Kitabı oku: «Lo que tú me pidas», sayfa 2

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—¿Cómo estás? —Me siento infantil cuando él me habla, el mejor amigo de Dale.

—Bien.

—Seguro? —Arquea las cejas.

Recuerdo cuando el año pasado me levantó del suelo, después de haber hecho salir corriendo a los cuatro cerdos de mi clase, los que pretendían tirar mis bocetos al váter, y, probablemente, a mí también.

—Todo bien. —Le sonrío con timidez—. Gracias.

Y entonces le veo, al final del pasillo. Y noto tanto calor que creo que podría encender el instituto entero.

—Tengo que irme a clase —farfullo.

—Cuídate mucho, pajarillo. —Me sonríe Mike. Y mientras yo echo a correr, él se queda frente a mi dibujo.

Después de doblar la esquina, me puede la curiosidad. Me asomo al pasillo.

Dale está mirando mi dibujo. De cerca. Lo está mirando y parece que está sonriendo.

No puedo dejar de temblar en horas. Ni de sonreír. Tampoco puedo dejar de sonreír.

DALE.

DIECISÉIS AÑOS.

Le veo corretear por el pasillo, y asomar la naricilla después.

—¿Cómo está? —Miro a Mike de reojo. Estamos los dos frente a su primer dibujo expuesto. Es simplemente una pasada. Mike se pone a silbar y terminamos los dos canturreando Never ending story.

—Joder, cómo me gustaba esta peli de canijo —murmura. Carraspea, y me contesta—: Dice que bien. Se le ve menos asustado. Y se ha juntado con Travis y Lucas.

—Y la cría de letras.

—¿Qué? ¿Cómo? —Hace un aspaviento—. ¿Eso son celos?

—Cierra el pico, Mike. —Pero me hace reír.

—En serio, habla con él. Queda. Tomáis algo.

—No.

—Dale, a veces me encantaría estrangularte. En serio.

—Lo sé. —Le paso el brazo por los hombros—. Y si no te sacara tanto de quicio, ¿qué sería de ti?

—La vida sería fácil.

—Te aburrirías.

—Totalmente.

Nos echamos a reír. Dejo de mirar el dibujo, dejo de mirar los magníficos ojos color bronce de Fújur y nos vamos para la calle.

—Yo creo que le gustas.

—Está empezando a tener amigos. Eso es bueno para él. Que se ubique un poco, que deje de dar respingos cuando alguien entra en su campo de visión, que esté tranquilo.

—Dale.

—No termines esa frase. —Nos sentamos en el banco, en nuestro banco.

—¿Curras esta tarde?

—Sí. Y luego entreno.

—Vente a dormir a casa. Mami está mustia y si te atiborra a comida se le pasa un poco. —Suelto una carcajada—. Y podemos ver la peli. —No hace falta que diga qué peli, estamos pensando los dos en Atreyu desde hace un buen rato.

—Me encantaría.

—Hecho entonces. —Saca el teléfono y llama a su madre. La conversación es escueta, pero tierna. Cuelga, se guarda el móvil y suelta de golpe—. Te encanta ese chico.

—¿Qué te he dicho de no terminar esa frase? —Pongo los ojos en blanco aparatosamente.

—Es para que tú también tengas ganas de estrangularme a mí —Me mira, todo sonrisas.

—Qué cruz tengo contigo.

Y le doy gracias a Dios cada día por ello.

ÁLEX.

CATORCE AÑOS.

Lizzy entró en mi vida casi de puntillas.

Ella y Travis se conocían desde la guardería. No estaba acostumbrado a tratar con gente, y mucho menos con chicas. Pero con ella fue fácil desde el principio. Era bastante alta, menuda, con el pelo rubio apagado por debajo de la cintura. Siempre con un libro en las manos. Hablaba poco, y lo hacía con una voz pausada y melodiosa. Cuando me contó que estaba estudiando Canto, me pareció la cosa más natural del mundo. Era lógico que ella cantara.

Quedamos un viernes por la tarde para ir al cine.

Y un sábado me acompañó a comprar carbón a la tienda de bellas artes.

Y fuimos otro viernes al cine.

Y un domingo por la mañana al puerto, al mercadillo hippy del paseo marítimo.

