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4. Alemania. Notas sobre su historia anterior a 1914

El fin del Sacro Imperio Romano Germánico (1806)

Alemania fue la última nación de Europa en alcanzar la unidad, junto con Italia y por motivo similar: por su vinculación con la Cristiandad medieval, con el Sacro Imperio Romano Germánico. Troceada tras la paz de Westfalia (1648) en más de 300 principados, aún mantuvo cierta unidad, más simbólica que efectiva, por el reconocimiento del Imperio –del Reich– sustentado en la persona de los sucesivos Habsburgo austriacos.

Pero, finalmente, Napoleón Bonaparte, tras su decisiva victoria en Austerlitz (1805), derriba el Sacro Imperio en 1806. Concibe sustituirlo por un nuevo Imperio Romano, hereditario y ya secularizado. Crea en la mitad Sur de Alemania 16 principados, separados del Reich, dependientes de él (entre ellos Baviera, Würtemberg, Baden...), a modo de tapón territorial para proteger a Francia de Austria y de la emergente potencia de Prusia que durante el XVIII ha extendido su dominio sobre la mitad norte de Alemania, incluida la católica Renania, en su larga disputa con Austria por la hegemonía en el futuro mundo germánico unido63.

Tras la derrota de Napoleón, Metternich logra contener a la expansiva Prusia; la hace volver a los límites anteriores a 1795. Un tanto volteriano y nada romántico, es contrario al despertar de las nacionalidades. Pero, a partir de entonces, época del gran despegue del romanticismo, crece entre las élites sociales alemanas un sentir nacionalista y liberal que ve en Prusia, aunque tan militarizada y poco filoliberal, la fuerza capaz de llevar al mundo germánico hacia su unidad.

Momento de alza del espíritu nacionalista germánico, impulsado por sus élites liberales, fue el de la Revolución de 1848, que a continuación de la de París surge en distintas capitales europeas. En Frankfurt se reúne entonces la Dieta de diputados para lograr la unidad alemana. Adoptan como bandera nacional la tricolor negro, rojo y oro. Alcanzan algunos acuerdos para suprimir aduanas entre principados, pero no van más allá. No les apoyan los príncipes de la cuarteada Alemania. Tampoco la corona de Prusia, a la que apelan los nacionalistas germanos (como en Italia los notables de Risorgimento a la dinastía de los Saboya), estará durante tiempo interesada en levantar la bandera de la unidad nacional64.

La Guerra Franco-Prusiana (1870-71), medio para la unidad

Será Bismarck (1862-90), el poderoso político prusiano de tanta trascendencia histórica, que no sentía simpatía alguna por el nacionalismo germánico –“¡qué me importa Alemania, sólo Prusia!”65– quien tome la decisión de emprender el camino hacia la unidad. Entiende que, para que Prusia tenga la hegemonía en la futura nación unida, ha de ponerse al frente del movimiento unitario. Desde joven, entusiasta de Spinoza (la Ética era su lectura preferida66, que más adelante conciliará con un fideísmo pietista seguramente sincero), anuncia con años de antelación que la unidad se alcanzará, pero a un enorme precio: “a hierro y sangre”67; es necesario que así sea.

Con esta convicción, “el canciller de hierro” hace emprender tres guerras seguidas, que costarán “cientos de miles” de vidas68: contra Dinamarca, para arrebatarle el territorio de Schleswig (1864); contra Austria, para eliminarla de la competencia por la dirección del mundo germánico (lo que logra con la victoria de Sadowa en 1866); y finalmente, en 1870, contra Francia. Personalmente no sentía aversión alguna hacia el pueblo francés69, pero entendía que la guerra era el medio necesario para unir a los alemanes. Había que unirlos creando un enemigo común, pues una parte muy importante de ellos, sobre todo los católicos, nada dispuestos a ser gobernados desde el luterano Berlín, preferían a Viena al frente de la unidad. La astuta provocación de Bismarck a Napoleón III hace que éste declare la guerra a Prusia y aparezca ante el pueblo alemán como el injusto agresor. La gran derrota militar de Francia en 1871 lleva a la proclamación en Versalles del Segundo Reich: de la Alemania histórica reunificada, aunque sin Austria, y recrecida con la anexión de Alsacia y parte de Lorena, de mezcla de poblaciones galas y germanas70.

