Kitabı oku: «Lo que tú me pidas», sayfa 5

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Le masturbo, más despacio aún, lento, muy lento. Me aparto de él y le hago una mamada, aún medio corrido. La primera vez que se la chupo, le oigo gritar, tensar todo el cuerpo y relajarlo casi de golpe con un orgasmo largo y denso.

El frío del desierto nos muerde la piel. De un suave empujón, le meto en el coche y cierro la capota.

Le brillan los ojos cuando me tumbo sobre él, sin poder parar de besarle.

Creo que en mi vida me he sentido así.

Le acaricio la espalda, le beso la boca, el cuello, el pecho. Me va el corazón a mil. Él se ha montado sobre mi cuerpo, jadeando, buscándome la boca, sin cerrar los ojos, me besa, me mira, se ríe.

Me siento igual de novato que él. Es la primera vez que lo único que me importa es que él lo pase bien.

Me empuja hacia atrás y se cuela entre mis piernas, con mi erección frente a la cara. Se está mordiendo los labios.

Y, de pronto, sin verlo venir, saca la lengua y me da un lametazo de arriba abajo que me hace soltar todo el aire de los pulmones con un grito.

La primera mamada que hace en su vida, y es a mí. Tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no correrme, para no empujarle y metérsela hasta la tráquea. Me relajo y le dejo hacer, a su ritmo. Y cuando me corro, suelta un pequeño grito de sorpresa y le oigo reír.

Y cuando se abalanza sobre mí a besarme, con los labios hinchados y la boca con sabor a mi lefa, vuelve a estar hinchado, cachondo como al principio.

No voy a poder parar de tocarle.

ÁLEX.

QUINCE AÑOS.

Paseaba un día por el pueblo cuando para el coche a mi lado.

—Hola. —Le sonreí, de oreja a oreja.

—¿A dónde vas?

Hice un gesto con el cuerpo, encogiendo los hombros, indicando que no iba a ningún sitio ni venía de ningún lado. Estaba descalzo, con las manos en los bolsillos de los vaqueros y una camiseta vieja sobre el cuerpo.

—Se me ha ocurrido dar un paseo, ¿te vienes?

—Sí. —Me abre la puerta del coche.

—He comprado unas cerves y algunas mierdas de esas de colores.

—Genial. —Se me van las manos, se me tensa el cuerpo. Él me está mirando y a mí me tiembla todo. Me pongo el cinturón de seguridad y me aferro a él como si me fuera la vida—. Quiero llevarte a un sitio, nos llevaba mi padre de pequeños, está en mitad del desierto, y merece la pena, ya lo verás.

La música en el coche, el olor del mar, la carretera. ¿Dónde puedo estar sino al otro lado del espejo? Y con Dale. ¡Con Dale!

Le voy mirando mientras conduce. Al principio me asustaba que viera algo en mí que no le pareciera correcto. Ahora ya no puedo evitar mirarle. Quisiera poder decirle todo lo que me pasa por la cabeza ahora mismo, pero aparte de no saber por dónde empezar, me da miedo que esto termine o cambie siquiera. Esto. Como si hubiera algo.

No me he dado cuenta de que hemos parado en un cruce y me está mirando. Voy agarrado al cinturón de seguridad porque necesito tocarle y esta es la única manera de no hacerlo.

Y entonces. De la forma más natural y tranquila, me pasa la mano por la cara, me aparta el pelo de los ojos y, con el pulgar, dibuja el arco de mi ceja.

Es solo un segundo. Un movimiento suave y fluido pero, cuando me suelta y pone de nuevo las manos en el volante, es como si me hubiese dicho todo eso que estoy pensando y que necesito, ¡necesito! hacer real de alguna manera.

Aparcamos en un mirador, bajamos del coche y lo que veo me deja con la boca abierta. ¡Un aeropuerto!

—Uno abandonado. —Dale va a la parte de atrás del coche y saca unas mantas, que coloca sobre el capó y el parabrisas—. Es de la segunda guerra mundial. De aquí salían los aviones militares para Europa. Después solo eran avionetas locales, y al final, costaba demasiado mantenerlo, así que simplemente lo abandonaron. —Me da un granizado azul de un litro.

