Kitabı oku: «El árbol del mundo», sayfa 3

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Un día conocí a una peluquera en un mitin de Willy Brandt en Rostock y pocos días después fuimos juntos a un pequeño cabaret cerca del mercado de Hackescher. Actuaban unas amigas suyas, que habían dejado Rostock, el principal puerto de la RDA, para probar fortuna en “la grande y libre” Berlín.

Tenían fe en sus cuerpos y estaban cansadas de cortar el pelo a mujeres sin nada que contar. La nueva Alemania era una aventura para las antiguas obreras del comunismo. Ni por un momento dudaron en apoyar a los democristianos que les prometieron la unidad perfecta: Estado de bienestar y libertad en una patria recuperada. Hasta iban a cambiarles sus marcos orientales por los del Bundesbank, gracias a una decisión política, sin ninguna coherencia financiera, pero todo el sentido histórico: una misma moneda para un país reunificado. Se frotaban las manos. Eran ricas. Imitaban a Lili Marlene con sentido del humor, sin dolor y sin nostalgia.

No es lo habitual, pero hay alzamientos populares que acaban bien, como el de Corea del Sur en junio de 1987, cuando el coraje de los estudiantes derribó a la dictadura, y también como el de Berlín en 1989.

La paz, en todo caso, es muy esquiva. No he sido testigo de ninguna que responda al significado pleno de la palabra paz. Es más, no creo que sea adecuado hablar de paz en ninguna circunstancia.

Toda la claridad que ilumina la violencia se vuelve oscuridad cuando aparece la paz. No debería ser así, la violencia es negra y la paz es blanca, barbarie frente a sabiduría, pero en la práctica, la violencia es muy translúcida y la paz muy opaca. Quien ha visto la muerte no se equivoca. Sabe lo que tiene delante. Quien solo ha visto la vida, sin embargo, está en la duda. No sabe a ciencia cierta si esa vida es guerra o es paz.

Capítulo 2

El proyecto de morir

Las guerras siempre van mal y ya no suelen ganarse. También es difícil escapar de ellas. Son estados de vida permanente, tanto que hasta dejan de llamarse guerras y pasan a denominarse conflictos.

Nadie puede vivir en una guerra, pero todos podemos adaptarnos a un conflicto. Por eso los conflictos pueden ser eternos, como los que hunden a rusos y ucranianos, israelíes y palestinos, azeríes y armenios, serbios, bosnios y croatas, birmanos y rohinyás, marroquíes y saharauis, etíopes y tigreses, yemeníes y hutíes. Los yihadistas se han asentado en el Sahel, desde las costas atlánticas de Mauritania a las índicas de Somalia, y veinte años después los talibanes vuelven a controlar Afganistán.

La mayoría de estas guerras y conflictos, además, son invisibles. Unos porque duran una eternidad y otros porque desaparecen de nuestras pantallas en apenas diez días, el periodo de atención media que suscita una crisis internacional.

Hay otros conflictos que son muy difíciles de ver y de atribuir, como los que suceden en el ciberespacio. Está en marcha, por ejemplo, una lucha geopolítica por el dominio de la computación y las comunicaciones cuánticas que, además de invisible, es difícil de entender.

Las guerras y los conflictos, la tensión que provocan, magnificada y manipulada por los vectores de la comunicación de masas, aceleran la destrucción y se hacen virales a intervalos cortos pero intensos, como la respiración de un herido en combate.

Vivir en el conflicto es la norma para miles de millones de personas. A algunas les parece hasta más fácil y satisfactorio que vivir en la concordia.

A estos combatientes sin descanso el conflicto les define, mientras que el consenso les diluye. Encuentran en la confrontación una justificación mitológica, una pureza identitaria, que les parece superior al mestizaje y el anonimato que requiere la vida en común.

Desde finales del siglo XX he sido testigo de ese anhelo de pureza en numerosos conflictos en los Balcanes y el Cáucaso, en el Kurdistán iraquí y turco, en las playas de Túnez, en Argelia, Libia y Líbano, en la meseta de Saná, en Israel y Palestina, en las selvas de la República Democrática del Congo y las de Honduras, en las regiones altas de Pakistán y los desiertos de Asia Central, en el oasis de Kashgar y en las orillas del río Suchiate que separa a México de Guatemala. He hablado con vencedores que no estaban seguros de nada y he hablado con insensatos que no sabían en nombre de qué mataban.