Repercusiones en la Iglesia de la recién lograda unidad alemana

Ya antes del triunfo alemán de 1871, en cuanto las tropas francesas protectoras de la Roma papal han de partir para defender la propia patria, el gobierno italiano se apresta a tomar por la fuerza la urbe pontificia (septiembre de 1870) y consumar así la unidad nacional71.

Después de la victoria sobre Francia en 1871, el luteranismo de la corte de Berlín y las corrientes políticas liberales se aúnan para crearle enormes dificultades a la Iglesia católica en Alemania, pero de las que saldrá muy fortalecida. Bismarck entendía que la persistencia del catolicismo en Alemania (aprox. un 35%) había de ser un factor de división de la nación, y que el Estado debía restringirlo. Pronto decide emprender la llamada “lucha por la cultura” (la Kulturkampf).

Apoya a Bismarck en la Kulturkampf el partido de la oposición liberal-nacional. Hace aprobar en 1873 un conjunto de medidas de claro sentido antieclesiástico (“las leyes de mayo”) por las que comienza expulsando de Alemania a los jesuitas, redentoristas y paules. Contra los jesuitas habían sido presentadas al gobierno numerosas denuncias de los viejos católicos, de la liga protestante y de muchos grupos nacional-liberales72. Todos los centros de formación de sacerdotes son sometidos por ley al control del Estado, y éste se arroga el derecho de vetar cualesquiera nombramientos eclesiásticos. Los obispos prohíben enseguida al clero y seglares toda cooperación para aplicar tales normas73.

En 1875, son suprimidas todas las órdenes y congregaciones religiosas. La firme respuesta de los católicos alemanes, por una parte, y la necesidad que pronto tiene Bismarck de su apoyo político ante el fuerte avance del socialismo, le hace desistir en los años 1878-79 y llegar a un acuerdo con el papa León XIII por el que cesa la legislación anticatólica74.

Proyección internacional de la Alemania reunificada

El Imperio recién restaurado (el Segundo Reich) se configura como una monarquía federal, presidida por el emperador –el kaiser, entonces Guillermo I (1871-88)-, y en la que subsisten los 22 estados monárquicos, que conservan sus soberanos, gobiernos y cámaras legislativas, con ciertas importantes competencias, aunque no la del ejército ni asuntos exteriores.

Por su victoria sobre Francia, Alemania se convierte en la primera potencia continental con diferencia, lo que contraría a Inglaterra que tradicionalmente ha impedido que sobresalga alguna nación del continente y ha favorecido que otra la equilibre o contrapese. Bismarck (1862-90), que hasta 1871 había defendido la necesidad de las guerras, se convierte desde entonces en el gran impulsor de la paz internacional, y en el árbitro supremo en los distintos conflictos. Como nuevo Metternich convoca los Congresos de Berlín para solventar los más graves litigios de la época: el de “el polvorín balcánico” y el del gran reparto colonial de fin del XIX.

Bismarck temía ante todo a sus dos poderosos vecinos. Con Rusia trata de mantener la vieja buena relación, y a Francia intenta no provocarla para un desquite o revancha de la derrota de 1870-71. Pero el empeño conllevaba enormes dificultades. Con tal fin Bismarck (1862-90) teje distintas alianzas internacionales; en primer lugar, con Austria. Contra ella (en la guerra de 1866), y sin ella (en Versalles en 1870), se había hecho la unidad alemana. Pero ahora desea convertir a Austria en su gran aliado. El siguiente será Rusia, lo que lleva en 1882 al llamado tratado de mutua defensa de “los tres emperadores”, suscrito en gran parte ante la deriva del Occidente liberal hacia el socialismo y el anarquismo. Pero Rusia no acoge el tratado sino con grandes reservas por el apoyo que Alemania da a la expansión de Austria-Hungría hacia el Sudeste, hacia los Balcanes y las tierras del Danubio, donde minorías nacionalistas contactan con San Petersburgo para que les proteja y promueva el eslavismo.

