Kitabı oku: «Diamantes para la dictadura del proletariado», sayfa 3
—Me da que uno de mis amigos de aquí, cuyo nombre, como usted comprenderá, no voy a decir y no diré más adelante —dijo Stepansky—, tiene vínculos con ese mundo clandestino moscovita, pero por fines interesados, personales: compra joyas para él; por cierto, me han birlado un dinero que pertenecía a su familia, dos mil dólares, de esto hablaremos más adelante…
—¿Y si nosotros encontramos a esa persona con nuestros propios medios?
—Son libres de hacer lo que quieran, es su deber. Lo importante es que yo no tenga remordimientos de conciencia. Por cierto, que en ese mundo clandestino se oía el nombre de una vieja muy rica, Yelena Ávgustovna Stajóvich…
Al cabo de tres días, el miembro del consejo de la Checa Gleb Ivánovich Boki12 convocó al jefe de la Checa Messing, al segundo del jefe de la Sección Especial Búdnikov y a Vladímirov.
Antes de esta reunión, Boki había estado con Dzerzhinski y Unszlicht13: había propuesto que se observara con mayor atención a los especuladores de divisas, pero Unszlicht replicó con vehemencia:
—No estamos hablando de eseristas o cadetes que reclaman cual urogallos. Los especuladores de divisas «apolíticos» son bastante más cuidadosos e inteligentes. A cada hora puede engendrarse la salida de Rusia de las joyas. Hay que atraparlos enseguida. Los registros minuciosos, los interrogatorios elaborados con precisión… en este caso el riesgo de desfase no está justificado, no estamos ante un —sonrió— complot contrarrevolucionario que podemos examinar sin prisas…
Boki no estaba de acuerdo con Unszlicht:
—Atraparemos a diez, a doce personas, y dos se irán. O una. Si hay que apretar para sacar información… hagámoslo enseguida, ¡a todos!
—Me da a mí que no tiene razón, Gleb —dijo Dzerzhinski con voz pausada—. El tiempo en que construiremos urinarios públicos con oro lo marcó Ilich con exactitud absoluta: el comunismo… La maldición del vellocino de oro es algo sorprendente. Cuando la demanda esté a la altura de la capacidad, y esto solo será posible cuando las tiendas se doblen bajo el peso de las mercancías, entonces el oro se convertirá en un metal corriente, uno de color mate, sin sabor ni olor. Hasta entonces el oro ofrece a su propietario la posibilidad de tener pan, estoy siendo bruto aposta, y más que a todos los demás, hasta ese momento no vamos a lograr aplastar el poder del oro con arrestos y requisiciones. En una palabra, estoy a favor de realizar la operación hoy mismo. Cada hora es valiosa. En el futuro cercano la NEP14 nos dará la posibilidad de extraer el oro aquí, en casa.
La redada de la Checa moscovita contra los «centros de oro» clandestinos la encabezó Messing. La operación transcurrió, algo excepcional, de forma pacífica: ni un disparo, ni un intento de huida. Sobre todo cayó gente mayor, respetable. Se comportaron con dignidad, aunque se pusieron muy pálidos y no pudieron estar mucho tiempo de pie, pidieron sillas, las piernas no los sostenían. Y tuvieron que estar mucho tiempo de pie, mientras los agentes de la Checa de Moscú hacían el inventario de los artículos encontrados.
Se le confiscaron bastantes alhajas a la antigua dama de palacio Yelena Ávgustovna Stajóvich. Alemana, hablaba un ruso bastante flojo y por eso Boki le pidió a Vsévolod que la interrogara en su lengua materna. Vladímirov no sabía llevar un interrogatorio, porque su trabajo en el servicio de información política conllevaba una actividad realmente distinta: tan pronto servía siete meses en el grupo de prensa de Kolchak junto al conocido escritor Vaniushin, que después de la derrota del almirante esperó al «capitán ayudante Maxim Isáiev» en Harbin, como salía a Londres o aparecía en Varsovia.
Sin embargo, el tiempo apremiaba; los tres traductores que servían en la Checa estaban trabajando fuera y esperar su regreso sería inoportuno.