Y otro viernes más al cine.

Pero, al contrario de lo que pensaban todos, éramos amigos. Creo que Lizzy fue la primera persona que llamé amiga. Y cuando salíamos juntos y volvíamos a casa cogidos del brazo, me sentía tan a gusto que me parecía normal, y raro que los demás no vieran que tan solo éramos amigos.

Estaba enamorada. Estaba locamente enamorada de Francis y le brillaban los ojos cuando hablaba de él.

Llevaban saliendo y dejándolo un par de años. Pero ella estaba cansada. Estaba cansada de llorar. De esperarle. De ver cómo se liaba con otras y volvía con ella, para marcharse un par de meses después.

—Ya no más, Álex —me dijo un día, detrás de un helado enorme de tarta de queso. La había pillado llorando en el baño aquella mañana. Francis estaba en el patio del instituto, con una chica de otra clase. Se estaban liando como locos y solo hacía cuatro días que lo habían dejado la última vez. Me miró, me abrazó y me hizo prometer que no diría nada

Ahora, con la nariz enrojecida, parece un poco más entera.

—Dices eso siempre, pero es superior a ti.

—Qué mierda. —Se llena la boca de helado.

—Si quieres, puedo insultarle hasta quedarme afónico.

—No —sonríe—, pero gracias. En el fondo es un buen tío.

—No, Li, no lo es —bufo—; un buen tío no hace eso.

—Dice que es muy joven para saber si lo que siente es verdad.

—Pchfff —bufo otra vez, y me lleno la boca de chocolate para no decir alguna barbaridad. Ella sonríe.

—¿Tú sabes lo que sientes? Quiero decir que, si alguien te gusta, lo sabes, ¿no?

—Claro que sí. Sí. —Automáticamente, Dale me viene a la mente. ¿Saberlo? Creo que lo supe antes de darme cuenta.

—¿En quién piensas? —Ella me sonríe.

—No te lo voy a decir. —Sonrío—. Lo admití una vez, no va a volver a salir de mi boca.

Un día le enseñé un dibujo, uno de Dale. Ella me miró a los ojos y solo dijo: «Gracias por confiar en mí». Me gusta, solté de golpe. Y que ella lo supiera, lo hacía real.

Nos vamos para casa, cogidos de la mano.

—¿Qué vamos a hacer en Halloween?

—¿Qué quieres hacer?

—No lo sé. Lucas y Travis quieren hacer algo, pero si vamos todos y él aparece con alguna…

—No haría eso. Danny no se lo consentiría. —Danny es el hermano gemelo de Francis. Adora a Lizzy y cada vez que Francis le rompe el corazón, ellos se pasan días discutiendo.

—Mañana lo hablamos en el insti, ¿vale? —Hemos llegado a la calle en la que nos desviamos cada uno a su casa.

De camino a casa no puedo dejar de pensar que el ser humano es difícil. Da igual de quién te enamores, lo complicamos todo.

Espera un momento.

¿He dicho enamores?

Oigo a mi subconsciente reírse carcajadas.

DALE.

DIECISÉIS AÑOS.

Le veo desde arriba sentarse en el banco, con las piernas cruzadas, y me encantaría acercarme, saludarle, preguntarle qué esta pintando. Como hace Mike. Como hace Oliver. Pero sigo sin ser capaz. Nunca me había costado tanto entrarle a nadie.

Mike se para a mi lado.

—¿Qué has decidido para tu cumple?

—Playa —murmuro distraído—. ¿Sabes si está bien?

—¿Por qué no se lo preguntas tú?

—Michael Ángelo, ¿sabes si está bien? —Lo miro, arqueando las cejas. Él ha roto a reír al oír su nombre completo.

—Bajas, lo saludas…

—Cierra el piiiico…. —Pero me estoy riendo.

—Oye, en serio, estás como raro últimamente.

—Anoche hubo gresca otra vez. Estoy cansado y hace mucho que no hago surf.

—Sigo sin entender cómo tragar agua de forma humillante te viene tan bien

—Yo no trago agua, Njörd cuida de mí. —Le miro de reojo. No dice nada, pero sonríe. Me pasa el brazo por los hombros.

—Vamos al parque a comer, ¿no?

—Vale.