Bismarck, siempre muy pragmático, toma numerosas precauciones para que la hegemonía alemana no soliviante a las grandes potencias. Por ello, no quiere entrar en el reparto colonial, o al menos de manera significada, para evitar fricciones con Inglaterra y Francia, ni que en ésta persista un espíritu de revancha por su reciente derrota.

Pese a la difícil relación de Alemania con Rusia, Bismarck logra de una u otra manera no llegar a la ruptura. Pero al acceder en 1888 al trono Guillermo II, éste y sus consejeros dejan de tener la preocupación por la tradicional buena relación con Rusia. Bismarck, en total desacuerdo, dimite en 1890. Con la perspectiva que dan los hechos posteriores (la alineación en 1914 de Rusia en la guerra mundial junto a Francia e Inglaterra) se percibe la trascendencia de la soledad política internacional en que así había quedado Rusia. Ante ello, la gran potencia autocrática rusa, llega en 1893 a la decisiva alianza –entonces asombrosa– con la Francia republicana y revolucionaria, propiciada por otra parte por las grandes inversiones de capital francés para el ingente desarrollo industrial del país que entonces promovían los grupos reformistas de la monarquía zarista.

Otra alianza asombrosa de la época fue la de Italia en 1882 con su secular enemiga Austria. Fue provocada por la entrada en Túnez de tropas francesas para ampliar la expansión colonial gala por el norte de África. En Túnez trabajaban entonces unos 50.000 italianos, y el gobierno de Roma tenía previsto tomarlo como colonia propia. El decidido y abierto apoyo de los gobiernos austriaco y alemán al proyecto italiano condujo a aquel tratado secreto de mutua ayuda en caso de agresión por Francia, que fue renovado sucesivamente casi hasta la misma Primera Guerra Mundial. Pero al estallar ésta, Italia opta por la neutralidad, y en mayo de 1915, por el tratado de Londres, entra en la guerra junto a la Entente, muy presionado el gobierno de Roma por los grupos nacionalistas (muy significado el de Mussolini) que reclaman de Austria la entrega a Italia del Tirol y de parte de Dalmacia (las tierras irredentas).

El nuevo kaiser, Guillermo II (1888-1918), que no comparte las prudencias de Bismarck, proyecta, acorde con una amplia nueva generación pangermanista, hacer de su país el eje del mundo. Apoyado en su potencia económica y militar, provoca sin mayor necesidad una serie de conflictos internacionales, casi sólo acompañada por Austria (y pronto por Turquía y Bulgaria). A estos riesgos externos para la continuidad del II Reich se suma el gran crecimiento de la oposición socialista, que en 1912 llega a convertirse en el primer partido del parlamento, que se declaraba internacionalista y pacifista a ultranza.

La división de los partidos alemanes en el Parlamento (el Reichstag) en los años inmediatos anteriores a la guerra mundial hacía muy difícil llevar adelante una política internacional prudente. El propio kaiser se percata ya del enorme peligro de tener que hacer frente a una gran coalición internacional, y trata en vano en 1912 de que Inglaterra, temible por su poderío naval, se separe de la Entente con Francia y Rusia75.

Discuten los historiadores sobre la adhesión o no de la población en los momentos previos a la ya previsible guerra. No había un sentimiento antifrancés como en 1870, pero fue seguramente el penoso recuerdo en los medios populares de los ejércitos rusos en la Guerra de Siete Años al invadir a Alemania por el Este de Prusia lo que en 1914 motivó, al conocerse la orden rusa de movilización de su inmenso ejército, la rápida gran adhesión popular. Ni los socialistas se proclamarán ya “internacionalistas” salvo en contadas excepciones76.

“El júbilo fue general –comenta la historiadora inglesa Mary Fulbrook– , y gran cantidad de alemanes marcharon hacia el frente [con] entusiasmo; incluso, un número importante de socialistas apoyó el esfuerzo militar, por lo menos oficialmente, y sólo una minoría de la delegación del Reichstag se opuso a la decisión de aprobar créditos para la guerra”77.

