Kitabı oku: «Diamantes para la dictadura del proletariado», sayfa 5

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LA DISTRIBUCIÓN DE FUERZAS

Päts, jefe del Estado estonio, salió rápidamente al encuentro de Litvínov por una alfombra gruesa que disimulaba el sonido de los pasos.

Al principio no había alfombra y había que salir al encuentro de los embajadores atravesando una sala enorme, cuyo parqué se expresaba de una forma especial, resonante a más no poder, y al presidente lo alteraba ese estruendo soldadesco cuyo eco resonante golpeteaba por toda la sala, aunque él intentara que sus pasos fueran suaves, de puntillas.

—Buenas tardes, señor presidente…

—Buenas tardes, disculpe que le haya hecho esperar… Päts hizo una pausa creyendo que Litvínov respondería lo obligado en este caso, algo tipo «comprendo lo ocupado que está», pero el embajador no respondió nada, la pausa se alargaba y el presidente, extendiendo el brazo izquierdo, indicó dos sillones junto a la chimenea:

—Por favor.

—Gracias.

Como si fuera a embestir, Litvínov bajó la cabeza —en ese momento al presidente le pareció que era enorme, más grande que el cuerpo del embajador—, adelantó un poco el cuerpo y empezó a hablar:

—A pesar de nuestras repetidas peticiones, la policía estonia no ha dado ningún paso en contra de los grupos de delincuentes que, con base en Revel, realizan incursiones en ciudades y poblaciones ubicadas en nuestra república, donde se dedican a saquear, asesinar y violar.

—Por favor, hechos, señor embajador. La falta de pruebas en una cuestión así puede ser interpretada simplemente como un intento de injerencia en nuestros asuntos internos.

—Creo que, si empezamos a citar hechos, el cuadro puede ser justo el inverso. No somos nosotros quienes injerimos, sino que en nuestros asuntos internos hay injerencias: desde el territorio de Estonia se trasladan a Rusia grupos de delincuentes, aquí encuentran protección.

—Me veo obligado a repetirme: la base para debatir esta cuestión solo pueden ser hechos rigurosamente documentados.

Litvínov extrajo del bolsillo de la chaqueta varias hojitas de papel. Las fue sacando despacio, torpemente, y lo hizo de forma calculada y alegre: el presidente nunca habría pensado que traería un documento oficial en el bolsillo en lugar de en una carpeta. El embajador se permitía gastar bromas, a veces tenían su riesgo, pero siempre eran precisas y ganadoras.

Antes —tanto deportado como emigrado—, Litvínov tenía una remota idea sobre la diplomacia. Esta idea es imposible de cambiar hasta que una persona no se convierte ella misma en diplomático. Solo entonces comprende que la diplomacia es una de las variantes del comercio internacional y que es, a su vez, parecida al comercio común y corriente, aunque en los momentos de mayor peligro para el mundo recuerde al comercio de los bazares, donde vence el más tranquilo, fuerte y, obligatoriamente, honrado: la mercancía mala te pringa los morros y te difama por mucho tiempo, no es tan fácil recuperarse…

Litvínov había aprendido mucho de Chicherin, Krasin y Vorovski.

El estilo de estos hombres era magnífico: tirando a seco, sin emoción alguna, las cartas sobre la mesa, el trabajo es el trabajo, nada de bullicio y un elevado sentimiento de autoestima; no estaban representando a cualquier potencia, sino a la primera socialista en el mundo.

Una vez Litvínov le dijo al vicecomisario Karaján:

—Estoy convencido de que tarde o temprano llegaremos a resolver un problema importantísimo —todavía no nos hemos acercado, y cómo acercarse a él es la cuestión de las cuestiones, porque puede liarse pero bien—, me refiero al problema de extirpar de la conciencia de la intelectualidad rusa ese sentimiento que tiene de ser de segunda categoría.

—¿Cómo? —Karaján no lo había comprendido—. Eso nos devuelve al chovinismo de las grandes potencias.

