Kitabı oku: «La implementación de políticas públicas y la paz: reflexiones y estudios de casos en Colombia», sayfa 2
Implementación de políticas públicas: una mirada a 45 años de discusiones académicas
Mauricio I. Dussauge Laguna*
DESDE LA PUBLICACIÓN DEL LIBRO CLÁSICO de Jeffrey Pressman y Aaron Wildavsky, hace casi medio siglo, la implementación ha ocupado un lugar central en las literaturas académicas sobre administración, gestión y, sobre todo, políticas públicas. La implementación de políticas se refiere al proceso por el cual las decisiones públicas se convierten en acciones públicas tangibles. O, puesto en términos coloquiales, se trata del paso de los dichos a los hechos gubernamentales. En este sentido, el estudio de la implementación importa porque nos permite conocer si los objetivos de política pública se volvieron realidad; si las organizaciones públicas son capaces de responder a las necesidades y exigencias de los ciudadanos-usuarios; y, en fin, si los Estados cuentan con las herramientas, estructuras y programas requeridos para enfrentar los retos que importan a sus sociedades. Desde una perspectiva práctica, el estudio de la implementación también es relevante porque los hallazgos sobre los problemas, las fallas, las limitaciones o los obstáculos que han enfrentado otros implementadores pueden brindar pistas útiles a quienes se encuentran preparando (u operando) un proceso de implementación.
Ahora bien, después de 45 años de discusiones sobre implementación, resulta sencillo perderse en las miles de páginas que se han escrito sobre el tema. Decenas de autores han contribuido a las conversaciones con propuestas teóricas o con descripciones de casos empíricos. Por lo tanto, para alguien que de pronto se interesa por la implementación de políticas como campo de estudio, probablemente sea complicado identificar un punto de entrada a la literatura. Por supuesto, existe ya un número importante de textos introductorios en inglés (deLeon y deLeon, 2002; Pülzl y Treib, 2007; Hill y Hupe, 2014; Winter, 2018). Para los lectores hispanohablantes, hay también algunas compilaciones que ofrecen una buena visión panorámica de esta literatura con la traducción de algunos artículos clave (Aguilar, 2003a; Pardo, Dussauge Laguna y Cejudo, 2018; Dussauge, Pardo y Cejudo, 2018). Sin embargo, en la mayoría de los casos, las introducciones han quedado desfasadas por los desarrollos en el campo de estudios; en otros, simplemente se han dejado de lado discusiones que, sin emplear el término implementación, en realidad están hablando de lo mismo.
Con base en una amplia revisión de la literatura académica sobre el tema, este capítulo pretende acercar a los interesados en la implementación de políticas públicas a sus preguntas y preocupaciones centrales, a sus autores más destacados y a sus debates teórico-analíticos fundamentales. Pero el texto también busca mostrar por qué tiene sentido seguir hablando de implementación después de tantos años en una época marcada por los grandes datos, la innovación, la inteligencia artificial, las redes sociales y, en general, las nuevas tecnologías de la información. Para ello, el capítulo se encuentra dividido en seis grandes apartados. El primero ofrece algunas notas básicas sobre los antecedentes de la implementación como concepto y área de investigación.
El segundo apartado discute los temas centrales de lo que suele llamarse el enfoque de arriba hacia abajo. El tercer apartado revisa las ideas más importantes del enfoque de abajo hacia arriba. El cuarto apartado analiza algunas de las propuestas que se han planteado con miras a desarrollar una tercera generación de estudios. El quinto apartado discute la posibilidad de pensar actualmente en una cuarta generación de discusiones en la materia. El sexto apartado ofrece algunas reflexiones generales sobre lo que hemos aprendido.
La implementación en la literatura sobre políticas públicas
Los orígenes del estudio de la implementación de políticas suelen asociarse con la publicación en 1973 del libro de Jeffrey Pressman y Aaron Wildavsky, Implementation: How Great Expectations in Washington Are Dashed in Oakland; Or, Why It’s Amazing that Federal Programs Work at All, This Being a Saga of the Economic Development Administration as Told by Two Sympathetic Observers Who Seek to Build Morals on a Foundation of Ruined Hopes. Como lo ha mostrado Harald Sætren (2018), en realidad antes de dicho libro ya se habían publicado algunas tesis doctorales y por lo menos un par de libros más sobre el tema (Aguilar, 2003a, 2003b). Sin embargo, la obra de Pressman y Wildavsky tuvo los elementos necesarios no solo para abrir el debate sobre este tema, sino para convertirse en un clásico de la administración y las políticas públicas: una definición clara, un estudio de caso interesante, un análisis inteligente, una serie de propuestas teóricas sugerentes y hasta un subtítulo divertido. En esos tiempos, además, Wildavsky era uno de los profesores más prestigiados en la disciplina de las políticas públicas (Wegrich, 2015).
