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Intersticios políticos

Los ensayos reunidos en esta cuarta sección no comparten los mismos temas ni las mismas preguntas, pero queda abierto hasta dónde podrían comunicarse entre sí sus respectivas respuestas. Sin duda, estas preguntas y respuestas tienen en común, además de un carácter filosófico–político, una motivación contestataria: apelan a fisuras en la rocosa facticidad de realidades históricas y de las “autoridades” teóricas con base en las cuales las pensamos. Aun cuando saben que no hay panacea para las heridas que —con conceptos, prácticas e instituciones políticas— nos hemos infligido y seguimos infligiéndonos unos a otros, los cuatro textos, a través de esos intersticios, intentan iluminar otros modos de sensibilidad y de racionalidad que podrían procurarnos un mundo más integrado —o menos desgarrado y doloroso— que el que hoy habitamos.

El primer ensayo de la sección, propuesto por Dinora Hernández López, se concentra en dos tópicos y dos autores. Los primeros: la noción de praxis y las relaciones de dominio entre los sexos–géneros; los segundos: Theodor Adorno y Raya Dunayevskaya. El desarrollo del trabajo traza líneas de cruce entre unos y otros (temas y filósofos), levantando registro de los correspondientes matices de encuentro y desencuentro: por un lado, si Adorno sostuvo un concepto de praxis en los límites de la autorreflexión crítica —sin concesiones a ninguna positividad o presunto sujeto de cambio—, Dunayevskaya pensó desde su experiencia de lucha e identificación con un sujeto colectivo, amplio y concreto, y por otro lado, si el frankfurtiano, en su Dialéctica de la Ilustración, denunció mecanismos de instrumentalización (cosificación) con potencial para nutrir las reflexiones feministas, la filósofa concitó al feminismo a redimir los indicios de que Marx contemplaba —desde siempre y no para después— la cuestión de la mujer en su ideal humanista de emancipación universal.

En el segundo trabajo, su autor, Miguel Agustín Romero Morett, se remonta al contexto griego y a la vieja disputa entre Sócrates y los sofistas para desde allí trenzar reflexiones —no sólo clásicas sino también actuales— en torno a la relación entre verdad y poder. En tales cavilaciones adquiere un lugar central el concepto de parresia, tematizado por Michel Foucault en una de sus conferencias. La parresia se opone, sobre todo, a la mentira como forma de vida política, tanto de gobernantes como de gobernados, pues en su condición de derecho a la palabra y a la verdad ha de ser reconocida por unos (a resguardo de la ira) y ejercida por otros (a salvo de la adulación). Allí donde la verdad puede ser dicha por los poderosos y también frente a la necedad de éstos, las aspiraciones de aquélla apenas se distinguen de las de la justicia; pero allí donde no, la vida queda expuesta a formas de autoritarismo, a menudo bajo las argucias de la simulación democrática.

El tercer ensayo, firmado por Francisco Salinas Paz, bien pudo incluirse en la sección tercera; pero debido a su acento intensamente político se valoró más apropiada su incorporación en ésta. El texto puede leerse como una denuncia de las exclusiones y prácticas de dominio y asimilación encubiertas en el proyecto “universalista” de la modernidad; o bien, como un intento de “escapar de Hegel” (en específico, de su Filosofía del derecho); primero con la ayuda de Marx, y después —porque esta ayuda resulta valiosa pero insuficiente— con el respaldo de la teoría posmoderna, los estudios poscoloniales y las epistemologías del sur. Estos últimos utillajes conceptuales, articulados entre sí, contribuyen a esbozar la episteme de la diferencia política, la cual ya no aspiraría a su autoafirmación como (otra) teoría de la emancipación universal, sino como la suerte de formación humana que alienta actitudes y fija criterios para modos más horizontales de convivir con los diferentes y de organizar el mundo.

