Kitabı oku: «Lo que tú me pidas», sayfa 4
—¿Vamos a comer? —le digo con un guiño. Y el asiente.
Esa noche, en la ducha, no puedo parar de cascármela pensando en él. El agua helada me revienta en la nuca y mi cuerpo se niega a otra cosa que no sea tener la polla dura como en la vida la he tenido.
Es antes de acostarme cuando decido que, si alguna vez pasa algo, será bonito. No quiero ser el capullo que le reventó el culo en verano en un desguace, o en el baño de un bar. No quiero que tenga el recuerdo pastoso de haber sido follado medio borracho. Si su primera vez es conmigo, si él quiere que sea conmigo, tendrá el recuerdo de sexo, sexo y más sexo, y nada de lo que arrepentirse. Si algún día, después de esa primera vez, se aparta de mí, quiero que recuerde las risas, los orgasmos, que se sienta deseado, especial. Quiero que sonría cada vez que me recuerde.
Ya en la cama, antes de dormir, le pongo un whatsapp:
«Pasaré el día currando. ¿Quieres que luego tomemos algo?». Su respuesta tarda siete segundos:
«Sí».
Tengo que arrancar el coche. Tengo que arrancarlo ya.
Mike se pasa a mediodía.
—¿Has comido ya?
—Aún no. —Me limpio las manos en las perneras del mono.
—Genial, porque mami nos ha hecho unos bocatas.
Nos tiramos en el parque, a la sombra. Cuando me tumbo en el césped, cierro los ojos con un suspiro.
—¿Me vas a contar o qué?
—O qué. —Me río. Me da una pequeña patada en el pie.
—Si me llevas luego a casa, te quedas el coche.
—Qué vago eres. —Me levanto y ataco mi bocadillo.
—¿No me vas a contar?
—No pasó nada. Estuve a punto, en el desguace, pero no.
—¿No quiso?
—No se aparta cuando me acerco. Pero… —No sé cómo seguir. Mike me mira, con una sonrisa.
—Y yo que pensé que tú no podrías enamorarte, mírate.
—Cierra el pico.
—¡¡Es bonito!!
—¡Que te calles! —Pero me río. En parte tiene razón. Nunca, jamás, he sentido algo así de fuerte. Y eso que he estado con mucha gente. Pero una parte de mí se mantenía al margen.
Es la parte que solo piensa en él, a todas horas.
Dejo a Mike en su casa, me ducho y paso por el súper a por unas cervezas y un par de litros de esa mierda azul que tanto le gusta.
Me hace sonreír como un idiota el hecho de que llevo varios días haciéndolo. Su zumo, mi cerveza. Y me gusta.
Cuando voy a buscarle, ya está esperando. Se sube al coche con una sonrisa.
Lleva unos vaqueros azules enormes y una camiseta blanca. Y los dedos llenos de tinta negra seca. Intenta esconderlos. Entonces yo le enseño mis manos destrozadas con las uñas negras de grasa a pesar de los lavados. Y no nos decimos nada, pero es suficiente. Es perfecto el momento en el que me mira, gira el cuerpo hacia mí y, sin esconder los dedos negros, me empieza a contar que ha pasado la mañana pintando y que se le ha despuntado un rotring.
No dice nada cuando aparco fuera del parque. Me estiro desde mi asiento para coger la bolsa que he dejado atrás. Mi pecho le roza el hombro y le oigo suspirar. Su aliento me acaricia el cuello, y toda mi puñetera piel reacciona. Tengo que cerrar los ojos, intentar no acercarme tanto. Porque cada vez me cuesta más apartarme de él. Es como si la gravedad hubiera cambiado de sitio y ahora no me ancla a la tierra, sino a él. Consigo hacerme con la bolsa y vuelvo al asiento. Le doy una botella y abro una cerveza
—Tu mierda azul.
—Gracias.
—¿No has quedado con tus amigos?
—No. Nunca hasta ahora había tenido amigos como tal. Solo compañeros de colegio. Si te llaman raro unas catorce veces al día… Y con las chicas tampoco; quitando a Lizzy, no me siento cómodo con ninguna de clase.
—Tienes especímenes curiosos en tu clase. Menuda fama se están creando.
—Son malas. No me fío de ninguna. Y, además, cuando me miran, me dan escalofríos.