Se tumba sobre el capó con la espalda apoyada en el parabrisas. Lo imito. Y flipo del todo con la pista de aterrizaje que tenemos ahí mismo.

—¿Se puede bajar?

—Otro día bajamos. Hoy quería enseñarte esto. —Pone dos dedos en mi barbilla y, con suavidad, me hace levantar la cabeza.

El cielo del desierto está esperando allí para mí. Estamos tan lejos de todo, que solo se ven estrellas. Miles de millones. Y estrellas fugaces que me cortan la respiración.

—¡Perseidas! —Me ha traído a una lluvia de estrellas.

Me tumbo hacia atrás, suspiro y, durante un rato, permanecemos en silencio. Hombro con hombro.

—¿Tienes frío? —le oigo preguntar cerca de mi oído.

—No. —Me río—. Bueno, sí. —Giro la cabeza para mirarle. Está junto a mí, con el codo doblado y la cabeza apoyada en la mano.

Huele a champú y ropa limpia.

Le miro a los ojos.

No sé qué es esto, Dale, no sé lo que siento cuando te veo, cuando me sonríes, no entiendo este calor cuando te tengo tan cerca. No entiendo nada en este lado del espejo, pero ya me da igual. Porque tú me estás mirando a mí y nada más importa.

Dale me acaricia la cara, con suavidad. Pasa un dedo por mis labios azules con una sonrisa. Estoy mareado. Estoy muy mareado y mi mano, como una loca. Se lanza sobre él y me agarro a su camisa.

Y se acerca, y abre mis labios con los suyos, me mira a los ojos y me besa.

Despacio primero, con intensidad después. Me coge de los vaqueros y, de un tirón, pega mi cuerpo tembloroso al suyo.

He colado las manos debajo de su camisa, estoy tocando su piel, sintiendo la presión de su cuerpo, besándonos como si fuésemos a arder en cualquier momento.

De un movimiento brusco que me sentía incapaz de hacer, me siento a horcajadas sobre él. Respiro tan deprisa que me zumban los oídos. Sin pensarlo, me quito la camiseta.

Él me mira, me recorre las costillas con las manos.

—Joder, Álex —gruñe. Y no sé cómo, estoy con la espalda contra el coche, y Dale está sobre mí, y me arde la piel y el alma y quiero decirle que, en este lado, y en cualquiera, soy suyo, pero solo puedo mirarle, besarle, tocarle.

Es mi primera vez en todo. En desnudarme para alguien, en que alguien se desnude para mí. En tocar. En besar. En sentir el peso de un cuerpo sobre el mío. El dolor, el placer, el calor. Y Dale. Todo para mí.

Tiritando, nos metemos en el coche. Y hacemos el amor. Porque esto es amor. Su forma de tocarme, de besarme. Cómo ha dicho mi nombre al correrse.

Cómo me abraza bajo la manta, cómo nos quedamos dormidos sin soltarnos.

Cómo, antes de dormir, farfullo su nombre y cómo él me aprieta contra su cuerpo.

Tal vez por la mañana tenga que volver al otro lado del espejo.

—¿Cómo hago para que esto dure? —consigo preguntar con un nudo en la garganta.

—No te apartes de mí —me susurra en el oído—. Quédate conmigo.

—No puedo estar en otro sitio. —¿Lo he dicho en voz alta? ¿Lo he pensado? Da igual. Solo sé que es real. Y que soy feliz.

Me despierto y está amaneciendo. Sigo abrazado a él, tengo la cabeza en el hueco de su hombro y él me está acariciando la espalda. Levanto un poco la cabeza para mirarle, y él me besa. A plena luz del día, me besa.

—¿Nos vamos para casa, o te quieres quedar un rato más?

—Las dos cosas. —Sonrío—. Pero debes de estar entumecido si he dormido encima de ti.

—El poco rato que te he dejado. —Sonríe. Y sé que me he ruborizado. Se pone serio de golpe.

—¿Estás bien? —me pregunta.

Quiero decirle que soy feliz, que ni en mis mejores sueños había sido tan increíble, que quiero más y más y todo de él, que me duele el culo y que nunca pensé que pudiera sentirme tan pleno. Pero como no sé cómo hacerlo, tan solo me acerco a él, y le beso. Él me coge de la nuca, tira de mí, y vuelvo a estar entre sus brazos. Y se ríe en mi boca cuando nota que tengo la polla durísima.