El cuarto y último texto de la sección, a cargo de Pedro Antonio Reyes, S.J., aun cuando arraiga en planteamientos ontológico–existenciales, tiene textura ética y política; o mejor dicho: de un alcance que difumina los límites entre ética y política. El argumento repara, desde un principio, en Heidegger, aunque sólo para proponer repensar (con la ayuda de un importante elenco de filósofas y filósofos contemporáneos) la condición de finitud más allá de él. La limitación del autor de Ser y tiempo (o el olvido de sus aprendizajes más tempranos) habría sido confinar este ser–en–el–mundo en un horizonte de historicidad apocalíptico, sin percatarse de aquello que, por su parte, Jacques Derrida y Adriana Cavarero sí pudieron advertir más tarde: la dimensión de resto, voz o fondo afectivo de esa misma finitud, por la cual en cada sentido queda siempre algo por dar, por nacer, por–venir. El trabajo sugiere en sus primeras y últimas páginas que, de ser así, podría replantearse el problema de la historia y el de sus posibles realizaciones éticas y políticas desde la confianza en este principio generativo.

Ésta, entonces, es la muestra que ofrecemos del pasado y presente de Filosofía en el Fondo. Ojalá las lectoras y lectores de estos trece textos puedan compartir las consideraciones que nos llevaron a agruparlos de esta manera, propiciándoles así un primer contexto de diálogo y, por ende, unos primeros interlocutores. Ojalá que también las autoras y autores participantes en cada sección del libro se sientan cómodos en el horizonte que les hemos construido y con esa compañía que les hemos procurado. De nuestra parte, sólo agradecer a todas y todos ustedes por la confianza puesta en esta edición.

Primavera 2020

1- Las instituciones a cargo del proyecto son el Departamento de Formación Humana (DFH) y el Departamento de Filosofía y Humanidades (DFIh), ambos del ITESO; el Departamento de Filosofía de la Universidad de Guadalajara y el Instituto de Formación Filosófica Intercongregacional de México (IFFIM). Por su parte, el anfitrión del proyecto ha sido siempre la librería José Luis Martínez, del Fondo de Cultura Económica.

2- Por “dictamen externo” nos referimos a un dictamen realizado por académicos no adscritos a ninguna de las instituciones implicadas en el proyecto Filosofía en el Fondo.

3- Habían sido publicados antes en la revista Xipe totek, del Departamento de Filosofía y Humanidades del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO).

I. La ética ante el problema del mal

El problema del mal: un desafío para el pensamiento filosófico

ALEJANDRO FUERTE

Desde la Antigüedad el problema del mal ha sido objeto de reflexión por parte de los filósofos. Ya en las explicaciones de los presocráticos sobre los principios del mundo natural encontramos las primeras alusiones al asunto. Por ejemplo, en el Libro i de la Metafísica de Aristóteles aparece mencionado el asunto cuando, aludiendo a Heráclito, se expone que todos los seres naturales provienen de los contrarios. Asimismo, los pitagóricos incluyeron en su tabla de contrarios la pareja del bien y del mal. Por su parte, Empédocles, al procurar explicar la causa eficiente o inicio del movimiento, consideró necesario introducir dos fuerzas: el amor y el odio. Finalmente, Platón, en su diálogo Timeo o sobre la Naturaleza, planteó que la materia se resiste a la impresión de las formas que el demiurgo o artesano divino contempló previamente en el mundo inteligible. Así, en Platón, la resistencia de la materia con respecto a la forma permite explicar la desarmonía, la fealdad y lo malo dentro del mundo. A partir de sus predecesores Aristóteles no aceptó la dualidad del bien y del mal; por el contrario, en afinidad con Platón, colocó “lo malo” en relación con la materia y aquello sujeto a potencialidad. Así, en Libro ix, Capítulo noveno de la Metafísica, señala que: “Es, pues, evidente que el mal no existe fuera de las cosas ya que, por su naturaleza, el mal sigue a la potencia”. (1) Dicho de otro modo, Aristóteles consideró que el mal es un tipo de afección que padecen las sustancias compuestas de materia y forma.

