Kitabı oku: «El árbol del mundo», sayfa 4

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Este es el mundo pequeño del que emana la historia, donde las personas son muy jóvenes y masculinas, la testosterona se mezcla con la podredumbre y nadie puede medir muy bien el alcance de sus actos.

Los ojos intentan adivinar las vías de escape mientras la cabeza ordena las prioridades y el corazón contiene el miedo, pero es la sangre la que todo lo decide.

La sangre que mana de los cuerpos heridos adquiere una dimensión esotérica en el campo de batalla. Su naturaleza trasciende lo físico, lo puramente sanitario, para transformarse en una fuerza oculta con el poder de unir a los opuestos y enfrentar a los semejantes. La demencia se apodera de unos y de otros, y al grito más desgarrador le sucede el más vacuo de los silencios.

Frente al hechizo telúrico de la sangre se levanta la contemplación, que puede ser inerte, morbosa y vengativa.

Los padres a los que vi llevando a sus hijos de 12 años a contemplar el cadáver de Gadafi en una cámara refrigerada del mercado de abastos de Misrata buscaban mucho más que ser testigos de un cuerpo mutilado, ensangrentado, hinchado de gases pestilentes, un cadáver del que escapaban los líquidos viscerales y los recuerdos del horror.

Aquellos progenitores pretendían mucho más que mostrar a su descendencia el trofeo de la sublevación, la lección de que el bien triunfaba sobre el mal. Aquellos hombres se adentraban con sus hijos en el magma nauseabundo de la muerte en busca de un talismán, como si de los restos humanos de aquel tirano linchado un par de días antes aún pudieran extraer un aliento, una enseñanza, que les permitiera sobresalir entre sus vecinos y, quien sabe, si hasta prosperar.

“Las circunstancias nos han obligado a cometer crímenes para poder hacer el bien. La razón estaba de nuestra parte”, me dijo el médico al salir de la morgue improvisada con su hijo de la mano.

Gadafi fue un revolucionario, un terrorista internacional, un aliado de Occidente y un dictador despiadado. Hizo estallar aviones de pasajeros en pleno vuelo, torturó y ejecutó a la disidencia, crió gigolós del fútbol y, poco antes de que la furia de la OTAN cayera sobre él, había estrechado las manos de los jefes de gobierno europeos, las atrocidades perdonadas a cambio de petróleo.

Gadafi justifica a Maquiavelo y nos habla del presente, de la dificultad de distinguir al amigo del enemigo y de la importancia de la fuerza. También nos habla, sin embargo, de la estupidez de meterte en un hoyo del que no podrás salir vivo. Allí lo encontraron, sin ir más lejos, las milicias de Misrata. El rey de África, perdidos los galones y abandonado por el último de sus guardaespaldas, se escondía solo en un agujero de la autopista que cruza Sirte, su ciudad natal, y cerca de allí lo lincharon.

El médico odiaba a Gadafi con una fuerza imposible de entender para los pilotos de la OTAN y, mucho menos, para los líderes internacionales que propiciaron el bombardeo de Libia para protegerlo a él y sus conciudadanos del terror de la revolución verde.

La defensa de su dignidad había llevado al médico a una violencia contraria a sus principios morales y religiosos. Estaba espantado, avergonzado y satisfecho al mismo tiempo. Asumía la contradicción de estos sentimientos sin poder resolverla. Estaba convencido de ser un hombre bueno.

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Que la contemplación puede conducirnos a la fuente de vida que es aliento me lo enseñaron dos mujeres musulmanas, Mediha Filipovic y Nadia Aziz, ambas sentadas frente a las ruinas de sus vidas, una en su casa de Sarajevo y la otra frente a los escombros de la suya en Mosul. De ellas aprendí que la contemplación es un ejercicio de resistencia y libertad. Ayuda a reflexionar y, por tanto, es más útil para la supervivencia que el fetiche de un enemigo abatido.

Mediha Filipovic tenía 50 años en el Sarajevo asediado de 1995. Vivía en un piso cerca del hospital de Kosevo y del cementerio del León, en la zona alta del norte de la capital. La fachada daba a las posiciones de la artillería serbia y estaba reventada. Había cubierto con plásticos los huecos de las ventanas. La sala de estar, situada en la parte de atrás, tenía una buena vista sobre la ciudad. Allí había resistido los mil días del asedio medieval, saliendo lo imprescindible para conseguir comida. Leía libros sobre ciencias orientales, quemaba pieles de naranja en una estufa y escuchaba sinfonías alemanas cuando llegaba la luz.