Es casi mediodía cuando volvemos a casa.

Zadrík va camino de la playa cuando bajamos del coche. Nos mira a los dos con una sonrisa y nos saluda con la mano.

—¿Quieres bajar un rato?

—Un rato —digo mirándolo—. ¿Y tú?

—Claro. —Me coge de los vaqueros, tira de mí y me besa en la boca. Cada vez sabe mejor. Y es real. No importa otra cosa más que él.

—Aunque en vez de ir a la playa, podemos ir a la ducha. —Esa voz profunda y lasciva ¿ha sido mía? Y ha sonado tan guarra que ni me lo puedo creer. Pero los ojos de Dale se encienden, me coge de la mano y entramos en casa, derechos al baño.

Me desabrocha los vaqueros, me sube a la encimera del lavabo y me hace una mamada tan bestia que se me nubla la vista y me corro en su boca tan rápido que le oigo reír.

Me coge de la cintura, me da la vuelta. Oigo cómo se desabrocha los vaqueros y en el espejo veo cómo escupe mi lefa directamente en mi culo. Noto la humedad, caliente y pegajosa. Y sus dedos, apretando en mi piel con cuidado.

—Si no quieres…

—Sí que quiero.

—Si te hago daño…

—Dale —jadeo su nombre cuando me mete un dedo.

—¿Bien?

—Síi. —Muevo el cuerpo—. Joder, sí. — Le oigo reír.

Me masturba muy despacio, mi cuerpo se va abriendo a él con facilidad. Como si supiera lo que hacer, casi mejor que yo. Se me acelera la respiración cuando me coge de la cadera, y los dos soltamos un grito cuando me penetra, despacio, empujando poco a poco sobre mí, hasta que me abro entero a él.

Me aprieto contra él, arqueo la espalda y llego hasta su boca.

—Joder, Álex —jadea—. Álex.

Noto cómo se le va tensando el cuerpo, cómo se le va acelerando la respiración, cómo me clava los dedos en las piernas. Se corre, me aprieta, y me lleva al límite sin apenas haberme dado cuenta de que yo también estaba a punto. Grito su nombre cuando me corro. Dale Dale Dale.

Estoy temblando.

Él se desnuda, se mete en la ducha y me coge de los testículos con suavidad.

—Ven aquí. —Tira de mí y yo me abrazo a él—. ¿Estás bien?

Sus brazos me sujetan. Porque mis piernas apenas lo hacen.

—Dale —jadeo en sus labios, bajo el agua caliente.

Me besa. Y siento que estoy completo. Y que quiero más.

Debe de ser tarde. Estamos tumbados en la cama, boca arriba los dos, yo apoyado en su hombro, él con la mano en mi cabeza.

Del otro lado de la casa se oye música y huele a comida. Las tripas me rugen y Dale se ríe. Quiero decirle un montón de cosas, pero soy incapaz. Quiero decirle que soy feliz, que no entendía nada, que nunca he entendido nada, pero ahora sí, que es él, cuando me mira, cuando me toca, es ahora, agotado de follar, medio dormido, cuando, con solo decir su nombre, todo tiene sentido.

—Álex. —Oigo mi nombre en un susurro. Reverbera en su cuerpo, en sus pulmones. Le miro y él me besa. Tira de mi cuerpo para pegarme al suyo. Me abraza y me besa, y yo le abrazo porque es justo lo que siento. Todo eso que él me está diciendo sin una sola palabra.

Poco a poco me suelta.

—Anda, vamos a comer… o a cenar, no lo tengo muy claro.

Se ha levantado y se está poniendo un pantalón de chándal.

Gateo en la cama hasta él, le echo los brazos al cuello y le beso. Él me pone las manos en la cintura, las desliza despacio sobre mis costillas, me acaricia la espalda, me abraza.

Sin darnos cuenta estamos otra vez tumbados en la cama, cuando mi tripa suena de nuevo de forma escandalosa. Dale me suelta la boca de golpe.

—Vale, ya —Ríe—. Haz el favor de ponerte algo de ropa encima. —Me coge de las muñecas—. ¡Es fácil! Nos vestimos, salimos, comemos.