—Buenas tardes —dijo Vladímirov mientras le ofrecía asiento a la mujer—, tengo unas preguntas para usted.
—¿Es usted alemán?
—Ruso.
—¿Trabaja aquí por su propia voluntad?
—Completamente.
Stajóvich se comportaba con una dignidad sorprendente, lo que gustó a Vladímirov. Había llegado a ver a gente que se arrastraba por el suelo, que se mesaba los cabellos, que intentaba besar las botas de los chequistas, que mendigaba clemencia, mientras que esta anciana estaba tranquila, tenía la mirada fija y atenta en la cara de su interlocutor, la estudiaba.
—Veamos, lo primero: ¿por qué tiene esas joyas?
—Son joyas de la familia. No soy responsable de ellas, me llegaron de mis antepasados, nobles rusos…
—Entonces sírvase responder a mis preguntas en ruso — señaló Vladímirov con brusquedad—. Para usted el concepto «ruso» es particularmente abstracto, como, por cierto, lo fue para sus antepasados.
—No se atreva a hablar así a una dama de la soberana rusa.
—Sí me atrevo. Si «ruso» hubiera sido para usted la esencia, la vida, el dolor… ¡habría pensado en cuántos millones de rusos morían y morían de hambre! Y con esas piedrecitas suyas se podría haber dado de comer a un vólost.
—No hemos sido nosotros quienes hemos traído esta hambre a Rusia…
—¿Yo, entonces?
—Usted. Y la banda a la que sirve.
Vladímirov miró muy serio a la mujer, a su cara tranquila y estirada, y dijo:
—Una «banda», de acuerdo con el ordenamiento de la legislación penal, es un grupo de criminales que sustrae bienes ajenos por medio del asesinato, el robo y el soborno. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí.
—Y ahora le pregunto, ciudadana Stajóvich: ¿por qué me miente?
—Si se atreve a seguir en ese tono, me negaré a responder. Mi vida ya está vivida, no me asustará con la muerte.
—No pretendo asustarla con la muerte. Es más, mañana mismo la dejaremos libre… Pero encontraremos la forma de decirle a la gente, y nuestra prensa se lee en París y en Londres, que usted, tras sobornar a esa persona que usted y yo sabemos, recibió hace una semana en el antiguo Banco de los Mercaderes, presentando un certificado falsificado, estas joyas del edecán del gran príncipe Serguéi Alexándrovich y que ahora está haciendo trámites para hacer pasar las joyas por suyas, de su familia, que le han llegado como herencia de sus antepasados nobles siguiendo la forma y el fondo de la ley.
—¡No, no! —de pronto empezó a susurrar Stajóvich—. ¡No, no!
Cada palabra de las pronunciadas por Vladímirov era cierta.
La vigilancia a la que se había sometido a Stajóvich después de las declaraciones de Stef-Stepansky había dado unos resultados asombrosos: vieron a la anciana entrando a su casa ya avanzada la tarde y llevando una maletita. En el interrogatorio el cochero dijo que la anciana lo había contratado junto al Banco de los Mercaderes, de donde había salido con un hombre. Este se fue a pie por una travesía, mientras que la anciana regresó a casa «conmigo», según dijo el cochero. Atraparon a la anciana enseguida, ni siquiera tuvo tiempo de esconder las joyas. Lo único que no sabía Vladímirov era el apellido de su acompañante, por eso se había expresado de esa forma —«tras sobornar a esa persona que usted y yo sabemos»—, contando con que, después de un golpe tan demoledor, la anciana se descubriría por completo.
—¡Sí! —dijo él—. ¡Sí! Y, ahora, dejémonos de emociones. Vayamos a los hechos. La dirección de su acompañante: ayer salió con él del Banco de los Mercaderes…
—¿Sabe acaso usted qué significa el último amor de una mujer? ¡No lo descubriré! Es un encanto, es el más cariñoso, es honrado y resuelto, como Otelo…
—Para mí, Otelo es la persona más repugnante de la literatura —dijo burlón Vladímirov, rompiendo el ritmo del interrogatorio—, se apropió del bárbaro derecho de quitarle la vida a otra persona, rindiéndose al ciego sentimiento de los celos… Según la ley universal, habría que juzgarlo por monstruo asesino…
—Usted nunca ha amado…
—Sí lo he hecho, sí —Vladímirov tranquilizó a la anciana—, he querido, Yelena Ávgustovna.