—Ni mucho menos —replicó Litvínov—, de devolvernos a algo, sería al orgullo nacional de la Gran Rus. Adoro a Byron, ¡pero Rusia ha dado al mundo a Pushkin! ¿Maupassant? Admirable, ¡pero nosotros tenemos a Chéjov! ¿Flaubert, Zola, Dickens? Cierto, sin ellos el mundo no sería mundo. Pero ¿y sin Tolstói, Dostoievski, Turguénev, Schedrín o Lérmontov? ¿Verdi? Bien, ¿y Chaikovski, Rimski-Kórsakov, Músorgski…? ¿Cómo vivir sin ellos?

—¿Se ha dado cuenta —se sonrió Karaján— de que nuestra revolución ha despertado tanto en mí, armenio, como en usted, judío, el sublime sentimiento del patriotismo de la Gran Rus socialista?

—Sí —Litvínov estuvo de acuerdo—, y por eso durante las conversaciones no es conveniente poner los pies encima de la mesa, pero sí se debe recordar siempre que vivimos bajo el techo de la gran cultura rusa y que es posible que en el mundo no haya cultura más poderosa… Aunque luego a cualquier sueco u holandés le estrechamos la mano y le sonreímos solo porque incluso en su propia casa se comporta con educación, como si fuera extranjero.

… Habiendo sacado del bolsillo las hojitas de papel, Litvínov las estiró sobre las rodillas y empezó a leer tranquilamente:

—El 5, el 12, el 13, el 16 y el 23 de febrero de 1921 se re alizaron doce intentos de violación de las fronteras estatales, además durante el intercambio de disparos que tuvo lugar el 23 de febrero fueron heridos dos soldados fronterizos soviéticos y uno estonio. Durante un tiroteo el 2 de marzo murió un oficial blanco, el capitán ayudante Piotr Vasílievich von Bromberg. En el muerto se descubrió una importante cantidad de dinero y un paquete de documentos soviéticos falsos. Von Bromberg residía en Revel con el líder de los delincuentes monárquicos blancos, el conde Vorontsov. El 14 de febrero del presente año la embajada de la República Soviética notificó a los órganos correspondientes estonios dónde residen y dónde se reúnen los representantes de los grupos de delincuentes emigrados…

Litvínov siguió leyendo un documento que nadie podía refutar, y el presidente, escuchándolo, pensaba triste y serio: «Nuestra única culpa es ser un país pequeño. ¡Qué trágico es el papel de los países pequeños en este gran mundo! ¿A quién echar la culpa de que Dios nos instalara en esta tierra pedregosa, bella, estéril pero tan querida?».

Cuando Litvínov hubo terminado de leer el documento, el presidente se encendió un cigarrillo y se quedó un minuto inmóvil, con los párpados caídos…

—Daré instrucciones para que lo arreglen.

—El ministro de Asuntos Exteriores ha dado instrucciones tres veces, sin embargo los bandidos siguen viviendo y reuniéndose tranquilamente en Revel, y bien sabemos nosotros dónde se reúnen y de qué hablan cuando se reúnen.

—Nosotros no vivimos según sus leyes, señor embajador. La policía necesita pruebas irrefutables… De lo contrario no podemos dar contra la parte violenta de la emigración rusa los pasos que ustedes sugieren…

—Mi gobierno me ha autorizado a hacerles saber que no está dispuesto a tolerar más acometidas de este tipo realizadas desde el territorio de un Estado con el que mantenemos relaciones diplomáticas.

—Pero espero que entienda las dificultades a las que nos enfrentamos. Usted, personalmente usted, al vivir aquí…

—No acostumbro a separar mi opinión de la opinión de mi gobierno, señor presidente.

—¿Qué quiere que hagamos, que implantemos una Checa para aislar a la emigración rusa?

—No estoy autorizado a darle consejos. Podría considerarse como una injerencia en sus asuntos. Pero quisiera que los respetables señores a los que usted encargue este asunto presten la debida atención al hecho de que el Gobierno de la República Soviética no está dispuesto a tolerar más actos de este tipo por parte de grupos de delincuentes rusos que cuentan con la tolerancia de las autoridades estonias…

—Comprendo sus palabras…

—No son mis palabras, señor presidente —lo corrigió Litvínov con rudeza.

—¿Su gobierno nos amenaza con una intervención?

