Kitabı oku: «La implementación de políticas públicas y la paz: reflexiones y estudios de casos en Colombia», sayfa 3
Los intentos por construir una tercera generación
Aunque los estudios de las perspectivas de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba en realidad se desarrollaron en paralelo –los primeros estudios de Lipsky, como el de Pressman y Wildavsky, son de los años setenta–, en algunos textos se les ha denominado estudios de primera y segunda generación, respectivamente. Ahora bien, a partir de los años ochenta, diversos autores comenzaron a hablar del surgimiento de una posible tercera generación en el análisis académico de la implementación (Pülzl y Treib, 2007; Hill y Hupe, 2014). Las propuestas han sido variadas en sus objetivos y alcances, pero tuvieron como base la idea de impulsar propuestas analíticas más sofisticadas, tanto en términos teóricos como metodológicos (Sætren, 2018).
Quizás el autor más claramente vinculado al tema fue Malcolm Goggin (1986). De acuerdo con Goggin, la literatura previa se había enfocado demasiado en el estudio de casos de implementación. Esto había dado como resultado un número cada vez más grande de variables de interés y, por lo tanto, había vuelto casi imposible la tarea de construir teorías parsimoniosas, capaces de explicar los éxitos o fracasos de las experiencias de implementación. Al mismo tiempo, el énfasis puesto en los estudios cualitativos volvía casi imposible elaborar análisis estadísticos para valorar y, en su caso, comprobar o refutar diversas hipótesis de trabajo. Finalmente, Goggin resaltó que la dificultad de construir teorías en el campo de la implementación tenía que ver, además, con la poca atención que se había puesto en desarrollar análisis comparados y estudios longitudinales. A partir de estas y otras críticas, Goggin planteó una agenda teórico-metodológica: las investigaciones deberían guiarse por planteamientos teóricos y no por análisis empíricos, debería recurrirse a un mayor uso de herramientas estadísticas y datos cuantitativos para complementar las visiones cualitativas, deberían impulsarse las comparaciones entre distintas unidades de análisis y sectores de política pública, y deberían producirse estudios con periodos de análisis más extendidos.
Además de estos cuestionamientos de corte general, en el marco de esta tercera generación surgieron algunas propuestas interesantes, si bien no menos debatibles que las elaboradas previamente. Paul Sabatier (1986), por ejemplo, analizó las aportaciones y las limitaciones de los enfoques top-down y bottom-up para plantear un nuevo marco de análisis capaz de combinar ambas visiones. El resultado fue su ahora famoso enfoque de coaliciones promotoras de intereses (advocacy coalitions framework), que propone pensar los procesos de diseño-implementación como algo necesariamente imbricado. Ahora bien, en su esfuerzo por construir un marco teórico más robusto, la propuesta de Sabatier (1986; Sabatier y Jenkins-Smith, 1993) en realidad acabó alejándose del tema de la implementación para centrarse en comprender las dinámicas de cambio y aprendizaje en las políticas públicas.
Por otra parte, Richard Matland (1995) también intentó desarrollar un nuevo modelo de implementación a partir de dos variables: el grado de ambigüedad y el nivel de conflicto. De acuerdo con su propuesta, cuando existen poca ambigüedad y poco nivel de conflicto estamos frente a casos de implementación administrativa; cuando el grado de ambigüedad es alto pero el nivel de conflicto es bajo, estamos frente a casos de implementación experimental; cuando, a la inversa, el grado de ambigüedad es bajo pero el nivel de conflicto es alto, entonces estamos ante casos de implementación política; y, finalmente, cuando tanto la ambigüedad como el conflicto son altos, nos encontramos frente a casos de implementación simbólica. Aunque el texto de Matland ofrece una categorización original que, además, ha sido citada en numerosas ocasiones, en la práctica se trata de un marco analítico que se ha empleado poco en el estudio empírico de procesos de implementación.