Pero quizá la contribución fundamental del libro de Pressman y Wildavsky fue poner una nueva etapa en el centro de la discusión académica sobre administración y políticas públicas: la implementación. Frente a la tradición anglosajona que asumía que las decisiones públicas tomadas por políticos, legisladores y altos funcionarios eran simplemente acatadas por los cuerpos burocráticos del gobierno, Pressman y Wildavsky mostraron que las cosas en realidad eran mucho más complicadas. De hecho, su análisis del programa de apoyo al empleo para minorías en Oakland mostraba, más bien, que muy poco de lo que se había decidido en las altas esferas de la administración federal norteamericana se había vuelto realidad. Así, en una época en la que se estaban evaluando las contribuciones reales de los programas gubernamentales norteamericanos (los años sesenta y setenta del siglo XX; Aguilar, 2003b), el estudio de Pressman y Wildavsky evidenció que tanto académicos como formuladores de políticas habían ignorado la fase de implementación y los efectos que esta podía tener en el desempeño de la acción pública.
En términos conceptuales, y ante la ausencia de un debate previo, Pressman y Wildavsky citaron en el inicio de su texto algunas definiciones de diccionario: implementar como llevar a cabo, lograr, ejecutar, desempeñar, realizar o cumplir un propósito, e implementación como producción y como cumplimiento. Otros autores usarían después definiciones distintas, aun cuando fueran similares en su significado e implicaciones. En otro estudio pionero, Paul Sabatier y Daniel Mazmanian (2003, p. 329) apuntaron que la “función central de[l] análisis de implementación consiste en identificar los factores que condicionan el logro de los objetivos normativos a lo largo de todo el proceso”. En nuestro ámbito latinoamericano, André-Noël Roth (2014, p. 184) ha sugerido que “esta etapa es fundamental porque en ella la política, hasta entonces casi exclusivamente hecha de discursos y de palabras, se transforma en hechos concretos, en realidad palpable”. Si las propuestas de política pública plasman los ideales que se quieren alcanzar, el proceso o fase de implementación representa la cruda realidad que determina en qué medida los mismos se alcanzan o no.
Así, desde los años setenta y hasta la fecha, la implementación ha adquirido un lugar central tanto en las discusiones académicas como en las actividades gubernamentales. En el primer caso, hoy en día casi cualquier libro de texto sobre políticas públicas incluye un capítulo sobre la etapa de la implementación (Hogwood y Gunn, 1984; Fischer, Miller y Sidney, 2006; Knill y Tosun, 2012; Roth, 2014). En el segundo caso, actualmente es común encontrarse con programas de gobierno que vienen acompañados de planes de implementación, o cuando menos de algunas recomendaciones prácticas para guiar dicho proceso. Por supuesto, el consenso respecto de la importancia del tema no se ha traducido en un acuerdo sobre cuáles son los aspectos, las variables o incluso los actores que son centrales para la implementación y que, por lo tanto, ameritan estudiarse. Por el contrario, la literatura académica ha debatido de manera recurrente estas cuestiones, tal y como se describe en los siguientes apartados.
La visión de arriba hacia abajo
Además de considerarse un clásico en el tema, el libro de Pressman y Wildavsky suele presentarse como uno de los primeros textos que estudia la implementación como un asunto a comprenderse y describirse de arriba hacia abajo (top-down; Winter, 2018; Hill y Hupe, 2014). Desde esta perspectiva, el proceso implementador asume una lógica vertical, en el que el grado de éxito de la política o programa público en cuestión depende, en buena medida, de la capacidad de controlar la secuencia de actividades desde el punto de vista del diseñador inicial, el tomador de decisiones o la cabeza de la estructura jerárquica. La visión de arriba hacia abajo, como se le suele llamar en la literatura especializada, se preocupa por establecer objetivos claros, minimizar ambigüedades, aclarar funciones e instrucciones, acotar márgenes de discrecionalidad, etc.