—Nosotros no amenazamos a nadie. Matan a nuestros guardias, pisotean nuestras fronteras, la prensa local realiza acusaciones sin precedentes a mi país y a sus líderes: ¡toda paciencia tiene un límite y esto conlleva acciones!

—Pero yo no puedo promulgar una orden para detener a todos esos rusos, señor embajador. ¡Póngase en mi lugar! ¡Mi pueblo no me entendería!

—Y a mi gobierno no lo entenderá mi pueblo si en el futuro continúan excesos similares en la frontera.

—No puedo por menos que señalar que su posición, señor embajador, es irracionalmente cruel.

—¿Usted habla de crueldad en mi gobierno? ¿De ese que le dio la libertad y la independencia? ¿Del que intervino en contra del colonialismo del zar? ¿Del que le garantiza libertad y seguridad frente a la invasión alemana? La libertad que no se ha conquistado, sino que se ha recibido de otras manos, hay que saber utilizarla con respeto y buena orientación, señor presidente.

—¿Se refiere usted a una buena orientación geográfica forzada? —sonrió con amargura el presidente.

—La buena orientación geográfica, étnica e histórica nunca puede ser forzada; siempre ha sido lo sensato en este mundo tan claramente delimitado por sí solo —respondió Litvínov y le entregó a Päts una nota del Narkom de Asuntos Exteriores.

Hemos tenido conocimiento de que opositores al Gobierno soviético ruso, que en su lucha contra él no renuncian al crimen y a las medidas provocadoras más repugnantes, están preparando en Letonia atentados contra los miembros del Gobierno letón, contra representantes extranjeros y contra miembros de las misiones extranjeras. Al mismo tiempo que los atentados, se propone la publicación de proclamas falsas en nombre del Partido Comunista para declarar que los atentados son la respuesta a la represión de comunistas. Unido a esto, se propone empezar una campaña en la prensa culpando al Gobierno soviético ruso de aparecer como los impulsores de estos atentados. De este modo se cuenta con crear la atmósfera adecuada para promover acciones bélicas por parte de potencias extranjeras contra la Rusia soviética. Es probable que métodos similares a estos vayan a emplearse en otros estados… De entre los emigrados rusos los círculos monárquicos son participantes directos. Con relación a estas noticias, a los representantes plenipotenciarios rusos en Letonia y en otros estados vecinos se les ha encomendado que prevengan a sus gobiernos de estos planes criminales.

… Una vez se hubo marchado Litvínov, el jefe del gobierno ordenó a su secretario que pidiera al embajador británico que viniera urgentemente.

Toda ley es casual en la misma medida en que cualquier caso está sujeto a las leyes. El entrelazamiento de los intereses de las potencias, de los consorcios y partidos, si se examinan a distancia, da muestras de ser un cuadro intachable y claro desde un punto de vista lógico. Sin embargo, si se personificara la historia, se encontrarían tales circunstancias larvadas que pareciera que son contrarias al sentido común. En un primer plano, en esta situación pueden dejarse ver las simpatías y las antipatías personales, las manifestaciones de la edad; tal o cual cambio en la historia estará determinada no tanto por la marcha del desarrollo objetivo de la sociedad, cuanto por la diferencia de temperamento de los líderes oponentes; la cosa más nimia puede acabar siendo un factor determinante —incluso un constipado, cuando una persona está irritable por tener la nariz goteando y el pañuelo húmedo, y encima sonarse continuamente en presencia de las demás contrapartes (sobre todo si hablamos de conversaciones internacionales), no es conveniente, además, Dios ayude a quien se atreva—, el menoscabo y la inmovilización en un líder es a veces la doctrina realmente más peligrosa que este puede poner en práctica, por mucho que a primera vista esta doctrina no sea inflexible ni intransigente.

… La mujer del chófer del embajador británico, pequeña, todavía bonita, pero que ya había empezado a marchitarse, le había montado una escena de celos a su marido, Kurt, quien había obtenido el puesto en la embajada con enorme esfuerzo y ahora intentaba por todos los medios tener fama de trabajador aplicado y devoto. Los celos gratuitos, los gritos de su mujer, el interés de sus vecinos de casa, todo esto sacaba a Kurt de sus casillas: lo que más temía era que en la embajada se enteraran de sus escándalos domésticos.

