noche. Mucho me apena su estado, y seria un dolor que su razon no llegase á dominar sus caprichos.
¿Sospechais la causa, tio?
No la sé ni puedo indagarla.
¿No has podido arrancarle ninguna explicacion?
Ni yo, ni nadie. No sé si pienso bien ó mal, pero él es el único consejero de sí mismo. Guarda con avaricia su secreto y se consume en él, como el gérmen herido por el gusano antes de desarrollarse y encantar al sol con su hermosura. Cuando yo sepa la causa de su mal, procuraré poner remedio.
Aquí está. O me engaña el cariño que le tengo, ó voy á saber pronto la causa de su mal.
¡Oh si pudieses con habilidad descubrir el secreto! Ven, esposa.
(Entra Romeo.)
Muy madrugador estás.
¿Tan jóven está el dia?
Aún no han dado las nueve.
¡Tristes horas, cuán lentamente caminais! ¿No era mi padre quien salia ahora de aquí?
Sí por cierto. Pero ¿qué dolores son los que alargan tanto las horas de Romeo?
El carecer de lo que las haria cortas.
¿Cuestion de amores?
Desvíos.
¿De amores?
Mi alma padece el implacable rigor de sus desdenes.
¿Por qué el amor que nace de tan débiles principios, impera luego con tanta tiranía?
¿Por qué, si pintan ciego al Amor, sabe elegir tan extrañas sendas á su albedrío? ¿Dónde vamos á comer hoy? ¡Válgame Dios! Cuéntame lo que ha pasado. Pero no, ya lo sé. Hemos encontrado el Amor junto al odio; amor discorde, odio amante; rara confusion de la naturaleza, cáos sin forma, materia grave á la vez que ligera, fuerte y débil, humo y plomo, fuego helado, salud que fallece, sueño que vela, esencia incógnita. No puedo acostumbrarme á tal amor. ¿Te ries? ¡Vive Dios!..
No, primo. No me rio, antes lloro.
¿De qué, alma generosa?
De tu desesperacion.
Es prenda del amor. Se agrava el peso de mis penas, sabiendo que tú tambien las sientes. Amor es fuego aventado por el aura de un suspiro; fuego que arde y centellea en los ojos del amante. O más bien es torrente desbordado que las lágrimas acrecen. ¿Qué más podré decir de él? Diré que es locura sábia, hiel que emponzoña, dulzura embriagadora. Quédate adios, primo.
Quiero ir contigo. Me enojaré si me dejas así, y no te enojes.
Calla, que el verdadero Romeo debe andar en otra parte.
Dime el nombre de tu amada.
¿Quieres oir gemidos?
¡Gemidos! ¡Donosa idea! Dime formalmente quién es.
¿Dime formalmente?.. ¡Oh, qué frase tan cruel! Decid que haga testamento al que está padeciendo horriblemente. Primo, estoy enamorado de una mujer.
Hasta ahí ya lo comprendo.
Has acertado. Estoy enamorado de una mujer hermosa.
¿Y será fácil dar en ese blanco tan hermoso?
Vanos serian mis tiros, porque ella, tan casta como Diana la cazadora, burlará todas las pueriles flechas del rapaz alado. Su recato la sirve de armadura. Huye de las palabras de amor, evita el encuentro de otros ojos, no la rinde el oro. Es rica, porque es hermosa. Pobre, porque cuando muera, sólo quedarán despojos de su perfeccion soberana.
¿Está ligada á Dios por algun voto de castidad?
No es ahorro el suyo, es desperdicio, porque esconde avaramente su belleza, y priva de ella al mundo. Es tan discreta y tan hermosa, que no debiera complacerse en mi tormento, pero aborrece el amor, y ese voto es la causa de mi muerte.
Déjate de pensar en ella.
Enséñame á dejar de pensar.
Hazte libre. Fíjate en otras.
Así brillará más y más su hermosura. Con el negro antifaz resalta más la blancura de la tez. Nunca olvida el don de la vista quien una vez la perdió. La beldad más perfecta que yo viera, sólo seria un libro donde leer que era mayor la perfeccion de mi adorada. ¡Adios! No sabes enseñarme á olvidar.