—Te cazan. Te miran y parece que te cazan.
—Sí… No me gusta que me miren.
—Pues yo no hago más que mirarte.
—A mí…
—A ti.
Hubiese querido morderme la lengua al oírme decir eso. Pero su sonrisa, cómo se ruboriza…
—¿Has oído la playlist que te pasé? —Cambio de tema porque no quiero que se sienta violento.
—Sííí. —Se le ilumina la cara—. ¿Te digo qué canciones me han gustado más?
Hablamos de música. Lo que a mí me cuesta soltar, él lo entiende. Lo que él no sabe explicar, yo sé de lo que habla. Me doy cuenta de que me encanta oírle hablar. Su forma de expresarse. Me gusta saber lo que le emociona, lo que le levanta sentimientos.
Nos dan las doce, sentados en el coche, apoyados de medio lado, su rodilla rozando la mía. Tiene la boca azul. Los labios azules.
He salido a mear más veces de las que necesito, únicamente por la tentación de comerle los morros.
—Debería llevarte a casa —rezongo.
—¿Deberías?
—No me pinches, anda. —Me río. Jodido crío. Me estiro. Pocas ganas de moverme, de separarme de él. De esperar… Una voz me dice que podría, ahora mismo… Con el alma gritando, me muevo, arranco el coche.
—Mañana vamos a casa de Mike a jugar al póker.
—Ah.
—¿Sabes jugar? Me dijo Mike que te vinieras, si te apetece. —Le miro de reojo y le veo sonriendo.
—No sé jugar, pero lo busco en Internet.
—Genial.
Paro en la puerta de su casa. Es reacio a bajar del coche. Tengo que morderme la boca para no abalanzarme sobre él.
—Espero a que entres —le digo. Y le veo trotar hasta su casa, y soy incapaz de arrancar hasta que no ha cerrado la puerta.
CAPÍTULO DOS
VIVIENDO EN EL LADO DE LA LUZ
DALE.
DIECISIETE AÑOS.
Mi coche arrancó un jueves al mediodía.
Y lo primero que hice fue ir a buscarle.
Me esperaba en la calle, y casi saltó al asiento sin yo haber frenado del todo.
Fuimos sin capota, con la música puesta, tan solo a quemar gasolina.
Mi coche y mi chico. Joder, eso era lo que pensaba. Y estaba tan a gusto, y era tan feliz en ese preciso instante, que nada más importaba.
Necesitaba pasar con él cada momento libre que tenía. Y no tenía bastante. Necesitaba más. Le necesitaba todo el tiempo. Y, a pesar de haberme exigido a mí mismo esperar, mi cuerpo le buscaba, y la piel me ardía cuando le rozaba.
ÁLEX.
QUINCE AÑOS.
Me gustaba ir al puerto con él. O quedar allí. Cogía el tranvía por la mañana, buscaba un buen sitio para pintar y, cuando él salía del trabajo, iba a buscarme.
Tengo la imagen grabada a fuego de ese hombre increíble caminando por el muelle hacia mí. Con sus vaqueros rotos, las botas desabrochadas y la camiseta con las mangas cortadas.
—Me gustan un montón tus camisetas —le dije un día— y las botas, me encantan las botas.
Se había sentado a mi lado, sin darse cuenta de que dos chicas se habían girado a mirarle sonrientes.
—No son botas, son Martens.
—Martens —repito.
—Cosidas y clavadas. Las mejores botas que puedas llevar.
—Me encantaría tener unas…
—Puedo llevarte al centro, si quieres.
Siempre añadía un «si quieres», «si te apetece»… como si yo no estuviera loco de pasar cada segundo con él.
—La camiseta es de la portada de Joy Division?
—Unknown pleasures. —Me sonríe.
—¿Sabes una cosa? —Cierro el bloc y giro todo el cuerpo para mirarle de frente. No creo que pueda dejar de sorprenderme de tenerle tan cerca.
—Dime. —Hace lo mismo. Gira el cuerpo hacia mí, y cruza las piernas. Estamos tan cerca que nuestras rodillas se rozan y, aun así, no me parece suficiente.
—Antes oía música, pero era más bien como ruido de fondo que me apartaba de lo que me rodeaba. No le prestaba atención. —Asiente, mirándome a los ojos—. Ahora es distinto.