—Si trabajo día y noche es por la familia —gritaba él—, ¡quiero que los niños y tú estéis cubiertos! No tengo tiempo para dormir contigo, ¡y mucho menos con otra! Estoy cansado, ¿lo entiendes? ¡Cansado!

—¡No te atrevas a hacerme reproches! —respondía su mujer—. ¡Yo no los hago por lavar tu ropa y prepararte la comida!

En una palabra, cuando Kurt llevaba a la mujer del embajador desde un anticuario donde esta había comprado un servicio único del siglo XVII, de repente salió una carreta desde una travesía y Kurt, normalmente calmado y calculador, inquieto ahora por la escena en casa, se agarró con tal fuerza al freno que el paquete con el servicio se cayó y se rompieron tres tazas. La esposa del embajador se limitó a hacer una observación contenida, claro —no hay que perder la dignidad delante del chófer—, pero con su marido se comportó de una forma bien distinta: si hay que plegarse incluso ante los más allegados, ¿cómo vivir?

—Podrías solicitar un chófer de Londres —decía nerviosa—, esos animales no están en condiciones de conducir un automóvil, ¡deberían ir en vacas!

—Pero ya sabes, querida —respondió el embajador—, que el presupuesto remitido por el ministerio se ha reducido al mínimo. Mi camarero también es estonio y bien que me gustaría a mí ver en su lugar a nuestro Howard de Liverpool…

—Puedes contratar un chófer británico y pagarle con nuestro dinero…

—Entonces, querida, no podría comprar servicios de Sajonia ni ir cada año a Cannes.

—No es nada caballeroso, querido, echarme en cara los viajes a Cannes…

—Querida, estás confundiendo el concepto de reproche con la constatación de un hecho.

—Lo que acabas de decir es inmoral. No voy a permitirme hacer un reproche: tus antepasados escoceses estaban más interesados en el comercio del vodka de cebada que en su futuro…

Sin perder tiempo —como le habían pedido—, el embajador llegó a ver al presidente, todavía sin haberse tranquilizado, continuando interiormente el mordaz diálogo con su mujer, quien era tan fría y cruel que se había permitido reprocharle sus orígenes escoceses.

El presidente informó al embajador de Su Majestad de la conversación con el ruso y preguntó:

—¿Podemos contar con una diligencia rápida y efectiva por parte de Londres?

—No puedo darle una respuesta, señor presidente, sin consultarlo con el gobierno de Su Majestad.

—En este momento me interesa su punto de vista.

—Pero en Londres yo no vivo en Downing Street —respondió el embajador, y comprendió al momento que no había hablado al presidente como debía, y comprendió que había hablado así por el enfado con su mujer, lo que lo hirió aún más, pues fue consciente de que adolecía de una falta inaceptable en un diplomático: la emocionalidad, y, por eso, intentando suavizar de alguna manera su imperdonable brusquedad, dijo—: Enviaré inmediatamente a Londres un telegrama con sus recomendaciones.

El jefe del gobierno no podía estar al tanto, naturalmente, de las desagradables declaraciones que acababa de haber en casa del embajador de Su Majestad. Pero sí de que a Londres habían llegado varios funcionarios bolcheviques rusos de alto rango que estaban manteniendo conversaciones con representantes de círculos de negocios serios. Y el presidente presuponía que en Londres se apuntaba a un giro definitivo para suavizar las relaciones con los rojos. Por eso, cuando se hubo despedido del embajador, invitó al ministro de Asuntos Exteriores Karl Einbund y le propuso que detuviera ya mismo a varios emigrantes rusos: esta acción le ofrecía la posibilidad —aunque solo en el futuro más cercano— de parar los posibles ataques del Narkom de Asuntos Exteriores, alegando que había un grupo de emigrantes detenidos y que había una investigación en marcha, de cuyos resultados serían informados todas las partes interesadas. Al presidente le gustó mucho: «todas las partes interesadas». Era expresivo, pero daba motivos para una doble interpretación, y en política eso solo puede ser un premio: cuando uno u otro párrafo, en ocasiones una palabra, ofrece la posibilidad de diferentes interpretaciones, y cualquier interpretación presupone una conversación sentados a la mesa, y no intercambios de tiros desde las trincheras.