En el periodo helenístico el problema recibió una clara formulación por parte de Epicuro. Este filósofo, que recibió el influjo de Demócrito y de su teoría atomista, consideró que era inconsistente querer conciliar la maldad del mundo humano con la idea de un Dios bondadoso y, a la vez, omnipotente. Su razonamiento es impecable: ¿cómo explicar que, si Dios es bueno y omnipotente, exista el mal en el mundo? De esta simple pregunta se sigue una serie de posibles respuestas. Veamos cada una con detenimiento. Si el mal existe, entonces Dios no es bueno o Dios no es omnipotente. Ahora bien, el mal existe; por lo tanto, Dios no es bueno o Dios no es omnipotente. Si se desea conservar la bondad de Dios y si, a su vez, se admite que existe el mal, entonces se deberá reconocer que Dios no es omnipotente; pero si se postula que Dios es omnipotente y existe el mal, entonces se tendrá que conceder que Dios no es bueno. Como se puede observar, Epicuro planteó el problema con tal rigor que dejó atónitos a quienes procuraban sostener la bondad y la omnipotencia de Dios, mientras se reconocía, al mismo tiempo, la existencia del mal.

Para efectos de salir de tal situación problemática, en el horizonte del cristianismo aparece otra opción, ya que el problema del mal podía conducir al escepticismo de la existencia de un Dios omnipotente y bondadoso. La alternativa al problema consistió en sostener la bondad y la omnipotencia del creador, y en reconocer que Dios otorgó al hombre el libre albedrío, es decir, la capacidad de elegir entre el bien y el mal. Así, una vez establecidos los mandamientos divinos, dependerá de la voluntad humana obedecer o desobedecer. El supuesto básico es que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de su creador y posee, por lo tanto, una naturaleza racional que lo capacita para elegir entre el bien y el mal. La razón y la voluntad permiten al ser humano deliberar y elegir de manera tal que éste se vuelve responsable de sus acciones.

En el periodo de la modernidad, el filósofo alemán G. F. Leibniz acuñó el término “teodicea” para retomar el problema del mal y reconsiderar algunas objeciones que se plantearon a la posición del libre albedrío. Leibniz tuvo por contrincante al filósofo Pierre Bayle (1647–1706), quien se caracterizaba por su escepticismo en torno a la posibilidad de alcanzar una explicación satisfactoria en torno al problema del mal. Una de las principales objeciones de Bayle se puede plantear del siguiente modo: si Dios es bondadoso y omnipotente, ¿por qué creó al hombre de manera tal que con el libre albedrío pudiera generarse toda clase de males? Esto es: ¿no podía Dios prever que el libre albedrío era una capacidad potencialmente peligrosa? A ello agregó que bien pudo Dios quedarse con sus regalos.

Ante el escepticismo de Bayle, Leibniz se dio a la tarea de escribir la Teodicea que lleva por subtítulo Ensayos sobre la Bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal. Este autor se opuso a Bayle cuando planteó su famosa teoría de la armonía pre–establecida. En primera instancia, Leibniz considera que Dios ha creado el mejor de los mundos posibles. Esto implica que efectivamente pudo prever las potencialidades de distintos mundos, pero optó por el principio de la mayor perfección moral, lo que implica que este mundo, a pesar de sus aparentes imperfecciones, contiene los elementos suficientes para que el hombre pueda vivir armoniosamente con sus prójimos y con la naturaleza.

Leibniz distinguió a su vez tres tipos de males que es pertinente señalar, ya que constituyen una aportación para la comprensión de esta problemática, a saber,

a) El mal físico: por ejemplo, un temblor, una enfermedad, etc.

b) El mal moral: producto de las acciones de los agentes morales, es decir, de los hombres.

c) El mal metafísico: radica en la finitud de las creaturas, ya que no pueden ser eternas y tienen un fin o término.