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Las guerras, a veces, si se enquistan y las miras despacio, parece que están dormidas, que son irreales, tan inofensivas como el ojo de un huracán.

Esto lo aprendí al final de la primera guerra de Chechenia, en la primavera de 1996. Los soldados rusos vigilaban la carretera entre Grozni y Shalí, una ciudad en poder de los rebeldes a la que llegabas después de cruzar la tierra de nadie a toda velocidad y con el respaldo del coche lo más estirado posible para que tu cabeza no fuera un blanco demasiado fácil. Los soldados rusos llevaban chancletas en lugar de botas y camisetas de vivos colores en vez de guerreras. Bebían vodka y fumaban marihuana. Alardeaban de haber matado ya a 100.000 musulmanes chechenos.

Los 300 muyahidines que aún defendían Shalí veían películas norteamericanas de acción, jugaban al ajedrez en sus casas de jardines modestos y paseaban en Rolls Royce y otros coches de gama alta robados en Europa Occidental. Los vecinos los envidiaban desde los billares instalados a la sombra de grandes olmos.

Disparar al enemigo parecía más un entretenimiento que un ejercicio militar. La misma sensación había tenido un año antes en las montañas que rodean Sarajevo durante el asedio serbio y la misma la tuve en el 2012 en Yabal Mohsen, el barrio alauita de Trípoli (Líbano), donde resistía una milicia aliada al régimen de Damasco y acosada por rebeldes sirios.

Yabal Mohsen está situado en una colina que domina la ciudad, y allí encontré a un hombre que había comprado un rifle AK-47 por 1.200 dólares. “Estuve disparando durante dos horas a los hijos de puta de ahí abajo –me dijo en la terraza de su apartamento, con vistas fantásticas y las ventanas agujereadas por las balas– hasta que me di cuenta de que no tenía sentido. Regalé el fusil, y me metí en casa con la familia”.

Uno de esos “hijos de puta” se llamaba Samir. Era un guerrillero del Ejército Libre de Siria, que entonces era la milicia preferida de Occidente. La frontera con Líbano era un cola­dero. Su familia tenía dinero y había alquilado un piso espacioso en el centro de Trípoli. Él iba y venía. Cobraba 140 dólares al mes por luchar contra el ejército sirio.

Siria es una guerra camino del olvido, una Bosnia-Herzegovina treinta años después, otro fracaso de Europa, otro triunfo de la violencia, de las guerras que no se pueden ganar ni perder porque no solo enfrentan a ejércitos sino, sobretodo, a un pueblo consigo mismo.

Siria ha sido una revuelta agraria, una guerra civil, un conflicto religioso, un pulso geoestratégico entre Irán, Israel, Rusia, Turquía y Estados Unidos, una yihad a la que se apuntaron jóvenes europeos, hombres y mujeres nihilistas. El régimen de Damasco es salvaje. Ha gaseado a civiles desarmados, torturado hasta la muerte a menores de edad, causado medio millón de muertos y, sobre este infierno, ganado unas elecciones con un 95% de los votos.

La primera refugiada siria que conocí en Líbano se llamaba Amira. Tenía 23 años, vestía hiyab y trabajaba en una fábrica de jabones de Trípoli. Había huido de Homs y me habló de mujeres violadas, de niños degollados, de un tío que perdió la razón después de 32 días de tormento, de cómo ella resistió con una treintena de mujeres y de cómo logró salvar a su hija de diez meses.

Dos años después vi a familias sirias hacinadas en un piso infecto de Tarlabasi, un barrio decrépito de Estambul, a dos pasos de la burguesa avenida Istiklal. Convivían con drogadictos y prostitutas. Los alquileres se habían triplicado ante la llegada de los refugiados. Apenas pisaban la calle por temor a todo.

He conocido a mujeres yazidíes que tuvieron su primer hijo a los 14 años y que salvaron la vida porque supieron recitar el Corán ante los degolladores del Estado Islámico (EI) que las consideraban heréticas e impuras. Cuando las visité en una casa cerca de Nusaybin (Turquía) donde se habían refugiado con decenas de hijos, no entendían lo que era Europa o Estados Unidos y solo hablaban de volver a sus casas en las montañas de Sinjar para seguir adorando al diablo como habían hecho sus ancestros durante cuatro mil años.