ESA NOCHE EN REVEL

—Señor Nikándrov, permítame que lo felicite por su interesante y trágica ponencia sobre la situación en nuestra patria — dijo Yevgueni Andréievich Krasnitski, un viejo amigo de Vorontsov, de su época en el ejército—, ojalá se incorpore cuanto antes a nuestra causa común, lo acogeremos de corazón.

Con él habían llegado otras tres personas; estos eran callados, lo único que hacían era beber con todos cada vez que Vorontsov o Krasnitski proponían un brindis. Jan Rastenburg había traído a dos jovencitos: a uno se lo veía pulcro, bien alimentado, color crema, era el traductor y poeta Iván Heinasmaa; mientras que el segundo, sin peinar, era Jüri Lõpse, un popular poeta y actor. Al principio los poetas no dijeron ni mu, se concentraron con fuerza en el vodka y en los panecillos con comida, y de vez en cuando observaban la sala: por lo visto, esperaban a Jürla para empezar su partida en presencia del periodista.

El bar estaba lleno de humo y de ruido, el ambiente era alegre. Aquí se reunía gente de diferentes tribus, extraña: marineros y especuladores, pero también la bohemia y, a veces, sujetos cercanos a los círculos gubernamentales y diplomáticos, a los que casi era imposible comprender. Puede que alguno de ellos mañana esté sentado dirigiendo un departamento o puede que vengan siguiéndolo agentes secretos de la policía que seleccionan las últimas migajas de pruebas para, a la mañana siguiente, tras llamar bajito a la puerta, llevárselo a la cárcel o allá, a una isla o más lejos todavía.

Vorontsov miraba a Nikándrov con pasión. Admiraba su talento analítico, ligeramente frío, y, además, a ese hombre estaban ligados sus recuerdos más queridos: la caza, las discusiones a la hora del té vespertino en Sosnovka sobre los destinos del mundo, sobre la historia de Rusia, y las carreras de caballos… En una palabra, todo lo que se había ido para, a todas luces, no volver.

Nikándrov, quien al principio se había sentido cohibido —los años de la revolución habían dejado huella: el autocontrol, el miedo a la denuncia de algún vecino que hubiera podido escuchar alguna palabra imprudente que se le hubiera podido escapar—, ahora estaba desatado e incluso se comportaba con cierto descaro: estaba sentado con las piernas cruzadas con demasiado descuido y soltaba ocurrencias que alguna que otra vez se pasaban de bastas. Vorontsov lo comprendía: creía que estaba provocado por un sentimiento de liberación interior que, en la mayoría de los casos, era incontrolable.

Jürla no llegó solo: con él estaba Lahme, el secretario de la redacción del Postimees, que estaba con la perdidamente bonita, y al parecer un pelín borracha, Lida Bossey, una actriz de varietés en Villa Mon Repos. Era popular en Revel: su voz era algo ronca, baja, y cantaba unas canciones extrañas, una curiosa mezcla de francesas y gitanas; al principio resultaba divertido y curioso, después los escalofríos le recorrían a uno la piel. Decían de ella que cada noche sacaba grandes cantidades de dinero de capitanes y de viejos industriales; esto le daba la posibilidad de ser completamente independiente y no pertenecer a un único protector.

Al ver a Lida, Nikándrov se recolocó, su cara se volvió aún más expresiva, se dibujaron con mayor claridad las arrugas de tristeza que rodeaban su boca. Lida se sentó cerca de él; olía a perfume ligeramente amargo, y él empezó a sentir inquietud y dicha.

El melenudo y despeinado Jüri Lõpse, tras esperar a que todos intercambiaran apretones de manos y saludos ruidosos y bebieran, preguntó:

—Señor Nikándrov, ¿en dónde ve usted el deber de un literato?

—La tarea de un literato es la literatura.

—Puedo leerle unos aforismos de La Rochefoucauld — fue la respuesta brusca de Lõpse—, me interesa su interpretación.