—Y nos volvemos a la cama

—¡Exacto! —Ríe—. ¿Ves? Fácil y rápido.

—Rápido puede —otra vez esa voz sale de mi garganta—, fácil no va a ser.

—Joder, Álex. —Le brillan los ojos cuando me mira.

Salgo de la cama, me pongo unos pantalones y cuando paso por su lado me empuja contra la puerta y me besa, tan intensamente que hace que todo mi cuerpo tiemble.

—Tienes razón —susurra—, fácil no va a ser.

DALE.

DIECISIETE AÑOS.

Dormir a su lado era algo que necesitaba sin saberlo.

Después de aquella primera noche en el coche, me mira de otra manera. Sus gestos tensos han desaparecido. Me toca, me acaricia. Me besa. Me besa constantemente y a mí me hace feliz.

Entre risas me contó que se hizo daño en la lengua el día del desguace, para no abalanzarse sobre mí, en ese momento en el que yo casi estuve a punto de besarle, a pleno sol.

Me dice, ruborizado, que aún tiene la tuerca, aquella con la que estuvo jugueteando, la que yo saqué del faro izquierdo que ahora lleva mi coche.

Por las noches, en la cama, con la piel oliendo a sal y a semen, se abraza a mí, me besa, me mira… Y yo siento que todo está en su sitio.

La voz que me dice que es demasiado joven no ha desaparecido del todo. Sigo mirándole fijamente, buscando un momento de duda, o de confusión. Nunca lo encuentro. El solo me mira a mí.

Es el único lugar de mi vida en el que simplemente puedo ser, sin que se me exija nada.

—Dale. —Estamos esperando unas olas, y bastante grandes, cuando la voz de Zadrík me desconcentra.

—¿Sí? — Le miro. Por un momento dejo de contar.

—Me gusta ese crío.

—A mí también.

—Eso es obvio. —Arquea una ceja. Debió de ser guapísimo antes de los accidentes. Antes de las cicatrices. Sarah ha visto en él al hombre que siempre ha sido, sin importarle los trozos que se van quedando en los arrecifes y entre los dientes de algún marrajo.

—Es buen chico. Este te viene bien. Su compañía te hace libre.

—¿Sarah piensa lo mismo?

—Ella ha visto más. Lo adora. Vamos.

—¿Vamos?

—¿No te he enseñado nada, niñato? —Le veo que se sujeta a la tabla, con los ojos encendidos de adrenalina. He dejado de contar y el mar me atrapa. Le oigo reír antes de que el agua me arrastre.

Llego hasta la arena, resoplando. Clavo la tabla en la arena. He perdido de vista a Zadrík, pero al fin le veo, a lo lejos. Morirá en el mar. Sarah lo dice a menudo.

Álex está sentado en la arena. Me está mirando fijamente. Me dejo caer a su lado. Hace mucho viento y el sol ya no pica tanto, se está terminando el verano.

Le pongo la mano en la espalda, y él se gira para mirarme. La sal y la arena le han curado las heridas de los pies y el sol brilla sobre su pelo rubio. Tiene la boca azul y me sonríe.

—¿No sales más? —Señalo las olas.

—Hoy es más difícil que otros días —Me hace un gesto y nos tumbamos juntos—. He tragado mucha agua.

—Sí, hoy está un poco picado, pero es más divertido.

Me ha cogido la mano, ausente.

—¿Estás bien? —Me siento en la arena—. Pareces muy serio.

—Se está acabando el verano. —Gatea y se cuela entre mis piernas, apoyando la espalda en mi pecho. Con cuidado, le aparto el pelo y le beso en el cuello. Suspira. Me coge del brazo y se lo echa por encima del cuerpo y yo le aprieto contra mí. Gira la cabeza y me besa en los labios. Es lo fácil que me resulta estar con él lo que más me sorprende. Nunca antes me había sentido a alguien tan cercano como con él.

—Mi padre se marchó cuando era pequeño —me suelta de golpe— y mi madre se quedó meses en casa. No salía de la cama, apenas comía y tomaba muchas pastillas. Tuve que levantarme solo, porque no había nadie a quien le importara.

—¿Cuántos años tenías?

