Kitabı oku: «Lo que tú me pidas», sayfa 3
En casa hay fiesta otra vez. Alguien llama a mi puerta, intenta abrir, pero aprendí a atrancarla hace años.
Melissa me ha llamado tres o cuatro veces esta noche. A pesar de que le he dicho que no quiero intentar que funcione algo que nunca ha funcionado.
Me tiemblan las manos cuando termino de hacerme la sexta paja. Sexta. Y sigo notando la presión debajo del ombligo que solo aparece cuando pienso en él.
Todas las noches desde hace mucho, he de decir.
ÁLEX.
CATORCE AÑOS.
Cada vez me cuesta más no mirarle. Le busco con ansia y, cuando por fin le tengo cerca, me echo a temblar y me escondo por algún rincón.
He quedado varias veces con Lizzy para tomar café o ir al cine. Francis volvió a dejarla y sé que hay rumores de que estamos saliendo. Sé que en cierto modo me usa para dar celos a Francis, que parece que está más pendiente de ella desde entonces.
Hoy he visto a Dale llegar al instituto desde la parada del tranvía. Iba con los cascos puestos y la mirada ausente. Me he permitido el lujo de seguirlo, calle abajo, a cierta distancia.
Su forma de andar me ha dejado impactado una vez más, totalmente recto, como si lo que hubiera a su alrededor no existiera.
Poco a poco, he ido aminorando el paso, hasta que me he parado y le he visto bajar la calle, cada vez más lejos. Cada vez más y más inalcanzable. Un hombre así es imposible que se fije en mí.
Un suspiro enorme se me escapa casi desde el mismo corazón.
Lucas está a unos metros de mí. Me mira preocupado
—¿Estás bien? —Se acerca y me pone la mano en el hombro.
—Sí, ¿por?
—Estás pálido. Y pareces a punto de llorar. —Frunce el ceño—. ¿Otra vez esos mierdas te han hecho algo?
—No —niego con la cabeza—, he tenido una idea para un dibujo y me ha pillado desprevenido. —No es del todo mentira. Siempre tengo ideas cuando le miro.
—Ah… ¿Seguro que no te han dicho nada?
—Seguro. —Bajamos hacia el instituto.
—Cualquier cosa, dímelo, por favor.
—¿Por?
—Uno de los amigos de mi hermano no soporta el acoso y cuando se enteró de lo tuyo la lio, pero bien. Nunca lo había visto tan enfadado. Por suerte ya ha pasado todo, pero está muy pendiente de ti.
—¿Sí? ¿Quién?
—Dale.
Me tropiezo. Casi me voy al suelo. Se me cae la carpeta de las manos y Lucas tiene que sujetarme para que yo no acabe igual.
—Álex, tío, ¿seguro que estás bien?
—Sí, sí… —Recojo la carpeta del suelo—. Cada vez que me acuerdo de aquello me pongo tenso y me cuesta coordinar el cuerpo.
—Joder, lo siento. Me sigo sintiendo fatal por ello.
—Tú no fuiste. No hiciste nada.
—Exacto. —Me coge del brazo y me gira—. No hice nada. Les dejé. Lo sabía y me quedé quieto.
—No podías hacer nada.
—Lo mismo sí. —Suspira ruidosamente—. No hicimos nada por ti.
—Déjalo. Ni siquiera quiero recordarlo. Ahora estoy bien. —Le sonrío—. ¿Vale?
—Sí. Pero si pasa otra vez…
—Te lo contaré. Os lo contaré a todos.
Dale. ¿Dale está pendiente de mí? Tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no ponerme a gritar, para no saltar sobre Lucas, para no reír y llorar a la vez de felicidad. ¡¡¡Dale está pendiente de mí!!!
Hoy, envalentonado, cuando me cruzo con él en el pasillo, le miro a los ojos. Él me mira, y me sonríe. Y yo le sonrío a él.
ÁLEX.
21 DE MAYO.
QUINCE AÑOS.
No le había dicho a nadie que era mi cumpleaños. No tenía ganas. Tampoco tenía costumbre.
Mamá me había dejado un sobre con dinero en la cocina. «Para ropa», decía. Necesitaba unos vaqueros nuevos. Unos que no me quedaran cortos. Y los quería negros.
Decidí coger el tranvía para ir al centro en lugar de pedirlos por Internet.