—Uno de los hombres más bajos de la tierra rusa, el conde Tolstói, también odiaba a Shakespeare.
—Gracias por la comparación —dijo Vladímirov—. Es un doble orgullo. Pero nos hemos apartado un poco con esto de la literatura. Regresemos a las piedras. Uno: la dirección de su acompañante; dos: el número de teléfono de la embajada a la que entregaba las joyas; y tres: la dirección del corredor que especula por usted en la bolsa de Londres.
El director del antiguo Banco de los Mercaderes informó a los chequistas de que no había aparecido por el trabajo el subjefe de la Sección de Alhajas Mijaíl Mijaílovich Krútov, el mismo que, según se aclaró más tarde, le había entregado a Stajóvich las joyas del gran príncipe con un certificado falso del Narkom de Economía. El grupo de la Checa moscovita enviado a su piso informó de que esa mañana Krútov se había dado de baja del registro de la casa y dijo que salía urgentemente para Kiev, a ver a su hermana enferma. Según los informes, Krútov no tenía parientes en Kiev.
Krútov se instaló en Serguíev Posad, en casa de Oleg, el hermano del asaltante y bandido Faddeika. Era la tercera semana que Oleg sufría de alcoholismo. Era un trabajador artístico de cajas fuertes, las cascaba como si fueran nueces. Cierto que ahora Oleg trabajaba poco, se dedicaba más a beber escondido en una pequeña dacha. Era un lugar tranquilo.
Faddeika llegó a ver a su hermano ya cuando caía la tarde, durante el día no se movía por la ciudad: la Checa hacía estragos con todas sus fuerzas.
—Mira lo que haremos —le dijo Krútov mientras removía con un cuchillo el té en una taza de aluminio—, vamos a cargarnos su táctica. No haremos que los hombres vayan a las mozas, sino al revés…
—Sé más claro —le pidió Faddeika—, que te complicas más de la cuenta y no entiendo un pimiento.
—Ahora que la Checa ha atrapado a todos los viejecitos con piedras, los que han quedado pasarán a la clandestinidad. Y puesto que «todo lo mío lo llevo conmigo»… ¿lo entiendes? Empezarán a llevar las piedrecitas en los bolsillos. Cuentan de ti que tienes chulos, ¿es así?
—Sí.
—¿Y qué clase de mujercitas tienen?
—Huum… pues… mujeres, pechugonas.
—Las pechugonas te las puedes quedar. Necesitamos que sean delgadas, jovencitas, a ser posibles de las aristócratas. Con esas pican. ¿No has comprendido nada?
—Nada —respondió Faddeika echándose a reír.
—Está bien. Mañana me llevarás con tus chulos… Yo mismo les daré las directrices.
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9 Fusilado en el año 1941.
10 Fusilado en 1937.
11 Actual Tallin, Estonia. (N. de la T.)
12 Fusilado en 1937.
13 Fusilado en 1937.
14 Siglas en ruso de Nueva Política Económica, intento de Lenin por di- namizar la economía rusa mediante el desarrollo de un «capitalismo de Es- tado». Con ese fin, se permitió la introducción de cierta iniciativa privada que fomentara un mercado interior al tiempo que se mantenía un control estatal sobre los sectores clave de la economía soviética. Se decretó en 1921 y duró hasta 1929, sustituida por el Primer Plan Quinquenal. (N. de la T.)
INTERMEZZO EN REVEL
Nikándrov contuvo la respiración cuando el guarda fronterizo empezó a pasar una segunda vez las hojas de su pasaporte nuevecito, con olor a hule.
—¿Cuál va a ser su profesión?
—Escritor.
—¿Y cómo es que se va?
«¿Será posible que los bolcheviques hayan vuelto a jugar conmigo? —le pasó por la cabeza, enfadado y cansado—. ¿Qué es lo que quieren de mí? ¿Será posible que me manden de vuelta a Moscú? Uf, menuda jeta: napias blancas y con pecas. Es un crío y ya está de los nervios».