—¿Distinto en qué?
—En que puedo dejar de hacer lo que sea que estoy haciendo para escuchar una canción.
—¿Y eres más de guitarreo o…?
—No lo sé. A partes iguales.
—¿Y qué te gusta bailar?
—No sé bailar.
— ¿Cómo que no? —Echa el cuerpo hacia adelante y me pone las manos en las rodillas. Joder, qué bien huele—. Bailar es de lo mejor del mundo.
—Me da un poco de… de vergüenza.
—Prueba en casa. Solo ponte de pie, cierra los ojos y déjate llevar.
—Creo que nunca en mi vida me he dejado llevar por nada.
—Pues el viernes, en Prisma, nos ponemos a bailar.
—No-no-no-no. —Me río.
—¿No? —Arquea las cejas—. ¿Me dirás que no si te saco a bailar?
—No puedo decirte que no a nada. —¡¿Eso ha salido de mi boca?! Noto, literalmente, que me arde la cara. Él sonríe. Me sonríe a mí.
—Eso está bien —murmura. Las palabras han sido lentas, densas y maravillosas. Bajo la vista, a sus manos en mis rodillas. Y me lanzo, por primera vez en mi vida. Le toco los brazos. Paso la palma de las manos por su piel. El aire se me escapa de los pulmones.
Dale.
Dale levanta las palmas de las manos y yo paso los dedos por sus venas, por las líneas de sus manos endurecidas de trabajar.
—¿Qué tal? —Su voz me recorre el cuerpo.
—Bien. Me gusta… Es… —Levanto la vista para mirarle. Es Dale. Y esta aquí conmigo. Cerca de mí. Le estoy tocando. No, le estoy acariciando. Y él no se aparta.
—¿Bailarás conmigo?
—Creo que contigo podría hacer cualquier cosa.
Su sonrisa. Esa sonrisa que solo usa para mí, me hace temblar.
Y no sé cuánto rato nos quedamos así, porque el mundo deja de existir a mi alrededor.
Me lleva a casa, y me cuesta la vida bajarme del coche.
—¿Te apetece que mañana te lleve al centro? —Tiene la mano sobre la palanca de cambios, y estira los dedos para rozarme la rodilla. Con ese simple roce, se me escapa todo el aire de los pulmones con un jadeo entrecortado.
—Sí —susurro—, sí que me apetece. —Estiro los dedos y le rozo la mano. Él sonríe, abre la palma y me coge la mano, con suavidad. Entrelazamos los dedos, y se me vuela la cabeza, porque es Dale.
—Pues me paso a buscarte.
—Vale.
—Que te vea entrar en casa.
El cuerpo me grita cuando me aparto de él, como si su ausencia me arañara por dentro.
Espero detrás de la puerta hasta que le oigo marcharse. Al momento, me llega un whatsapp suyo: «Cierra los ojos y baila».
Y no puedo dormir. Es imposible. Me arde la piel. Me cuesta hasta respirar de lo cachondísimo que estoy.
Siempre me he masturbado como algo que se hace por necesidad. Medio a escondidas, rápido y a otra cosa.
Esa noche me levanto a cerrar la puerta y me desnudo entero. Me miro al espejo, a oscuras, con la luz que entra por la ventana abierta de mi habitación. Últimamente tengo unas erecciones inmensas. La polla me palpita entre las piernas, dura y pesada.
Apoyo la mano en la pared, cierro los ojos y él aparece frente a mí, cogiéndome de la mano en el coche. Empiezo a mover la mano, muy despacio, y la sensación es distinta. No tengo prisa.
Me masturbo de pie, frente al espejo, y luego me voy a la cama. Paro cada vez que mi cuerpo acelera el ritmo. Me lamo la palma de la mano y me la paso por la punta de la polla con un escalofrío. Se me tensa el cuerpo. Intento relajarme. Levanto una pierna y me sujeto por detrás. Los dedos se me van al culo sin darme cuenta y en el momento en el que me rozo, no puedo parar, aprieto, acelero el ritmo y me corro, me pongo perdido de semen y, aun así, sigo, porque pensar en él me pone tan burro que un solo orgasmo no es suficiente.