Estaba a punto de terminar el curso. Pensar en esos tres meses sin verle me ponía triste. Hubiese querido hablar con él, pero me sentía incapaz. Cuantas más cosas sabía de él, más me gustaba.
Me compré unos vaqueros, una sudadera blanca enorme y me volvía para casa cuando decidí parar en la tienda de bellas artes para comprar unos carbones y un par de blocs.
Esperando el tranvía de vuelta, recordé su cumpleaños. Tres días fuera con sus amigos.
Yo había despachado el mío en una tarde.
No era tristeza lo que sentía. No sabía lo que era una fiesta de cumpleaños desde… ¿los cuatro años? Más o menos.
Pero si me hubiese gustado decírselo a él. Qué tontería, ¿no?
Veo a Travis y a Lucas desde la parada del tranvía. Mejor dicho, ellos me ven a mí. Están haciendo aspavientos como dos locos desde el otro lado de la calle.
Vamos a tomar unos refrescos a la cafetería de la esquina.
Hablamos de videojuegos, de cómics, de gente de clase. Me doy cuenta de que estoy fuera del instituto, con colegas. Casi como si fuera normal. Terminamos hablando de chicas. Bueno, ellos hablan de chicas. Travis me hace unas doscientas preguntas sobre Lizzy. Le contesto una y otra vez que no estamos saliendo, que somos solo amigos.
—Es muy guapa —suelta Lucas de golpe.
—Es lista, buena persona, y muy sensible — sonrío—, y sí, es muy guapa.
—¿Cuánto lleváis? —insiste Travis.
—Que no estamos juntos. —Me río.
—¿Seguro que no? —Lucas me está mirando a los ojos. Me doy cuenta de golpe de que está loco por ella.
—Solo amigos, te lo prometo. De hecho, creo que deberías quedar con ella algún día. —Se pone colorado, pero sonríe.
Esa noche, al volver a casa, necesito pintar. Pintarle.
Me remango, saco un A3, cojo dos carbones, uno para cada mano, y cierro los ojos.
Los ojos rasgados hacia las sienes, completamente negros, las facciones marcadas, nada de disimular. Es Dale, todo él. Y un corazón entre las manos. El mío.
ÁLEX.
QUINCE AÑOS.
No sé de dónde saco la valentía para mirarle a los ojos. Y para sonreírle.
Pero desde que Lucas me dijo que estaba pendiente de mí, a veces lo hago.
Le veo, al final del pasillo, con los cascos puestos, con sus largas zancadas, moviéndose con facilidad por el mundo.
Querría decirle: «Eh, Dale, ¿cómo estás?», pero sé que mi osadía no llega a tanto. Pero hoy lunes, última semana de curso, sé que tiene un tatuaje nuevo sobre la piel, sé que ha estado en la playa, porque se le nota el sol. Sé que me tira el ombligo cuando, como ahora mismo, lo veo caminar hacia mí. Y creo que sé lo que todo esto significa.
Me mira desde lejos. Y sé que me mira a mí, porque no hay nadie más a mi alrededor. Se me acelera el corazón cuando sus ojos brillan. No podría dejar de mirarle, aunque me fuera la vida en ello. Nos cruzamos en el pasillo. Tengo que sujetar mi propio cuerpo para que no salte sobre él.
Me sonríe. Le sonrío.
Pasa por mi lado tan perfecto, tan él, que contengo la respiración.
Y, sin darme cuenta, me giro a mirarle. Y casi me da algo cuando veo que él ha hecho lo mismo. Ha girado el cuerpo entero y anda hacia atrás, mirándome.
Me arde la cara cuando le sonrío abiertamente. Nada de sonrisas tímidas. Esta es de verdad. Esta es para ti, Dale, y me da igual que todo el mundo la vea. Y casi me explota el corazón cuando él hace lo mismo. Cuando me sonríe abiertamente.
DALE.
DIECISIETE AÑOS.
JUNIO.
Ya ha empezado a hacer calor. Estamos hasta arriba de exámenes y todo el mundo anda cambiando apuntes como cuando éramos críos y cambiábamos cromos.
Estoy sentado en el parque, esperando a Mike, cuando le veo pasar. Ha crecido un montón, y siempre tiene a alguna chica revoloteando su alrededor. Él sigue siendo el mismo, sigue con sus dibujos, con sus amigos. Su mirada intensa me sigue dejando sin respiración.
