Kitabı oku: «El árbol del mundo», sayfa 2

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Este orden natural del presente empecé a comprenderlo escuchando las historias de los supervivientes de la Shoah en Givat HaShloshá. Eran ancianos con el tatuaje en la muñeca, europeos que nunca más volverían a huir. Israel llenaba su nada. Allí podían ser felices y dormir en paz.

El conflicto entre árabes y judíos es el más antiguo y violento de la historia contemporánea. Reposa sobre la Shoah, el exterminio sistemático de seis millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Las barbaries del siglo XX aún lastran nuestro presente europeo, y nadie puede predecir si algún día las superaremos, no solo como ciudadanos de Europa, sino como individuos.

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Igual que hay una física cuántica, también debe existir una historia cuántica. Si las partículas del mundo más pequeño se comportan de manera diferente a las del mundo más grande, nuestra historia íntima también debe regirse por leyes peculiares, diferentes a las que sustentan la gran historia de la humanidad.

Newton descubrió las leyes de la física grande, y al entender por qué caen las manzanas del árbol pudimos enviar al hombre a la Luna. Los grandes guerreros de la humanidad nos mostraron los fundamentos de la fuerza, y aún hoy la violencia pesa más que la diplomacia.

Las leyes de la historia grande no se comportan del mismo modo en la historia pequeña de nuestras neuropatías. Los físicos aprenden a medir el mundo microscópico de las partículas subatómicas, y la frontera del hombre ya no está en la Luna.

Los periodistas, los escritores, los historiadores, los antropólogos y psicólogos, y con ellos todos los artistas, en la búsqueda activa de los principios que nos hacen vivir, intentan lo mismo, y así amplían los límites interiores del ser humano, lo hacen más comprensivo y sofisticado.

¿Cómo ven el futuro los palestinos, y con ellos los pueblos que se sienten víctimas de la historia? El futuro para ellos, lamentablemente, no es más que el espacio donde resolver las injusticias del pasado.

La dinámica de los objetos históricos, especialmente de los más atroces, como el Holocausto, supera con mucha facilidad la resistencia del perdón y el olvido. Las generaciones posteriores quedan atrapadas en un bucle de dolor, venganza y resistencia que no pueden controlar. Están a merced de sus recuerdos y de las personas que los atizan por todo tipo de motivos políticos, religiosos, económicos y militares.

Más que vivir en el orden que proporciona el Estado de derecho, estas personas, y entre ellas hay muchas privilegiadas del sistema liberal, viven en un caos emocional, que se nutre de nostalgia, mitomanía, heroísmo y revolución.

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El 11 de septiembre del 2001 este caos intentó tragarse a decenas de millones de familias en Estados Unidos, incluida la mía.

Osama Bin Laden, heredero de un clan saudí muy rico e influyente, dirigía desde Afganistán una organización terrorista que pretendía dominar el mundo islámico. Había atacado las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania, así como un destructor de la Armada americana frente a las costas de Adén, y anhelaba desde hacía décadas un ataque como el del 11-S.

Yo vivía entonces en un suburbio de Washington. Casa con jardín, la puerta siempre abierta, los árboles de treinta metros, las barbacoas a punto, los vecinos discretos y solidarios. La capital del imperio no podía protegernos de la violencia callejera, pero se suponía que sí podía hacerlo de los enemigos del mundo exterior, los que vivían al otro lado de ese foso, entonces todavía más imaginario que real, que separa a los unos de los otros.

Nosotros éramos los unos, y Bin Laden quería convertirnos en los otros. Quería expulsar a los soldados estadounidenses de los países musulmanes, acabar con el dominio del cristianismo sobre el islam, derrotar a las dictaduras árabes prooccidentales y restablecer la umma, la comunidad de creyentes que ideó Mahoma en el siglo VII.

La causa palestina era la principal motivación que tenía para intentar revertir el flujo de la historia. Un pueblo sin Estado, sometido a la ocupación militar israelí con la ayuda de Estados Unidos, simbolizaba todo el mal que el cristianismo y el judaísmo habían causado a los pueblos islámicos.