En el estudio de Pressman y Wildvasky (1998), por ejemplo, el tema clave estaba en la complejidad de la acción conjunta, es decir los problemas que surgen cuando se deben definir cursos de acción a lo largo de la cadena de puntos de decisión que integran el proceso de implementación. Los formuladores plantean objetivos y estrategias, pero después van perdiendo el control sobre la implementación en la medida en que van interviniendo otros actores (con intereses personales o prioridades distintas). Así, lo que se planteó desde arriba (Washington D. C.) no necesariamente se cumple en la parte final de la cadena de implementación (Oakland). Por supuesto, el problema de la implementación se complica aún más si la política en cuestión es incompatible con otros compromisos previos, si hay diferencias legales o si, a pesar de que los participantes estén de acuerdo, no hay recursos suficientes.
Otros autores, como Paul Sabatier y Donald Mazmanian (2003), también trataron de acercarse al estudio de la implementación pensando en cómo controlar dicho proceso. En su intento por impulsar un desarrollo más científico del tema, Sabatier y Mazmanian se preocuparon por analizar el conjunto de variables que podían influir en el grado de éxito de la implementación. En un primer ámbito de análisis, Sabatier y Mazmanian se refieren a la tratabilidad (tractability) de los problemas públicos, que se refiere a que hay ciertos problemas que son más sencillos de atender que otros, que están definidos con mayor claridad que otros, que se originan en comportamientos más complejos que otros, etc. En clave de implementación, esto implica que algunos temas serán más tratables y, por consiguiente, que su proceso de implementación será más sencillo. En un segundo ámbito de análisis, Sabatier y Mazmanian consideraron la importancia de las leyes o decretos ejecutivos que definen los alcances, objetivos, teorías causales y demás elementos del programa o política pública a implementar.
En este punto, que refuerza la idea pionera que ya aparecía en Pressman y Wildavsky sobre el vínculo diseño-implementación, Sabatier y Mazmanian argumentan que el marco normativo estructurará y organizará (o no) de forma coherente su propio proceso de implementación. Finalmente, en un tercer ámbito de análisis, Sabatier y Mazmanian subsumieron diversas variables externas que pueden condicionar la implementación: transformaciones sociales, económicas y tecnológicas, atención de los medios de comunicación, involucramiento de grupos ciudadanos afectados, y liderazgo ejercido por quienes son responsables de cumplir (implementar) los objetivos de las políticas y los programas. A partir de estos tres ámbitos, Sabatier y Mazmanian sugerirían algunas hipótesis sobre las condiciones que podrían facilitar los procesos de implementación.
Más o menos al mismo tiempo en el que se desarrollaron estos estudios pioneros (Aguilar, 2003a), en el Reino Unido también se publicaron algunas reflexiones iniciales sobre el tema, con énfasis similares respecto al problema del control. Christopher Hood (1976), por ejemplo, planteó que las administraciones públicas necesariamente se enfrentan con una serie de límites que vuelven difícil su funcionamiento óptimo y, con ello, una implementación siempre exitosa. Para Hood, un sistema administrativo perfecto tendría que ser unitario (como un gran ejército con una línea de mando indiscutible), con reglas e indicaciones aplicadas con uniformidad, con la obediencia absoluta de los subordinados, sin presiones temporales y con flujos de información y comunicación igualmente perfectos. Como lo mencionó Hood, este tipo de condiciones nunca existe en la práctica. Por el contrario, las administraciones públicas siempre se enfrentan con límites externos –como la falta de recursos, decisiones que son costosas en términos políticos o cambios en el diseño de las políticas para hacerlos aceptables–, o límites internos –como problemas de coordinación (lo que él denomina sub-optimización multi-organizacional), problemas de control en la aplicación de los principios/criterios de política pública, problemas de categorización o problemas de tiempos limitados y errores por prisas–.
Poco después, Brian Hogwood y Lewis Gunn (1984; 2018) retomarían las ideas de Hood y plantearían de forma ilustrativa, y con una clara orientación práctica, por qué la implementación perfecta es algo imposible de alcanzar (Cairney, 2018; Dussauge, 2011). De acuerdo con ellos, para que un proceso pudiera ser exitoso tendría que cumplirse una multiplicidad de condiciones poco realistas: que las circunstancias externas a la institución responsable de la implementación no le impongan restricciones que le impidan actuar; que el programa por implementar cuente con suficientes recursos temporales y de otros tipos; que la combinación de recursos requerida esté disponible en el momento en el que sea necesario; que las relaciones entre causa y efecto sean directas, y que existan pocos (si es que algún) vínculo intermedio; que las relaciones de dependencia entre los actores participantes sean mínimas; que exista acuerdo y plena comprensión respecto de los objetivos por alcanzar; y que las tareas estén completamente especificadas y estructuradas en una secuencia correcta, entre otros.