Me duermo tras dos corridas más. Me duermo desnudo, pensando en él.
DALE.
DIECISIETE AÑOS.
Pasé a buscarle al salir del trabajo. Él me esperaba siempre en el mismo sitio. Con esa sonrisa que me quitaba el cansancio de golpe.
Cada vez que dice mi nombre, me explota el corazón.
Cada vez que yo digo su nombre, se me infla el alma… y la piel me arde.
Y cada vez que me acerco a él, y no retrocede, cada vez que nos quedamos mirándonos, noto que me enamoro más y más.
Hoy le llevo al centro. Quiere unas Martens.
—¿Qué has hecho hoy? —Nada más subirse al coche, le di una botella de zumo azul. Era eso o besarle. Y no sabía si estaba preparado para besarle. Besarle y quedarme ahí… No me veía capaz.
—He hecho una cosa… —y me enseña su camiseta—, una camiseta vieja, pintura de tela y tu lista de reproducción.
—¿Esto lo has hecho tú? —Estiro la camiseta a la altura de su pecho. Aprovecho para tocarle, sí, pero también para mirar bien lo que me está enseñando con timidez. Es Tully, su monstruito, en el círculo del Some Girls de Los Sisters. Es una pasada.
—Si la viese en una tienda, la compraría sin dudar.
—¿En serio? —Su mano está encima de la mía, me mira a los ojos con el cuerpo ligeramente hacia delante. Las ganas de comerle la boca a besos me queman. Le suelto, despacio, cada célula de mi piel gritando de dolor. Arranco el coche.
—Ya lo creo.
—Puedo hacerte una, si quieres.
—Claro que quiero. —Le miro un momento. Está sonriendo. Creo que hacerle sonreír es lo que más me está gustando de este verano. Cada minuto que paso con él, cada sonrisa, cada vez que le rozo el brazo, o cuando vamos a un bar lleno de gente y pega su cuerpo al mío…
Estoy enamorado de ti, Álex, y me muero de ganas de decírtelo.
—¿Necesitas pasar también por la tienda de arte?
—Uy, eso estaría muy bien. —Ya tiene la boca azul—. Gracias.
—Me gusta pasar tiempo contigo. —¡¡Joder, Dale!!, ¡¡qué dices!! Se me ha escapado y justo cuando voy a subir la música para evitar un silencio incómodo, él dice:
—Y a mí contigo, Dale. —Dice mi nombre. Tiene el cuerpo girado hacia mí, lleva el zumo en las manos, tiene esa sonrisa preciosa que le brilla en toda la cara… y me está mirando como si no viera las cicatrices o lo roto que estoy.
—Vamos primero a por tus botas.
—¡¡¡Síííí!!! —Él ríe y yo soy feliz, así de simple.
En la tienda revolotea por todos sitios, con los ojos muy abiertos.
—¡Me gusta todo! —me cuchichea.
Estoy a su lado cuando se calza sus primeras botas. Cuando se pone de pie, con una sonrisa azul llena de mil emociones.
—Lo recuerdo —me dice el dueño de la tienda. No le ha quitado el ojo de encima desde que hemos llegado—. ¿Y tú?
—Como si fuese ayer.
—Una pasada la camiseta de tu chico.
—Sí lo es. —Yo no le corrijo. Y él tampoco. Tan solo nos miramos a los ojos.
—¿Así que blancas?
—Me gustan mucho.
—Pues blancas, nene… ¡Álex! —Joder, ¿qué me pasa? Anda que estoy fino hoy.
—Nene… Me ha gustado —me susurra.
—Ah, ¿sí?
—Me ha… —Se lleva la mano a la tripa. Sí, cariño, justo ahí empieza. Y sube para arriba y te llena el pecho de luz. Y baja para abajo y te llena la polla de sangre.
—En serio, ¿de dónde has sacado la camiseta? —El dueño de la tienda le mira, a la camiseta, a él…
—La he hecho yo.
—Tráeme algunas, si quieres, te las vendo aquí.
—¿Ves? —le digo cuando me mira sonriendo, con los ojos como platos—. Te dije que yo la compraría. Y ya verás cuando la vea Mike.
Sale de la tienda ya con sus botas nuevas, dos cinturones de tachuelas, un par de camisetas y cinco o seis anillos.