Pero el guarda, después de dar unas vueltas al pasaporte, se lo devolvió a Nikándrov, volvió a mirar de arriba abajo y con sospecha al escritor y salió del compartimento.
Nikándrov cerró los ojos y se recostó sobre el respaldo rígido de felpa del asiento.
«Hasta siempre, Rusia desaseada, país de esclavos, país de señores —recitaba para sí a Lérmontov y se tragaba las lágrimas—. Ellos me hicieron llorón, los malditos comisarios. Tenían razón los romanos: no hay nada más terrible que los esclavos rebelados, su libertad es tiránica y ciega, y sus ideales están impregnados de barbarie y crueldad, porque predican el bien universal, pero universal no hay nada, excepto el nacimiento y la muerte», pensaba mientras prestaba atención a los golpecitos del guarda fronterizo en el compartimento vecino, donde viajaba un enigmático comisario de Moscú, acompañado de dos chequistas vestidos de cuero y con máuseres.
Nikándrov salió al pasillo. Primero había decidido encerrarse en el compartimento y quedarse allí hasta que su tren hubiera pasado la frontera, pero después pensó con desagrado: «¿Será posible que me hayan convertido en un cobarde tan miserable que hasta me dé miedo su presencia cercana?». Y se puso de pie, se ajustó la chaqueta cual soldado y, deteniendo la mirada en el hombre entrecano y en la cuarentena que sonreía de mentira en el espejo, abrió la puerta con brusquedad.
El vagón estaba medio vacío.
En el compartimento vecino, el comandante del servicio de fronteras y los chequistas de cazadora de cuero se despedían del enigmático hombre achaparrado: ojos color aceituna, abrigo de piel de castor y zapatos romos, la última moda americana.
—Le deseamos un feliz viaje —dijo uno de los chequistas, estrechando la mano a su tutelado— y que regrese felizmente cuanto antes, camarada Pozhamchi.
Los guardas y los chequistas se fueron, la locomotora silbó, rechinaron los topes, tintinearon las jarras en sus soportes de cobre y el tren marchó lentamente de Rusia a Estonia.
Pozhamchi estaba al lado de la ventana, sin quitarse el abrigo a pesar de que el vagón estaba bien caldeado.
Pasaban volando las casitas campesinas: casas con cubierta de tejas, de mampostería, con ventanas grandes.
Nikándrov se acordó de Rusia: las ventanucas cegatas, sin luz, la ruina, la suciedad, la pobreza…
—¿No le da vergüenza, comisario? —preguntó Nikándrov inesperadamente incluso para él.
—¿Perdone? ¿Es a mí? —sonrió Pozhamchi.
—¿A quién si no? El comisario lleva unos zapatos color frambuesa, mientras el infeliz aldeano, tal como vivía en la barbarie, así sigue viviendo. ¿Contra qué se alzaron? Ni un solo país del mundo ha llegado a otro país con la humillante petición: «Sean nuestros dueños, nuestra tierra es abundante, pero ¡no hay orden!». Rusia lo ha hecho. Y ustedes van y la meten de cabeza ¡en una revolución! Y estaba preparada para la revolución como yo lo estoy… ¡para procrear!
—Uy, pero no se altere —le pidió Pozhamchi—. Quizá yo…
—¿Usted qué? A ver, ¿qué? ¡No hay revoluciones! ¡Hay ambiciones, muchas! ¿A cuántos millones han engañado, eh? ¿Cómo va a llevar a cabo la sucia y pobre Rusia una revolución social? A ellos —Nikándrov señaló con rabia el paisaje estonio que pasaba—, a ellos les tocaba empezar, ¡y no a nosotros con nuestros pies descalzos y nuestros febriles instintos tártaros!
Nikándrov sentía que su aspecto era ridículo y penoso mientras vociferaba todo lo que le causaba dolor, pero no era capaz de detenerse. Vio que su compañero de viaje quería objetar, y esto le dio más rabia todavía.