Como puede notarse, los textos anteriores partían de una visión más bien tradicional de la ap, en la cual la implementación de las políticas y los programas debía pensarse desde la alta jerarquía burocrática. Por consiguiente, las preguntas que se planteaban estos y otros autores tenían mucho que ver con cómo preservar el control sobre el proceso implementador. O, dicho en términos inversos, sobre cómo diseñar desde el inicio las condiciones adecuadas para evitar que el control se diluyera conforme la implementación fuera avanzando. Por supuesto, estas cuestiones siguen siendo centrales en el estudio de los procesos de implementación y siguen estando en la mente de cualquier formulador de política pública. Sin embargo, otro grupo de estudiosos habría de mostrar que el control absoluto no solo es imposible de lograr, sino que la implementación adquiere un sentido radicalmente distinto cuando se le piensa desde la perspectiva opuesta: el nivel de la calle.
La visión desde el nivel de la calle
Una segunda forma de entender la implementación de políticas públicas tuvo como punto de partida los escritos de Michael Lipsky (2010; 2018), enfocados en estudiar el trabajo de los que él llamaría burócratas en el nivel de la calle (street-level bureaucrats). A diferencia de la literatura ya reseñada, Lipsky enfocó su atención en los actores y en los espacios directamente involucrados en la implementación cotidiana de los programas públicos: los policías y sus decisiones sobre a quiénes detener o no; los maestros en los salones de clase y sus definiciones sobre posibles contenidos educativos o acciones disciplinarias; los jueces y sus determinaciones respecto de las sentencias judiciales. Así, a Lipsky le preocupaba menos entender por qué las cosas se salían de control, que comprender cómo y por qué las decisiones de los servidores públicos en el nivel de la calle tenían necesariamente que realizarse de forma discrecional.
De acuerdo con Lipsky, a pesar de las enormes diferencias que existen entre estos grupos de servidores públicos, todos ellos comparten contextos laborales similares y, por lo tanto, retos y presiones también similares. Al encontrarse al nivel de la calle, estos servidores públicos deben enfrentarse a diario con las necesidades, exigencias y preocupaciones específicas de cada usuario. Para la perspectiva de arriba hacia abajo, resulta complejo controlar las interacciones de quienes participan en el proceso de implementación. Por ello es que se desarrollan reglas generales e instrucciones detalladas lo más claras posibles. Sin embargo, en el nivel de la calle las particularidades son tantas que es imposible encontrar siempre en los planes originales la salida adecuada. Por el contrario, los servidores públicos que tratan de forma directa con el público (estudiantes, acusados, enfermos, beneficiarios) deben tomar decisiones caso por caso. Así, los burócratas en el nivel de la calle se encuentran entre la pared de sus circunstancias laborales y la espada de las exigencias particulares de cada ciudadano.
La consecuencia natural de todo esto es la discrecionalidad, factor que necesariamente acompaña los procesos decisionales de este tipo de servidores públicos. De tan generales que son, los objetivos y reglas de los programas públicos a veces resultan poco útiles para la operación cotidiana. Por consiguiente, los servidores públicos en el nivel de la calle deben decidir con base en su criterio. Por supuesto, detrás de ello siempre hay regulaciones, instrucciones de los superiores y lineamientos operativos. Pero son los servidores públicos quienes, en última instancia y con base en sus experiencias previas y los estereotipos que han desarrollado, deciden si atienden primero a una u otra persona, si multan o no a los infractores de tránsito, si imparten una materia educativa primero o después, si priorizan ciertos casos sobre otros, etc. Así, la implementación de abajo hacia arriba (bottom-up) es un asunto profundamente discrecional porque, de otra forma, sería casi imposible implementar los programas públicos.
A partir de estos y otros aspectos derivados de las aportaciones iniciales de Lipsky, durante los últimos cuarenta años se ha desarrollado una amplia literatura sobre los burócratas en el nivel de la calle (Maynard-Moody y Portillo, 2018; Dussauge, Pardo y Cejudo, 2018). Por ejemplo, Steven Maynard-Moody y Michael Musheno (2018) han analizado cómo reaccionan estos servidores públicos ante situaciones particularmente complejas. Dichos autores sugieren que los burócratas pueden asumir un rol de agentes del Estado y, por lo tanto, hacer cumplir las normas establecidas de la forma más estricta posible; o pueden comportarse como agentes de los ciudadanos y tratar de apoyar más de lo estrictamente necesario a ciertos beneficiarios/usuarios en condiciones de desigualdad (prestarles dinero propio o apoyarles con asesorías fuera de horario de escuela, entre otros). En este mismo sentido, Lars Tummers, Victor Bekkers, Evelien Vink y Michael Musheno (2018) recientemente han tratado de conceptualizar mejor el término coping (lidiar), también introducido por Lipsky, para estudiar cómo es que los burócratas en el nivel de la calle afrontan las necesidades y exigencias particulares de los usuarios. De acuerdo con ellos, los servidores públicos pueden tratar de acercarse a los usuarios (para ayudarles), pueden alejarse de sus requerimientos (para mostrarse imparciales) o pueden incluso ir en contra de sus exigencias.