Las últimas semanas, cada vez que nos hemos cruzado no ha bajado la cabeza.
La primera fue en el pasillo, me giré a mirarle, y él hizo lo mismo.
Otro día estaba totalmente ido mirando uno de sus dibujos. Cada puñetero detalle era una pasada. Y entonces pasó por detrás de mí, con su amiga Lizzy, los dos correteando como los caballitos pelirrojos del libro aquel infantil. Cuando me giré, él me estaba mirando, los ojos casi a la altura de los míos. Esa mirada de ciervo inmensa, aunque ya no va asustado. Es como si supiera algo que los demás ignoran. Como si supiera que no permitiré jamás que le vuelvan a hacer daño. Pasó por detrás y no pude evitar girarme para mirarle un rato más. Volví a encontrarme con sus ojos. Inmensos. Joder, puñetero crío. Le guiñé un ojo y me obligue a apartar la mirada. Tuve que hacer un esfuerzo inmenso para apartar la cabeza y dejar de mirarle. Porque si seguía haciéndolo, si no veía en él algún signo de incomodidad, iba a terminar haciendo alguna gilipollez.
Solo cuando supe que había cruzado la esquina, me permití destensar el cuerpo, cerrar los ojos y soltar el aire de los pulmones
En unos días estaremos de vacaciones. El año pasado solo lo vi un par de veces antes de irme a la playa. Un par de veces en tres meses.
Nada me hace pensar que este año no vaya a ser igual.
Al fin aparece Mike y se sienta a mi lado. Se está poniendo ciego a patatas fritas. Sonríe.
—Que sepas que ya lo sabe todo el mundo.
—¿El qué?
—Lo no tuyo con ninguna chica.
—Genial. —Qué cansancio, así de golpe…
—Ha corrido la voz no veas de qué manera.
—¿Has visto el dibujo que tiene expuesto? —Cambio de tema, porque solo me apetece que alguien me cuente algo de él. Solo quiero hablar de él.
—Sí. —Se llena la boca de patatas—. Braviz be ba bregunbado bonbe babos el bibebes.
—¿Te está dando un chungo? —Lo miro a los ojos. Tiene la boca llena y se está riendo tanto que temo que se atragante. Me siento en el respaldo del banco, apoyo los codos en las rodillas y me río con él.
—He dicho —traga aparatosamente— que Travis me ha preguntado a dónde vamos el viernes
—¿Para qué?
—Para tirar confeti —bufa—. Joder, Dale, que los canijos quieren que los pasemos al Prisma.
—¿Irá él?
—Es de su grupo, pero nunca sale.
—Ya. Nunca sale. —Suspiro. Sé que Mike se ha vuelto a llenar la boca de patatas porque lo siguiente que dice es totalmente irreconocible como idioma. Lo miro, arqueando las cejas, lo que le provoca otro ataque de risa.
—He dicho —se aclara la voz— que le invites a salir.
—No. —Rotundo.
—¿Por qué?
—Es un crío.
—Es una puta pasada de crío — puntualiza. Como si yo no lo supiera.
—Anda, come patatas, Miki.
—No voy a darme por vencido, y lo sabes. —Pero cambia de tema porque Jay y Oliver se acercan a nosotros.
—¿Habéis visto el dibujo del crío de segundo? —Con los ojos muy abiertos Jay se sienta a mi lado—. Joder con el niño.
Eso pienso yo. Joder con el niño.
Es lunes. Queda una semana para las vacaciones.
ÁLEX.
QUINCE AÑOS.
El día de las notas. Temblaba como una hoja, y no tenía muy claro si era por las notas o porque acababa de cruzármelo por el pasillo. Todo el mundo hablaba de que estaba sin novia, de que iba a ir a hacer surf este verano, Dale esto, y Dale lo otro. Y yo me moría de ganas de escucharlo todo.
Todo el mundo estaba alborotadísimo, las chicas le hacían ojitos y le pedían quedar durante el verano.
Travis llegó corriendo, colorado y dando saltos.
—Me ha dicho que vale, me ha dicho que valeeee.
—¿Qué? —Lucas levanta la cabeza para mirarle.
—Mike me ha dicho que vale, que nos pasan esta noche en Prisma.