Bin Laden creía que, atacando el territorio estadounidense como ningún otro país había hecho a lo largo de la historia, conseguiría el cierre de las bases del Pentágono en los países árabes. Estaba convencido de que los estadounidenses, enfrentados al horror del 11-S, saldrían a la calle, como hicieron al final de la guerra de Vietnam, para exigir a su gobierno la retirada militar de los territorios islámicos. Las dictaduras corruptas y vasallas de Estados Unidos perderían entonces a su principal aliado, y Al Qaeda podría combatirlas desde dentro con plenas garantías de éxito.

El 11 de septiembre del 2001 era un martes. Los niños habían ido al colegio y los padres al trabajo. El sistema funcionaba como siempre, con las puertas abiertas y el optimismo a flor de piel. Wall Street se disponía a vivir otra jornada de intenso mercadeo financiero sin saber que un fanático en Kabul había encontrado la manera de pervertir el sistema de ganancias.

Los comandos suicidas secuestraron cuatro aviones comerciales. Estrellaron dos contra las Torres Gemelas en Nueva York y uno contra el Pentágono, a las afueras de Washington. El cuarto lo más probable es que hubiera hecho blanco en el Capitolio pero se vino abajo en una zona rural de Pensilvania. Aquellas aeronaves transformadas en misiles causaron casi 3.000 muertos.

Bin Laden expuso la profunda soledad del poder estadounidense, su gran vulnerabilidad ante los desafíos más radicales. El presidente George W. Bush, volando en el Air Force One sobre el espacio aéreo continental sin encontrar una forma segura para aterrizar en la base área de Andrews y alcanzar la Casa Blanca, indicaba el gran éxito que había tenido Al Qaeda.

Estados Unidos había sufrido un segundo Pearl Harbor, unos atentados que equivalían a una declaración de guerra.

Durante todo el día, la población estadounidense, sobre todo en Washington y Nueva York, estuvo expuesta a la misma nada que aflige a los desposeídos.

Bin Laden contaba con este fuerte impacto emocional. Pensaba que los estadounidenses se rebelarían contra el gobierno que no había sido capaz de protegerlos. Pensaba que el individualismo, la defensa de la propiedad privada, las mismas fuerzas del capitalismo, forzarían un cambio radical en la política exterior y que Estados Unidos se replegaría sobre sí mismo.

El pueblo estadounidense, sin embargo, cerró filas con su presidente y secundó el llamamiento a las armas. Había sucedido lo mismo después del ataque japonés a la flota del Pacífico en la base hawaiana de Pearl Harbor la mañana del domingo 7 de diciembre de 1941. Si Estados Unidos entró entonces en la Segunda Guerra Mundial, ahora iba a hacerlo en una “guerra contra el terror”. El contraataque diezmó a Al Qaeda y aplastó al régimen talibán que lo había acogido en Afganistán.

Han pasado veinte años desde el inicio de esta guerra contra la insurgencia yihadista, el último gran error estratégico de Estados Unidos en el siglo XX, aunque formalmente en el XXI, causante de uno de los grandes desequilibrios en la trama que sostiene a las naciones.

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Destruir es más fácil que construir. Lo vemos en un partido de fútbol, en un Parlamento y en todo el universo, donde la destrucción es irreversible. A la fuerza que tienen los sistemas para comportarse de la forma más probable los físicos la llaman entropía. Es, además, una fuerza expansiva. Un gas siempre ocupará todo el espacio en un recipiente cerrado y un tren sin frenos en una pendiente siempre irá más deprisa. La entropía no es reversible. El gas no se contraerá sin más y el tren no se detendrá por sí mismo.

Hay una entropía en la historia y, al igual que sucede en la física, marca la dirección y la intensidad del tiempo. Los astrofísicos creen que el universo seguirá expandiéndose hasta que agote la entropía que lo mueve. En ese momento, la parálisis es muy probable que provoque su extinción. No habrá vuelta atrás. No somos Dios. No sabemos darle cuerda al reloj de la existencia.

Cuando un jarrón de cristal cae al suelo y se rompe no puede volver a componerse solo. Aunque metamos los trozos en una bolsa y la agitemos, no lograremos que se recomponga porque eso supondría, de algún modo, volver atrás.

Del mismo modo que no hay retorno, no hay satisfacción plena por las heridas sufridas.