63 Cf. VC2, 256-259; LF, 312-355

64 Cf. LF, 359-367; VC2, 292-299; FZ, 97-104, 145s; 200-203

65 LD, 76

66 Cf. LD, 25s

67 Cf. LD, 169, 193, 396s

68 Cf. LD, 91

69 Cf. LF, 397

70 Cf. FZ, 207-209; VC2, 356-358; LF, 385-412; Aps5, 338s

71 Cf. VC2, 346s; FZ, 190-200

72 JD8, 80

73 “Así –señala Rudolf Lill (cf. JD8, 83s)– los directores de seminarios rechazaron la inspección estatal, los estudiantes de teología se negaron a someterse al examen de Estado, los obispos nombraron párrocos, haciendo caso omiso de las leyes de mayo. El Estado reaccionó clausurando la mayoría de los seminarios”.

74 Cf. JD8, 67-93

75 Cf. VC2, 346-358, 437-444, 458-460; FZ, 207-209, 279-286, 372-384

76 Cf. LF, 449s

77 Cf. FL, 210s

5. Austria-Hungría. Notas sobre su historia anterior a 1914

El Imperio, católico en su cabeza, integrado por una multitud de pueblos

La derrota de los Habsburgo al término de la Guerra de Treinta Años (1648) redujo el influjo de Austria en el centro de Europa (sede del histórico Sacro Imperio), pero se extenderá hacia el Sudeste. A partir de la gran victoria de 1683 sobre los turcos que sitiaban Viena, los ejércitos del gran general Eugenio de Saboya avanzan por los Balcanes y son recibidos por las poblaciones, mayoritariamente cristianas, como los liberadores del dominio islámico turco78.

Metternich consigue para Austria en el Congreso de Viena (1815), tras la definitiva victoria sobre Napoleón, un sólido imperio en el corazón de la Alemania meridional a cambio de ceder algunos territorios y enclaves dispersos (como Bélgica); y en Italia, consigue el directo dominio de la Lombardía y el Véneto, y el indirecto de Parma, Módena y la Toscana, entregados a príncipes austriacos79.

La revolución de 1848

Iniciada en París, afecta pronto a gran parte de Europa y muy en particular al Imperio Austro-Húngaro. En Viena, al llegar la noticia de la revolución en París, la juventud burguesa se manifiesta por las calles. La revolución se extiende; el gobierno, atemorizado, hace dimitir a Metternich; y el emperador y la corte se refugian en el católico Tirol (en Innsbruck). Si en Viena tiene la revolución liberal un acento más jacobino que romántico, en los tan dispares territorios del Imperio –multiétnicos y multiconfesionales– tiene más un carácter, creciente entre sus élites, romántico y nacionalista. Pero, el mismo hecho de la disparidad del Imperio actúa de freno de las disidencias, enfrentadas ahora entre sí, lo que las lleva a reconsiderar a la vista de los hechos que más les vale volver a la unidad del Imperio. Antes de finalizar el año, el ejército acaba con las sublevaciones, abdica el monarca, y le sucede Francisco José, cuyo largo reinado llega hasta 191680.

El factor decisivo de la unidad y cohesión del Imperio dirigido por el Austria católica81 era siempre la misma persona del emperador. De manera muy acentuada sucederá esto con Francisco José que, como gran padre de familia, venerado y querido por sus tan diversos pueblos, presidirá durante casi 70 años (1848-1916) la monarquía en la que conviven más de veinte etnias de cinco religiones distintas82.

La revolución de 1848, con notable apoyo de Inglaterra, llegó también a Italia: a Nápoles, los Estados Pontificios, los dominios austriacos del Véneto y la Lombardía, y al reino del Piamonte. En Turín, al conocerse el estallido de la revolución en Viena, los liberales piamonteses impulsan al rey Carlos Alberto (1831-49) a levantar bandera en pro de la unidad italiana, ya no por medio de una república como pretende Mazzini, sino presidida por la dinastía de los Saboya. Carlos Alberto declara entonces la guerra a Austria con el propósito de convertirla en la gran causa nacional, pero sus tropas son gravemente derrotadas en Custozza83.