A Fady Elías Blbleh lo encontré en Mardin, la antigua ciudad amurallada de los primeros cristianos asirios, de los armenios y los orfebres, el magnífico mirador sobre las planicies meridionales de Anatolia.

Blbleh era un armenio de Qamishli, ciudad kurda de un millón de habitantes en el norte de Siria. Sus antepasados sobrevivieron al genocidio de 1915. Cruzaron en pleno agosto las planicies de la alta Mesopotamia fustigados por los militares otomanos, y su resistencia a la tortura, la sed y la vergüenza colma desde entonces el orgullo de su estirpe.

Al joven Blbleh lo encontré en abril del 2015 comiendo pipas con su hermano en Mar Hirmiz, un templo caldeo del año 397 en el centro de Mardin. Habían huido de Qamishli de noche y cruzado el Tigris en una balsa. Pertenecían a la clase media siria, emprendedora y bien formada. Querían llegar a Holanda con ayuda de los traficantes de hombres, las mafias kurdas y balcánicas que controlaban las rutas de la droga, la prostitución y la emigración clandestina. Solo así, desde el corazón de Europa, decían que podrían soltar el lastre de las tragedias familiares y demostrar a sus padres que el honor no estaba solo en el polvo del pasado.

Eran dos refugiados más en la corriente que llevaba a cientos de miles, la mayoría sirios como ellos, pero también afganos, palestinos, iraquíes, eritreos, sudaneses, nigerianos y otros africanos, a un mañana europeo.

Entre ellos iba también Abdulá Shenu, que se hizo famoso porque perdió a su hijo en el mar. No tenía pasaporte cuando, tres años antes, había huido de Kobane, una ciudad siria junto a la frontera turca, con su mujer y sus dos pequeños. En Turquía trabajó de pintor, vendedor, albañil y carpintero. Ahorró y dos veces pagó a los traficantes para que les llevaran a Grecia, pero no lo consiguió y perdió 4.000 euros. Entonces decidió intentarlo por su cuenta. Llevó a la familia a Bodrum y compró una barca inflable.

Apenas hay dos millas náuticas, unos cuatro kilómetros, entre Bodrum y la isla griega de Cos. Las luces del puerto de Cos se ven tan cerca desde el paseo marítimo de Bodrum, que Abdulá Shenu creyó que podría alcanzarlas con una barca de playa y un par de remos. Sin embargo, nada más dejar la orilla, arreció el viento y las olas volcaron la pequeña embarcación de juguete. Durante tres horas luchó por mantener a su mujer y sus hijos a flote, hasta que se le escaparon de las manos. El mar devolvió sus cuerpos a Bodrum.

La fotografía del pequeño Alan inerte en brazos de un agente turco dio la vuelta al mundo. Los medios lo llamaron Aylan Kurdi, porque Aylan es la forma turquizada de Alan y Kurdi porque fue el apellido que las autoridades turcas pusieron en el permiso de trabajo de su padre. Aylan Kurdi es el cadáver que abrió las puertas de Europa a un millón y medio de refugiados. Alan Shenu es el niño que nació con la guerra y del que nada sabremos.

Los refugiados son caminantes invisibles. Desde el momento que salen de casa van perdiendo cosas, igualándose en el cansancio y la determinación.

Después de una gran tragedia, como un ataque terrorista, un bombardeo o una capitulación, los hombres caminan. Dejan sus vehículos y caminan, siguen a pie en busca de refugio, avanzando sin apenas hablar.

No importa que sea la mañana del 11-S en Nueva York o la tarde de ese mismo día en Washington, no importa que sea en una de las principales ciudades del mundo o en una de las más olvidadas. Los he visto caminar en unas y otras, y apenas hay diferencia. Aunque no se puedan comparar las derrotas que han sufrido, el abatimiento que los enmudece es similar. Unos y otros están aturdidos, han perdido las referencias, ya no tienen trabajo, ni casa, ni gobierno. Su familia sufre, es posible que alguien cercano haya muerto. No se explican el cómo ni el por qué y, lo peor de todo, es que no saben qué pasará mañana o dentro de un instante. Muchos preguntan al periodista que los interroga, pero él tampoco tiene las respuestas.

Los refugiados caminan, y las fronteras se cruzan a pie o nado, con lo puesto, la ropa y las reliquias familiares preservadas en fardos y mochilas.