—¡Bien me sé sus objeciones! ¡El país de esclavos analfabetos se aplica para ofrecer al mundo un nuevo camino! ¡Nosotros, los que no sabemos qué es el metropolitano o el aeroplano, nos hemos alzado contra el poder de los Estados norteamericanos! Unos tipejos borrachos que queman cuadros solo porque estaban colgados en la casa de un terrateniente…, ¡así son los que pretenden rehacer el mundo! ¡La revolución es la cumbre del desarrollo lógico! ¡La revolución está obligada a hacer la vida mejor de esa de la que reniega! ¿Y qué ha traído su revolución? ¡Hambre! ¡Ruina! ¡El poder de unos brutos que me dictan qué puedo y qué no puedo escribir!
Cuanto más rabiosos eran los gritos de Nikándrov, más sonriente se volvía la cara de Pozhamchi, y ya no estrechaba asustado contra su pecho el maletín grueso de piel de cerdo.
—¿De qué se ríe? —preguntó Nikándrov con pesar—. No debería reírse de sí mismo. El mal es vengativo: se vengará en la segunda generación, y en la tercera. Se han olvidado de sí mismos, embriagados con su minuto de poder, ¡al menos piensen en los niños! Rusia no les perdonará lo que han hecho con ella, nunca se lo perdonará, y su camino de regreso a la sensatez será sangriento y la sangre de estos años no tendrá ni punto de comparación con la sangre que se les avecina por sus pecados…
—Qué ganas de enojarse por nada —se sonrió Pozhamchi, aprovechando que Nikándrov le daba chupadas a la pipa—. Si me lo permite, yo pienso justo como usted, y no tengo intención de regresar con estos de los sóviets.
—¿Cómo?
—Pues eso mismo —respondió con cierta alegría maliciosa Pozhamchi—, solo que, muy señor mío, a juzgar por lo que veo, a usted le resultó fácil el «adieu, Rusia», mientras que a mí me ha supuesto mucho esfuerzo marchar, y un grandísimo riesgo.
Y mientras echaba otro vistazo al horario de las paradas, Pozhamchi se dirigió sin prisas hacia la salida: el tren se había detenido en una pequeña estación. Junto al edificio, Nikándrov vio varios trineos y un automóvil negro con aspecto de fiera —casi seguro alemán— con la matrícula salpicada de barro.
De pronto, Nikándrov se echó a reír. Se puso en cuclillas, se golpeaba las rodillas con las palmas —secas, grandes, esculpidas con líneas bien marcadas—, se ahogaba de risa, pero volvió a sentir lágrimas saladas en la garganta. «Dios mío — pensó—, ¡soy libre! Él como un ratón en un barco ahogándose y yo… ¡orgulloso! Yo regresaré a casa vencedor y él, ¡nunca!»
El jefe de vagón, mientras frotaba con un trapo el pasamanos de cobre, dijo a Pozhamchi:
—Solo paramos cinco minutos, no se vaya lejos, camarada. Aquí ni chapurrean ruso, cada uno habla a su manera…
—Gracias —dijo Pozhamchi, y saltó al andén con ligereza impropia de su edad. Después marchó trotando hacia el edificio de la estación.
En una mesita de un bufé pequeño y limpio había tres personas. Lanzaron una mirada fugaz al recién llegado y continuaron sorbiendo en silencio la cerveza de sus jarras de barro.
—Gentil hombre —se dirigió Pozhamchi al camarero del bufé—, ¿a quién se puede contratar aquí para ir a Revel?
—El tren va para allá —respondió este en perfecto ruso— , ¿para qué quiere caballos?
Pozhamchi dejó escapar una risa obsequiosa:
—Para ir en trineo. Bueno, póngame un vasito, y algo de pescado.
—¿Cuál?
—Ese de ahí, el rojo. ¡A los rojos les sienta mal el pescado rojo! —volvió a reírse mientras sacaba la cartera del bolsillo interior del abrigo.
—No debería beber —oyó una voz tras de sí y sintió una mano en su hombro.
Enseguida se sintió ligerísimo, las piernas le flojearon, volviéndose al momento glaciales y húmedas. Se giró. Los tres que habían estado a la mesa junto a la ventana ahora estaban a su espalda: dos le palparon rápidamente los bolsillos —no fuera a llevar un arma— mientras el tercero, por lo visto el principal, mantenía una mano en su hombro, como antes.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Pozhamchi, sin reconocer su propia voz.