Está abajo, pintando, y por la sonrisa que lleva, sé que sabe lo que estoy pensando. Que luego él irá a comer al parque.

Cojo aire con fuerza. Intento prestar atención a lo que mi amigo me está contando. Pero me cuesta. La ansiedad de vivir en esa casa, el trabajo, el coche que no arranca, el instituto…

Y cumplo diecisiete en unos días. Y no me veo en ningún sitio. Es como si tener sueños no fuera para mí, que, con sobrevivir un día más, fuese suficiente. Como si esa casa me estuviera succionando la ilusión, la energía, todo.

—¿Dale? —Mike me da un empujón.

—Lo siento —suspiro—, no te estaba haciendo ni caso.

—Vaya, no me había dado cuenta. —Suelta una risotada.

—Gracias —le digo de golpe.

—¿Por qué?

—Por ser así. —Me mira con una sonrisa en los labios y en los ojos. Se ha ruborizado. —Pero no te me pongas moñas, ¿eh? —Le doy un empujón, como hace un momento él ha hecho conmigo.

ÁLEX.

CATORCE AÑOS.

Estoy terminando un dibujo de Tully cuando alguien se sienta a mi lado y exclama «¡joder!».

—Hola, tío. —Levanto la cabeza y estiro la espalda—. ¿Qué hora es?

—La de comer. Llevas aquí dos horas. En la misma postura… —Lucas sigue mirando el dibujo—. Cada vez me gusta más este bicho.

—Gracias.

—Vámonos a comer, anda.

Vamos para el parque. Y se me acelera el corazón cuando, en la mesa de al lado, veo quiénes están sentados. Dale, Mike, Jayson y Oliver.

—¡Nano! —Oliver llama a su hermano y Lucas trota hacia ellos.

Yo me voy a la mesa donde están sentados Travis, Danny, Francis y Lizzy.

Francis y Lizzy volvieron en Halloween y desde entonces, parece que están muy bien juntos.

Intento que no noten que estoy temblando. Sé que Lizzy se lo imagina, pero lo único que hace es tenderme los brazos y mover los dedos con una sonrisa, pidiéndome el bloc. Se lo doy y ella lo abre y busca el último dibujo.

—Tremendo —exclama. Los demás estiran el cuello para mirar también—. Cada vez me da más miedo este bicho

—Pues algo estoy haciendo mal, porque no es miedo lo que quiero que dé, sino protección.

Ella me devuelve el cuaderno con una sonrisa. Sabe en quién estoy pensando.

Cuando Lucas se sienta y estamos todos, empezamos a comer.

—Va a ser el cumpleaños de Dale —nos cuenta—. Van a celebrarlo a lo bestia.

—Ojalá pudiéramos ir. —Francis mira hacia la mesa de los mayores.

—Ni de coña. Se marchan el viernes y no vuelven hasta el domingo por la noche.

—¿Y a dónde van?

—Eso no me lo han contado.

De reojo miro hacia la otra mesa. Los cuatro han terminado de comer y están hablando y riendo. Así donde estoy sentado, le tengo casi en diagonal. No ha vuelto a dejar crecer el pelo y se ha puesto bastantes pendientes más.

Por el cuello de la chupa asoma uno de sus tatuajes.

Me empieza a atronar el corazón cuando me doy cuenta de que le estoy mirando fijamente. No puedo bajar la vista. Y entonces me encuentro con sus ojos. Directamente sobre los míos. Se me escapa de golpe el aire de los pulmones y bajo la cabeza.

Sé que me ha visto. Es imposible que no lo haya hecho.

Pero no oigo ninguna burla, ningún insulto. Nada.

Levanto despacio la vista.

Él sigue hablando con sus amigos. Tranquilo, como si nada. Y justo cuando creo que no me ha visto, que ha sido una flipada mía, vuelve a cazarme. Y esta vez, sonríe. En serio, sonríe.

Le da un empujón a Mike, se levanta y se marcha para el instituto.

—¡Pero haz pellas, cabrón! —le grita Mike.

—¡No! —Se da la vuelta—. Tengo que presentar un trabajo, tío.

—¡¿Hoy?!

Dale se marcha. Le miro mientras está de espaldas. Me aletea el corazón. ¿Me ha sonreído a mí?