El norte de Siria se llenó de maletas vacías y vehículos abandonados durante los años más duros de la lucha incivil, igual que se habían llenado las carreteras del norte de Irak durante la ofensiva de Sadam Husein tras perder “la madre de todas las batallas” al final de la primera guerra del Golfo.

Lo segundo que pierde el refugiado es la identidad. Los documentos no le sirven o le sirven de bien poco. Muchos no llevan ninguno para que las autoridades que encuentran a su paso no sepan de dónde vienen. Así es más fácil evitar una repatriación.

Durante el camino, los refugiados aprenden por instinto. Aprenden a moverse y esconderse, a tentar la suerte y conservar el miedo que los mantiene alertas y a salvo.

El día que me enseñaron a caminar entre las balas había intentado cruzar el río Diyala con el Mercedes de una familia kurda muy numerosa. El Diyala separa Irak de Irán, cerca de Suleymaniya. Sadam había caído, y los clanes kurdos luchaban entre sí por el control de la región. Irán ofrecía una salida natural de aquella guerra fraticida.

El Mercedes, un modelo de la clase C cargado hasta arriba, lo conducía una mujer. Dentro había más mujeres y niños. Como el puente fronterizo estaba demasiado expuesto, intentaban cruzar por un vado del río, pero el coche, con la suspensión muy baja, se atascó entre las piedras del lecho.

Yo estaba en aquel vado, cubierto por un soto frondoso, siguiendo el éxodo de aquella gente, cuando las mujeres abandonaron el Mercedes, me dieron las llaves para que lo sacara del río y salieron corriendo hacia la orilla iraní. Intenté un par de maniobras pero el vehículo no se movió.

Lo dejé con las llaves puestas cuando sonaron los primeros disparos. Corrí hacia un árbol y después hacia otro pero era inútil guarecerse. Solo el azar de aquel soto mágico en medio del secano podía protegerme. Me quedé quieto durante unos segundos interminables y, siguiendo el consejo de una voz que no veía, empecé a caminar despacio, encorvado, en un estado meditativo, dejando que las balas ganaran por velocidad, buscando por instinto una salida que no sabía que existía pero que allí estaba, en la ladera que trepaba desde la orilla oriental.

Otros refugiados la encontraron a ciegas, igual que yo. Cuando cesó el combate, los soldados iraníes nos pidieron que volviéramos a cruzar el Diyala. El Mercedes seguía en su lugar. Ninguna bala lo había alcanzado.

Unos años después, en una de las ofensivas aéreas israelíes que castigaban Gaza con regularidad, un periodista palestino me recordó la gran utilidad de la parsimonia cuando el peligro acecha.

Íbamos en su coche, un Golf con las letras TV marcadas en el techo. Caían las bombas a izquierda y derecha, delante y atrás, pero él no pasaba de veinte kilómetros por hora. “Es más seguro ir despacio –me dijo–. Además, nunca sabes dónde va a caer el próximo proyectil. Podemos correr mucho y morir reventados en el siguiente cruce”.

Cuando has visto una guerra en directo, su recuerdo te acompañará siempre. Es una memoria sórdida y adusta, un manto que, sin embargo, por extraño que parezca, llega a protegerte si mantienes el mínimo equilibrio psicológico para no enloquecer.

Las guerras están llenas de personas que han perdido el juicio. El dolor enloquece cuando es insoportable y cuando lo ves en los demás, sobre todo en los supervivientes de un ataque, los que se han salvado de una explosión por unos centímetros, los que saben que a pesar de seguir viviendo están más muertos que vivos. Sus efectos van de la aflicción más profunda a la exaltación más perversa. Afecta a los combatientes y a los no combatientes. También a los cronistas.

El sufrimiento ajeno segrega adrenalina en las personas que, tocadas por un impulso irrefrenable, retan a la muerte, la buscan y la acarician. Es una perversión y una adicción, porque a medida que crece la sensación de invulnerabilidad, también lo hace la de inmortalidad.

En el desierto de Libia, entre Brega y Ajdabiya, he visto a guerrilleros y reporteros dejarse atrapar por esta corriente que a medida que se acerca al abismo va cargándose de más y más vida.

Los guerrilleros rebeldes libios, armados con palos y fusiles viejos, rotos y sin munición, habían partido al frente con el corazón ligero. Se sentían fuertes, protegidos, casi invencibles ante el enemigo ausente. Leían en voz alta los versos más comunes del Corán mientras esperaban a las tropas mercenarias de Gadafi.