El líder humillado buscará satisfacción en el campo de batalla. Enviará a sus ejércitos a conquistar la tierra que ha de darle la inmortalidad y morirá sin ver el alcance de la destrucción surgida de su error, del tremendo error de creerse que la historia está para ser construida. La historia no se hace, se vive. La historia somos nosotros, los buenos y los malos. No hay hecho histórico que no nazca de la cabeza y el corazón de un hombre. Es nuestra voluntad o la falta de ella la que acciona el movimiento de la historia, la que determina el progreso, la gran ambigüedad que encierra cada paso adelante.

Siglos de zarismo y estalinismo no han llevado a la armada de Vladímir Putin hasta los bosques, las ciudades y los campos de cereales de Ucrania. Ha sido su ambición de querer estar en la historia, para él épica y gloriosa, de una Rusia inventada, soñada, idealizada y, por tanto, irreal, ajena a la verdad.

Putin está en una historia ilusoria, como estuvieron los caudillos megalómanos. Está en ella comiendo tierra, devorando vidas, sin asumir la responsabilidad de sus decisiones porque esto es algo que solo pueden hacer las personas capaces de ser antes de estar, y los autócratas como él no son, solo están, no pisan los campos, sobrevuelan quimeras, se atrincheran en palacios, edificios inexpugnables, castillos kafkianos en los que nunca podremos entrar. Desde allí ordenan, mandan y liquidan, eliminan al adversario, modifican las fronteras, se acomodan en la historia, como si la historia fuera un sofá, un trono, una cama imperial, un mausoleo como el de Lenin en la plaza Roja de Moscú.

Así se fraguan las derrotas de los sátrapas ilusos y el sufrimiento de los súbditos inocentes.

Ucrania no devolverá nada a Rusia. Puede que un día remoto le diera la luz, pero ahora ya no tiene nada más que darle. La historia no es un objeto que pueda cambiar de manos. Nadie puede inventarla ni adueñarse de ella. Putin puede aplastar ciudades y conquistar el territorio, pero la victoria, la victoria que la historia certifica, es otra cosa y está fuera de su alcance.

George W. Bush también pensaba en la eternidad cuando invadió Afganistán a finales del 2001. Buscaba venganza, la venganza del humillado por los yihadistas del 11-S, una humillación muy parecida a la que ha llevado a Putin a la guerra de Ucrania, pero se encontró con la derrota del prepotente, del invasor ilusionado con su mundo y su historia, su tecnología y su moral, convencido, engañado, cegado por una superioridad irreal.

Veinte años de guerra en Afganistán, la más larga a la que se ha enfrentado Estados Unidos, le sirvieron para aniquilar Al Qaeda, pero no para impedir que su lugar lo ocupara el Estado Islámico. Incluso la derrota del califato en Irak y Siria no impidieron que el terrorismo islámico fuera y siga siendo la mayor amenaza a la que se enfrentan muchas sociedades en todo el mundo.

No hay victoria posible para el que no puede conquistar las mentes de sus enemigos. Por eso las guerras territoriales, las que se libran hoy siguiendo el patrón de siempre, solo pueden acabar en derrotas.

Las guerras nos rodean. Incluso las que no lo son y, por no serlo, podemos ganar. Las amenazas a las que nos enfrentamos, por ejemplo, son tan grandes que hablamos de ellas como si fueran guerras. Nuestros líderes aparecen en televisión para decirnos que estamos en guerra contra la crisis climática, contra la pandemia, contra los nacionalpopulismos y las autocracias, cuando en realidad estamos ante amenazas, retos sin duda enormes, generacionales, que exigen una acción global. Pero exceptuando el calentamiento de la Tierra, que no tiene precedentes, el resto son peligros antiguos, que la humanidad ha aprendido a superar.

El hombre sabe convivir con las guerras, los virus y las sequías. Camina y se adapta. Esta es una de sus grandes habilidades, y así ha sido desde que se puso en pie. Pero, al mismo tiempo, este hombre contemporáneo vive subyugado por los popes de la política y la religión, chamanes que agravan las plagas para predicar la resignación. Los oráculos insisten en que debemos resignarnos aunque esto suponga mantener el statu quo que alimenta la injusticia. Aseguran que es por nuestro bien. Hablan de la estabilidad. Intentan convencernos de que es primordial, que los cambios son más efectivos si son graduales y consensuados.