Esta clasificación no es de menor importancia, ya que permite distinguir clases de males. Ya en la época de Leibniz esta teoría fue puesta a prueba con el terremoto de Lisboa, acontecido en 1755. Voltaire (1694–1778), en su obra Cándido, buscó ridiculizar la teoría leibniziana, ya que si el temblor provocó la muerte de hombres, mujeres y niños, ¿no será acaso éste el peor de los mundos posibles? ¿No hay compasión por parte de la divinidad con respecto a los acontecimientos naturales y sus efectos con respecto a los seres humanos? Como se podrá observar, el temblor constituía para Voltaire una suerte de refutación o contraejemplo a la teoría de la armonía pre–establecida. Empero, la teoría de Leibniz se sostiene al señalar que el mal natural es inevitable y se lo puede ligar con el mal metafísico, ya que las creaturas son finitas y, además, el reacomodo de las capas tectónicas puede darse en función de un bien en relación con la naturaleza considerada en su conjunto y no sólo en relación con los fines e intereses de los seres humanos. Al respecto, Leibniz argumenta a favor de Dios:

Sabemos que se ocupa de todo el universo, cuyas partes están todas ligadas, y debemos inferir de aquí que ha hecho una infinidad de consideraciones, cuyo resultado le ha conducido a juzgar que no era inconveniente impedir ciertos males [...] pues de Dios no puede venir nada que no sea conforme con la bondad, la justicia y la santidad. (2)

Es decir, para Leibniz el mal es inevitable si se considera la finitud de los seres sensibles. Además, siguiendo la anterior cita, se puede inferir que Dios ha creado el mundo y que los acontecimientos que se presentan se dan en función del bien de la totalidad, por lo que la afectación de un temblor con respecto a las víctimas humanas depende de una interpretación en la que el hombre se ve a sí mismo como centro de la creación.

Por otra parte, ese terremoto provocó una serie de polémicas entre los estudiosos del tema. Algunos consideraron, junto con Voltaire, que aquél fue señal suficiente para dudar de la bondad y omnipotencia divinas; mientras que, para otros, el terremoto era una señal de la justicia divina, dado que en Lisboa se concentraban las riquezas que los europeos extraían de América. De este modo el terremoto se interpretaba como un castigo ante los abusos cometidos contra los indios. Quienes sostenían este último punto de vista establecieron una conexión entre el mal moral y el mal físico. Es decir, el terremoto, en tanto mal natural, era un castigo derivado de un mal moral (en este caso, el mal cometido por los europeos contra los nativos de América).

No obstante, en cuanto a los males inherentes a la generación de los seres finitos —o afectados de potencialidad, como indicó Aristóteles—, Leibniz defiende que Dios diseñó el mundo de manera tal que con el libre albedrío pudiese haber lugar suficiente para el bien y la felicidad del hombre:

Saquemos de ahí consecuencias para la sabiduría y bondad del Autor de las cosas, hasta en aquellas que no conocemos. Encontramos en el universo algunas que no nos gustan, pero sabemos que no está hecho para nosotros solos. Sin embargo, está hecho para nosotros si somos sensatos: se adaptará a nosotros si nos adaptamos a él, seremos felices en él si queremos serlo. (3)

De esta cita podemos retener la invitación de Leibniz a la sensatez. No podemos evitar los males naturales en tanto no dependen de nosotros, sino de la naturaleza. No obstante, se puede señalar que, siguiendo a Leibniz, si somos sensatos podemos evitar una gran cantidad de males morales, que probablemente son los que más afectan la vida humana.

Siguiendo este breve recorrido por la modernidad filosófica llegamos al encuentro de la filosofía de Immanuel Kant, quien escribió un texto titulado Sobre el fracaso de todos los ensayos filosóficos de teodicea. A primera vista, el solo título de la obra podría sugerir una oposición total a la filosofía de Leibniz. Y es que la razón del fracaso de la teodicea estriba en que su autor pretendió ir más allá del campo de los fenómenos para explorar racionalmente la esfera de las ideas incognoscibles de la metafísica. En efecto, para Kant las ideas metafísicas (Dios, alma y mundo) son incognoscibles. La filosofía de Leibniz, en conclusión, implicaría un dogmatismo metafísico, es decir, la posibilidad de la metafísica como ciencia.

No obstante, a pesar de la oposición a la obra de Leibniz, cabe señalar que en Kant el problema del mal gira en torno a la ética. Así, por tanto, ambos autores tienen en común postular la libertad como condición de posibilidad de los agentes morales.