“En el nombre de Dios, el Compasivo con toda la creación, el Misericordioso con los creyentes”. “Todas las alabanzas son para Dios, Señor de todo cuanto existe”. “Dios ama a los que se arrepienten y a los que se purifican”.

Leían acuclillados, de cara a un enemigo que no se veía pero que estaba cerca. Cuando los proyectiles caían cerca de su posición se mantenían inmóviles. La palabra de Dios era su escudo. Tenían suerte, baraka que dirían ellos, y, en el último instante, casi todos lograban replegarse, esconderse, partícipes de un juego que permitía volver a empezar.

Hay situaciones en las que poco separa a un miliciano de un periodista. El peligro es el mismo, y misma también es la estrategia para esquivarlo: suerte y sentido común, pero siempre mucha más suerte que sentido común porque la lógica es otra cuando te mueves cerca del frente, a lo largo de líneas ofensivas o defensivas que se desplazan a velocidades y en direcciones imprevisibles.

Si no corres lo suficiente o lo haces en el sentido equivocado, entonces el frente te pasa por encima. Las bombas ya no solo caen detrás tuyo o a tu alrededor. Lo hacen también delante y te mueves por un espacio difuso, rodeado de guerrilleros que están tan perdidos como tú en el polvo que levantan las explosiones. Apenas alcanzas a ver los pies que las esquivan.

Entonces es cuando aparecen los cadáveres, los corazones se encogen, y el juego termina. Vemos el vientre de la guerra, la derrota y la muerte. Se hace el silencio que enmudece al combatiente.

En la primavera del 2011, Ajdabiya era una ciudad desierta a punto de cambiar de manos. Los rebeldes habían huido, y los mercenarios africanos a las órdenes del coronel Gadafi se acercaban, pero todavía no habían llegado. En el hospital quedaban los cadáveres, los heridos más graves y los empleados de la limpieza, un grupo de bengalíes sin otro lugar al que ir. Preguntaban cuándo llegaría el enemigo, y yo no lo sabía. Responderles que no tardaría mucho era como no decirles nada, pero no podía precisar más. Querían telefonear a sus casas en Bangladesh, y yo les presté un Thuraya. Se pusieron en fila, anotaron sus teléfonos en un papel e hicieron cola para avisar a sus familias de que seguían con vida.

Apenas había vegetación en la vieja Ajdabiya. El agua estaba bajo tierra, en pozos y aljibes. El mar estaba cerca, pero no se veía. Era un cruce de caminos en el golfo de Sirte. La carretera que une Bengasi con Trípoli se cruza aquí con la que lleva a Tobruk y la frontera egipcia, también con la que baja hacia el sur, hasta el oasis de Jula. No hace falta más para tener una historia violenta.

Ajdabiya empezó siendo romana y luego, bizantina, fatimida y otomana. Fue colonia italiana y campo de batalla de los carros de combate en la Segunda Guerra Mundial. Los nazis y los aliados la ocuparon varias veces, hasta que los británicos asentaron su conquista y Rommel voló a Berlín para suicidarse. El petróleo cambió su suerte, y los amigos búlgaros de Gadafi montaron el hospital donde encontré a los bengalíes.

No hablaban árabe ni entendían la revolución. Podían morir aquel mismo día, pero la noticia de que aún estaban vivos era una gran esperanza, y la esperanza es todo. Supera con mucho la tozudez de los hechos, y dispara el entusiasmo y la fantasía. Lázaro nos enseñó que incluso puede ser más importante que la resurrección.

Durante aquellos minutos en el jardín delantero del hospital búlgaro de Ajdabiya fue posible la ilusión de que el reino de la justicia no estaba perdido del todo.

El encuentro era una metáfora de la contemporaneidad. Por un lado estaban los desplazados de Oriente y por otro el turista occidental de la información. Detrás, pisándonos los talones, se acercaban los mercenarios del sátrapa. Los papeles estaban repartidos. Había víctimas, agresores y observadores, pero nadie era bueno ni malo, amigo o enemigo. Cada uno defendía sus intereses, asumía la herencia trágica de su pasado y se ponía en manos de Dios.

Gadafi era un paranoico, pero esta falta de cordura no le había impedido, apenas unos meses antes, estrechar las manos de los líderes occidentales y plantar su jaima de rey de África en los jardines de los palacios europeos. Tenía petróleo que vender.