Viví con ella unos días de diciembre. Hablábamos en inglés. Había sido profesora de odontología en la universidad. Añoraba a su único hijo, refugiado en Inglaterra, y a una sobrina que se había hecho famosa gracias a un diario del asedio que alguien en Estados Unidos había comparado con el de Ana Frank. Explicaba anécdotas de su familia, los Filipovic, una estirpe de abogados que se remontaba al siglo XVI, y se ponía un chal de seda para cenar.

Entonces contemplábamos la ciudad a oscuras y ella, habiéndolo perdido todo menos su refugio y su historia, admitía que había tenido suerte, que los obuses serbios solo le habían destrozado dos habitaciones y que se las apañaba para comer y asearse. “Al menos es una vida digna, aunque no sé para qué”.

Dignidad es también lo único que le quedaba a Nadira Aziz cuando decidió sentarse frente a su casa de Mosul destruida en junio del 2017. Los equipos de rescate le habían aconsejado que lo mejor era salir de allí mientras intentaban recuperar los cadáveres de su hermana y su sobrina, sepultados bajo los escombros.

Ella, sin embargo, no quiso levantarse de la silla roja que había plantado en el camino que fue su calle. Pedía a los rescatadores que fueran con cuidado y, sin levantarse, les gritaba que recogieran también ese y aquel objeto, pertenencias que asomaban entre las piedras y el polvo.

Nadira tendría más de 60 años y contemplaba su presente descompuesto. Había sobrevivido a la guerra y la represión, al régimen atroz de un dictador laico y de un califa salafista, ambos igual de sanguinarios. The New York Times explicaba su historia. Así fue como la conocí.

Había pasado casi toda su vida en la ciudad vieja, el barrio a orillas del Tigris que fue la última trinchera del Estado Islámico. Ahora solo le quedaban unos cuantos libros y una foto recuperada de entre los escombros que había colocado en el suelo polvoriento, junto a una pata de su silla roja.

Los yihadistas prohibían los libros y las imágenes. Si hubiera podido hablar con ella, le habría preguntado dónde los había escondido y por qué corrió el riesgo. Luego le hubiera dicho si veía alguna posibilidad de reconstruir aquella casa.

La imagino sin respuestas y en manos de Dios, repitiendo “in sha Allah”.

Con Mediha sí que puede hablar después de la guerra. Compartimos un café en un hotel de Sarajevo en el otoño del 2016, pero no quiso decir mucho del pasado. Prefería no recordar, y su silencio la crecía.

–La guerra nos cambió para siempre y nunca más volveremos a ser normales, ¿no crees? Cuando alguien quiere matarte simplemente por ser lo que eres, como hicieron los serbios con nosotros los musulmanes y como antes habían hecho los nazis con los judíos, sabes que nunca estarás a salvo porque nunca podrás dejar de ser lo que eres. Y así, a partir de esta vulnerabilidad, te vuelves un poco fantasma y un poco loca.

–¿Cómo empezaste de nuevo –insistí–, dónde colocaste la primera piedra de tu nueva vida?

–Salí de casa cuando acabó la guerra. Eso es todo.

Gracias a su inglés, el gobierno Bosnio le dio un trabajo de funcionaria en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Llegó a ser embajadora.

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–¿Por qué luchas? –le pregunté a una joven estudiante de medicina en la Universidad de Bengasi durante la revolución libia del 2011.

–Por mis derechos políticos y porque quiero votar –me contestó.

–¿Y no vas a luchar por tus derechos civiles, por la igualdad de la mujer con el hombre, por ejemplo?

–No tengo ningún problema con mis derechos civiles. Me cubro con el niqab porque quiero, y mi madre me buscará un marido. Nadie mejor que ella para saber lo que me conviene.

–¿Y qué opinas del mundo, no vale la pena luchar por los derechos humanos?

–Todo el mundo sabe que los derechos humanos son un invento de los gobiernos cristianos para someter a los países islámicos.

Esta joven estudiaba para ser anestesista y se había convertido en un peón más de las guerras clásicas por el control de la tierra y el dominio de las identidades a través de la religión. La interpretación más ortodoxa del islam la obligaba a poner su salud reproductiva y su realización personal en manos de los hombres que interpretan la sharía.