Las premisas básicas del razonamiento kantiano, de las que se sigue la imposibilidad de la teodicea, se obtienen de su teoría del conocimiento, tal y como la formuló en su clásica obra Crítica de la razón pura. De acuerdo con esta teoría, el sujeto trascendental puede conocer los fenómenos naturales mediante dos facultades cognitivas que posee: la sensibilidad y el entendimiento. Por la primera los objetos son dados a las intuiciones puras del espacio y del tiempo; por la segunda los objetos son pensados a través de categorías. El producto de la combinación de ambas facultades nos conduce al conocimiento de los fenómenos. No obstante, Kant admite la razón como algo distinto del entendimiento. En efecto, considera que la razón se enfoca en los problemas metafísicos vinculados con la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y el origen del mundo. Dios, alma y mundo son considerados como ideas metafísicas, ya que trascienden las condiciones de toda experiencia posible. Y puesto que tales ideas no nos son dadas a través de las intuiciones de espacio y tiempo —es decir, no son objeto de una percepción posible—, Kant dedujo la imposibilidad del conocimiento de las ideas de la metafísica, lo que implica la negación de la teodicea, pues ¿cómo puede conocer un filósofo los designios de la voluntad divina? Más aún: ¿cómo podría conocer Leibniz que Dios eligió el mejor de los mundos posibles? Desde el planteamiento kantiano se puede decir que Dios es en–sí mismo incognoscible y sólo puede ser objeto de fe.

Con estas premisas Kant avanza hacia la Crítica de la razón práctica y propone tres postulados: libertad, Dios y alma. Parte de que la condición de posibilidad del agente moral es la libertad. Sin ella no se puede decir que el hombre es responsable de sus actos. La responsabilidad moral implica la facultad de la libertad. Asimismo, Kant pretende formular una ética que tenga validez universal para el conjunto de los seres racionales. En su ética se siguen imperativos que pueden ser hipotéticos o categóricos. Un imperativo hipotético tiene un carácter condicional y su forma se puede presentar del siguiente modo: “Si deseo tal o cual, entonces debo obrar de tal o cual manera”. Por ejemplo: “si deseo no ir a la cárcel, entonces debo evitar robar”. En este caso la acción está condicionada, dado que, si no existiera el temor de ser coaccionado, entonces el individuo probablemente actuaría en función de su deseo. No obstante, Kant contempla la posibilidad del imperativo categórico, que es incondicionado. Se trata de actuar conforme al deber y de respetar la dignidad inherente a toda persona humana. Este imperativo no dice “si quiero, entonces debo”, sino “si puedo, entonces debo”. La clásica formulación del imperativo categórico reza: “Actúa de modo que la máxima de tu voluntad pueda, al mismo tiempo, valer siempre como principio de una legislación universal”. (4)

Aunado al imperativo categórico, en Kant subyace una visión de la persona considerada como un fin en sí mismo, lo que implica el respeto básico y el no ver a los otros sólo como simples medios para cualquier propósito, sino siempre al mismo tiempo como fines en sí mismos. Tomando la ética como base Kant escribe La religión dentro de los límites de la mera razón. En esa obra propone que la religión depende de la ética porque las ideas de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma son postulados de la razón práctica. Tales postulados no son cognoscibles teoréticamente, pero podemos actuar como si Dios existiese y como si el alma fuese inmortal. En este contexto, el bien y el mal moral dependen de la elección voluntaria del agente moral. La libertad puede tender hacia el bien o hacia el mal. Al respecto, el autor señala que:

Pero das Gute [el bien] o das Böse [el mal] significan siempre una relación con la voluntad en cuanto ésta es determinada por la ley de la razón a hacer de algo su objeto, puesto que la voluntad nunca se determina inmediatamente por el objeto y su representación, sino que es una facultad de hacerse de una regla de la razón la causa determinante de una acción (mediante la cual un objeto puede ser realizado). Por consiguiente, das Gute o das Böse son referidos propiamente a acciones y no al estado de sensaciones de la persona [...]. (5)