Lizzy está a mi lado, lo mismo le ha sonreído a ella. La miro y esta absorta en un libro.

¿Me ha sonreído a mí?

—Álex, ¿me has oído? —Lucas me pasa la mano por delante de los ojos.

—No. — Lo miro—. Perdona.

—Que si tienes Alemán ahora.

—Sí. Clase de alemán. —Nunca me pregunta en qué estoy pensando. Dan por hecho que los «artistas» nos abstraemos. Me hizo mucha gracia cuando Aiden lo soltó en mitad de la clase, pidiendo que me «dejaran pensar tranquilo».

Ha pasado de llamarme mosquinforme a artista. Me sigue sorprendiendo.

Durante el resto del día no doy pie con bola. Me resulta imposible.

Y va a peor. Me paso el fin de semana como si tuviera el alma llena de bichos.

«Van a celebrarlo a lo bestia».

No me imagino qué significa exactamente eso.

Así que intento centrarme en una idea que se me viene «a lo bestia». Dale, cómo no, con colmillos, una espada en las manos, los ojos llameando y esa sonrisa. Esa sonrisa que no me saco de la cabeza.

DALE.

DIECISÉIS AÑOS.

Surf. Eso era lo único que quería por mi cumpleaños.

Estaba previsto mal tiempo, y eso solo significaba olas de la hostia.

A mis amigos, pasar tres días en la playa les parecía perfecto. Cuando empezara a tronar, a abrirse el cielo y a oírse el corazón de Njörd veríamos si les seguía pareciendo bien.

Nos fuimos el viernes al mediodía. Mike pasó a buscarme y se sentó en el asiento del copiloto con un suspiro.

—Eres un perro, tío. —Solté una carcajada, pero agradecía conducir, y él lo sabía.

—¿Cómo se lo ha tomado Melissa? —Jay, desde el asiento trasero, suelta la pregunta.

—¿Qué crees? —bufo—. Te juro que estoy hasta los cojones de dar explicaciones y de decir una y otra vez que no quiero nada, y no es que la respete por no acostarme con ella, es que no tengo ganas de acostarme con ella.

—No lo entiendo. —Miki baja la música—. Tú nunca has querido nada con ella, ni os habéis liado, no sé cómo se ha montado semejante lío.

—Yo sí quiero novia, y ninguna me hace caso. —Oliver suelta una carcajada—. Nunca sale como uno quiere. —Trepa hasta el asiento delantero—. ¿No os habéis liado?

—No me pone, me caía bien, pero ahora hasta dudo de eso.

—Eres raro, Dale. —Oliver suspira y se vuelve al asiento trasero—. Raro.

Sonrío. Miro a Mike de reojo. Él hace como que no me ve, pero está sonriendo. Sube de nuevo la música.

—Písale —me dice—, que lo estás deseando.

—¡¡Písale coño!! —grita Jay.

El coche de Mike me tiembla en las manos cuando piso el acelerador.

Llegamos a la playa cuando está anocheciendo. El mar está picado. La tormenta viene de camino y se nota la tensión en el aire.

Las olas son fuertes.

Mi hermana grita al verme.

—¡¡Estás a punto de nacer, Dale Dominick Amstrong!!

No espero a mañana. Me lanzo al mar, con mi hermana y con Zadrík, casi a oscuras y tronando a lo lejos.

Los ojos de Zadrík brillan dementes, y sé que yo debo de tener la misma pinta.

Hacía mucho que no entraba en olas tan difíciles. Hacía mucho que no me sentía tan libre.

El corazón me late con fuerza. El mar nos zarandea, intenta masticarnos, y nosotros gritamos como puñeteros salvajes cuando el primer rayo nos ilumina más que el sol del mediodía.

Cumplo los diecisiete cubierto de sal.

DALE.

DIECISIETE AÑOS.

Y el muy cabrón no arranca. Frustrado y mosqueado, tiro la llave al fondo de la caja de herramientas.

—Vamos, ¡por favor! —Pongo las manos sobre el motor muerto—. Vamos, por favor —repito con más mimo.

Hoy estoy hecho polvo. Volvimos de la playa hace una semana y tengo la sensación de que ha pasado una eternidad.