Aún hoy, cuando te dejo en casa, eres reacio a bajar del coche. Y yo necesito saber que volveré a verte mañana. Nos miramos en silencio. Porque contigo no hace falta llenar ningún vacío. Todo es perfecto tal cual es.
—¿Quieres hacer algo mañana? —te pregunto.
—¿Contigo? —Te ruborizas antes de contestarme.
—Conmigo. —No suelto el volante porque sé que se me irían las manos hacia ti.
—Sí.
—¿Qué quieres hacer conmigo? —La pregunta me sale más obscena de lo que quería. Y a pesar de eso veo cómo te brillan los ojos—. ¿Vamos al puerto?
—Sí. —Sonríes.
—Que te vea entrar en casa. —Porque como sigas mirándome de esa manera, no voy a poder contenerme más. Bajas del coche y, antes de salir corriendo, te giras y me sueltas:
—Contigo quiero hacerlo todo.
Me estalla el alma entera.
DALE.
DIECISIETE AÑOS.
Habíamos quedado en el puerto, como otras veces.
Sali de trabajar a mediodía, me duché y me fui a buscarle.
«Por dónde andas?», le escribí al aparcar.
«Donde el tipiD».
Le vi desde lejos. El tinte negro empezaba a desaparecer y me recordaba a un patryn. Cuando llego a la mesa le pongo la mano en la nuca. En lugar de sobresaltarse, sonríe y levanta la vista.
Joder, Álex, qué ganas de besarte.
Me siento a su lado, mirando su dibujo. Es una fotografía perfecta de lo que tiene delante. El suelo de madera, el puesto de comida, las mesas y los bancos, pero todo está abandonado. Al fondo, donde hay gaviotas, él ha puesto un cielo encapotado y lleno de rayos.
Sé que me está mirando. Su hombro roza con el mío y su rodilla está un poco por encima de la mía. Me concentro en el dibujo, porque como levante la cabeza me voy a abalanzar sobre él.
—¿Te gusta? —me susurra.
—Mucho, pero es muy frío. ¿Estás bien?
—Un poco meh. He discutido con mi madre. Y mira que nos vemos poco.
—¿Puedo hacer algo? —Levanto la vista. Le tengo cerca. Muy cerca. Y no retrocede.
—Estás aquí —me suelta. Y se pone colorado. Le empujo con el hombro con suavidad y él hace fuerza contra mí. La calidez de su cuerpo hace que el mío vibre.
—¿Qué tal? —Señalo sus botas.
—Creo que quieren comerse mis pies. De hecho, tengo mordiscos en todos lados. —Se ríe—. Mordiscos de verdad.
—Créeme que se pasa. —Me levanto y señalo el Tipi—. Estoy muerto de hambre, ¿y tú?
—Sí. —Se va a levantar y le pongo la mano en el hombro.
—Quédate aquí.
Me sigue sorprendiendo lo fácil que es estar con él. Lo tranquilo que me siento. Comemos y nos vamos al parque a tumbarnos en la hierba a la sombra.
—¿Quieres hablar de lo de tu madre?
—La verdad es que no. —Estamos muy juntos. Con que me moviera un poco, podría abrazarle. Me doy la vuelta y apoyo los codos en la hierba. Él no se mueve. Me mira a los ojos. Su pelo me roza las manos.
—Cuando estoy contigo me siento tranquilo —le confieso.
—No tengo ganas de hablar de problemas, porque no me hace falta. No si estás tú —me dice—, no me hace falta.
Gira la carita. Esa carita preciosa. Estiro un poco los dedos y le rozo la piel.
—Dale —cada vez que dice mi nombre me arde la sangre—, quiero llevar pendientes. —Se pellizca el lóbulo de la oreja.
—Vamos.
—¿Qué? —Abre mucho los ojos.
—Te llevo a que te los pongas.
—¿En serio? —Nos incorporamos.
—Claro.
—¿De verdad?
Estiro el cuerpo. Me acerco a él lo más que puedo permitirme sin perder el control.
—Si es lo que quieres, yo te lo doy.
Le cambia la expresión. Los ojos se le vuelven líquidos.