—Creo que siete u ocho. No lo recuerdo bien. Sobrevivía a cereales con leche y manzanas. Y lloraba todas las noches. Solo cuando nadie me veía. —Se incorpora para mirarme a los ojos—. No soy un niño frágil. Ya no.

—Lo sé. —Le aparto el pelo de los ojos.

—No me has hecho absolutamente nada que yo no quisiera. Deseaba hacerlo.

—¿Ha pasado algo, Álex?

—Sí. Te oigo pensar. —Suelto una carcajada, tiro de él y nos tumbamos de nuevo en la arena. Le beso en la cabeza.

—¿Así que deseabas hacer lo que hacemos?

—Sí —Levanta la vista y me mira a los ojos. Está sonriendo—. Desde antes de saberlo, incluso, lo deseaba.

—Ya… Creo que a mí me paso algo parecido. —Estaba loco por ti y ni me había dado cuenta.

—Dale. —Se incorpora, apoya en codo en la arena, se gira hacia mí. Su expresión no es, en absoluto, la de un niño—. Nunca pensé que pudiera sentir tantas cosas por una persona.

Quiero levantar el brazo, tocarle. Pero está tan perfecto ahora mismo que ni me muevo. Solo le miro.

Es él quien se acerca a mí y me besa, me acaricia el cuello mientras lo hace, y se deja caer suavemente sobre mi cuerpo.

Suspira cuando le abrazo, cuando le sujeto contra mí, le tumbo en la arena y le acaricio el pecho con los dedos.

—¿Ves? —me dice—, es la piel, el corazón que me va a millón, los pulmones que me arden.

Le aprieto contra mí. ¿En serio es un niño?

—Dale —jadea, me abraza, tiene las pupilas dilatadas.

—Álex. —Su nombre me sale del corazón, y tengo que morderme la boca para no soltar una barbaridad.

Porque lo que siento por él me está desbordando, y no quiero hacer otra cosa que esto.

DALE.

DIECISIETE AÑOS.

Volver a casa fue duro. Bueno, dejarle en casa fue lo realmente duro.

Aparqué donde siempre y apagué el motor. Él me coge la mano y yo le acaricio los dedos.

—¿Estás bien?

—No. —Me mira a los ojos—. ¿Podemos volver a irnos?

—Ven aquí, anda. —Echo el asiento para atrás y él gatea hasta mí. Se tumba sobre mi cuerpo, con la cabeza en mi hombro. Su respiración me acaricia la piel. Le aparto el pelo de la cara y le beso en la nariz. Sonríe.

—No sé cómo voy a dormir esta noche sin ti.

—Yo tampoco — admito—, y me estoy planteando muy en serio secuestrarte.

—Hazlo. —Su respuesta no tarda ni medio segundo.

Nos reímos, nos besamos, nos abrazamos. Sé que tengo que volver a la realidad, esa puta no espera.

—Mañana tengo que trabajar. ¿Quieres que nos veamos luego?

—Claro que quiero que nos veamos luego.

—Si necesitas algo, dímelo.

—A ti en mi cama.

—No me lo pidas dos veces, por favor, que arranco el coche y nos vamos otra vez.

Me sonríe. Sabe que lo digo en serio. Sabe que lo dejaría todo porque él es lo único que me importa.

Nos quedamos así, abrazados, en silencio. Sé que tengo que mandarlo a casa, pero soy incapaz.

Las manos se me van sin darme cuenta de lo que hago. Es cuando se le empieza a acelerar la respiración cuando noto lo cachondo que me he puesto. Le suelto, despacio, con los músculos tensos por el esfuerzo de apartarme de él.

Espero a que entre en casa para marcharme. Arranco el motor cuando él cierra la puerta. Voy a casa, con una sonrisa en los labios, su olor por todo el cuerpo y la sensación de que estoy total, completa y absolutamente enamorado de él.

ÁLEX.

QUINCE AÑOS.

Volver a casa fue duro. Habíamos pasado casi un mes juntos. Durmiendo juntos. No habíamos hablado de nada cuando me dejó en casa el miércoles por la noche. Me besó en la boca, con una mano sujetándome la nuca y la otra entre mis piernas. Me besó hasta que se me empezó a acelerar la respiración y me soltó, despacio.

—Mañana tengo que trabajar ya —me ronronea en los labios—, ¿quieres que nos veamos después?