Abundan los políticos y militares, los líderes mediáticos y religiosos, que trabajan para dominar las mentes y los corazones, para ganar guerras imposibles. El dominio de la sexualidad y la xenofobia son sus armas principales.

Hemos visto cómo las utilizaban Donald Trump, Vladímir Putin, Viktor Orbán, Xi Jinping, Kim Jong Un, Bashar el Asad, Recep Tayyip Erdogan, Beniamin Netanyahu, Nicolás Maduro, Rodrigo Duterte, Salva Kiir, Hasan Nasrallah, Alí Jamenei, Mohamed bin Salman y Abiy Ahmed, premio Nobel de la Paz 2019, pero hay más.

De todos ellos solo el líder supremo talibán, Haibatulah Ajundzada, ha podido cantar victoria. Veinte años de lucha ha necesitado para derrotar al ejército afgano y a su aliado estadounidense. Su triunfo es la derrota del progreso humanista, la demostración de que la democracia no se puede exportar. Germinó en las naciones europeas y latinoamericanas que pasaron la segunda mitad del siglo XX bajo dictaduras civiles o militares, pero hoy ya nadie se atreve a promocionarla. Hacerlo es garantía de provocar una guerra. Ucrania, Siria, Libia, Irak, Somalia, Yemen y Afganistán lo demuestran.

Afganistán, por si quedaba alguna duda, es el ejemplo de que la cultura social y religiosa, los ritos y creencias, la idiosincrasia de muchos pueblos, está reñida con la libertad, el respeto a la vida integral de las personas, especialmente de las mujeres y las minorías, tanto étnicas como sexuales y políticas. Llevar la democracia a estos rincones del pasado implica iniciar una guerra que nunca podrá ganarse.

Los integristas de la multiculturalidad, muchos de ellos progresistas en sociedades opulentas, los mismos que defienden, por ejemplo, la tradición del velo islámico porque es un valor ancestral, consideran que los afganos tienen todo el derecho a vivir bajo un régimen talibán que esgrime la sharía para negar al ser humano sus derechos más fundamentales.

Los afganos, sin embargo, no han podido elegir. Son hijos del tribalismo, la intransigencia religiosa y la corrupción político-administrativa. No lo han tenido fácil para pensar por sí mismos. El libre albedrío, el mismo que los ciudadanos de los países avanzados pierden bajo el adoctrinamiento de las redes sociales, no ha estado a su alcance, ni parece que vaya a estarlo durante mucho tiempo.

Sin libre albedrío el hombre pierde un enlace esencial con su origen. Decidir lo que es moral o inmoral, dar y recibir órdenes, afrontar el destino hasta abarcar la muerte, todo este ejercicio continuado de voluntad se diluye entre los automatismos que implanta el pensamiento único.

En los rincones del mundo donde los ancianos y los libros sagrados monopolizan la verdad, donde no tiene sentido aprender lo que Dios no enseña y donde lo malo, casi siempre, viene de fuera, persevera la barbarie porque se impone la magia y retrocede el libre albedrío.

El velo, la ablación, el analfabetismo y la esclavitud ordenan la vida en estos lugares remotos, de geografías imposibles de domesticar, donde la superstición y la tradición indican cómo debe consumirse la vida.

“Las mujeres trabajan en casa y los maridos lo hacemos en la calle”, me decía un comerciante del mercado de Chilas, en el verano del 2019 para justificar la segregación de género y la jerarquía patriarcal.

Chilas se encuentra a orillas del Indo, en el norte de Pakistán, en un valle muy profundo a los pies de la cordillera del Karakórum, y los hombres que llenaban el mercado la tarde de Ramadán que lo visité habían salido a comprar pollo, arroz, tomates, pan y sandías. Los que no tenían nevera compraban hielo y nieve, y los que no querían cocinar pagaban con billetes sucios y arrugados la comida hecha en puestos que freían pollo especiado.

De Chilas salieron los seis jóvenes que, reclutados por los talibanes e inspirados por Al Qaeda, atacaron en junio del 2013 el campo base del Nanga Parbat, el más occidental de los catorce ochomiles. Mataron a seis alpinistas extranjeros. “Este es el día que vengamos a Osama bin Laden”, gritaron mientras fusilaban a los montañeros, los diez arrodillados y con las manos atadas a la espalda.