Me levanto y le tiendo la mano. Él me la coge y tiro de él. Con el impulso, casi salta sobre mí, me pone la mano en el vientre y todo mi cuerpo se contrae por el contacto. Mi polla reacciona, mi culo reacciona, mis pulmones, mi corazón… Todo mi puto cuerpo vibra con su roce.
—¿Vamos? —repito en un susurro.
—Vamos —me dice él.
Hace otro gesto de dolor al empezar a andar y suelta una carcajada.
—Anda, ven aquí. —Me pongo de espaldas a su pecho, y le cojo del brazo y de la corva. De un empujón me lo cargo a la espalda. Su cuerpo encaja a la perfección en el mío. Por un momento se me van los ojos. Le aprieto más fuerte.
Y se echa a reír.
El sonido más precioso del mundo.
Me rodea los hombros con los brazos. Le miro de lado y veo el brillo de sus ojos, su sonrisa, su naricita, sus pecas…
Aprieto las muelas para no soltarle una barbaridad, para no besarle.
Le llevo a que le perforen las orejas. Se pone uno en cada lóbulo. Unos aritos de plata que le quedan perfectos.
—¿Te gustan? —me dice, estirando el cuello, con las orejas enrojecidas.
—Me encantan. —Y cuando me mira, solo existe él.
DALE.
DIECISIETE AÑOS.
—¿Os habéis liado ya? —Mike ha venido a verme al trabajo.
—Joder, Miki, ¡qué pesado estás! —Le hago un gesto hacia una llave. Él señala, y yo lo voy guiando hasta que se acerca a la que necesito—. Esa. —Me la da.
—Nunca te había visto así.
—Nunca he estado así. —Sé que estoy sonriendo.
—Me encanta ese crío —le da un trago a la cerveza—, es lo mejor que te puede pasar.
—Ah, ¿sí? —Le señalo a otra llave.
—Sí. —Él me da una, distraído.
—La de al lado…, la del otro lado. —Chasqueo los dedos…—. Esa.
—Mírate, estás hasta más guapo.
—Vete a la mierda. —Suelto una carcajada…—. He pensado…
—¿Qué?
—He pensado pedirle que venga a la playa conmigo.
—¿En serio? —Mike abre mucho los ojos. Sabe lo que eso significa para mí—. Tííííoooooo.
—Cierra el pico. —Pero sé que estoy sonriendo.
—Va a ser genial, ya lo verás, a Sarah le va a encantar.
—¿Crees que querrá venir?
—Joder, Dale. —Suelta una carcajada—. ¡¡Me encanta!!
—¿Qué? —Levanto la vista y le veo rojo de risa.
—Lo enamorado que estás.
—Cierra el pico, anda. —Pero sonrío—. Hasta las putas trancas —le confieso.
ÁLEX.
QUINCE AÑOS.
Aquella noche, cuando me deja en casa, baja la música, levanta la palma y cuelo mi mano en la suya. Estuvimos escuchando Love hurts un rato más, hasta que carraspea y coge aire.
—Escucha… Quería… —Gira el cuerpo en el coche, hacia mí—. El viernes es mi último día de trabajo, cojo vacaciones
—Qué bien. —Me cuesta centrarme en lo que dice, me tiene la mano cogida y el corazón me va a millón.
—Iré a pasar el mes a la playa con mi hermana. Y he pensado que lo mismo, que estaría bien, que tú… —coge aire de nuevo—, que lo mismo te gustaría venirte conmigo.
—¿Qué? —Ahora sí le escucho. Le escucho a través de los truenos de mi corazón—. ¿Contigo?
—Puedo enseñarte a hacer surf.
—¿Contigo? —repito. Joder, Álex, ¡reacciona!—. ¡A la playa!
—¿Te gustaría?
—¿Estás de coña? —Sonrío, y sé que debo parecer un idiota, pero me da igual. ¡¡A la playa con él!!—. ¡¡Me encantaría!!
—Así te enseño dónde me crie. El mar allí es una pasada. —Le brillan los ojos. Estamos a oscuras en el coche, cogidos de la mano, y daría cualquier cosa por besarle.
—Me encantaría.
—Háblalo con tu madre, ¿vale?
—No creo que ponga ninguna pega. —Me aprieta la mano.
—Anda —hace un gesto con la cabeza—, que te vea entrar.
—A la playa… ¿En serio?