En el marco de esta tercera generación también se han resaltado los estrechos vínculos que existen entre el diseño y la implementación de las políticas públicas. Diederik Vancoppenolle, Harald Sætren y Peter Hupe (2018), por ejemplo, han analizado cómo los procesos de implementación de programas parecidos en un mismo país pueden tener resultados contrastantes, cuando el diseño no contempla la combinación adecuada entre instrumentos de políticas, estructuras de implementación y grupos de beneficiarios. En este mismo sentido, Peter May (2018a) ha apuntado la importancia de tomar en cuenta las implicaciones que cada instrumento de política pública puede llegar a tener en la fase de implementación, así como en los públicos y grupos de actores que intervienen en dicho proceso. Aunque este tema ha sido una preocupación desde los inicios de esta literatura, las contribuciones de estos y otros autores son importantes porque discuten explícitamente las implicaciones que el diseño –particularmente, la selección de una u otra herramienta de intervención pública– puede llegar a tener en la operación de los programas públicos.
Por último, algunas otras contribuciones han tratado de destacar la influencia que los factores políticos pueden ejercer en los procesos de implementación. Paul Cairney (2018) ha estudiado cómo los procesos de devolución (descentralización) de facultades en el Reino Unido han desarrollado diversas expectativas, lógicas de acción y dinámicas de implementación regionales. Así, en un nuevo entorno de gobernanza, el grado de éxito en la implementación de ciertos programas puede depender tanto de las capacidades y grado de control de los implementadores, como de la participación y las actitudes de los grupos de presión participantes. De manera similar, Peter May (2018b) ha resaltado que el grado de éxito de las políticas públicas no solo tiene que ver con su diseño y las condiciones de implementación, sino con los marcos o regímenes que se construyen en torno a los programas para garantizar su legitimidad política y su sustentabilidad de largo plazo. Así, más allá de criterios puramente técnicos, ambos autores resaltan la importancia de pensar en el entorno político que rodea a las propuestas gubernamentales.
Aunque de los estudios de tercera generación han surgido aportaciones valiosas, en realidad resulta difícil saber cuáles han sido sus contribuciones más destacables. En primer lugar, si bien algunas de las publicaciones de los años ochenta a la fecha han empleado análisis cuantitativos y otras han tratado de desarrollar estudios comparativos (Hupe y Sætren, 2015; Winter, 2018), sería difícil afirmar que los ambiciosos objetivos planteados por Goggin han sido alcanzados por completo (Sætren, 2018). Por supuesto, uno podría cuestionar si esto es necesariamente malo, o si simplemente refleja la libertad con la que los estudiosos deciden impulsar sus agendas de investigación en función de sus propios intereses y no de las propuestas de sus colegas. En segundo lugar, algunos de los textos aquí incluidos (que cronológicamente formarían parte de esta tercera generación) en realidad replantean o sintetizan las discusiones que han cruzado a las otras dos generaciones. Es decir, no se trata de enfoques completamente nuevos. Esto podría reflejar, de nuevo, un genuino interés en acumular conocimientos más que una falta de creatividad de los académicos del área. Y, finalmente, porque resulta complicado definir no solo en qué momento inició esta generación, sino hasta cuándo podríamos decir que se extendió o se extiende. Por citar un ejemplo notorio, Michael Hill y Peter Hupe (2014) han escrito la tercera edición de su influyente texto sobre implementación en la segunda década del siglo XXI, es decir treinta años después de los escritos de Goggin. Sin embargo, ellos mismos ubican su esfuerzo intelectual como parte de esta tercera generación de afanes sintéticos. Søren Winter (2018), en cambio, afirma que lo interesante de estas generaciones es que en realidad uno puede formar parte de todas, según los temas explorados y las aproximaciones metodológicas empleadas. Por consiguiente, estamos frente a fronteras generacionales más bien difusas.
¿Hacia una cuarta generación?
Más allá de las cuestiones antes discutidas, en los últimos años se ha producido una serie de textos interesantes que parecieran estar dando un nuevo impulso al estudio de la implementación. Además, en las literaturas contemporáneas sobre administración, gestión y políticas públicas, los aspectos vinculados a la implementación han ido adquiriendo un lugar cada vez más central, aun cuando en muchos casos no se hable del tema usando los conceptos o los enfoques reseñados en este capítulo. Por todo ello, uno bien podría preguntarse si, como lo sugiere Michael Howlett (2018), estamos entrando en una cuarta generación de estudios en la materia. En realidad, es difícil identificar un común denominador en estas discusiones recientes y tampoco es posible ubicar un texto como el de Goggin, que haga un listado de propuestas sobre cómo avanzar en este campo de estudios. A pesar de ello, vale la pena ofrecer un breve recuento de esta literatura emergente, pues si algo demuestra es que la implementación sigue siendo un asunto de enorme importancia intelectual y práctica.