—Me da un poco de vergüenza responder a unas preguntas tan grandilocuentes —respondió Nikándrov encendiéndose un cigarrillo—. Por lo demás, intentaré responder… Schedrín escribió a su hijo…

—¿Quién es ese tal Schedrín? —lo interrumpió Lõpse.

—Un escritor ruso de talento genial, el gran escritor nacional. Para nosotros es como Confucio para China, como Rabelais para Francia… Resulta que escribió a su hijo que en el mundo no hay misión más honrada que la del escritor ruso… Aun admirando a Schedrín, me veo obligado a rebatirlo. ¿Quién y por qué marcó al escritor de entre toda la gente con el signo del intercesor y del buen juez? ¿Por qué un elegido cualquiera debe ser el intercesor? ¿Y si el pueblo no quiere que intercedan por él? Además, ¿qué es eso de «pueblo»? La inmensidad del concepto siempre ha permitido la aparición de tiranos, cuya lógica es concreta y limitada. ¿Por qué hemos de dividir el mundo en pasivo —el pueblo, que guarda completo silencio— y activo, el escritor que está llamado a dar la voz de alarma? ¿Y si de repente un ambicioso destruye lo ya establecido dando la voz de alarma? Pero ¿qué propone a cambio? Los derrumbes son embriagadores, recuerden los juegos de los niños, así que cómo será con las construcciones.

—Entonces, en su opinión —se sorprendió Lõpse—, ¿no debe llamarse a la gente a combatir la pobreza y la desigualdad?

—En Rusia puede contar usted un millón de ejemplos de lo que ocurrió después de que empezara el llamamiento general por la igualdad…

—Aunque al principio haya un coste, es una idea que seduce a la gente.

—¿Y usted no es bolchevique, Lõpse? –preguntó Krasnitski.

—No lo asuste —pidió Lida Bossey—, no hay ninguna necesidad. Todos deben decir lo que piensan.

—Si este consejo suyo se tomara como la base del bolchevismo —Nikándrov se volvió hacia Lida—, yo me afiliaría a su partido…

—En el partido se dice todo lo se que quiere —Lõpse no cejaba—, todo el rato están discutiendo entre ellos.

—Entre ellos es posible —respondió Nikándrov—, pero conmigo no discutieron. Y con usted tampoco lo harán, lo pondrán de cara a la pared y punto.

—Quizá tengan razón: al menos hacen algo, al menos creen en algo, usted prefiere mantenerse a un lado…

—Se está pasando, Lõpse —intervino de nuevo Krasnitski—, el señor Nikándrov ha realizado un acto de gran valor ciudadano, ha huido de la esclavitud, ha abandonado lo más valioso que puede tener un hombre: su patria.

—¿Y por qué abandonarla? ¿No le gusta lo que ocurre en su patria? ¡Combátalo! Huir siempre es más fácil.

—¿Sabe? —Nikándrov empezó a hablar despacio al ver la cara pálida de Vorontsov—, hay algo de razón en lo que dice. Cierto que está juzgando desde fuera, pues para usted Rusia es un concepto abstracto… Pero para nosotros es nuestra patria. Allí se han quedado amigos… en la tierra… A unos los fusilaron, otros murieron de hambre y hubo quien se metió una bala en la frente. ¿Combatir con un pueblo que, al creer, construye el horror y el caos? ¿Puede admitirlo el escritor? ¿Es posible que en este caso una retirada pasiva sea más honrada? Podría escribir proclamas, halagarme con la esperanza de que la juventud me escuche. Pero ¿le corresponde a un escritor hacer que aumenten la sangre y las hostilidades? Quizá ahora sea más importante otra cosa: apartado, desde fuera, observar el proceso y sentirse preparado para regresar en cualquier momento, cuando —no el pueblo, no—, cuando aquellos que intentan gobernar al pueblo comprendan que no pueden hacer nada de nada sin los intelectuales rusos, que estos, los intelectuales, han soportado sobre sus espaldas toda la carga de la lucha contra la administración obtusa, que estos, los intelectuales, también estuvieron con el pueblo y que llevaron el conocimiento a los rincones más apartados, y que marcharon al presidio y a los trabajos forzados con la cabeza bien alta, y que estos mismos presidiarios —hijos de generales, de banqueros y altos funcionarios— podrían haber malgastado el tiempo en sus haciendas y en paseos por Niza; bueno, pues cuando los gobernantes comprendan todo esto, entonces habrá que regresar a casa. Pero ahora, qué se le va a hacer… Estoy a favor del «joven-inexperto», pero en contra del «joven-sangriento»…