—Tíooo, pero ¿tú sabes qué sitio es ese? ¿La música que escucha mi hermano? ¿Las pintas tan brutas que se ponen para salir?
—Por favoooor. —Travis junta las manos—. Vamoooos… —Esta como loco.
—Podíamos ir —digo. Y los dos me miran—. Un rato.
—¿Ves? —Sonríe de oreja a oreja—. Un rato.
—Valeee, se lo digo a Oliver.
ÁLEX.
QUINCE AÑOS.
Joder, no podía imaginarme ni en mis peores pesadillas que prepararse para salir pudiera ser tan complicado.
Y es que no soy capaz de que nada, absolutamente nada, parezca mínimamente no bochornoso.
Las camisetas se me pegan al cuerpo como una segunda piel y los vaqueros… Mejor no hablamos de los vaqueros.
Estoy tentado de rajarme en dos o tres ocasiones, pero al final, con un bufido, me planto la primera camiseta que encuentro que no tenga ningún dibujo y salgo de casa sin mirarme al espejo.
Es en el tranvía cuando me doy cuenta de que la puñetera me queda hiperjusta, tanto que, si levanto los brazos, se me ve la piel de la cintura. Quiero desaparecer. Voy pensando en bajarme y darme la vuelta cuando él se monta en el tranvía. Está ahí, a unos metros de mí. Va de negro de los pies a la cabeza. Al menos en eso he acertado. Pero lo que, en cualquier mortal quedaría normal, él lo lleva a otro nivel. Una camiseta cortada con los brazos al descubierto, un cinturón de pinchos de varias vueltas y unas botas con un montón de hebillas casi hasta las rodillas. Va con los brazos cruzados sobre el pecho, sin mirar a ningún sitio. Distraído, gira la cabeza hacia donde yo estoy. Me entra calor, de golpe. Lleva lentillas amarillas, los ojos pintados de negro y está simplemente alucinante. Creo que me he quedado con la boca abierta, porque se ríe. Y yo solo puedo sonreír. A él. Sonreírle a él.
No me doy cuenta de que se me han pasado las ganas de darme la vuelta y meterme en casa.
DALE.
DIECISIETE AÑOS.
Empiezan las vacaciones. Es viernes, el último día antes de la estampida.
Le he visto en el tranvía. Con sus enormes ojos de ciervo brillantes y preciosos.
Y ahora, aquí, a unos pocos pasos. Se ha separado de su grupo de amigos y deambula por el Prisma, prestando atención a la música, sacando el móvil con el cazacanciones cada poco rato.
Mike me trae una copa y me sonríe.
—Ahora o nunca, tío.
—Cierra el pico.
—Dale, llevo todo el puñetero año viendo cómo os miráis, todo el puñetero año.
—Es muy joven. —Lo estoy mirando, cómo se suelta del brazo de una chica, sin sonreír, con esa mirada serena y perfecta. Mira hacia donde estamos. Me mira a los ojos. Se asusta y desvía la mirada, pero tras un par de segundos, vuelve a mirarme. A mí. No hay duda. ¿O sí?
—Me he puesto cachondo hasta yo — rezonga Mike a mi lado.
—Cierra el pico.
—Vamos, Dale, ha venido aquí por ti. Le han entrado, que yo sepa, cuatro tías. Un crío de esos años no le dice que no a una tía. No lo hace, a menos que este esperando.
—Que cierres el pico.
—Has dicho que no le cobraran nada.
—Joder, Mike, ¡para ya!
—Dale, no pienso aguantarte todo el verano con esa cara de mustio. Ve y habla con él.
—¡Que es un crío!
—Que está jodidamente bueno, que te encanta y que hace que te pongas a millón solo con mirarle.
—Mike —me giro hacia mi amigo. Él está sonriendo de oreja a oreja—, eres un puñetero plasta.
—Sales de dudas y listo.
—Es un crío. —Sé que tiene razón, que me estoy dando largas, que no es tan difícil entrarle a alguien, que lo he hecho cientos de veces. Pero él, él es distinto. Con él siento cosas que no controlo, cosas totalmente nuevas que me hacen temblar.
—¡Vamos a ver, que le ha dicho que no a Amelia!
—¿Qué?
—Eso. Ve a hablar con él. Por favor, Dale, no desperdicies esta oportunidad.