Los hombres de Chilas, sin embargo, niegan que pasara nada de lo que sucedió. “Aquí no hay terroristas. Todo el mundo es bienvenido”, me aseguraba uno de ellos. No hablaba con libertad porque me escoltaba un soldado con un fusil de asalto, pero sí con alegría. Él y sus vecinos querían demostrar modestia y hospitalidad. Se atusaban las barbas, posaban para una foto de grupo, sonreían orgullosos y no decían lo que pensaban.

El gobierno les había comprado las tierras bajas que anegará la presa de Diamir, y se habían gastado el dinero en vacas, cabras y ovejas, en adquirir tierras más altas para cultivar patatas. Ninguno había invertido en mejorar la educación de sus hijos y, todavía menos, de sus hijas. “Aquí solo un 20% de las chicas y no más de un 70% de los chicos están escolarizados”, me aseguró un profesor de instituto. “Siempre ha sido así, y las nuevas infraestructuras que construyen los chinos no lo va a cambiar”.

Para estos hombres, Osama bin Laden no está muerto. “Osama bin Laden, vive”, decían uno tras otro. Por eso no tiene sentido que nadie vengara su muerte asesinando a unos alpinistas. “Vivía en Abbottabad, cerca de la academia militar, y los militares lo protegieron”, afirmaba un guía de montaña.

Un pastor solitario, que dijo llamarse Muyajadid y tener 30 años, campeón de polo en el valle de Raikot, también pensaba que Bin Laden no había muerto tiroteado por una unidad de élite norteamericana que asaltó su casa la noche del 2 de mayo del 2011. “Bin Laden vive porque Dios todo lo puede”, decía mientas preparaba la comida en una cabaña a 3.300 metros de altitud frente a la cara norte del Nanga Parbat y repasaba todo lo que Dios le había dado: una familia, un caballo de polo, unos trofeos de plástico dorado, unos campos de patatas y una vida sin preocupaciones geoestratégicas.

Allá arriba, su existencia básica e islamizada, sin luz eléctrica ni agua corriente, discurría por un plano inverso al del mundo ateo y tecnológico. Todo lo que necesitaba para ser feliz era saber que, llegado el momento, Dios le perdonaría sus pecados.

La misma fe en el perdón divino tenía un reclutador de terroristas salafistas que dijo llamarse Abu Zeineb y que conocí junto a la mezquita de Al Riyad, en Susa (Túnez), en el verano del 2015, pocos días después de que un estudiante asesinara a 39 turistas europeos que tomaban el sol en la playa. Estaba convencido de que Dios no le castigaría si me cortaba el cuello.

“Somos ejecutores de la voluntad de Dios y seremos recompensados en el paraíso”, me anunció con el aplomo de quien ha visto la luz. Su mal estaba despojado de violencia y cargado de razones. Era un mal apocalíptico, inevitable y, por lo tanto, eterno. Al mismo tiempo, sin embargo, era un mal irresponsable, tan integrado en su lógica mental, física y espiritual que rebosaba liviandad. Era el mal banal que Hannah Arendt teorizó para explicar el Holocausto. Me confesó que en el supuesto de que tuviera que cortarme el cuello no sería por nada personal. “Usted es un cristiano europeo, pero me cae bien”.

–Queremos ser como ustedes –añadió– y las muertes no cesarán hasta que lo seamos.

–¿Iguales en qué? –le pregunté.

–Iguales en todo. Esto significa vivir según la ley de Dios y no según las leyes de la democracia y el capitalismo occidental. Significa vivir según nuestras costumbres y no según las normas del ejército estadounidense y de los gobiernos europeos, con su falsa retórica sobre el multiculturalismo y las ayudas al desarrollo. Nos sentimos oprimidos y avasallados, y por eso luchamos.

–Matar es pecado, no está en el Corán, es injustificable –dije recordando lo que me había reconocido otro salafista poco antes de encontrarme con el reclutador de jóvenes terroristas.

–Lo injustificable –respondió Abu Zeineb– es matar sin una causa, pero la yihad tiene una causa. Occidente nos impone unas costumbres que no tenemos más remedio que aceptar porque si no lo hacemos parecemos bárbaros. Comprendo que un buen musulmán estalle ante la provocación constante, en pleno Ramadán, de gente que se baña desnuda, que bebe alcohol y fuma a todas horas sin mostrar respeto por nuestras creencias. El turista es arrogante, se siente superior. Y ustedes, que ahora lloran la muerte de 39 europeos en una playa de Túnez, antes no sintieron nada por la muerte de millones de musulmanes, igual de inocentes, a manos de los ejércitos occidentales en Irak, Afganistán, Siria, Libia y tantos otros países. Lo malo de ustedes es que no son capaces de asumir sus responsabilidades.