Claro que luego nos meten en la cabeza todo lo contrario. Nos llaman a filas, nos movilizan y sacrifican en el altar de los valores abyectos y las ideas abstractas.

Es entonces cuando el hombre sensato y desesperado pierde la paciencia. Deja de escuchar las historias antiguas y de creer en las mitologías. Reafirma su fe en la ciencia y la tecnología. Comprende que el freno a la evolución siempre lo han puesto el poder, la voluntad política, la codicia del sometimiento. Al comprender, este hombre liberado se hace el sordo, desoye las órdenes y las advertencias de las autoridades, se transforma en un fanático y en un revolucionario de su propia revolución, coloca su vida en el alambre y ahí la deja, a merced de las fuerzas que determinan el destino.

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El 17 de diciembre del 2010, a las once y media de la mañana, una hora después de que la policía volviera a confiscarle el carro de verduras con el que se mal ganaba la vida, Mohamed Buazizi se prendió fuego frente al Gobierno Civil de Sidi Buzid, una ciudad pobre e inhóspita de 40.000 habitantes en el centro de Túnez. Había llegado al final. Sin dinero suficiente para sobornar a los agentes, alimentar a su familia y pagar deudas, este hombre de 26 años había perdido la dignidad, su último refugio.

Poco después de su sacrificio, mientras agonizaba en la cama del hospital municipal con quemaduras en un 90% del cuerpo, decenas de personas se concentraron frente a la misma sede oficial, ahora con la verja y las ventanas cerradas, para lanzar las primeras consignas contra la dictadura de Ben Ali. Entre ellos, según se ve en el vídeo que Ali Buazizi, primo de Mohamed, grabó con su móvil, destaca un joven que gritaba: “Alá es el más grande”.

El régimen de Ben Ali, uno de los más firmes aliados de Europa y Estados Unidos, había convertido su presidencia en una cleptocracia y a Túnez en un estado policial. Disponía de 160.000 agentes para una población de diez millones y medio de personas. Decenas de miles de activistas por la democracia y los derechos humanos habían sufrido detenciones arbitrarias, torturas y encarcelamientos prolongados.

Mohamed Buazizi falleció el 4 de enero. Unos días después, en una calle del centro de Túnez, frente a las líneas policiales que disparaban gases lacrimógenos y pelotas de goma, los estudiantes se jugaban la vida. Los francotiradores, apostados en las azoteas, tiraban a matar. Antes de empezar a correr, uno de ellos me dijo exultante que Buazizi lo había liberado. “Me ha liberado –gritó para que pudiera oírle bien–. Ahora sé que no volveré a tener miedo”.

No era esta la intención de Buazizi. Se prendió fuego para liberarse a sí mismo, porque una mujer policía lo había humillado, no porque quisiera hundir una dictadura o llevar a los islamistas al poder, como acabó sucediendo.

Sin embargo, son los seguidores los que transforman a un desgraciado en un líder, los que convierten una protesta local en una revolución internacional.

Unas semanas después de la caída de Ben Ali, el presidente israelí, Shimon Peres, reflexionando sobre el alcance de los levantamientos populares en casi todos los países del Norte de África y Oriente Medio, me dijo en su residencia de Jerusalén que “el gran problema del mundo árabe es la necesidad y el odio. El resto es política. Las revoluciones han aliviado el odio porque han aportado libertad, pero aún no han solucionado el desayuno de nadie”.

Buazizi abrió una página en blanco para los que nunca habían podido hablar, y cinco años después de su muerte, en la avenida principal del centro de Sidi Buzid rebautizada con su nombre, junto a un monumento vandalizado que representa el carro de verduras, los jóvenes lo maldecían con la voz recuperada.

“Si un día no trabajo, no como. La revolución no ha cambiado esto”, reconocía un vendedor de frutas y verduras, tan joven y desesperado como lo estuvo Buazizi. “Maldito Buazizi –decía otro–. Él puede estar en el paraíso, pero yo no tengo trabajo ni vida”.

El primer mártir de las primaveras árabes, el héroe a su pesar, se había convertido en un traidor. Su madre y sus hermanas tuvieron que dejar Sidi Buzid, acosadas por los vecinos y los insultos en las redes sociales, que las acusaban de haberse salvado a expensas de todos los demás. Es verdad que pocos días antes de huir a Arabia Saudí, Ben Ali las indemnizó, y Canadá acabó acogiéndolas, pero también es cierto, como me explicó su primo Alí en la casa familiar, que “el martirio de Mohamed unió a los árabes”.