Le miro. Su forma de moverse, de mirar todo lo que le rodea, de mirarme. Porque me está mirando. De eso ya no tengo duda.
Me termino la copa de un trago, cojo aire y, sin más, me acerco a él. Y voy temblando.
Es un crío, pero su cuerpo ha decidido crecer y la gente se gira a mirarlo.
Suena Visión Thing, él saca el teléfono una vez más y, cuando levanta la vista y me mira, se le dilatan las pupilas.
Me sonríe. Y esa sonrisa me revienta el alma, me acelera el corazón y hace que me tiemblen las piernas.
Cierro los puños porque me muero de ganas de tocarle.
—¿Cómo estás? —La primera vez que me dirijo a él. No has estado muy brillante, tío.
—Flipando con la música, y con todo…
—¿Te tomas algo?
—Sí, claro. —Esa sonrisa, esa preciosa sonrisa.
Vamos hacia la barra, yo delante y él detrás de mí. Hay tanta gente que temo perderle. Echo la mano hacia atrás y le cazo del lateral de los vaqueros. Y justo cuando me doy cuenta de lo que he hecho y con los hombros tensos espero el manotazo, noto la calidez de su cuerpo junto al mío. Miro hacia atrás. No solo no se ha soltado, se ha acercado, su pecho me roza el brazo. Levanto la vista y le busco, le miro a los ojos. Ya no baja la vista.
Y es en ese momento, mirándole a los ojos, en el que me doy cuenta de que no es solo que me guste o me ponga burro, o que me parezca especial. Es una sensación totalmente nueva.
Tiro un poco más de él. Su cuerpo se acerca más al mío. No veo que se asuste, o que se eche para atrás, o que evite el contacto.
Solo veo cómo me mira, como si no hubiera nada más.
Y no quiero que se separe de mí. Tampoco es que parezca que quiera apartarse.
Saca de nuevo el móvil mientras estamos en la barra. Le pongo la mano sobre el teléfono y lo bajo con cuidado. Él levanta la vista.
—Tú solo escucha, disfruta, ya te paso yo la música que quieras.
—¡Es que son todas! —me dice abriendo mucho los ojos—. Es una pasada, nunca había oído nada igual. —Me hace sonreír. Justo detrás de él están brindando unos amigos. Nos ponen un chupito a nosotros también. Se le pone la carne de gallina al tomarse el tequila. Le doy el limón, veo que se ruboriza un momento antes de cogerlo con la boca de mi mano.
Notar su respiración tibia en los dedos me hace jadear.
Y cuando levanta la vista para mirarme con sus ojazos brillantes, no puedo hacer otra cosa que sonreír, y automáticamente toda su carita se ilumina.
Joder, qué putas ganas de besarle. Intento alejarme de él, pero no soy capaz. Se me va el cuerpo hacia él.
—¿Has venido con alguien?
—Sí, pero creo que se han ido. No les ha gustado el sitio, supongo.
—¿A ti te ha gustado?
—Sí, mucho. —Bebe de su copa con una pajita. Le empujan y se acerca a mí. Me muero de ganas de comérmelo, entero, en el puto baño. El ansia me quema las venas.
Sin embargo, me lo llevo a otro sitio, un poco más despejado, y seguimos hablando.
—Me gustan mucho las lentillas —me dice.
—¿Las quieres? —Se ríe. Está un poco pedo y me encanta. Le cojo de los vaqueros, del bolsillo y de la trabilla. Joder, le quedan enormes. Le acerco un poco hacia mí. Se deja.
—Tendrías que ponérmelas tú. Y quitármelas también. No he usado lentillas en mi vida y ni sabría cómo hacerlo.
—Puedo enseñarte. —Mi voz ha bajado de tono. ¿Estoy ligando con él? ¿Qué puñetas haces, Dale? No hagas que se asuste, no la líes, no dejes que se marche…
—Eso estaría bien —suelto el aire cuando contesta.
Le hablo de mi coche, de lo poco que me falta para terminarlo. Me habla de sus dibujos. De lo que le cuesta hacer amigos, de que se siente raro en todos sitios menos en este preciso momento, conmigo.
Nos quedamos en silencio, nos miramos a los ojos. No es un silencio incómodo. Es tranquilo, agradable.