—No debe beber o el embajador notará el olor a vodka; el camarada Litvínov tiene un olfato extraordinario, y puede tener después disgustos en el Narkom de Economía, con Nikolái Nikoláich, con el camarada Krestinski…
—Entonces… ¿son de los nuestros?
—Sí —respondió el mayor y lo empujó hacia la salida—. ¿Los de la embajada lo esperan en la próxima estación?
—¿Por?
—No me maree con preguntitas —dijo el mayor llevándolo del brazo— y responda.
—En la próxima… Pero ustedes… aquí están, antes incluso —balbuceaba Pozhamchi—, y gracias a Dios, pues estoy lleno de miedo, por eso decidí permitirme… para darme ánimos.
—Eso está bien. Ahora pasaremos con usted al compartimento, porque viaja solo, ¿no?
—Exacto.
—Eso está bien —repitió el mayor ayudando a Pozhamchi a subir al vagón.
«¡Ay, señor —le pasó por la cabeza impetuosa y fríamente—, y le he soltado al literato que no quiero volver! Ay, señor, ¿de veras estoy perdido? En Revel me iré corriendo a la policía, gritaré que me están atacando…».
Los tres condujeron a Pozhamchi hasta el compartimento —Nikándrov no estaba en el pasillo—, cerraron la puerta y se sentaron en los asientos de felpa; el único que no se sentó fue el jefe, se inclinó un poco sobre el asustado hombre con abrigo de castor y maletín amarillo bien sujeto en la mano derecha.
—¿Cuánto lleva ahora en diamantes?
—Según el curso del dólar… Aunque me van a disculpar, no me han enseñado los mandatos siquiera…
El jefe se volvió a sus compañeros:
—Vlas Ígorevich, presente su mandato.
Vlas Ígorevich se sacó del bolsillo una Browning de morro ancho y apuntó con ella a Pozhamchi.
—Este es el primer mandato —dijo con calma el jefe—, pero es demasiado ruidoso, por eso hemos traído un segundo, ¿no es verdad, Valentín Fránzevich?
Valentín Fránzevich sacó la mano del bolsillo de su casaca corta de cuero guarnecida con añino gris. En ella tenía un cuchillo y Pozhamchi enseguida percibió lo agudo que era, el cuchillo en cuestión, y frío, aunque solo llegó a ver un instante el trozo de acero color blanco quirúrgico: Valentín Fránzevich lo escondió enseguida, mientras lanzaba miradas burlonas al inspector del DEA.
—Pero, entonces… ¿son maleantes?
—¿Acaso tengo pinta de maleante? —preguntó el jefe—. Hubo años en que ni siquiera se atrevía a llamarme por mi nombre y patronímico, sino como mucho «su excelencia».
—¡Dios mío! ¿De veras es usted, Víktor Vitálievich? —Gracias a Dios que me ha reconocido —sonrió este—. ¿Tan mayor me hace el bigote? ¿O son las gafas? Entonces, ¿cuánto hay en dólares?
—Unos dos millones.
—¿Y usted quería largarse con esa riqueza que pertenece a la república de los obreros y de los campesinos? ¡Ay, ay, Nikolái Makárych, qué vergüenza! El pueblo pasa hambre y usted…
—¡Por Dios, Víktor Vitálievich! Estoy dispuesto a darle la mitad, pero no…
—No voy a hacerlo —se sonrió Víktor Vitálievich—, no voy a matarlo. ¿Le apetece fumar?
—Lo he dejado.
—¿Por el corazón?
—Sí, bueno, no puedo quejarme. El tabaco es un poco caro.
—¿Incluso para usted?
—Grano a grano hincha la gallina… —Nikolái Makárych hizo un esfuerzo por bromear e incluso se rio un poco, mientras miraba de reojo a los dos sentados junto a la puerta, pero Víktor Vitálievich lo interrumpió:
—De acuerdo, se acabó el recordar, tenemos el tiempo justo. No fuma, ya fumo yo solo. En la siguiente estación subirán dos de la embajada para vigilar las piedras; nos ha supuesto mucho trabajo ganarles la delantera, así que, hale, seamos breves y serios. Dígame, entre esas piedras que lleva en el maletín, ¿hay algo que pertenezca a mi familia?