Durante unos meses, los jóvenes tunecinos y con ellos los de gran parte del mundo árabe, unieron sus miedos, se reconocieron en sus frustraciones y arriesgaron sus vidas para vencer a la tiranía. Lo consiguieron sin ayuda de nadie. Ningún país occidental les tendió la mano, no tenían líderes ni más capacidad organizativa que las redes sociales.

La espontaneidad de la protesta fue su gran ventaja táctica y, aunque cantaron victoria, su lema, la consigna de tantos alzamientos populares en países a priori muy dispares, sigue siendo hoy una aspiración: “Libertad, trabajo y justicia social”.

Los alzamientos populares del 2011 fracasaron. Ninguno con más desgracia que el de Siria. Medio millón de muertos y diez años de guerra no han bastado para derrocar a Bashar el Asad, uno de los dirigentes más sanguinarios del mundo.

La violencia y el radicalismo del islamismo político convencieron a muchos árabes de que la democracia no es para ellos, y volvieron a besar los pies del general, del monarca, del sumo sacerdote que les niega el cielo pero no el pan.

Otros muchos, sin embargo, no se han dejado engañar por los milagros y los misterios. Han protestado en Argelia contra la gerontocracia militar y han depuesto a un dictador en Sudán, mientras que en Irak y Líbano se han levantado contra la violencia y el sectarismo religioso, contra el mal gobierno y la corrupción.

Han tenido suerte porque los autócratas y los monarcas absolutistas en Turquía, Egipto y Arabia Saudí encarcelan y asesinan a la disidencia política, algo que no haría un régimen seguro de sí mismo. Reprimen, en gran medida, porque sus economías son hoy mucho más débiles que hace diez años. Les cuesta más repartir el sustento y gestionar la ambición de una juventud que sigue aspirando a la dignidad. También son más vulnerables porque han eliminado la sociedad civil y las instituciones públicas que ventilaban las frustraciones.

Los pueblos de Oriente Medio y el Norte de África siguen lejos de la libertad. Nadie sabe si algún día volverán a tocarla ni cómo será ella cuando lo hagan antes del último muerto, pero parece claro que no van a dejar de buscarla.

Si en el invierno del 2011, Túnez me enseñó los límites de la revolución, Berlín me había demostrado todo lo contrario en el otoño de 1989.

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Pocas semanas después de la caída del muro de Berlín, es decir, del colapso del comunismo en Europa Central y Oriental, vi a un hombre llorar frente al altar de Pérgamo. Sus manos acariciaban el mármol del friso, las figuras de los dioses y los titanes. Estaba absorto en la violencia de su lucha, en la belleza helenística y barroca de los cuerpos desnudos. La iluminación no era buena y las sombras añadían dramatismo al combate de los Hércules.

El hombre lloraba tranquilo, con el sombrero y el abrigo puestos. Era una tarde de principios de diciembre, hacía frío y no había nadie más en la gran sala del museo. El hombre me pidió disculpas. “No se asuste, no pasa nada –me dijo–. Soy un profesor de griego en Berlín Occidental y no pensaba que después de tantos años iba a emocionarme así”.

Había cogido el metro hasta la estación de la calle Friedrich para ver esta gran obra del arte heleno. Allí había pasado el control de pasaportes, entrado en Berlín Oriental y caminado hasta el Museo de Pérgamo, a orillas del Spree. Al salir de la estación le había sorprendido la tienda moderna de Cuba Tabaco y luego las paredes grises de todos los edificios, sin apenas comercios ni letreros. Era la primera vez que se alejaba tanto del Muro.

El museo, sin apenas visitantes, con las obras sucias de polvo, mal iluminadas con fluorescentes que tanto servían para una escuela como un hospital, atesoraba lo que pocos podían apreciar.