Le quito la copa de las manos cuando se la termina.
—¿Quieres otra?
—No sé… —Suelta una risita suave—. Estoy hablando demasiado.
—No. —Mi gesto, arrugando la nariz, le hace sonreír—. Pero no dejaría que te fueras a casa borracho. ¿Una sin alcohol?
—¡Vale!
Volvemos a la barra. Una chica intenta cogerle del brazo y él se coge de mi codo antes de que ella ni siquiera le toque.
—Ah, Dale, perdona —me dice. Es Amelia. La gran puta de Amelia, a la que adoro, pero eso ahora no cuenta—, no sabía que estaba contigo.
—Este es Álex.
—Hola,ojos bonitos. —Ella sonríe. Pero su actitud ha cambiado. Se ha apartado un poco y se mueve menos «a la caza»—. Si vais a la barra, Oliver y Mike están brindando por todo, con todos —me mira a los ojos—, van ya putamadre.
—Ya. Vacaciones. —Sonrío. Ella me pone la mano en el pecho y me guiñan un ojo. Cuando no está en su pose de femme fatale y es solo ella, es maravillosa.
—Nos vemos, cosa guapa. —La beso en la cabeza y ella se pone de puntillas para decirme al oído—: Me encanta, Dale.
Llegamos a la barra. Efectivamente, Mike está como una cuba. Le hago un gesto al camarero para que no le ponga más y tiro suavemente de Álex hacia un lado. No me ha soltado del brazo y no quiero que lo haga. Encontramos un hueco libre en la barra.
—Tienen VogleIce! —Sonríe. Miro hacia la hilera de zumos con kilos de colorante y cuajados de azúcar.
Pide uno azul, y yo una cerveza.
—¿Así que te gusta la mierda azul esa?
—Me pierde —me dice, ya con la lengua pintada.
Quiero besarle. Quiero comerle la boca azul, apretarle contra la pared y follarmelo hasta dejarle inconsciente.
Pero seguimos hablando. Me conformo con tenerle cerca, con mirarle a los ojos y distinguir las motas doradas en mitad del cielo que son sus iris, sus pecas, notar la dulzura de su aliento cuando me habla.
Va pasando la noche tan rápido que no me lo puedo creer. Gimme Shelter suena en ese momento. Él está escuchando, el cuerpo un poco hacia mí, los ojos brillantes, los labios entreabiertos.
Señala hacia arriba con una sonrisa.
—Lo sé —digo—. Me pasó lo mismo. Recuerdo que cuando escuché esta versión por primera vez, la voz profunda de Eldritch me enganchó desde las mismísimas tripas.
—Mira. —Me enseña el brazo. Tiene los pelos de punta. Le paso la mano por la piel suave, limpia de tatuajes. El contacto me arde. El niño jadea, su cuerpo se acerca a mí.
¿Qué estás haciendo, Dale? ¿Qué puñetas estás haciendo?
Y estoy a punto de besarle cuando, maldita sea, gracias a Dios, alguien me llama a voces.
Mike, borracho como una cuba, intenta conducir.
—Me lo temía. —Me paso la mano por los ojos, por la cabeza. Le miro. Miro esos ojos de ciervo, esa carita expectante—. Tengo que ir —le digo.
—Sí, y yo tengo que irme, no me había dado cuenta de lo tarde que es.
—¿Te llevo a casa?
—¿Sí? —Le brillan los ojos.
Salimos a la calle. Mike está, efectivamente, borracho como hacía mucho que no estaba.
—Espera aquí, ¿vale? —le digo señalando el coche de mi amigo.
—Te ayudo.
—Tranquilo. —Le sonrío. No me he dado cuenta de que le he puesto la mano en el estómago. Tiene los labios entreabiertos y me sonríe. Me arde el alma.
Voy hacia Mike, le registro los bolsillos mientras él canta y me abraza y dice a gritos que me quiere. Saco las llaves del coche y, de un empujón, que ya he hecho varias noches, me lo cuelgo del hombro.
Mi amigo, cabeza abajo, empieza a reír. Cuando llego al coche, Álex también ríe. Entre los dos lo metemos en el asiento de atrás.