En el conjunto de nuevas aportaciones podrían destacarse, en primer lugar, los textos que proponen nuevos modelos analíticos. Stephanie Moulton y Jodi Sandfort (2017), por ejemplo, han propuesto usar el enfoque de los campos de acción estratégica. Esto implica pensar los procesos de implementación desde una perspectiva multinivel, en la cual se analizan las intervenciones de servicios públicos con la atención fija en cómo ciertas ideas/ propuestas introducen cambios en los públicos objetivo y cómo se van institucionalizando algunos procesos y métodos de coordinación en el proceso. Un elemento clave de todo esto tiene que ver con las interacciones de los participantes y, particularmente, con la forma en que le van dando sentido a sus acciones en cada uno de los campos de acción estratégica: nivel de la política pública, nivel organizacional y nivel de la provisión directa de servicios. Otra propuesta es la de Christopher Ansell, Eva Sørensen y Jacob Torfing (2017), quienes argumentan que la implementación puede tener mayor éxito al seguir un diseño colaborativo y adaptativo. Esto implica que los tomadores de decisiones estén en continua comunicación con los servidores públicos al nivel de la calle y con los actores sociales interesados en el programa o política pública en cuestión. A partir de ello, deben establecerse procesos de colaboración que permitan co-diseñar la política, siempre en función de las necesidades, las propuestas de solución y, en general, las ideas de todos los involucrados. Al mismo tiempo, el proceso debería traer consigo dinámicas de aprendizaje, formas de detectar oportunamente los problemas potenciales y, en general, procesos de implementación adaptativa en los cuales los bienes y servicios públicos en realidad acaben siendo co-producidos.
En segundo lugar, en años recientes se han desarrollado esfuerzos por entender la influencia que algunos factores y actores novedosos pudieran llegar a tener sobre los procesos de implementación. Aurélien Buffat (2018; Bovens y Zouridis, 2002) ha discutido cómo las nuevas tecnologías de la información y la comunicación pueden llevar, por un lado, a facilitar trámites y servicios, a quitar puntos de contacto innecesarios entre servidores públicos y ciudadanos, y a aumentar la cantidad y calidad de información para tomar mejores decisiones. Con ello, la implementación se vuelve claramente más eficaz y eficiente. Pero, por otro lado, estas nuevas tecnologías pudieran también estar reduciendo los ámbitos de discrecionalidad de los burócratas en el nivel de la calle, lo que da más información y control a sus superiores, pero al mismo tiempo afecta la capacidad de aquellos para adaptar los programas públicos a las necesidades de los usuarios. Por otra parte, en un texto reciente, Eva Thomann, Peter Hupe y Fritz Zager (2018) han explorado cómo los esquemas de rendición de cuentas que rodean a los procesos de implementación se han complejizado con la participación de nuevos actores privados. En ámbitos como la regulación, donde los procesos de inspección en ocasiones se apoyan en equipos de supervisores integrados por servidores públicos y expertos privados, estos últimos parecieran enfrentarse con importantes dilemas al tratar de conciliar la lógica de mercado y sus relaciones con sus clientes, con la lógica de las normas públicas.
En tercer lugar, en esta nueva oleada de estudios sobre implementación también han surgido nuevas aproximaciones téoricoconceptuales. En una serie de trabajos interesantes, Lars Tummers (2011; 2012) ha buscado reconceptualizar el término alienación de políticas para entender cómo y por qué algunos servidores públicos en el nivel de la calle dejan de sentirse comprometidos y se alejan mentalmente de los programas públicos de los que son responsables. Dependiendo de si se sienten empoderados, de si consideran que la política pública tiene sentido, de su relación con la clientela que deben atender, entre otros elementos, los burócratas podrán sentirse más o menos interesados en desempeñar bien sus actividades y, por lo tanto, se preocuparán (o no) de garantizar que los objetivos de dicha política se cumplan. Michael Howlett (2018), por su parte, ha sugerido teorizar la implementación como algo que sea capaz de combinar la literatura tradicional sobre el tema con otros enfoques de la literatura sobre políticas públicas, como el enfoque de coaliciones promotoras o el enfoque de corrientes múltiples. Howlett argumenta que, al sumar las aportaciones analíticas de estas tres discusiones, sería posible dar más contenido teórico a los estudios de implementación, por ejemplo, al entenderla como un proceso con coyunturas críticas y puntos de entrelazamiento de diversas corrientes.