Recorrimos varias salas, y al salir ya había anochecido. El profesor me preguntó si podía acompañarme hasta la estación. Llovía un poco. Caminamos por el centro de una calle desierta. Los adoquines mojados por la lluvia brillaban bajo la escasa de luz de las farolas. Estábamos metidos de lleno en la estética de la guerra fría, inmersos en las ruinas del Berlín comunista, con la derrota de la ciudad manifestándose a flor de piel, en cada centímetro de lo que veíamos y pisábamos, cargando sobre nuestras espaldas el peso enorme de aquella república agonizante.

“Ahora somos un pueblo, una familia”, me dijo antes de entregar su pasaporte al guardia germanooriental que iba a permitirle ganar el lado occidental de la ciudad y volver a su casa, a su vida y a la vida.

“Un pueblo, una familia, una patria” era un canto habitual en aquellas semanas posteriores a la caída del Muro. Había más gente como el profesor, personas que tenían miedo y estaban desorientadas. Creían que la revolución tranquila tenía trampa. No se fiaban de las masas. Decían que eran imprevisibles y que todo podía pasar. No habían perdido la memoria de los cristales rotos.

La Unión Soviética mantenía a 360.000 soldados en la RDA, la República Democrática Alemana, y aunque el líder ruso Mijaíl Gorbachov había prometido que no obstaculizaría las reformas que habían iniciado los países hasta entonces vasallos de Moscú, ¿quién podía garantizar que algún general soviético no fuera a borrarlas de un plumazo?

Los intelectuales de izquierda también andaban perdidos. No se encontraban a sí mismos cuando un día de marzo de 1990 me topé con ellos en una sala de la Universidad Humboldt, otro edificio inmenso y decrépito del Berlín Oriental. Se acercaban las primeras elecciones multipartidistas de la RDA, y aquellos profesores de la primera institución académica del país no sabían a quién votar. La caída del Muro los había descolocado. Se sentían pequeños en aquella sala de paredes que parecían acantilados. Formaban parte de la inteligencia disidente pero también eran comunistas. Como Gorbachov, también ellos creían que aún era posible la reforma del sistema. No querían ceder ante el capitalismo ni perder su república en una reunificación precipitada. Querían lo nuevo sin perder lo viejo, querían ser libres con las ideas de ayer.

Once años después me encontré con otro grupo de hombres enfrentados a un dilema similar. Fue en Túnez, justo después de la caída de Ben Ali. Eran periodistas. Se habían citado en la sede de la Asociación de Periodistas, un edificio pequeño, blanco, colonial, rodeado de un pequeño jardín.

Era un día radiante, y recuerdo a un veterano del oficio poniéndose de pie y levantando la voz. Llevaba un cigarrillo en la mano. Dio una larga calada mientras se hacía el silencio y dijo que “ahora solo nos queda ser libres. Si ahora no lo hacemos, si ahora no vencemos el miedo y asumimos la responsabilidad de informar, la revolución morirá”.

Mencionó a Fahem Boukadous, y el silencio a su alrededor aun fue más profundo. “Nuestro colega lleva dos años en prisión por defender lo que la mayoría de nosotros no hemos tenido los cojones de defender, yo el primero, pero ahora digo basta. No más autocensura, no más vivir cómodamente a expensas del sistema”.

“Ahora nos toca a nosotros –le secundó un periodista más joven–. Debemos acabar esta revolución. El pueblo nos ha dado una responsabilidad histórica y debemos proporcionarle la información que necesita. Nadie debe volver a decirnos sobre qué escribir”.

Junto a los aplausos, también rumor de protestas y algo de alboroto. Varios colegas estaban molestos con tanta autocrítica. Habían escrito y publicado a las órdenes de un régimen que podía haber cometido algún exceso, pero que también había defendido el progreso social de las mujeres y mantenido a raya a los islamistas. Además, era aliado de los europeos. Sostenían, asimismo, que el periodismo siempre sería un instrumento político del poder. Veían la información como una correa de transmisión del Estado. Apelaban, por último, a la responsabilidad del gremio para no publicar “informaciones desestabilizadoras”.

Aquella reunión en Túnez acabó mal. A gritos, sin opción de consensuar un comunicado.

El encuentro de los académicos de la Universidad Humboldt también acabó igual de mal, pero sin gritos ni necesidad de consensuar ninguna nota.

Los jóvenes germanoorientales defendían la unificación rápida de Alemania, abrazaban el capitalismo, el consumo y las libertades asociadas a un estilo de vida que creían insuperable. La mayoría más veterana, sin embargo, aspiraba a una unificación lenta que, en todo caso, respetara el sistema comunista.