—Un collar de esmeraldas y gemas sueltas, su tía los empeñó por treinta y dos mil en oro, en la primavera del diecisiete, antes de la revuelta.
Pozhamchi alargó el brazo hacia el maletín, pero Víktor Vitálievich volvió a colocar la mano en su hombro:
—No hace falta, Nikolái Makárych. No voy a llevarme las piedras, siempre me han parecido odiosas y, ahora, más todavía. Tengo algo que pedirle: entrégueselas al camarada Litvínov de la forma más intacta posible, ¿está claro?
—No comprendo, su excelencia…
—¡Y dale con el excelencia! ¿Cuándo vamos a superar el excelencia? A ver, no soy ni excelencia ni conde, soy simplemente Vorontsov. Un emigrado. Un enemigo del pueblo trabajador. Sin patria y sin linaje. Y es algo muy malo, Nikolái Makárych. Que un Vorontsov esté en la tierra sin familia, sin linaje. Para ustedes los comerciantes es sencillo: para ustedes la patria está allí donde se puede realizar la compra-venta, pero para mí la patria es solo una, y con ella en el corazón moriré, y se llama Rusia. Y tengo intención de regresar. Y entonces para usted también será todo más sencillo, podrá comerciar con las piedrecitas y seguir con los negocios que se traía con mi tía. Y usted, Nikolái Makárych, va a ayudarme a regresar a mi patria, y para eso necesito que siga trabajando en el DEA como siempre. ¿Qué ingresos tenía antes de la revolución?
—Trece mil, es fácil de comprobar en mi cuenta del banco.
—No soy de la inspección obrera, no me voy a poner a comprobar nada, confío en su palabra. ¿Qué cree usted, los bolcheviques van a quedarse mucho tiempo?
—No van a aguantar mucho tiempo.
—¿Y si encima nosotros hacemos presión? —Entonces se desmoronarán, Víktor Vitálievich. Pero solo si se ponen en serio, al pueblo no hay que enfurecerlo sin más… con azotainas y desprecio por la gente de a pie…
—Bueno, ya sabe, nadie puede garantizar que no haya errores… Rotos… nos hemos vuelto más inteligentes. A ver, veamos, por todos sus años con los sóviets recibirá cincuenta mil en oro por año. ¿Se lo pongo por escrito o le basta con mi palabra?
—No puedo regresar, no tengo fuerzas.
—Nikolái Makárych, voy a ser convincente. Escúcheme atentamente: si usted, a pesar de mi petición, insiste en su decisión de huir ahora, haré que lo entreguen: ha robado objetos muy valiosos que pertenecen al Estado, no, a nosotros, a los Vorontsov, a los Naríshkin y a los Yusúpov. Nadie le comprará las piedras, y podemos demostrar que son nuestras, bien lo sabe…
—Sí —suspiró Nikolái Makárych—, cómo no voy a saberlo…
—Y la policía lo meterá en la cárcel, y las cárceles de aquí no son ni un poquito mejores que las de Moscú. Incluso peores: aquí no hay amnistías, aquí se aprende a contar los años de condena como el dinero. Y tenga en cuenta que los gobernantes locales odian tanto como nosotros a los dueños del Kremlin, pero, además, les tienen mucho miedo y de buen grado nos entregarán a Moscú si descubren a alguno de sus porteros de las embajadas. Dentro de cinco minutos hay una parada, la gente de Litvínov vendrá y le llevará directamente a la calle Pikk. Si por el camino se le ocurre gritar o llamar a la policía, aquí mis amigos ayudarán a los chequistas que estarán custodiándolo. No va a negarse a realizar este trabajo, ¿verdad, Valentín Fránzevich?
Este asintió en silencio.
—Si acepta satisfacer nuestra petición —continuó Vorontsov—, estoy dispuesto a enseñarle su pasaporte de… ciudadano alemán. Lo recibirá aquí mismo, después de que haya hecho otros tres o cuatro viajes. Al menos entiende que no tiene más salida que aceptar mis condiciones, ¿no?
—Solo un imbécil no lo entendería —respondió Nikolái Makárych.