—Quiero verte después.

Me sonríe, aspiro su olor un par de veces.

—Anda, que te vea entrar en casa, que al final arranco y nos marchamos otra vez.

—Recuérdame por qué no podemos hacer eso… —Se ríe. Le beso de nuevo, salgo del coche y voy hasta mi casa arrastrando los pies.

Espera a que entre en casa, como siempre, y le oigo marcharse a través de la puerta.

Oigo ruido en la cocina.

—¿Mamá?

—Sí, aquí. —Me asomo a la cocina con un sonrisa.

—¡Madre mía! —exclama al verme—. ¡Pero si estás moreno!

—¡Lo he conseguido! —Creo que es la primera vez en mi vida que me pongo moreno.

—¿Tienes hambre? Entro a trabajar en un par de horas, podemos comer algo antes, y me cuentas cómo lo has pasado.

Le conté que había hecho surf, que había estado más tiempo en el agua que sobre la tabla, pero que la primera ola que cogí sin caerme fue una pasada. Quise contarle todo lo demás, pero guardé silencio. Estábamos sin discutir y eso era bueno.

Ella se alegró de que el tinte hubiese desaparecido por completo. Me dijo que me veía más mayor.

—Lo soy, mamá. —Pero ella se lo tomó a broma. Era verdad que me sentía más mayor. Más ubicado. Menos, muchísimo menos frágil.

Al mirarme en el espejo aquella noche, en pijama, me vi distinto. Era mi espejo de siempre, mi habitación de siempre, mi pijama de siempre. Pero yo no era el de siempre.

El sol me había quemado el pelo, estaba moreno, había echado brazos, pero, sobre todo, me sentía más seguro de mí mismo.

El jueves por la mañana empezaron las dudas y el miedo.

No habíamos hablado, la gente tiene líos en vacaciones, no sabía qué iba a pasar a partir de ahora, y estaba nervioso.

Me dijo que tenía que trabajar todo el día, así que intenté mantenerme ocupado. Ordené la habitación, lavé la ropa, un poco a regañadientes, porque olía a playa, hice un par de recados que mi madre me había dejado apuntados, y ya para primera hora de la tarde, empecé a mirar el móvil cada medio minuto.

Estaba con una presión insana en el pecho, cuando la pantalla cobra vida.

¡¡Videollamada!!

Contesté de inmediato.

—¡Holaaa!

—Llevo todo el puñetero día echándote de menos —fue lo primero que me dijo.

—Ah, ¿sí? —Mi cara de bobo debía de ser de traca.

—Ni un rato he tenido libre para escribirte. —Me sonríe.

—¿Estás cansado?

—Mucho. ¿Qué has hecho hoy?

—Poco. Recados para mi madre, ordenar cosas… —Y pensar en ti todo el tiempo.

—Oye, estoy hecho polvo.

—Lo entiendo.

—Y sé que es muy tarde.

—Lo es.

—¿Crees que, si voy, podrías salir un rato?

—Esto no me lo esperaba.

—Te llevo una mierda azul y, aunque sea en el coche, pasamos un rato juntos.

—¿En serio?

—De verdad que me muero de ganas de verte.

—Y yo a ti, llevo todo el día pensando en ti… —le digo, y él sonríe.

—¿Me paso?

—Sí. También puedes entrar.

—No, no puedo.

—Claro que sí.

—Álex, es muy probable que me enganche a tu boca en el puto segundo en el que te subas al coche, ¿entiendes?

—Espero que hagas eso. —Estoy sonriendo como un idiota. Lo sé, y lo peor es que me da igual.

—Pues eso. ¿Sales en diez minutos?

—Te espero donde siempre.

Los diez minutos se me hicieron eternos. Pensar en él me tiraba del ombligo.

Me recogió sobre las diez de la noche. Había gente por la calle, aún era verano y hacía buen tiempo. Condujo hasta el descampado donde íbamos a oír música.

—Tira.

—¿Qué?

—Atrás. Tira para atrás.

Entre risas nos fuimos a la parte de atrás del coche. Nos abrazamos, nos besamos. Como si hubiesen pasado meses. Me quita la camiseta mientras yo me enredo con sus vaqueros. Cuando por fin estamos desnudos, se me escapa un suspiro de felicidad.