—Es lo que le agrada a la historia: lo joven siempre ha vencido a lo viejo. Y manifestarse en contra de que los hijos de los trabajadores y de los campesinos se conviertan en dueños de los salones universitarios y de las bibliotecas imperiales es indigno de un literato.

—Es difícil llevarle la contraria. Se vale de conceptos elevados, pero yo conozco la verdad oscura, bárbara…

—¿Y ha intentado ayudar a su pueblo a acercarse a conceptos elevados actuando en contra del barbarismo?

—No soy yo quien debe imponer algo al régimen, sino que el régimen está obligado a acudir a mí y a mis semejantes en busca de ayuda cuando siente que no puede seguir conteniendo los elementos bárbaros… Y el Sóviet de los Diputados acudirá a nosotros. Pronto. Muy pronto…

Jürla, que al principio escuchaba a Nikándrov con escepticismo, preguntó:

—Me dan miedo los profetas, pero, como toda la gente débil, creo en ellos. Cuando usted dice que los actuales gobernantes de Rusia comprenderán su papel en la vida del país, ¿se apoya en hechos?

—Me apoyo en hechos…

—Huy, eso es lo que más me interesa a mí, al periodista.

¿Y cuáles en concreto?

—¡Dios, hay multitud de hechos! Y no hace falta ir muy lejos: hoy en el tren venía un comisario, pues bien, quería largarse, imagino que quedarse aquí, en Revel.

Vorontsov se levantó escopetado, alzó la copa:

—¿Por qué nos alejamos de nuestro tema? El escritor y el poder, la musa y el revólver, la libertad y los sótanos de la Checa. Si os digo la verdad, no merece la pena desmenuzar lo elevado… Propongo que bebamos por los que se han quedado allí, en casa…

En cuanto hubieron bebido, Jürla sacó un cuadernito del bolsillo y preguntó a Nikándrov:

—¿No recuerda el apellido del comisario? Quizá quiera ser usted quien escriba sobre él, no pagamos mal por una información tan sonada.

—Verá, todavía no he aprendido a anotar datos.

—En ese caso, me siento honrado de saludarlo —dijo Jürla.

Vorontsov alcanzó a Jürla en el guardarropa:

—Karl Ennovich, no escriba sobre el comisario.

—Entonces no tengo nada sobre lo que escribir. Ya conoce usted a nuestros lectores: no aguantan el diálogo filosófico de esos gigantes.

—Es preferible que no escriba nada a que toque ese tema… —¿Así que es verdad? ¿Existe ese comisario? Averiguaré en la policía quién ha venido hoy de Moscú, lo averiguaré…

—Karl Ennovich, le pediría que no tocara ese tema…

—¿Y eso, es que el comisario es suyo? —Jürla le guiñó un ojo mientras se ponía el abrigo.

—Señor Jürla, le pido que no toque ese tema.

—Conspiraciones, siempre conspiraciones… Ya estamos hartos de sus conspiraciones, conde, son peor que un rábano amargo. Es hora de que se dediquen a asuntos serios.

—¿Puede darme su palabra, señor Jürla?

Jürla había resuelto no escribir sobre el comisario y tampoco sobre Nikándrov, no le parecía muy interesante, pero ahora al antiguo cajista al que tanto le había costado hacerse un nombre le agradó observar al conde Vorontsov que, cubierto de manchas rojas, le suplicaba humillado y manso a él, al hijo de un carpintero petersburgués.

—No lo sé, señor Vorontsov, no lo sé… La libertad de expresión está garantizada por nuestra constitución. —Se hacía de rogar—. No lo sé…

Y esto decidió su destino.

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