Concordato de 1855 con la Santa Sede

Pese a la poderosa burocracia estatal de Viena, que considera decisivo para la pervivencia del Imperio mantener vigente el josefinismo del XVIII (la soberanía del Estado sobre la Iglesia), Metternich, a partir de 1830, evoluciona de su anterior actitud para con la jerarquía de la Iglesia un tanto displicente y volteriana. Propicia sucesivos acuerdos con la Santa Sede para no enfrentar la legislación civil al derecho canónico eclesiástico. El abad Joseph Rauscher (1797-1875), formado en la escuela ultramontana del redentorista san Clemente María Hofbauer, fue el mediador decisivo en aquellos difíciles tratos y gestiones que alcanzarán su plenitud con el Concordato de 185584.

El nuevo emperador Francisco José, declarado católico fiel a la Santa Sede, acoge con gozo el Concordato. Entiende, a diferencia de sus políticos josefinistas y proliberales, que es un gran bien para la cohesión de su extensa monarquía, en la que la fe católica es mayoritaria, además de en Austria, en importantes partes muy dispares (la Galitzia polaca, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia, Venecia, la zona ucraniana de los uniatas...)85.

Apoyo de Napoleón III a la causa de la unidad italiana

Tras el fallido intento del Piamonte de vencer por las armas a Austria con ocasión de la Revolución de 1848, estallada también en Viena y extendida a parte de su Imperio, el gobierno de Turín vuelve a intentarlo diez años después. El primer ministro italiano, Cavour, en su encuentro secreto con Napoleón III en Plombières (1858), ofrece a Francia la parte francófona de su reino –Niza y la Saboya– a cambio de su ayuda militar. Los aliados franco-piamonteses vencen a los austriacos en Magenta y Solferino, pero Napoleón, temeroso de perder el apoyo de los católicos franceses, desiste pronto de proseguir la guerra y firma por separado con Austria la Paz de Villafranca para gran disgusto de Cavour y humillación del Piamonte que por sí solo es incapaz de afrontar a los ejércitos austriacos. No obstante, por esta paz Austria cede al Piamonte la Lombardía, a la vez que conserva el Véneto y sigue tutelando a los príncipes italianos adictos.

Cavour muda entonces de táctica. A partir de 1860 promueve por toda Italia manifestaciones antiaustríacas y de adhesión al Piamonte. Las poblaciones de Toscana, Parma, Módena y las Legaciones (territorio de los Estados Pontificios) votan la anexión al Piamonte. Y en el Sur de Italia, bajo mano, apoya Cavour al republicano Garibaldi que con sus camisas rojas se apodera de Sicilia y Nápoles, pero por breve tiempo, pues Cavour envía su propio ejército piamontés a hacerse cargo de la situación. Pronto, vencida la resistencia armada de los partidarios de Francisco II de Nápoles, se tienen plebiscitos de los que resulta también la adhesión del Sur italiano al Piamonte. En Turín no aguardan a más: en 1861, recién fallecido Cavour, el parlamento proclama la creación del reino de Italia. En 1866, tras la derrota de Sadowa (Königratz), Austria se desprende del Véneto y es incorporado a Italia86.

Ya no le resta a la unidad italiana para consumarla más que la toma de Roma. Se demora un tiempo por la protección del ejército francés que mantiene Napoleón III en los Estados Pontificios, pero al estallar la guerra franco-prusiana en 1870 ha de marchar. La fuerza militar italiana pronto toma la capital. Fue un hecho –el de la cuestión romana– de enorme trascendencia para la Iglesia –como se ha señalado en los anteriores Apuntes 587– , que a la inmediata afectó ante todo al pontificado de León XIII, y que, como veremos, alcanzará una conveniente solución con los Pactos de Letrán en 192988.