—¡Álex! Ciao, bello! ¡Cómo me gusta questo ragazzo, Dale! Te he dicho que me cae muy bien, ¿verdad? Siempre te lo digo. Mi piace molto lui... ¡Dale! ¡Daaaale! Mi stai ascoltando? ¡Álex! ¡Holaa! —Mike está en ese punto de felicidad absoluta. Verás mañana en qué se convierte.
—Sube. —Se sienta en el asiento del copiloto. Bajo la capota y, cuando le miro, tiene una enorme sonrisa en la cara—. Así se va despejando. —Señalo hacia atrás—. Bueno, ¿dónde vives?
Como si no lo supiera ya. Él me da la dirección.
—Pero no hace falta que me lleves.
—Sí hace falta. Quiero hacerlo —añado.
Arranco. Y al mirar los espejos para ponerlos a mi altura, veo que ha girado el cuerpo hacia mí y va sujeto al cinturón de seguridad.
Pongo mi móvil para que suene en el coche, busco una de las listas de reproducción y le doy al play.
Gimme Shelter. La de Andrew.
Me mira con una sonrisa enorme. Y yo le doy mi móvil, para que vea lo que va sonando. Me doy cuenta de que ese gesto, darle mi móvil desbloqueado, es algo que no he hecho nunca con nadie.
—Esto es una pasada.
—Luego te paso la lista de reproducción, ¿quieres?
—Sí.
La ciudad está tranquila, hace un poco de fresco, y cada vez que le miro, siento que soy feliz.
Le dejo en casa.
Es reacio a bajar del coche.
—¿Sabes? —le digo—, mi colega Mike me va a dejar el coche mañana. —Se ríe—. Quiero ir al desguace a por unos faros y luego al puerto, a ponerme ciego a perritos.
—¿Del puesto del TippiDog?
—Claro —me río—, del TippiDog. —Le miro a los ojos—. ¿Te vienes conmigo?
—Me encantaría.
—¿Te paso a buscar a las once?
—Genial.
Nos miramos un momento a los ojos. Necesito besarle. Lo necesito, y siento que el cuerpo se me echa hacia adelante. Pero, maldita sea, y gracias a Dios, Mike, desde el fondo del asiento, lloriquea.
—Daaale, non mi sento beeeeene.
—Anda —le hago un gesto—, que te vean entrar en casa.
—¿Mañana a las once?
—Por supuesto.
Baja del coche y echa a correr hasta la puerta. Me espero a que entre antes de arrancar y la sonrisa no se me quita de la cara ni siquiera cuando tengo que parar en la gasolinera para que Mike vomite.
—¿Te lo has tirado? —me pregunta desde el baño, un poco más sereno.
—Nop.
—¿Os habéis liado?
—Nop.
—Dale, estás sonriendo como un idiota.
—Venga, te llevo a casa.
—Dale, me encuentro muy mal, tíooo.
—Vaaamos. —Lo llevo medio a rastras.
—Te has enamorado —farfulla.
—Cállate.
—Pero hace mucho.
—Cierra el pico. —Le siento en el coche. Le aparto el pelo de los ojos, con cuidado.
—Daaaale.
—¿Qué pasa?
—Que te mereces ser feliz con ese crío.
—Es un niño.
—¿Y?
—Sería un cerdo si lo engancho.
—¿Por qué?
—Libre albedrío, colega.
—Ese crío te ha elegido desde hace mucho. Tú no te has dado cuenta, pero yo sí.
Dejo a Mike en casa y me voy para la mía.
Como siempre, está llena de gente, humo por todos lados, voces, ruidos…
Me encerré en mi cuarto, hasta las narices de todo. Pero con solo recordarle, sentado junto a mí, cogido de mi brazo. Solo con ese recuerdo, todo deja de importarme una mierda.
Habían empezado las vacaciones.
El sábado me desperté temprano. Me di una ducha rápida, me calcé unos vaqueros, las botas y una camiseta de Manson.
Estaba nervioso. Hostia puta, estaba muy nervioso. Pasé por la gasolinera a por unas Coca Colas y unas mierdas azules y me fui a buscarle.
Álex esperaba en la puerta. La luz brillaba sobre él. Trotó hasta el coche con una sonrisa de oreja a oreja. Vuelvo a notar lo mismo de anoche, con la misma intensidad. La misma necesidad de hacerle sonreír, de tenerle cerca. Las mismas putas ganas de comérmelo a besos, de sujetarle el cuerpo y follarle hasta dejarle seco. Mi parte guarra se niega a verle como a un niño.