—A la playa, a hacer surf.
Le escribo por la noche para decirle que a mi madre le parece bien. Me manda unas doscientas caritas sonrientes.
«¿Te apetece venirte conmigo?», me pregunta.
«Sí, un montón»
«hasta mañana, nene»
«hasta mañana», tengo que borrar amor.
ÁLEX.
QUINCE AÑOS.
Había atravesado el espejo y vivía en una realidad alternativa. Si no, ¿a cuento de qué? Era la única explicación que mi mente podía procesar al que, sin duda, estaba siendo el mejor verano de mi vida.
Sonaba el teléfono y Dale, ¡Dale!, proponía pasar a buscarme, para ir al centro, a jugar al póker, al pueblo de al lado, al bar más increíble que había visto jamás… Dale, el mismo Dale que llenaba mis sueños y me alborotaba el corazón.
Cambié la forma de vestir sin apenas darme cuenta, era como si hasta ahora no hubiese dado con la combinación adecuada de ropa, cuerpo y movimientos. Si hasta bailaba, por amor de Dios, yo ¡bailando!
Mis primeras Martens me desollaron los pies una semana entera y ni con ese dolor era capaz de despertar del sueño en el que vivía.
Dale.
Dale me lleva en coche, con la capota bajada y la música llenándome el alma.
Dale me sonríe cuando gano al póker.
Dale me mira cuando alguna canción me deja sin habla. No sabía la de cosas que podían provocar los sonidos.
Dale me deja en casa por las noches, y siempre me pregunta si quiero hacer algo con él al día siguiente. Como si yo no necesitara pasar cada segundo con él.
Dale me roza los dedos cuando hablamos, y me mira de esa manera en la que me arde la sangre, y tengo ganas de reír y llorar a la vez, porque no soy capaz de procesar la intensidad de lo que siento cuando estoy con él.
Y siempre me quedaba detrás de la puerta, con la frente apoyada, y oía cómo se marchaba con el corazón latiendo tan deprisa que me costaba respirar.
Y entonces…
Entonces él me propuso ir a la costa.
Y el espejo se abrió más y más y fui feliz.
Salimos el mismo viernes a mediodía. Salté al coche y él estaba con los ojos brillantes y una sonrisa maravillosa.
—¿Te importa si corro? —me preguntó cuando salimos a la carretera, el pueblo atrás y solo los dos en el coche
—No. —Noto cómo pisa el acelerador, cómo tiembla el coche desde abajo, desde atrás, cómo empuja y cómo él, con una sonrisa, acelera más y más.
—Si te da miedo, voy más despacio.
—Ya está bien de ir despacio, acelera todo lo que quieras. —La voz me ha sonado rara, un poco grave, y él me mira con una sonrisa desconocida que me hace desear tocarle más aún.
Llegamos casi de noche. Le esperaban en la arena. Una chica, de pelo rubio y piel bronceada y lo que en principio pensé que era un ángel corrompido. Él me mira, con los ojos encendidos.
—Ve —digo—, ni lo dudes.
Me siento en la arena y observo cómo se transforma. Se quita la camiseta y las botas y se lanza al agua en vaqueros y con una tabla. Veo, literalmente, cómo se libera. Y si tenía alguna mínima duda de que lo que sentía era amor, en ese momento todo desaparece.
Cae el sol cuando vuelven a la playa,y, entre risas, clavan las tablas en la arena.
La chica me impresiona, tan alta como yo, con los músculos marcados y los ojos negros intensos.
—Discúlpanos, por favor —me dice con una sonrisa—, tenía tantas ganas de ver a mi hermano que no me he podido comportar. —Me da un abrazo—. Soy Sarah, bienvenido a casa, Álex. Este —señala al albino— es mi marido, Zadrík.
—Hola. —¿Es un gigante? Más alto que Dale, una puñetera lección de anatomía andante. Me recuerda a Los 300, de Miller.
—Vamos, seguro que tienes hambre. —Dale se acerca a mí, oliendo a sal, con la piel brillante.
—Eso ha sido una pasada —señalo hacia el mar, las tablas en la arena—; no me lo imaginaba tan…, tan… —Pestañeo intentando encontrar la palabra, pero soy incapaz. Él me sonríe. Mi sonrisa, esa que es solo para mí, en el ocaso del día, es mucho más intensa.