Los bengalíes eran migrantes económicos. Antes de la guerra, el hospital de Ajdabiya era un buen destino. Sueldos decentes en una ciudad tranquila cerca del complejo petrolero de Brega. Podían ahorrar y enviar remesas a sus familias.

Libia, al fin y al cabo, aunque había apoyado el terrorismo internacional, seguía siendo una república popular y socialista. Nada que ver con las monarquías absolutistas del golfo Pérsico que despojaban de los derechos laborales más básicos a la mano de obra asiática y africana.

Los mercenarios eran unos 6.000 soldados y paramilitares procedentes del Chad, Mali, Níger y Sudán del Sur. Luchaban por un millar de dólares al mes.

Gadafi tenía buenas relaciones con estos países, sus vecinos del Sahel. Gracias a ellas, Libia había recuperado un valor estratégico que Estados Unidos agradecía. Era útil para luchar contra las franquicias de Al Qaeda en la región. Así, Gadafi pudo normalizar las relaciones diplomáticas con Occidente y acceder al mercado internacional de armas. Pagaba con los dólares del petróleo.

Los revolucionarios que intentaban derrocarle tenían el apoyo aéreo de la OTAN y el financiero de Qatar. Europa creía que apoyando la democracia en Libia el petróleo fluiría con mayor facilidad, mientras que el emir qatarí Al Zani, aliado de primera hora de las primaveras árabes, veía una gran oportunidad para acrecentar el peso de su pequeño emirato en detrimento de Arabia Saudí, hasta hoy la nación árabe más preeminente.

Los Hermanos Musulmanes, la cofradía religiosa que aspiraba a liderar las masas que se habían levantado contra los dictadores, era un gran aliado de Qatar. Repartía los petrodólares de los Al Zani entre la población libia, como había hecho también en Túnez, Egipto y otros países.

Gadafi no tenía ningún futuro, pero aquella tarde en Ajdabiya aún era una amenaza temible. Los celadores, limpiadores y cocineros bengalíes llevaban a casa la noticia de su voz y colgaban en menos de 30 segundos para que nadie se quedara sin hablar.

Sin embargo, el ruido de los disparos, de la ofensiva gadafista, era cada vez más intenso, y un periodista europeo hecho prisionero tenía un alto valor de canje. Si los empleados bengalíes se ponían al abrigo de las balas, la avalancha militar pasaría por encima de ellos sin detenerse, pero yo no podía estar tan seguro de que no se fijara en mí. Mi rescate podía fácilmente superar el millón de dólares.

Era prudente salir sin más demora. Algunos bengalíes se quedaron sin telefonear y unos días después, cuando regresé a Ajdabiya, de nuevo en manos rebeldes, se habían ido. No di con nadie que supiera lo que les había ocurrido. Los habitantes regresaban a la ciudad desde sus escondites en el desierto para encontrar sus casas destruidas por la artillería. No sabían nada de los empleados asiáticos del hospital. Habían encontrado cuerpos de enfermos rematados en sus camas, pero ni rastro de los bengalíes. A lo mejor se habían replegado con las fuerzas gadafistas o huido hacia la frontera egipcia.

El paso entre Emsaed y Sallum estaba abarrotado de migrantes sin los pasaportes y los visados adecuados para cruzar. Los agentes egipcios no podían atenderlos, ni prometerles nada. Tampoco dejarlos pasar. Habían acampado en los alrededores, extendido los toldos de plástico, las mantas de tejidos sintéticos y acostado a los más pequeños. La Cruz Roja los alimentaba. Rezaban a las horas y renegaban de los alzados en armas, del funcionario consular que no llegaba.

Es en estas fronteras, en estos márgenes de la historia, donde rompen las olas que golpean a los hombres obligados a caminar. Proceden de las culturas más periféricas y hablan las lenguas que pocos entienden. Van lejos sin saber muy bien a dónde. A veces quedan varados durante semanas que pueden ser años, pero perseveran. Esperan y callan, sufren y desconfían. Están atrapados entre la nada y el infinito, esclavizados por los traficantes de hombres mientras aguardan el momento de jugarse la vida que han tenido por una nueva que posiblemente no verán. Carecen de un atrás, un lugar y un tiempo pasados a los que regresar, y aun así, a pesar de su parálisis y su silencio, preparan el orden mestizo del Occidente que viene. Saben que Europa y Estados Unidos necesitan a decenas de millones de personas oscuras como ellos para mantener las ciudades limpias, las mesas servidas, los museos abiertos y las iglesias iluminadas.