En otros casos, la literatura sobre burocracias en el nivel de la calle ha estudiado cómo los servidores públicos desempeñan sus actividades frente a escenarios de enorme ambigüedad. Por ejemplo, Heather Hill (2018) ha mostrado que, en algunas ocasiones, quienes deben implementar los programas públicos no cuentan con información suficiente para cumplir con sus actividades. En ciertas áreas de política pública en las que no existen precedentes, las nuevas leyes o propuestas de acción pueden ser demasiado vagas. Por lo tanto, los burócratas deben recurrir a expertos externos (consultores, académicos, organizaciones sociales) para allegarse de recursos intelectuales y recomendaciones prácticas. Por su parte, Peter Hupe y Aurélien Buffat (2018) han planteado el concepto de brecha del servicio público (public service gap) para resaltar que las condiciones que enfrentan los servidores públicos de nivel de la calle pueden volverse aún más complejas si las exigencias (obligaciones legales, públicos a atender) aumentan y los recursos a su disposición (presupuestos, tiempos) siguen en el mismo nivel o, peor aún, si disminuyen por posibles políticas de austeridad o reestructuraciones administrativas.
Finalmente, algunos otros estudios han tratado de comprender el tipo de influencia que llegan a tener los burócratas en el nivel de la calle sobre los alcances de las políticas públicas. Peter May y Søren Winter (2018) han mostrado que, con base en sus conocimientos, disposición y experiencia previa, estos servidores públicos pueden influir favorablemente en la implementación de programas, incluso más que sus superiores jerárquicos (políticos o gerentes públicos). Con ello, logran que se alcancen los objetivos mayores de la política pública. En otros casos, según la investigación de Anat Gofen (2018), los servidores públicos pueden resistirse a cumplir los objetivos establecidos por considerarlos inadecuados. Por ejemplo, que las familias deban pagar en hospitales públicos por las vacunas de sus hijos, lo que puede reducir la eficacia de los programas de vacunación; o que en las escuelas públicas se deban implementar nuevos planes de estudio que, de acuerdo con experiencias previas, parezcan poco realistas. Con ello, los servidores públicos introducen una divergencia entre sus acciones y los objetivos formales de los programas. Esto puede ser negativo en el corto plazo, pues se desvía el proceso de implementación originalmente planeado, pero puede llegar a ser positivo en el largo plazo si contribuye a cambiar un diseño erróneo o inadecuado del programa en cuestión.
Con discusiones como estas y muchas otras, la literatura sobre los burócratas en el nivel de la calle ha dejado en claro que los procesos de implementación son todavía más complejos de lo que había sugerido la perspectiva de arriba hacia abajo. Al centrarse en comprender las características en el punto final de la implementación, es decir en las condiciones y momentos de interacción de los servidores públicos y los ciudadanos, la perspectiva de abajo hacia arriba (bottom-up) nos ofrece una imagen distinta: la de un grupo de servidores públicos que toman decisiones discrecionales para responder a las presiones de sus puestos, a las exigencias de los ciudadanos y a las generalidades/vaguedades de las regulaciones y objetivos públicos. Como consecuencia de todo esto, se presenta la imagen de un proceso en el que los servidores públicos en el nivel de la calle no solo son los implementadores por excelencia, sino que también son activos re-formuladores de políticas: sus decisiones dan contenido a normas ambiguas, interpretan los objetivos implícitos de los programas y priorizan públicos y acciones en función de sus criterios personales. Así, se obtiene una descripción del objeto de estudio más realista, que al mismo tiempo deja abiertas preguntas sobre las implicaciones que esto tiene en materia de rendición de cuentas (Hill y Hupe, 2014; Brodkin, 2018), así como sobre la capacidad que los gobiernos realmente poseen para gestionar de forma estratégica y coherente sus procesos de implementación.