Aunque desde ese mismo día, yo desenroscando un faro, y él sentado sobre el capó del coche, jugueteando con una tuerca que he sacado de una pieza, hablando de libros, de pelis, contándome por qué dibuja lo que dibuja, la frustración de las censuras, la necesidad de pintar, hablándome con fluidez, como si nos conociéramos de toda la vida. Y la cadencia de su voz, sus miradas, esa boca azul.
No puedo más. Me quema la sangre y no me concentro. Me levanto del suelo, me acerco a él, con las manos sucias, las apoyo en el metal del capó, a ambos lados de su cuerpo. Sus rodillas me rozan los antebrazos. No retrocede. No echa el cuerpo hacia atrás, no se mueve. Me mira a los ojos, con una sonrisa suave en los labios.
Las cigarras cantan a voz en grito y yo solo puedo pensar en cómo sería morder esos labios, en acariciar su piel, en oler, en tocar todo su cuerpo. Me acerco un poco más. Y él hace lo mismo. Se acerca a mí, echa el cuerpo un poco hacia adelante. Su naricilla pecosa, sus ojos, por el amor de Dios, ¿esos ojos son de verdad?
Y, maldita sea, gracias a Dios, oigo que alguien grita mi nombre.
—Me cago en la hostia puta —gruño, cerrando los ojos y haciendo verdaderos esfuerzos para apartarme de él.
Y empieza a reír. Una risa feliz, cristalina y maravillosa. Tiro de sus corvas, le tumbo en el capó del coche, llenándole la carita de tizne negro de mis manos. No para de reír.
—¡¡¡Daaaale!!! —siguen voceando mi nombre. Me subo al techo del coche de dos zancadas, riendo también.
—¡Qué coño quieres!
—Ha llegado una chatarra que te va a venir bien. —El dueño del desguace me está haciendo señas—. ¡Lo están bajando! ¡Ven a verlo, es alucinante!
Álex se sube detrás de mí, riendo aún. Tiene la naricilla negra y los ojos brillantes.
Creo que nunca en mi vida he estado tan a gusto con alguien.
No necesito llenar los silencios con palabras, ni comportarme como se espera que lo haga.
Solo soy yo. Y ya está.
Y él se queda a mi lado.
—¡¡Por el amor de Dios, es un Torino!! —Casi lloro de ver el estado lamentable del coche que acaban de abandonar.
—Te dije que te vendría bien.
—Me siento un necrófago ahora mismo.
—¿¿Un qué?? —El chatarrero me mira sin comprender.
—No te preocupes. —La vocecita de Álex, a mi lado—. Él ya no está ahí. —Me giro a mirarle, justo detrás de mí. Y no se está riendo. Le duele igual que a mí ver esa belleza destruida.
Es de verdad. Está aquí conmigo, de verdad.
Se queda conmigo las dos horas que paso rapiñando piezas.
Me hace mil preguntas. Le hablo de mi coche, de que llevo un año trabajando en él y de lo poco que me falta para terminar.
—La semana pasada ya hizo un par de amagos, con esto tal vez arranque al fin.
—¿Qué harás cuando lo termines?
—Dejar de usar el tranvía. Irme de vacaciones. No lo sé. Saber que puedo valerme solo, que soy buen mecánico, capaz de reconstruir un motor entero… Conducir. Sobre todo, conducir.
—A mi madre le da terror que conduzca nada. —Señala con la mano el Torino—. Ni siquiera que tenga carnet.
—¿Y a ti te apetece?
—Sí. —Arruga la nariz—. Dibujo muchas carreteras, que veo en Internet, me gustaría verlas por mí mismo. Y no es que odie el pueblo, ni nada de eso, ni quiera largarme para no volver. Pero quiero viajar. —Me mira a los ojos—. Tú si quieres marcharte, ¿verdad?
—Solo de casa. El resto me da un poco igual. Me encantan tus carreteras. Bueno, las que has expuesto. —Me levanto del suelo. Él me sonríe, como con miedo. Tiene la nariz aún un poco tiznada. Le paso la muñeca, la única cosa limpia de mis manos, por encima para limpiarle. Se deja tocar, como si fuera algo normal. Sus pestañas me acarician la piel.