Deng Xiaoping había demostrado en China que era posible adaptar la estructura política del estado comunista a la economía capitalista. “Un país, dos sistemas”, decían los reformistas chinos, y aquellos intelectuales alemanes, nostálgicos de lo que estaban a punto de perder, creían que era la mejor salida.

“Si no lo conseguimos, creo que me iré”, me dijo un profesor de antropología social. Había cumplido 60 años y creía que era demasiado tarde para cambiar de principios. “Me gustaría trabajar en una universidad que pagara mejor y en un país que no tuviera miedo al marxismo. ¿Cree usted que Francia sería un buen lugar?”.

El presidente francés, François Mitterrand, había dado la razón a los germanoorientales que temían la avalancha occidental. Temía la reunificación de Alemania tanto como ellos y había puesto unos cuantos millones de dólares encima de la mesa para financiar las reformas que necesitaba la RDA. “Mitterrand es nuestro aliado –decían los veteranos de Humboldt–, y Gorbachov no permitirá que la República Federal nos engulla”.

Sin embargo, se equivocaron. De tanto mirar al pasado para anticipar el futuro se habían olvidado de mirar a su alrededor.

Estados Unidos presionó a Francia y a Gran Bretaña para que no pusieran palos en las ruedas de la reunificación. Gorbachov, concentrado en salvar a la URSS, dio por perdidos a los antiguos satélites del Pacto de Varsovia. La Alemania comunista no tuvo ninguna posibilidad.

El comunismo, además, había dejado de ser relevante. Los jóvenes encaramados al Muro, frente a la puerta de Brandemburgo, ya no le prestaban atención. Sin ningún esfuerzo se habían desprendido de la ideología marxista. Habían visto el otro lado, la oferta comercial de la avenida Kurfürstendamm, sus escaparates rebosantes de atajos a la felicidad.

Europa, para ellos, era mucho más que una idea. Era una aspiración y un destino, el reverso de la utopía marxista-leninista. Años después y de un modo muy similar, también se convirtió en la aspiración de los jóvenes árabes, igual que hoy sigue siéndolo de millones de asiáticos y africanos.

Una tarde me uní a un grupo de jóvenes de Berlín Oriental, veinteañeros como yo, que habían estado bebiendo cervezas junto al Muro, cerca del Checkpoint Charlie. Habían reunido unos cuantos marcos occidentales, los suficientes para comprar un equipo de alta fidelidad, un Sony con doble platina, radio y tocadiscos. Los soldados norteamericanos que vigilaban el paso fronterizo no pusieron ningún problema. Fuimos a una tienda cerca de la avenida Ku’damm.

Un par de horas después volvíamos a estar de vuelta en Berlín Oriental, en los bajos de una casa muy cerca de la Sinagoga Nueva de la calle Oranienburger, un gran edificio de estilo morisco del que solo quedaba la fachada. Allí conectamos el equipo, pusimos Desintegration, el álbum de The Cure que había salido unos meses antes, y abrimos unas botellas más. La música nos acercó al fin del mundo. Era trascendental, a ratos épica y a ratos catastrófica, incluso depresiva. Suerte que también había algún tema, como Lovesong y Pictures of you, más accesibles, optimistas y liberadores.

De alguna manera, The Cure encajaba bien con la decadencia del Berlín Oriental y la atmósfera que respiraban aquellos jóvenes que sabían de dónde venían pero que aún no podían saber a dónde iban.

Aquel invierno de 1989 y 1990 lo pasé entre Barcelona y Berlín. Cogía un avión a Frankfurt y allí el puente aéreo de Pan Am hasta el aeropuerto de Tempelhof. Me acercaba al Muro, intentaba arrancar algún trozo con grafiti y comía los bocadillos de carne asada con mostaza y pepinillos que se vendían en puestos callejeros. Aquellos carritos fueron de los primeros negocios privados del Berlín poscomunista.

También frecuentaba una cantina de Kreuzberg donde los inmigrantes turcos explicaban historias de un capitalismo que les explotaba, pero que les permitía ganar lo suficiente para comer salchichas y beber cervezas antes de volver a explotarlos.