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El Gran Inquisidor de Dostoievski se dispone a quemar a Cristo en la hoguera. Antes, sin embargo, quiere saber por qué ha regresado. Le recrimina que lo haya hecho y más aun con un mensaje de emancipación. Le reprocha que haya animado a los hombres a ser libres porque la libertad no hace libre a nadie, sino todo lo contrario, atormenta a los obedientes, a los corderos que basan su felicidad en un orden superior, una jerarquía que les garantice el pan y la salvación eterna. “Hemos corregido tu obra –le dice a Dios el sumo sacerdote– y la hemos cimentado sobre el milagro, el misterio y la autoridad”.

Los gobiernos occidentales han jugado a ser Dios y han perdido. Nos les alcanza el milagro, el misterio y la autoridad sobre una población desafecta, y cometen, además, errores estratégicos imperdonables.

El presidente ruso Vladímir Putin los ha cometido en Ucrania, igual que el presidente estadounidense Barack Obama los cometió antes en Oriente Medio. En sus memorias, Obama admite que quiso salvar a millones de jóvenes musulmanes de la violencia, la ignorancia y los sueños de la gloria celestial. Reconoce, sin embargo, que acabó matándolos porque vivían entre yihadistas y estaban expuestos a las bombas y los drones, al último grito de la tecnología militar.

La aviación rusa ataca las ciudades ucranianas en el 2022, y esta es una guerra que hemos visto antes en otras ciudades de Europa, Oriente Medio y Asia, atrocidades que pensábamos nunca más volver a ver.

Destruir una ciudad, matar a sus habitantes, incendiar sus edificios, es aniquilar una cultura, algo que la humanidad practica desde siempre, en un círculo de construcción y derribo imposible de romper, como si el hombre fuera incapaz de aprender de las ruinas, los escombros, el polvo que genera su barbarie, patología congénita de la que no puede curarse.

La aviación rusa bombardeó Alepo a partir del 2015. Durante más de un año golpeó los barrios de la resistencia contra el dictador Bashar el Asad y los redujo a escombros. Cometió crímenes de guerra y de lesa humanidad al atacar de manera sistemática objetivos civiles mientras la comunidad internacional miraba para otro lado.

Dos años después, la aviación estadounidense bombardeó Raqa. Lanzó 10.000 bombas durante cuatro meses sobre la capital del Estado Islámico en Siria, una ciudad muy densa, de 300.000 habitantes, que resultó dañada en un 80%. Murieron miles de civiles, mujeres y niños incluidos, imposible saber cuántos, porque los estrategas estadounidenses decidieron que no había otra vía para derrotar al enemigo.

¿Cuántas personas murieron en Dresde y Hamburgo bajo las bombas aliadas en la Segunda Guerra Mundial? ¿Cuántas preguntas similares podríamos hacernos sobre las ciudades sometidas a lo largo de la historia por la fuerza, por la violencia injusta pero justificada en nombre de Dios, la patria o el progreso?

Presionado por investigaciones periodísticas, el Pentágono tuvo que reconocer que bombardeó por error a civiles inocentes durante la caótica evacuación de Kabul en agosto del 2021.

Por muy quirúrgicos que sean los ataques, los inocentes mueren. Cerca de 100.000 niños han muerto o han resultado heridos desde el 2015 en zonas de conflicto. Cientos de miles han sido secuestrados, millones han visto negado su derecho a la educación y la sanidad porque no han quedado colegios y hospitales en pie. Save the Children calcula que 149 millones de niños viven en zonas de conflicto intenso. Medio millón son hijos de madres violadas por soldados y milicianos, por las fuerzas de pacificación y el personal humanitario.

Estos niños crecen con el lastre de la guerra y la injusticia. Están acostumbrados a la destrucción, a escuchar el silbido de las bombas al caer, al repiqueteo de las ametralladoras, a ver el brillo de las balas trazadoras, los arcos de luz que dibujan en el cielo nocturno. Gritan con todo su cuerpo y cuando duermen lo hacen con las ventanas abiertas y las cortinas corridas. Si revientan, los cristales no les alcanzarán.

Los niños de la guerra no aprenden a jugar, pero sí a conocer el peligro y a ser taimados.