Abu Zeineb tenía 35 años y los ojos azules. Tenía la frente marcada con la señal de los piadosos que cada día se inclinan decenas de veces ante Dios. Vestía pantalones y un polo. Llevaba gafas de sol. Daba clases de contabilidad en un instituto. Era amable, me llamaba por mi nombre y me pedía que le diera razones para no ser “un objetivo comprensible” si decidía darme un baño en la playa. Cuando no pude hacerlo, intentó explicarme que si algún día moría a manos de un salafista sería por voluntad de Dios. “Solo una parte del islam es amor a Dios –me explicó–. La otra nos obliga a seguir luchando hasta que seamos iguales, no oprimidos”.

El terrorismo de inspiración islámica sigue siendo la principal amenaza para europeos y estadounidenses. Los atentados que arrancaron en Madrid en el 2004 se han extendido hasta hoy por Francia, Alemania, Bélgica, Gran Bretaña y otros países, causando cientos de muertos.

La yihad es una aspiración para muchos jóvenes europeos que se sienten discriminados, víctimas de una desigualdad social y económica que creen irreversible. Sacrificar sus vidas en una guerra santa puede ser un proyecto de libertad para ellos. Creen que la muerte es un destino mejor que la vida.

La historia está llena de proyectos para morir, de leyendas para glorificar a los muertos. Homero lo hace con Héctor en la Ilíada. Víctima de un duelo a muerte con Aquiles, su cuerpo no se corrompe. Aquiles arrastra el cadáver entorno a la tumba de su amigo Patroclo, pero los dioses lo mantienen como si estuviera dormido, libre de cualquier tortura, humillación o cautiverio.

Hasta ahora, el suicidio no era una posibilidad ética para los europeos. No había nada grandioso, nada honorable, en quitarse la vida. Ni siquiera los santos martirizados del cristianismo lo habían sido por voluntad propia. Hoy, sin embargo, Europa engendra kamikazes.

Los guardianes de las esencias europeas, blancas y cristianas, dirán que estos jóvenes suicidas no son europeos. Aunque hayan nacido en Europa, aunque Europa los haya criado, educado y alimentado, dirán que no le pertenecen, que no son como ellos.

Cuando esto sucede, Europa no se reconoce en el espejo, y su comportamiento es el de un bulímico, con atracones de civilización y vómitos de xenofobia. La Unión Europea, el proyecto más ambicioso y justo de Occidente, no puede evitar que una parte creciente de su población tenga una visión tan equivocada de la realidad que aúpe al neofascismo. Tampoco puede evitar que los jóvenes expulsados de este paraíso de igualdad y bienestar vivan un exilio interior de dolor y sufrimiento, atrapados entre la pasión y la frustración, camino de una muerte épica.

El paraíso del profeta ofrece a estos europeos desheredados placeres de carne y hueso, que es mucho más de lo que pueden conseguir los cristianos en el suyo. Tal vez por eso sea posible encontrar la felicidad en el terror, un terror que, en última instancia, se asume como un mandato de Dios. A los que mueren en nombre del islam se les llama shahid (mártires) y nadie los olvida.

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Los soldados israelíes matan palestinos en defensa de su país, aunque sea en los territorios bíblicos de Judea y Samaria conquistados por la fuerza. El soldado de una democracia no puede ser un terrorista. Obedece órdenes, sigue unas pautas de combate, puede ser procesado si las viola. Casi nunca, sin embargo, deberá enfrentarse a las consecuencias de sus disparos. El Estado dirá que actuó en aras de la seguridad nacional y le perdonará.

Israel también es Europa y también blinda sus fronteras, como si el enemigo fuera exterior y no interior, más uno de los otros que uno de los suyos.

El conflicto palestino ya no es solo una lucha por el control de la tierra. Es un conflicto racial. Los palestinos, también los que tienen pasaporte israelí, no son iguales ante la ley. Nunca podrán serlo en un Estado reservado a los judíos, un Estado que no puede perder la identidad judía.

Los jóvenes marginados de los arrabales franceses también piensan que el Estado los trata de inferiores, sospechosos e impuros. Los negros estadounidenses dirían algo parecido, y todo el mundo ha podido ver cómo la policía los asesina a cara descubierta.