—Déjalo por hoy. —Desde el fondo del taller mi jefe está riéndose—. Hoy no es tu día.

—Tiene razón. —Mike está sentado en el asiento del conductor—. Vámonos de fiesta. —Niego con la cabeza—. ¿Qué te pasa, tío?

—Estoy hasta las pelotas de todo. Lo he intentado todo con Melissa, pero no tengo ganas de seguir peleando cada puñetero día.

—¿Sabes que se te va a tirar todo el instituto encima? Espérate a verano, a no ser que…

—No termines esa frase. —Suelto una carcajada cuando él se tapa la boca con las dos manos de forma exagerada.

—Vamos, tío, no te puedes ir a casa

Lo miro a los ojos. Mike es la única persona que me conoce, a excepción de mi hermana, claro. Pero él lo ve cada día, ve cómo me va agotando cada segundo que paso allí. Él sabe cada cosa horrible y vomitiva que me ha pasado por encima desde la muerte de mi padre.

—Vamos al Seven —me insiste.

—Estoy muy cansado.

—Vale, pues vente a casa jugar a la consola. —Y sonríe porque sabe que a eso no voy a decirle que no.

Él nunca me pregunta. No tiene esa curiosidad morbosa que he visto muchas veces ya. Él simplemente espera a que le cuente las cosas cuando se salen tanto de madre que no puedo soportarlo.

No es que esta semana sea especial a la anterior, o a la de hace un mes.

—Te estás estresando mucho con ese coche —me dice, horas después.

Estamos en su habitación, sentados en el suelo, con una pizza entre nosotros y los mandos de la consola en las manos.

—Aún me faltan piezas —rezongo—, y en cuanto lo arranque…

—¿Te vas a marchar? —Pone la pausa del videojuego y me mira.

—Roberto me hará un contrato fijo si lo arranco. Podré declararme autosuficiente y pedir mi propia custodia. Es la condición.

—¿Y el insti? ¿Y la uni?

—Si pudiera ir a la uni, lo haría.

—Joder, con lo listo que eres, hostias, pide una buena beca y lárgate a una uni cojonuda.

Le miro. La idea parece maravillosa. Solo de pensarlo, sonrío. Pero sé que no se podrá hacer realidad.

—En un año tengo que estar independizado.

—Te irás.

—Con salir de esa casa me basta. —Señalo el mando—. Anda, que te quedas en babia.

—Acabas de cumplir diecisiete, no te agobies.

Está terminando la frase cuando me empieza a sonar el móvil. Lo miro y la desesperación me llena los ojos. Melissa.

—Dime —contesto.

—¿Dónde estás?

—Con Mike.

—No me has dicho nada, podías haber pasado a buscarme si estás de fiesta.

—No estoy de fiesta. Estoy en casa de Mike, sus padres están abajo y estamos con la consola.

—Ya, ya, conozco eso de «no estoy de fiesta».

—Melissa.

—¿Qué pasa?

Y en ese momento, el cansancio me hace mella todo de golpe.

—Que ya está. Que lo he intentado. Que no puedo más.

—Pues vale. —Y me cuelga. Suelto el teléfono y suspiro. Mike me mira con los ojos como platos—. Parece ser que no voy a llegar hasta el verano.

—Tío… —se empieza a reír—, se acaba de abrir la veda, verás mañana.

—A ver si puedo ocultarlo hasta vacaciones. En nada estamos en Navidades y luego ya lo dejaré pasar.

—Eres un tío raro, Dale. Cualquiera con ese físico y esa cabecita tuya estaría sacándole partido a cada segundo.

—Ya sabes que no busco nada de eso, Miki.

—Eres raro.

—Voy muy rodado, que es distinto. —Esta vez soy yo el que le da a la pausa del juego. Me restriego los ojos con la mano. Por un momento me he sentido tranquilo. Pensar en mañana, en el instituto, en todo el mundo preguntándome qué ha pasado e intentando pillar cualquier cotilleo de mi vida me hace enfadarme.

Suspiro ruidosamente. Y, por un momento, sus ojos azules se me pasan por la mente. Y nada más importa. Una sonrisa me aletea en los labios. Mike se echa a reír

—En quién andas pensandooooo! —canturrea.

—Cierra el pico. —Río. Le doy al videojuego y pasamos la noche sin volver a hablar del tema.