Que el bien y el mal se refieran a acciones que no están determinadas por su objeto implica que la libertad no consista en tan sólo regular las pasiones del cuerpo, ni en que éstas sean la fuente del mal. Dicho de otra manera, el mal no depende del cuerpo, sino que es la razón, en tanto facultad teórica o práctica, la que puede mover a la voluntad y establecer reglas que contribuyan a la ejecución o negación del imperativo categórico. Al establecer que el cuerpo y las pasiones no son necesariamente la fuente del mal, sino que éste depende de la acción de la razón práctica, se puede decir que Kant declara las bases para formular una “metafísica del mal”. (6)

De capital importancia para la comprensión del problema del mal resultan las siguientes consideraciones de Kant en torno a la especie humana:

Que en el orden de los fines el hombre (y con él todo su ser racional) sea un fin en sí mismo, es decir, que nunca pueda ser utilizado sólo como medio por nadie (ni siquiera por Dios), sin ser al mismo tiempo fin; que por lo tanto, el género humano, en nuestra persona, deba sernos sagrado, es algo que ahora se sigue de sí, porque el hombre es el sujeto de la ley moral, y por lo tanto, de lo que es santo en sí [...]. (7)

En este sentido, suele reconocerse el rigorismo de Kant en torno al “deber–ser”, ya que en su consideración ética en torno a los seres humanos éstos son fines en–sí mismos. No obstante, en el orden de la vida cotidiana se presentan relaciones en las que las personas pueden ser medios (por ejemplo, para realizar un determinado trabajo); empero, la visión kantiana se enfoca en las relaciones éticas y, en este sentido, enfatiza el respeto y la dignidad en las relaciones con los otros y con uno mismo. Es en este orden de ideas, conectadas con la capacidad de la razón práctica para obrar con respeto hacia los demás y hacia sí mismo, como se puede entender el poder explicativo de esta teoría. Más adelante Friedrich Schelling expondrá las consecuencias del asunto.

Sobre estas bases kantianas se puede inferir que el problema del mal ha sido colocado sobre una plataforma moral. No es necesario establecer un nexo entre el mal físico y el mal moral. Menos aún se puede plantear un mal metafísico a la manera de Leibniz. El mal es fundamentalmente un problema moral.

La concepción kantiana sobre el problema del mal se complementa con la acuñación del término “mal radical”, que formula nuestro autor en su libro La religión dentro de los límites de la mera razón. El mal radical alude a una propensión del alma a actuar conforme al mal —digamos que guarda cierta semejanza con la noción cristiana de pecado original—, por lo que es prácticamente inevitable que el ser humano tienda, en algún momento de su vida, a realizar un mal de carácter moral.

Para nosotros lo fundamental de esta visión que Kant nos proporciona de la razón es:

a) Que la razón no es meramente teórica o científica, sino que puede ser práctica, es decir, orientar la acción.

b) La razón práctica puede formular postulados capaces de guiar la conducta ética del hombre, a pesar de no ser teóricamente cognoscibles.

Las aportaciones de Kant tuvieron su influjo en los pensadores del idealismo alemán, Fichte, Schelling y Hegel, de quienes a continuación indicaremos sus posiciones ante el problema del mal.

Fichte escribe El destino del hombre y elabora una serie de reflexiones que son de interés para la consideración del tema. Y al igual que Kant, propone la primacía de la razón práctica sobre la razón teórica, lo que equivale a decir que no es suficiente contar con el conocimiento científico y tecnológico, sino que se requiere, más aún, de un desarrollo en la conciencia moral, ya que el progreso científico y tecnológico, si no va acompañado de un progreso moral, puede conducir a situaciones de peligro para la supervivencia de la especie humana. En conexión con esto, Fichte declara: “Pero no es la naturaleza, es la libertad misma la que produce los mayores y más terribles desórdenes en el género humano: el más terrible y cruel enemigo del hombre es el hombre mismo”. (8)

Dicho en otros términos, ya Fichte señalaba con claridad que la razón teórica (científico–tecnológica) necesita de la razón práctica, es decir, de la aplicación del imperativo categórico, puesto que, si se presenta un progreso científico–tecnológico sin el acompañamiento a la par de un desarrollo moral, la libertad puede producir los más terribles desórdenes en el género humano. Estas consideraciones de Fichte son relevantes para la comprensión del tema, sobre todo si se las traslada a los acontecimientos bélicos del siglo XX. Esto se comprenderá mejor tras la presentación de Schelling.