—Dale —le ronroneo en el cuello—, ¿y mi mierda azul?

—¿Qué? —Levanta el cuerpo para mirarme. Y se echa a reír al ver mi cara intentando parecer serio—. Te voy a dar mierda azul.

Río. Toda la angustia de no saber nada de él en todo el día ha desaparecido.

No es la playa, no estamos de vacaciones, pero sigo al otro lado del espejo.

Me deja en casa antes de medianoche, bien follado y corrido.

Con la coña de esto es tuyo, esto es mío, espera, que saco la pierna por aquí… ha sido un espectáculo vestirnos en el coche, llevo su camiseta. La mía le queda obscenamente ceñida.

Espera a que entre, como siempre. Y cuando le oigo marcharse, estoy sonriendo.

-—¿Ya estás en casa, Álex? —Mi madre desde la cocina, se asoma—. ¿Y esa camiseta?

Mierda.

—De la playa. —Dale se la compró en la playa—. ¿Te gusta?

—Hijo, no, qué tétrica, ¿y está rota? —Él le cortó las mangas para que le entrara.

—Se lleva así.

—No recuerdo que hayas salido con eso puesto. —Eso, dice eso.

—No, mamá, es que me he desnudado por ahí y me he puesto la camiseta de otro tío.

—Hijo, no te metas conmigo.—Se ríe—. Siento ser aguafiestas, pero ha llegado la lista de los libros. ¿Los compras mañana?

—Claro. ¿Tan pronto?

—Aún te quedan unos diez días de libertad, tranquilo. Pero compra los libros cuanto antes, ¿de acuerdo?

—Vale. Buenas noches.

Me encierro en mi habitación. Tengo cuatro mensajes de Dale.

Dos llevan foto. El primero, de mis zumos de uva, «sí te llevaba tu mierda azul, pero se me ha ido la cabeza a otra cosa», caritas con muchos guiños.

La segunda foto me corta la respiración. Del cuello para abajo, con los vaqueros desabrochados, la línea de la pelvis al descubierto y mi camiseta marcándole el cuerpo: «Esta camiseta me va pequeña, pero me encanta cómo huele», «ni me ducho hoy, tengo tu lefa pegada a la piel y me encanta», «¿haces algo mañana?».

Le contesto enseguida: «Yo tampoco voy a ducharme, huelo a ti y me gusta demasiado», «dormiré con mi camiseta nueva» «¿mañana? Verte, espero».

Me contesta enseguida: «¿Ya estás en la cama?».

Muerto de vergüenza, le mando una foto, tirado en la cama, con su camiseta resbalándome por los hombros

«Joder, Álex, estás para comerte».

«¿Te dejo la ventana abierta?».

«Tú sigue».

Caritas de risas.

«Buenas noches, nene».

«Buenas noches», y tengo que borrar amor.

ÁLEX.

QUINCE AÑOS.

Al despertarme por la mañana, tenía un mensaje suyo.

«Hoy salgo a mediodía, me ha llamado Mike, que estarán comiendo en el puerto. ¿Te apetece ir?».

«Sí me apetece».

Al salir de la ducha, tengo otro mensaje.

«¿Te paso a buscar a la una?».

«Tengo que ir a comprar los libros».

«Yo también. ¿Vamos juntos después de comer?».

«Síííí».

Tenía muchas ganas de ir al puerto con él. Pero, mientras le esperaba donde siempre, me empecé a poner nervioso. Comer con Mike y sus amigos. ¿Y cómo puñetas me presento allí? ¿Cómo hago para no mirarle? ¿Para no tocarle?

Cuando llega me lo ve en la cara.

—¿Nervioso?

—Mucho.

—Oye —pone punto muerto y gira el cuerpo hacia mí—, no sé si te estoy presionando demasiado…

—¿Presionar?

—Quiero decir. —Se pasa la mano por los ojos—. Álex, me gustas mucho. Y me encanta estar contigo. Pero a lo mejor tú prefieres, no sé, ir más despacio, o…

—¿Estamos juntos? —Le corto, de golpe, con ansiedad en la voz.

—Yo estoy contigo. —Sonríe.

—Pero me refiero a… —No termino la frase porque me está besando. Se separa de mí, me mira a los ojos y me dice en un susurro:

—Yo estoy contigo, nene. ¿Tú estás conmigo?