Por otra parte, en lo que toca a la implementación como un tema de actualidad discutido bajo otros términos, valdría la pena citar por lo menos dos áreas de estudio. La primera tiene que ver con la implementación como monitoreo, es decir como esa parte de la gestión que da seguimiento al desarrollo de los programas públicos. Este es un tema que suele vincularse más bien a la etapa de evaluación dentro del ciclo de las políticas públicas, pues la información arrojada por el monitoreo permite generar ciertos juicios de valor sobre el estado de los programas (Dussauge, 2016). Sin embargo, el proceso de definir metas y objetivos a alcanzar, la construcción de indicadores de tiempo/costo/cobertura o el diseño de esquemas de información periódica son claramente actividades relacionadas con la marcha cotidiana, es decir con la implementación de los programas públicos (Majone y Wildavsky, 1998). De hecho, el monitoreo es claramente tanto una forma de controlar mejor el funcionamiento los programas públicos (visión top-down), como un mecanismo para ajustar oportunamente los mecanismos del programa de cara a las situaciones particulares que se van enfrentando en la práctica (visión bottom-up).
Una segunda área que también tiene que ver directamente con la implementación, aunque parte de otros términos, es la del delivery o entrega de servicios públicos. Este concepto se ha empleado durante los últimos años en dos sentidos y niveles de análisis. El primero, y quizás el más conocido, es el de las delivery units, es decir las llamadas unidades de ejecución/gestión del cumplimiento o centros de gobierno (Lafuente y González, 2018). Este tipo de oficinas gubernamentales se han creado en diversas partes del mundo a partir de la pionera Prime Minister’s Delivery Unit, del gobierno británico de los 2000. La intención de dichas áreas ha sido fortalecer la coordinación interna del gobierno para asegurar una buena ejecución (implementación) de los programas prioritarios del gobierno en turno. Por otra parte, algunas discusiones recientes sobre capacidades administrativas y regulatorias han tratado de subrayar que los servidores públicos hoy en día necesitan delivery capacities (Lodge y Wegrich, 2014; Hupe y Hill, 2014; Lodge, Van Stolk, Batistella-Machado, Schweppenstedde y Stepanek, 2017). Dichas capacidades tienen que ver con la habilidad de los funcionarios tanto para entregar (deliver) los bienes y servicios públicos bajo su responsabilidad (cuando se trata de áreas de servicio), como para asegurarse de que los mandatos de sus organizaciones se cumplan según lo esperado (cuando se trata de áreas reguladoras). Así, de nuevo estamos frente a problemas de implementación que lo mismo preocupan a los grandes tomadores de decisiones (delivery top-down, por medio de unidades de gestión del cumplimiento u oficinas de centro de gobierno), que a los burócratas en trato directo con usuarios y regulados (delivery bottom-up, por medio de mejores capacidades de servicio y regulación).
Como puede notarse en este rápido recuento de trabajos y áreas de discusión de la última década, no pareciera haber un hilo conductor claro que nos permita hablar con certeza de una cuarta generación de estudios sobre implementación. Si acaso, el denominador común de estas literaturas es la riqueza y pluralidad de sus intereses. Lo que sí es posible notar es que, en la mayoría de los casos, se trata de esfuerzos menos preocupados por atender unos criterios específicos de progreso en el campo de estudios, que por seguir construyendo marcos teórico-analíticos, conceptos y análisis empíricos para entender mejor los procesos de implementación. Son también un conjunto de trabajos que apenas están surgiendo y que, por lo tanto, habrá que seguir de cerca para valorar si realmente constituyen aportaciones importantes en el mediano plazo. Sin embargo, lo que sí dejan en claro es que, a pesar de tantos años de investigación en la materia, la implementación sigue ocupando un lugar importante en las agendas académicas y profesionales de la administración y las políticas públicas.