Schelling es autor del libro Sobre la esencia de la libertad humana y los temas con ella relacionados. Siguiendo el pensamiento de Kant y de Fichte, formula con relativa claridad el asunto, pues “la libertad es facultad del bien y del mal”. (9) En esta definición subyace un trasfondo kantiano: se puede hablar, por tanto, de una “metafísica del mal” dado que el hombre, en cuanto ser libre, trasciende el ámbito de los fenómenos naturales. En consecuencia, no es posible evadir la responsabilidad ante el mal mientras que se pretende reducir el comportamiento maligno a un actuar conforme a las pasiones, emociones o instintos. En todo caso, esta alusión explica la conducta maligna en el nivel de la causa material, pero no en el nivel de la causa formal. La razón puede proporcionar la causa final en torno a acciones que son juzgadas como moralmente malas; mientras que las pasiones y los deseos no son considerados como la fuente del mal, sino que, en todo caso, pueden servir de soporte material.

Con todo esto, Schelling ofrece claridad en torno al problema del mal a la luz de la inversión del sentido de la segunda formulación del imperativo categórico. En efecto, si se considera el bien moral como la posibilidad de actuar conforme al imperativo categórico, entonces también se puede comprender el mal moral si se invierte el sentido de éste. La segunda formulación del imperativo categórico propone ver, en el ámbito moral, a las personas como fines en sí y no sólo como medios. Entonces existe la posibilidad de ver a los demás como medios y no como fines —no sólo en el ámbito de las acciones práctico–cotidianas—. Se puede ir más lejos y considerar racionalmente a los otros exclusivamente como medios; más aún, reducir su condición de personas al plano de la cosificación —un ejemplo se encuentra en los campos de concentración de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial—.

Las reflexiones de Fichte y de Schelling nos colocan en una perspectiva que permite re–considerar los acontecimientos bélicos del siglo XX, es decir, del mal contemporáneo. Si se toman en cuenta las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, así como los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, concluimos entonces que Fichte se anticipó a tal realidad histórica al señalar que el progreso científico y tecnológico debería ir acompañado de un progreso moral. Esto equivale a decir que la razón establece los medios para realizar el mal moral. Y dado que, siguiendo a Schelling, la razón es causa formal del mal, se deriva que en los campos de concentración las personas no fueron respetadas en su dignidad en tanto seres humanos. Y si bien sólo algunos llegaron a ser considerados instrumentos para el trabajo, la mayoría de las personas fueron degradadas a la condición de cosas, si tomamos en cuenta la escasa compasión con la que se les torturó, humilló y asesinó. Este genocidio se operó con base en el desarrollo tecnológico y en función de una causa final que era el exterminio. Preguntémonos ¿qué serían las personas en los campos de concentración sino meros medios e instrumentos para una destrucción considerada como un fin (telos) en sí mismo? Desafortunadamente no son los únicos ejemplos que nos proporciona la historia contemporánea.

Antes de proseguir en la exposición daré una idea en torno a uno de los últimos intentos de teodicea dentro de la modernidad. En la Fenomenología del espíritu Hegel da seguimiento a las ideas de Leibniz y traslada la teodicea al ámbito de la historia. En la obra aludida Hegel plantea el objeto de estudio de la filosofía, así como el método adecuado para su exposición y desarrollo. El objeto de estudio lo constituye lo absoluto, y el método es la dialéctica. El autor se plantea construir una ciencia que dé cuenta de la historia y del mal humano, para lo cual se requiere atender al concepto hegeliano de “negatividad”. La negatividad es el alma del proceso dialéctico, y la dialéctica considera que la negatividad es inherente al contenido de las experiencias humanas. Puede que la siguiente cita ayude a aclarar más este punto:

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372 s. 4 illüstrasyon
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9786078768363
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