—Del todo.

—¿Y quieres?

—Sí. Si es contigo, sí.

Me aparta el pelo de la cara, y me acaricia una ceja.

—¿Vamos?

—Sí.

Y, cuando bajamos del coche, Dale me coge de la mano. Es la sensación más maravillosa del mundo. Sus amigos están en el muelle. Mike, Jayson, Oliver y mi amigo Lucas. Mike es el primero en venir hacia nosotros, pasa por completo de Dale y me abraza. Y no es un abrazo de colegas. Es un abrazo casi familiar.

—Sono davvero felice —murmura sin soltarme.

—No te pongas a llorar, Mikiiii. —Jay suelta una carcajada—. Deja al chico que respire un poco.

—Síi… Perdona.

—Me ha gustado —digo mirándole a los ojos.

Los demás también me abrazan. Lucas me mira, un poco confundido, y aprovecha un momento que voy al baño para ir detrás de mí.

—Eh, Álex.

—¿Sí?

—Tú y… O sea, tú y él estáis… ¿juntos? —Le sonrío como respuesta—. No me habías contado que te gustaba.

—Es que no sabía… Quería habértelo dicho, pero tampoco sabía qué decir.

—Ya —asiente—, supongo que no es fácil.

—No tenía claro lo que sentía.

—Dale es buen tío —suelta de golpe—, y la verdad es que pegáis un montón.

Miro hacia donde está sentado. Me ha dejado un hueco entre él y Mike, para que no me sienta apartado.

Cuando volvemos a la mesa, Dale me mira, en silencio. Yo sonrío, para contestar esa pregunta que me está haciendo. Entonces él pasa el brazo por mi espalda y me acerca a su costado. De la forma más natural del mundo.

—¿Hambre?

—Mucha.

—¿De comida? —Pone cara de bicho.

—También —le contesto con una sonrisa.

Oigo a Mike soltar una carcajada. Y Dale me besa, delante de sus amigos, y todo es perfecto y normal. Porque estamos juntos.

Oficialmente, se terminan las vacaciones.

El lunes empieza el curso y yo tengo un nudo en el estómago. Imagino que, por costumbre, porque este año todo va a ser diferente.

Dale me ha insistido en que no quiere presionarme, que vamos a mi ritmo y mil cosas más. Cada vez que me ha dicho algo así, yo he terminado colgado de su cuello.

El sábado por la tarde pasamos el día juntos. Me recoge temprano, vamos a dar una vuelta con el coche, y a mediodía, vamos a tomar unas cervezas.

Estamos sentados en una mesa cuando, de golpe, se me escapa la pregunta:

—¿Qué va a pasar el lunes en el insti?

—¿Qué quieres que pase? —Me mira con una sonrisa.

—Me gusta esto —señalo entre nosotros.

—¿Alitas y cerveza? —Levanta una ceja con una sonrisa.

—¡Dale! —Él se ríe, y me coge la mano.

—Y a mí.

—Pues eso.

—¿Eso qué, Álex? —Se lo está pasando en grande.

—Que me gusta.

—Y a mí. Mucho. Y tú me gustas mucho.

—¿Sí? —Oírle decir eso me hace sonreír.

—¿No te habías dado cuenta?

—Dale… —Se levanta de la silla y me besa.

—¿Vale? —Me mira a los ojos.

—Vale.

—Que te quede claro que eres mi chico.

Esta vez soy yo el que se levanta para besarle.

En este lado del espejo, soy feliz.

CAPÍTULO TRES

A LA VISTA DE TODOS

ÁLEX.

QUINCE AÑOS.

Es lunes, son las siete de la mañana, acabo de salir de la ducha y me estoy vistiendo.

Primer día de insti.

Al mirarme al espejo, me doy cuenta de lo que me ha cambiado el verano. Voy con mis vaqueros nuevos, negros, impecables y bien ceñidos. Un par de cinturones, una camiseta y mis Martens blancas, que, una vez terminaron de morderme, no puedo dejar de usar.

Pero no es solo la ropa, mi postura es distinta. Ya no escondo mi altura, ya no voy encorvado. Ya no me importa ser visible.

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Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
530 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9788411145749
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
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