El asesinato, ya sea en nombre de Dios, del Estado o de una causa cualquiera, tiene un componente colectivo. El terrorista no es un delincuente individual. Comparte su crimen con los testigos, con todos los que piensan como él. Su culpabilidad, a veces, es aplaudida en público, a menudo elogiada en privado.

La tarde del 20 de noviembre del 2012, Hamas asesinó en Gaza a seis palestinos, supuestos colaboradores de Israel. Lo hizo en plena calle, en un cruce muy concurrido del barrio de Sheij Raduan, junto a la gasolinera Baylul.

El comando llegó en un minibús que se detuvo en el centro del cruce. Los milicianos, encapuchados, hicieron bajar a los seis hombres, que eran barbudos y tenían bien visibles en sus caras las heridas de la tortura. Al menos dos llevaban bolsas de plástico atadas al cuello.

Les obligaron a tenderse en el suelo, les apuntaron a la cabeza con fusiles kaláshnikov y dispararon sin bajar del minibús. Partieron de inmediato, y la gente, que había visto la ejecución sumarísima con la espalda pegada a las fachadas, fue acercándose.

De un poste de luz colgaba un papel grande con los nombres y apellidos de los muertos, así como su lugar de procedencia. Estaban escritos a mano con un rotulador de tinta azul. Un miliciano lo pegó antes de partir. La gente perdió el miedo de inmediato. Se agolpó sobre los cuerpos.

Uno de los ajusticiados aún vivía. Balbuceaba bajo los escupitajos, las patadas y los teléfonos móviles que grababan su agonía. Estaba tendido boca arriba, ahogándose en la sangre que manaba de su boca, rodeado de cámaras telefónicas y sonrisas burlonas.

Alguien ató con una cadena larga las piernas de un cadáver a una moto y la muchedumbre gritaba “¡espía, espía!” al verlo pasar. Su cuerpo estirado con los brazos en alto dejaba una senda de asfalto limpio. La cabeza golpeaba el bordillo de la acera cada vez que la moto doblaba una esquina. El piloto se divertía. Iba y venía por la misma calle.

“Es el castigo que se merecen los traidores que perjudican a su pueblo”, me dijo un hombre. “Colaborar con Israel es la peor traición que uno pueda imaginar”, afirmó otro.

Llegaron padres con niños pequeños cogidos de la mano. Estaban alegres. La multitud crecía y miraba los cuerpos. Saltaba sobre ellos evitando mancharse las sandalias con la sangre espesa que los cubría.

Por dos veces, el miedo a un ataque aéreo hizo correr a todo el mundo. Los cuerpos quedaron solos en el centro del cruce mientras la gente buscaba en el cielo las señales invisibles de los misiles israelíes. Fueron alarmas infundadas, y el espectáculo terminó cuando las ambulancias rescataron a los muertos.

La gente regresó a casa convencida de que la resistencia era imbatible. “Nadie puede con nosotros”, gritaba exultante un padre junto a su hijo. “Dios está de nuestra parte –aseguró otro hombre–. Aunque el Corán prohíbe matar, legitima la defensa”.

Podemos decir que Hamas no es un gobierno ni Gaza un país. También podemos decir que los verdugos son salvajes, seres ajenos por completo a nuestra ética y libertad, incluso podemos decir que los testigos de la barbarie, ya sea en un mercado de Misrata o en un cruce de la ciudad de Gaza, son cómplices del terror.

Pero tampoco podemos negar que nuestros estados recurren al terror y que, como ciudadanos de esos estados, somos cómplices de sus crímenes, “objetivos justificables”, según diría mi amigo Zeineb. Solo los niños son inocentes.

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El discurso sin ira y sin moral de Abu Zeineb podría ser también el de cualquier Estado democrático. No existe el poder al margen de la barbarie. Es difícil vivir en un país donde el poder y la libertad no se excluyan porque la libertad suele estar al servicio del poder.

Henry Kissinger lo sabe de sobras. Su vida ha sido calcular los riesgos y las recompensas de una decisión estratégica. Es algo que aprendió de sus padres en la Alemania nazi: salir corriendo a pesar de tener prohibido moverse de casa. Huyeron a Estados Unidos y se hicieron norteamericanos.