Me comprometo á destruir tu opinion.
La misma órden que á mí obliga á Montesco, y á nuestra edad no debia ser difícil vivir en paz.
Los dos sois iguales en nobleza, y no debierais estar discordes. ¿Qué respondeis á mi peticion?
Ya he respondido. Mi hija acaba de llegar al mundo. Aún no tiene más que catorce años, y no estará madura para el matrimonio, hasta que pasen lo menos dos veranos.
Otras hay más jóvenes y que son ya madres.
Los árboles demasiado tempranos no prosperan. Yo he confiado mis esperanzas á la tierra y ellas florecerán. De todas suertes, Páris, consulta tú su voluntad. Si ella consiente, yo consentiré tambien. No pienso oponerme á que elija con toda libertad entre los de su clase. Esta noche, segun costumbre inmemorial, recibo en casa á mis amigos, uno de ellos vos. Deseo que piseis esta noche el modesto umbral de mi casa, donde vereis brillar humanas estrellas. Vos, como jóven lozano, que no hollais como yo las pisadas del invierno frio, disfrutareis de todo. Allí oireis un coro de hermosas doncellas. Oidlas, vedlas, y elegid entre todas la más perfecta. Quizá despues de maduro exámen, os parecerá mi hija una de tantas. Tú (al criado) véte recorriendo las calles de Verona, y á todos aquellos cuyos nombres verás escritos en este papel, invítalos para esta noche en mi casa.
(Vanse Capuleto y Páris.)
¡Pues es fácil encontrarlos á todos! El zapatero está condenado á usar la vara, el sastre la horma, el pintor el pincel, el pescador las redes, y yo á buscar á todos aquellos cuyos nombres están escritos aquí, sin saber qué nombres son los que aquí están escritos. Dénme su favor los sabios. Vamos.
(Benvolio y Romeo.)
No digas eso. Un fuego apaga otro, un dolor mata otro dolor, á una pena antigua otra nueva. Un nuevo amor puede curarte del antiguo.
Curarán las hojas del plátano.
¿Y qué curarán?
Las desolladuras.
¿Estás loco?
¡Loco! Estoy atado de piés y manos como los locos, encerrado en cárcel asperísima, hambriento, azotado y atormentado. – Buenos dias, hombre. (Al criado.)
Buenos dias. ¿Sabeis leer, hidalgo?
Ciertamente que sí.
¡Raro alarde! ¿Sabeis leer sin haberlo aprendido? ¿Sabreis leer lo que ahí dice?
Si el concepto es claro y la letra tambien.
¿De verdad? Dios os guarde.
Espera, que probaré á leerlo. «El señor Martin, y su mujer é hijas, el conde Anselmo y sus hermanas, la viuda de Viturbio, el señor Plasencio y sus sobrinas, Mercutio y su hermano Valentin, mi tio Capuleto con su mujer é hijas, Rosalía mi sobrina, Livia, Valencio y su primo Teobaldo, Lucía y la hermosa Elena.» ¡Lucida reunion! ¿Y dónde es la fiesta?
Allí.
¿Dónde?
En mi casa, á cenar.
¿En qué casa?
En la de mi amo.
Lo primero que debí preguntarte es su nombre.
Os lo diré sin ambages. Se llama Capuleto y es generoso y rico. Si no sois Montesco, podeis ir á beber á la fiesta. Id, os lo ruego.
(Vase.)
Rosalía á quien adoras, asistirá á esta fiesta con todas las bellezas de Verona. Allí podrás verla y compararla con otra que yo te enseñaré, y el cisne te parecerá grajo.
No permite tan indigna traicion la santidad de mi amor. Ardan mis verdaderas lágrimas, ardan mis ojos (que antes se ahogaban) si tal herejía cometen. ¿Puede haber otra más hermosa que ella? No la ha visto desde la creacion del mundo, el sol que lo ve todo.
Tus ojos no ven más que lo que les halaga. Vas á pesar ahora en tu balanza á una mujer más bella que esa, y verás cómo tu señora pierde de los quilates de su peso, cotejada con ella.
Iré, pero no quiero ver tal cosa, sino gozarme en la contemplacion de mi cielo.