Conclusiones
Este capítulo ha tratado de brindar una visión panorámica de los estudios de implementación de los últimos 45 años, desde las discusiones pioneras de Pressman y Wildavsky hasta algunas de las aportaciones más recientes en la literatura especializada. Sin tratar de ser exhaustivo ni demasiado esquemático, el texto ha introducido algunos de los principales autores y preocupaciones de este campo. En particular, se han sintetizado las tres generaciones de debates más conocidas y se ha discutido si actualmente está surgiendo una cuarta generación de estudios en la materia. Con todo ello, el capítulo ha mostrado que, si bien sería difícil pensar que contamos con una gran teoría de la implementación, el tema no ha perdido ni actualidad ni importancia con el paso de los años.
Para quienes se interesan en estudiar los procesos de implementación, este capítulo ofrece algunas pistas sobre los enfoques, los temas y los conceptos que pudieran guiar futuras discusiones teóricas o análisis empíricos detallados. Existe una amplia variedad de puntos de entrada al estudio de la implementación: de las perspectivas más jerarquizadas a las más horizontales, de las más formalizadas a las más actitudinales, de las experiencias concretas a los análisis comparados. Así, en realidad no hay una sola forma de estudiar la implementación, ni tampoco una que pueda considerarse mejor o más relevante. Sobre todo en regiones como la nuestra, lo interesante sería ver cómo la diversidad de marcos y preguntas de investigación aquí reseñados pudieran emplearse para entender mejor nuestros propios procesos de implementación. Sería, además, interesante conocer en qué medida las variables de la realidad político-administrativa latinoamericana, como los altos niveles de corrupción, la desconfianza en las instituciones públicas, las capacidades administrativas limitadas, los esquemas disfuncionales de relaciones intergubernamentales, o los poderosos grupos de interés, entre otros, vuelven aún más compleja la implementación de políticas y programas públicos (Cejudo, Pardo y Dussauge, 2019). Dicho eso, también sería muy valioso conocer si en nuestros países existen algunos otros factores que, por el contrario, hayan servido o estén ayudando a desarrollar exitosos procesos de implementación.
Por último, para quienes se preocupan por las dimensiones prácticas de la implementación, el capítulo probablemente no les ofrece un listado de recomendaciones o buenas prácticas que puedan ser empleados de forma inmediata. De hecho, aun cuando cada vez son más comunes las guías de implementación en todo el mundo, resultaría casi imposible delinear los principios de la buena implementación para todo momento y todo lugar. Cada programa y cada política son distintos y responden, además, a diversos contextos político-administrativos. En ese sentido, las respuestas en torno al proceso de implementación ideal dependerán de las preguntas planteadas por cada situación particular. Sin embargo, lo que sí podemos aprender de la literatura es que, aun cuando la implementación perfecta es imposible, la implementación fallida no tiene por qué ser un destino ineludible.
Hoy en día, sabemos que pensar en clave de implementación implica tomar en cuenta consideraciones de política pública –los vínculos entre diseño e implementación y el tipo de instrumentos a emplear según las circunstancias–, consideraciones temporales–los periodos de ejecución, las fases y las secuencias–, consideraciones espaciales –los ámbitos geográficos a tomar en cuenta y las poblaciones a atender–, consideraciones políticas –los intereses involucrados, los conflictos potenciales y los grupos opositores o de apoyo–, consideraciones sociales –las actitudes de los servidores públicos y las expectativas de los beneficiarios–, consideraciones administrativas –las capacidades institucionales y la distribución de recursos– y consideraciones de gestión –las redes de apoyo, los procesos de coordinación y el uso del monitoreo–. Así, implementar implica alcanzar objetivos, productos, efectos concretos; pero también supone administrar un proceso de ensayo y error, de aprendizaje y adaptación. Al mismo tiempo, implementar implica gobernar, legitimar y asegurar la sustentabilidad político-administrativa de las decisiones públicas. Todo ello, nada más, nada menos.