Kissinger fue soldado en la Segunda Guerra Mundial y luego estudió en Harvard los fundamentos del mundo contemporáneo. Era profesor en esa universidad cuando Nixon lo llevó a la Casa Blanca. Fue consejero nacional de seguridad entre 1969 y 1975 y secretario de Estado en 1973, cargo que ocupó hasta 1977. Durante esos años cambió el mundo para que el mundo se pareciera más a Estados Unidos, y lo hizo con idealismo e hipocresía, muchas veces en secreto, al margen de la ley, espiando a sus más estrechos colaboradores, asumiendo que la defensa de la libertad provoca millones de muertos.

Kissinger es admirado por haber acabado la guerra de Vietnam, abierto las relaciones con China, reducido el riesgo de una guerra nuclear con la Unión Soviética y sentado las bases para la coexistencia entre Israel y Egipto. Ganó el Nobel de la Paz por todo ello, y el mundo fue algo mejor.

El año 1971 fue importante en su vida. Lo pasó entre Islamabad y París, negociando una vía para llegar a Pekín y otra para firmar la paz con Vietnam del Norte. Eran dos objetivos difíciles y, en gran medida, contradictorios con la política exterior de Washington.

En París negociaba la rendición de Estados Unidos, una salida de Vietnam que no fuera muy humillante. Buscaba una paz que, sin embargo, él mismo había boicoteado años antes, cuando la intentó el presidente Johnson. Entonces adujo que el triunfo aún era posible. Sin embargo, el motivo de aquel boicot, que extendió la guerra y costó muchas más vidas, era ayudar a Nixon a ganar las elecciones a la presidencia de Estados Unidos.

En Islamabad se veía con Yahya Khan, un déspota sanguinario que presidía Pakistán y era un gran aliado de China. Kissinger lo necesitaba para llegar a Mao. Quería abrir un diálogo con Pekín que debilitara a la URSS, su gran rival por el dominio del mundo.

En marzo de aquel 1971 Khan reprimió una revuelta independentista en Pakistán Oriental, el país que luego se llamó Bangladesh. Murieron entre medio millón y tres millones de personas. Kissinger no pestañeó ante la brutalidad. Le debía un favor a Khan y quería demostrar a China que Estados Unidos podía ser un socio fiable incluso ante la más flagrante violación de los derechos humanos. Al año siguiente Nixon fue a Pekín, y en 1973 Kissinger ganó el Nobel.

Bangladesh fue un ejemplo de la barbarie al servicio del poder democrático, pero hubo más, más personas inocentes sacrificadas en Camboya, Indonesia, Chile y Argentina.

Kissinger aprobó más de 3.000 bombardeos en la neutral Camboya. Los B-52 causaron entre 150.000 y medio millón de muertos. La ira y la angustia por esta masacre abrió las puertas al régimen de Pol Pot, que masacró a otro millón de camboyanos.

Kissinger apoyó a las dictaduras sangrientas y anticomunistas de América Latina, silenció asesinatos en masa y justificó errores morales en aras de un bien superior, la preservación de la supremacía occidental frente al comunismo soviético. Hizo esto y mucho más con la mirada de un seductor y un apoyo mediático envidiable para cualquier político.

Kissinger salvó a Israel en la guerra del Yom Kipur porque sin el apoyo militar estadounidense el pequeño Estado judío no habría resistido la ofensiva de Egipto y Siria, que atacaron con respaldo soviético. Luego cogió el avión y voló sin cesar entre Damasco, El Cairo y Tel Aviv. Buscaba la paz y lo hacía a pesar de que el presidente Nixon era un antisemita, implicado, además, en un espionaje político que amenazaba con hundirle.

Nixon se defendía del Watergate. No tenía otra prioridad, pero Kissinger, el mismo de Kissinger de Vietnam, Bangladesh y América Latina, insistía en que la paz era posible entre israelíes, sirios y egipcios. En junio de 1974 convenció a Nixon de que fuera a Oriente Medio, pero ya no había nada que hacer. Nixon dimitió en agosto, antes de que el Congreso lo destituyera. La paz de Kissinger tuvo que esperar dos años más, hasta que Jimmy Carter la cerró en Camp David.

Al dejar la política, Kissinger abrió una oficina en Manhattan para asesorar a los que quieren saber cómo se alcanza el poder y cuál es la mejor forma de preservarlo. Le ha ido muy bien. Pocos intelectuales entienden mejor la naturaleza intrínsecamente violenta de los estados nación.

Sus clientes han podido perseguir, encarcelar, torturar y asesinar a sus enemigos. Los totalitarismos lo hacen con una publicidad que las democracias procuran evitar, aunque no siempre es posible.

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