DALE.

DIECISIETE AÑOS.

Estamos a una semana de las vacaciones de Navidad.

Mi padre me enseñó a creer en otras cosas, y las Navidades no son fiestas que me importen. Pero las vacaciones sí.

—¡Eh! —Mike me baja el libro. Estoy en el banco del parque, esperando a que empiecen las clases. Es temprano, hace frío y tengo sueño.

Es lunes, y el fin de semana ha sido una enorme mierda.

—¿Qué tal? ¿Y eso? —Me señala con la cabeza. Tengo ojeras, una ceja partida y un arañazo en la cara. Hago un gesto de negación—. Vente a dormir a casa. Mami hace lasaña esta noche.

—Eso estaría bien.

—Pues hecho. —Se sienta a mi lado y me coge el libro de las manos—. ¿Qué lees?

—Lovecraft. —Recupero mi libro de sus manos—. Trae, anda.

—Álex pinta mucho a este muñeco.

—¿Muñeco? Te voy a dar muñeco. —Veo cómo se ríe por el rabillo del ojo. Lo ha hecho para picarme.

—¿Los has visto? —repite—. Los dibujos de Álex de monstruos.

—Los que expone.

—Eso no es nada. Se los censuran. —Nos levantamos del banco y me echo la mochila al hombro—. Podías pedirle que te los enseñara.

—¿Por qué iba a hacer eso? —Se me tensa el cuerpo.

—Es un tío de la leche.

—Niño —le rectifico—. Es un niño.

—Dale… —Coge aire y me mira a los ojos. Le hago un gesto de negación. No quiero que me pregunte lo que me va a preguntar. Hoy no. Me arde la ceja, me tira y me duele todo el cuerpo de la paliza que llevo encima. Me duele la cabeza y lo único que quiero es arrancar mi coche y largarme a la playa con mi hermana.

Y quedar con él para ver esos dibujos. Eso también.

Me lo cruzo por el pasillo a media mañana. Estoy harto de que todo el mundo me pregunte qué me ha pasado con el brillo insano del morbo en los ojos.

He decidido largarme, echar el día.

Bajo las escaleras y ahí está. Hoy no tengo fuerzas para fingir. No tengo ganas de rebuscar indiferencia y ni ganas de esconderme.

Abre mucho los ojos cuando me mira. Le brillan. Le brillan más de la cuenta y me muero de ganas de pararme y preguntarle cómo está, y si me enseña esos dibujos que le censuran. En lugar de eso, me limito a mirarle.

Coge aire varias veces.

Me entran unas ganas tremendas de apartarle el pelo de la cara, de tocar esas cejas perfectas, de cogerle esa carita preciosa entre las manos. Y él me sigue mirando, como si fuese algo. Como si estuviese entero. O, mejor aún, como si no le importase, o no viese lo roto que estoy.

Aprieto las manos hasta que los nudillos se me ponen blancos. Cierro los ojos, cuento hasta diez.

Le miro de nuevo. Le sonrío, hasta que se pone colorado y me sonríe con una timidez inocente y preciosa.

Salgo del instituto con su sonrisa calentándome el alma.

Me voy derecho al gimnasio. Hasta que no puedo más y aun así sigo. Hasta que las manos se me han dormido dentro de los guantes y me retumba la cabeza con cada golpe.

Y aun así sigo. Hasta que mi cuerpo no puede encajar ni un golpe más y, desmadejado en el suelo, tienen que ayudarme a levantarme.

Hasta que Mike se me pone delante, me echa los brazos al cuello y me abraza fuerte, hablándome despacio, rogándome que respire.

En su casa esa noche nadie dice nada de mi aspecto deplorable. Lo llevan viendo tiempo, saben que prefiero no hablar con ellos de esto.

Esta casa es mi lugar seguro. Aquí no se habla de mierda.

Pero sí se habla de otras cosas.

Mucho más tarde, antes de dormir, cuando me he duchado con agua caliente y mami me ha curado las heridas. Cuando estoy a salvo en la habitación de mi amigo, acurrucado en la litera de abajo, me permito soltarlo en voz alta.

—Miki…

—Dime. —Veo cómo su cabeza asoma desde arriba.