Aprendí a hacer surf con Zadrík, mi piel olía a coco, y mi pelo, a sal. El mar se comió los restos de tinte negro dejándome rubio de nuevo.
Paseaba por la playa cogido de la mano de Sarah, a la que amé desde la primera sonrisa. Ella encontraba piedras agujereadas y me hacía collares con conchas.
Dale y Zadrík cogían las olas más grandes y yo me quedaba con la boca abierta, mirando desde la arena, para luego pintarlos con el sol de fondo, surfeando entre lava o a través del mismo infierno.
Por la noche, con el cuello lleno de collares de conchas, tumbado en la arena, junto a él, mirábamos el cielo, el increíble cielo lleno de estrellas, y solía quedarme dormido, a su lado, con la sensación de haber llegado a casa.
DALE.
DIECISIETE AÑOS.
Salí a buscarle. Iba paseando por el pueblo, descalzo, con las manos en los bolsillos de los vaqueros y una camiseta gris con el cuello descosido.
El pelo rubio le brillaba bajo el sol y aún tenía la nariz pelada de cuando se quemó al llegar.
—Eh, ¿a dónde vas? —Paré el coche a su lado. Él hizo un gesto vago con el cuerpo—. ¿Te vienes a dar una vuelta? Asiente con una sonrisa. Cuando se sube, aspiro profundamente, coco y sal. El olor del verano.
Conduje hasta la pista perdida, y un poco más allá, aparqué el coche, en lo alto de la colina. De niño pensaba que pediría matrimonio a mi novia justo ahí abajo. Pero siembre he sido reacio a traer a nadie. Esta es la primera vez. Él es el primero.
Puse las mantas sobre el coche, nos tumbamos, él muy cerca de mí, y, cuando le cogí la cara para que mirara hacia arriba y los ojos se le llenaron de estrellas, supe que lo quería. Simplemente lo supe.
Y, egoístamente, pensé que nadie le querría tantísimo como yo en ese momento.
No podía parar de mirarle.
Me acerqué despacio a él.
A pesar del verano juntos, temía el rechazo. Pero él no se aparta.
Toqué sus labios por primera vez un 12 de agosto, con las Perseidas cayendo sobre nosotros. El primer beso fue suave. En el segundo me di cuenta de que no podría parar. Enganché sus vaqueros y tiré de su cuerpo hacia mí. Me abraza, pega su cuerpo al mío, nos besamos, con tal intensidad que siento cómo se le infla el cuerpo, cómo se le llenan los pulmones de aire cuando me aprieta contra él.
Me tumba contra el coche, se monta a horcajadas sobre mí mientras se quita la camiseta y cuando me besa de nuevo, todo mi puto cuerpo estalla.
—Joder, Álex —gruño. Le paso las manos por los costados. Esta vez no son caricias robadas. Esta vez los dos somos conscientes de ello. Le cojo de la nuca y de la cintura y le tumbo de espaldas sobre el coche. Y es esa mano que tengo en su cintura la que le acaricia el pecho, la que le desabrocha los vaqueros y la que baja por su piel tan despacio que le noto contener la respiración.
Me separo un poco de él y le miro a los ojos. Quiero estar seguro.
Y es entonces cuando él me desabrocha la camisa, y pega su cuerpo al mío, empujando mi mano hacia su sexo durísimo. Me arde la piel solo con tocarle.
Le masturbo, despacio, besándole, acariciándole. Noto cómo se le acelera la respiración, cómo me busca la boca, cómo se le arquea la espalda. Sus jadeos se convierten en gemidos, en suaves gritos de placer cuando aprieto la mano, cuando acelero el ritmo. Se cuelga de mi cuerpo, me clava los dedos en la piel y, cuando se corre, le tengo bien sujeto. Sus pupilas se dilatan, levanta la cadera, me araña la espalda, hasta gritar de placer.
Sin soltarle, con su lefa tibia en la mano, le acaricio los testículos, con suavidad, sin asustarle, le meto muy despacio un dedo.
Me sostiene la mirada, con los ojos muy abiertos, jadeando.
—Si te hago daño…
—No—. El aliento le huele a uvas y caramelos, y me abraza como si no hubiera mañana.