—Eso está bien. Mañana por la tarde venga al Corona de Oro, el que está en el sótano, yo lo buscaré allí. ¿De acuerdo?
—Sí.
—No se ponga así, no se me enfade —sonrió Vorontsov ligeramente—, con esa fortuna no habría salido adelante aquí, su cabecita no lo soportaría, no es de esa clase: recuerda con demasiada exactitud sus ingresos anuales.
—Me las habría apañado, Víktor Vitálievich, y ya me va a perdonar, pero los aristócratas que no sabían ni querían contar sus ingresos…, esos son los que condujeron a Rusia a la bancarrota. Los aristócratas tendrían que haber tenido amor platónico por Rusia y haber traspasado su administración a aquellos a los que les gustan las cifras y las recuerdan.
—¡Si ese es el programa! Ya verá, el nuevo gobierno le ofrecerá el puesto de camarada del ministro de Economía.
—¿Y el ministro, de su estamento, se pondrá otra vez a darme indicaciones? Ni que decir tiene que sería mejor que se dedicara a apostar en las carreras y a cazar, sin duda: como ordene…
—Ya basta, Nikolái Makárych, ya basta —respondió Vorontsov, y sus pómulos empezaron a rechinar—. Mi bisabuelo salió bajo las balas a la plaza del Senado,15 vale, era jugador y, aun así, tenía carruajes en propiedad. Queremos a Rusia, y el esquema solo es importante para que usted aplique su incansable fuerza. Esto es más serio. Y si se hubiera decidido a huir con esos millones del Kremlin, los chequistas lo habrían pescado de todas formas. Debe ganarse su confianza para no temer un registro en la frontera, entonces le dará piedras a Litvínov y también sacará para usted. Cuánto se va a llevar usted, es cosa suya. A mí me dará, en cada viaje, un millón. Como si usted quiere cinco, no voy a controlarlo. Hasta la vista. Mis amigos se quedan en el compartimento vecino; si pasa algo, dé una voz, lo ayudarán. Yo tampoco andaré muy lejos…
—Haced algo con el escritor, por pura tontería se me ha escapado que estaba huyendo de los sóviets…
Los tres se dieron la vuelta al momento.
—¿Qué escritor? —preguntó Vorontsov.
—No me he quedado con su nombre, solo que es literato.
—Mal hecho —dijo Vorontsov—. ¿Cómo hace esas cosas? Vorontsov sacó de su bolsillo interior un estilete alargado, presionó un ingenioso botoncito —un punzón fino surgió con gracia— y lanzó una mirada interrogante a Vlas Ígorevich. Este alargó el brazo y Vorontsov le entregó el estilete.
Vorontsov salió el último del compartimento. Entornó con cuidado la puerta, se dio la vuelta y, al ver a Nikándrov junto a la ventana, soltó el aire como dando un gemido.
—¡Dios mío, Lenia! ¡Leonid, querido mío!
Litvínov, el embajador de la RSFSR en Estonia, se levantó despacio de la mesa y salió sin prisa, con un suave contoneo, al encuentro de Pozhamchi. Lo palpó con sus fríos ojos azules, ocultos tras los gruesos cristales de las gafas, esbozó una sonrisa seca y con un gesto invitó al principal tasador del DEA de la república a una mesa pequeña, de patas raquíticas y arqueadas, puesta para dos personas.
—¿Ha llegado sin incidentes? —preguntó Litvínov.
—Sí, todo en orden, gracias a Dios. —Pozhamchi respondió sonriendo agitado y obsequioso en exceso y comprendiendo que, desde fuera, no se vería bien. Por alguna razón le parecía que ese hombre de cabeza grande al final de la conversación iba a hacerle preguntas sobre literatura y sobre su diálogo con Vorontsov en el compartimento del tren y, por eso, se sentía inseguro, como si lo observaran con un microscopio. No había tenido tiempo ni de recuperarse, de crearse una línea clara de comportamiento, porque unos diplomáticos espigados —Jrómov y Potapchuk— se sentaron en su compartimento a los tres minutos de que hubiera salido Vorontsov, y desde la estación lo llevaron enseguida a la embajada y aquí, sin dejar que se aseara y picara algo, lo invitaron a ver al embajador.