—Sí que me gusta ese crío.

—Ya lo sé. —Me sonríe—. ¿Estás bien? ¿A gusto?

—Sí… —No decimos nada porque no hace falta.

Duermo a salvo. De un tirón.

ÁLEX.

CATORCE AÑOS.

DICIEMBRE.

No me gustan mucho las Navidades. Mamá me advirtió que posiblemente tendría que trabajar todos los días. Hacer horas extra, incluso.

«Estás creciendo mucho, se va mucho dinero en ropa».

Fue la explicación que me dio a la pregunta que no hice. Desde que papá se marchó, la Navidad no existe en esta casa. Bueno, ni los cumpleaños… ni nada.

Este año no necesito tanto estar fuera del instituto. Está bien tener vacaciones. Pero no verle… Joder, ¿cómo le puedo echar tanto de menos si ni siquiera me habla?

Haciendo la compra unos días antes de final de clase, me equivoque de pasillo en el súper.

Los tintes del pelo me llamaron la atención. Uno en concreto. Decía un montón de cosas que no entendía, y terminaba con las palabras «acabado brillante durante semanas».

Lo compré, sin pensarlo, y sin saber por qué.

Y lo tuve dando vueltas por la habitación un par de semanas.

Las mismas semanas de vacaciones, las mismas que me pasé hecho un ovillo en el sofá viendo la tele en lugar de cenar en familia. Me pillé a mí mismo pensando dónde estaría, con quién…. Cómo sería cenar con él.

Y también pensé en mi padre. En si él estaría montando un árbol con una nueva familia, haciendo volar por los aires a otro crío mientras este ríe sin parar.

Pensar en mi padre era algo que no hacía muy a menudo. La sensación de abandono que me provocaba era bastante dolorosa. Insoportable en noches como hoy, 24 de diciembre, en la que estoy abrazado a mi osito de peluche y viendo una peli en blanco y negro en la tele.

Así me quedé dormido, con la tele puesta, en el sofá de una casa vacía y fría, sin haber cenado apenas.

Cuando me desperté, el día de Navidad, la tele estaba apagada. Mamá debió volver en algún momento. Presto atención a algún sonido. Nada. Todo está en silencio.

En la cocina hay una nota.

«He venido a ducharme y vuelvo al hospital. Ten más cuidado, a saber cuánto tiempo ha estado la tele funcionando».

Dejo la nota sobre la mesa.

—Feliz Navidad, Álex.

Lo digo en voz alta y me asusta lo vacía que parece la casa, y mi vida, en ese momento.

Me ducho, me visto y, a pesar del frío, me voy al parque a pintar. Este todo vacío. Parecería una película postapocalíptica si no fuera por el calor que se ve a través las ventanas de las casas.

Me siento en un columpio. La cadena está helada. No tengo muchas ganas de pintar pero, aun así, saco el bloc y me pongo a ello.

Poco a poco, un krampus, se está columpiando a mi lado, haciendo sonar sus cascabeles.

DALE.

DIECISIETE AÑOS.

EN MITAD DE YULE.

Estaba sentado en el parque a pesar del frío.

Solo, el día de Navidad.

Con la cabeza metida en el cuaderno.

Pensé seriamente en acercarme, saludarle, preguntarle qué puñetas estaba haciendo con este frío sentado solito en un columpio, el día de Navidad. Pero si le costaba hablar de ello como a mí, no sería buena idea, y menos para una primera charla.

Me fui al taller. Estaba vacío. Puse música, me cambié y me lie con mi coche.

Recibo una videollamada de mi hermana. Están empapados, con los labios azules del frío y los ojos ardiendo. «Vente pronto» me dice ella «y haz el favor de traer a quien te hace suspirar de esa manera».

Mike aparece antes de comer.

—¡Marco! —vocea desde la calle.

—¡Polo! —contesto. Infantil a tope, pero me encanta.

—No contestas los whatsapps. —Trae unas cervezas.

—Me he liado… —Señalo el coche.

—Mami ha puesto un plato para ti.

—Miki, yo…

—Se lo dices a ella, no a mí. —Levanta la mano con una sonrisa. Sabe que soy incapaz de negarle nada a su madre. Sonríe de oreja a oreja.

Me pasa una cerveza y canturreamos un par de canciones.

—Álex estaba en el parque, solo —suelto al fin.

—¿Le has dicho algo?

Hago un gesto de negación, bajando la cabeza, me concentro en limpiarme las manos.

—¿Qué te pasa con ese crío, Dale?

—No quiero llegar y poner su vida patas arriba. No quiero que tenga que verme con la cara partida, o con quemaduras de cigarro. O tan rabioso que pueda llegar a tener miedo. No quiero que me vea tan destruido que no sea capaz ni de llorar… —Aprieto las muelas. Cierro los ojos.

Mike está muy cerca de mí. Noto cómo me pone la mano en el hombro y aprieta.

Levanto la cabeza para mirarle. Tengo los ojos secos de puro cansancio. Levanto una ceja cuando le veo tan sonriente.

—Has dicho su nombre. Por fin. Ni crío, ni canijo, ni enano… Has dicho Álex.

—Cierra el pico, romántico de mierda. —Pero sonrío. Es verdad que lo he llamado por su nombre. Y, joder, me ha encantado pronunciarlo.

DALE.

DIECISIETE AÑOS.

ENERO.

Todo el maldito instituto está alborotado. Es el primer día después de las vacaciones.

Álex ha aparecido con el pelo teñido de negro. Negro azabache. Tan impresionante que corta la respiración.

—¿Siempre ha tenido los ojos tan grandes? —Estamos los cuatro mirándole. ¡Joder, si es que no se puede mirar a otro sitio!

—Dice mi hermano que nada más entrar en clase esta mañana, se han puesto todas a gritarle como locas. —Oliver le da una calada al cigarro—. Y ha pasado. Ni se ha molestado en contestar.

—Me cae bien el enano. —Jayson se levanta y se despereza como un gato—. ¿Clases o pellas?

—Es el puto primer día, tío. —Mike me da un empujón. Yo seguía mirándole—. Vamos, Dale.

Me pongo de pie y nos vamos para clase.

Él viene en dirección contraria, con el ceño fruncido y rebuscando en el bolsillo.

—¡Niño, a clase! —Oliver le grita, pero le está sonriendo. Él le mira y le sonríe con timidez. Me mira a mí y da un pequeño respingo. Estamos muy cerca. Joder, qué ojos. Joder, cómo le queda el pelo negro. Joder, con el niño.

—¿Estás bien? —le pegunta Mike.

—No —bufa—. Me han censurado otro.

—Venga, ¿otro más? —Oliver resopla—. Qué vergüenza, ¿no es tema libre?

—¿Lo tienes aquí? ¿Nos lo enseñas? —Mike me coge del brazo y me acerca a él. Durante un segundo me mira directamente a los ojos.

—Sí. —Está ruborizándose. Abre el bloc y nos lo enseña.

—¡Joder! —se me escapa, no puedo evitarlo. Es una puta brutalidad. Paso la vista del dibujo a él, al dibujo y vuelta a él.

Es una hoguera, y en medio, en el medio de las llamas, dos hombres follando. Uno de ellos tiene la mano metida en el pecho del otro, sujetándole el corazón. Los detalles me dejan sin aliento. Las patas de cabra de los dos, la precisión de los músculos, el color del fuego, los ojos, cómo se miran… Me acerco más, las uñas llenas de sangre, el corazón… Casi oigo latir ese corazón.

Hasta que me doy cuenta de que es mi propio corazón el que me está tronando en los oídos.

Mis amigos hablan, los oigo a lo lejos.

Levanto la vista y allí está el, y solamente puedo mirarle. Mirarle a él, y mirar su dibujo. Estoy fascinado por esa cara, por esos ojos, y por lo que ha hecho. Él me está mirando, con los labios entreabiertos.

Mike me empuja con suavidad. Me aparta y nos vamos para clase.

Jay no para de hablar del dibujo, de lo que significa, de cómo está hecho. Mike se me acerca y, en un susurro, me dice: «Me habéis puesto cachondo de cojones». Le miro, gritándole en silencio que cierre la boca y él se echa a reír.

Esa noche me masturbo como un demente. Me hago hasta daño. Pensar en él me deja exhausto y a la vez ansioso.

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Hacim:
530 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9788411145749
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
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