Unidad y diversidad del Imperio Austro-Húngaro

Antiguos fuertes lazos ligaban a Austria con Hungría por la intervención salvadora de ésta en 1740 del trono de María Teresa, acosada con sólo 23 años diplomática y militarmente por media Europa por no serle reconocido el derecho a suceder a su padre Carlos VI. En especial, la oposición internacional a María Teresa era dirigida por el gobierno francés de Luis XV que veía la gran ocasión de acabar con Austria y los Habsburgo89.

A partir de 1867, el Imperio Austro-Húngaro es configurado como tal al conceder Francisco José a los húngaros una gran autonomía para gobernar la parte oriental del Imperio. Pese a ello, y al gran desarrollo económico en la época de la “monarquía del Danubio”, resurge el problema de las nacionalidades; sobre todo, el de la checa, disgustada con ser gobernada por Hungría, que trata de magiarizar su parte del Imperio. Con similares criterios, el gobierno de Viena, sobre todo cuando lo dirigen los liberales, espera reforzar la unidad de la monarquía dual germanizándola, tanto en la administración, como en la escuela, el ejército... El resultado fue el contrario al augurado90.

Limítrofes del Imperio Austro-Húngaro eran la independiente Rumanía y el llamado “avispero balcánico”: Serbia, Bulgaria, Grecia..., en que se padece, en cambio, una gran inestabilidad. Son Estados nuevos, nacidos a medida que los pueblos balcánicos logran liberarse del duro dominio turco, pero que sufren graves convulsiones internas y guerras entre ellos. Poco antes de estallar la Primera Mundial se tuvieron casi seguidas las tres guerras balcánicas. Son pueblos que no logran salir del caos, y sobre los que sobrevuelan los intereses encontrados de las grandes potencias; en especial, los de Austria y Rusia (ésta se sirve del paneslavismo para influir en la zona); y por otra parte, los de Inglaterra, que sostiene al “hombre enfermo” (al decadente Imperio turco) para que mantenga el control de los Estrechos que cierran la salida de las flotas rusas del Mar Negro al Mediterráneo91.

El atentado de Sarajevo (junio de 1914)

En este contexto, sucede en junio de 1914 el asesinato en Sarajevo por un nacionalista serbio del heredero del trono austro-húngaro, Fernando de Habsburgo, sobrino del anciano emperador Francisco José (1848-1916). Fue el desencadenante de la Primera Guerra Mundial, de inmensas consecuencias. El atentado no conducía irremisiblemente a la guerra, pero a ella se llegó (ver Tema 12)92.

78 Cf. VC1, 393-395

79 Cf. FZ, 104; VC2, 292-299

80 FZ, 146-150; VC2, 337

81 En tanto que la monarquía era católica, y pese al josefinismo de sus burocracias y políticos liberales, no elevaba las realidades inmanentes al mundo –la raza, la lengua, la clase social de cada cual...– a la condición de absolutas. Los problemas vendrán sobre todo por la presión del liberalismo vienés que pretende imponer la lengua germana para todo el imperio.

82 Es muy sugerente al respecto el prólogo de François Fetjö a su obra Requiem por un imperio difunto. Historia de la destrucción de Austria-Hungría (Ediciones Encuentro, Md 2016). El autor, judío húngaro, intelectual exmarxista, expone cómo pueblos tan diversos –de más de veinte nacionalidades y cinco distintas religiones– han convivido durante más de 200 años sin necesidad de una tiranía que los una, y que en cambio la eclosión de los nacionalismos profesados por sus dirigentes deshace al advenir la Primera Guerra Mundial (1914-1919) aquella unidad histórica. Los tratados de paz firmados a continuación de la tremenda contienda crearon enorme inestabilidad y vacío en todo el Centro-Este europeo, luego trágicamente tratado de llenar durante unos breves años por el nazismo de Hitler, y después por el comunismo de la Unión Soviética, persistente casi 50 años a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). E inconmensurable fue, desde luego, el daño a la Iglesia católica por la desaparición de la monarquía austrohúngara, como no dejaron de expresar en especial los papas de la época (Benedicto XV, Pío XI y Pío XII).

83 Cf. FZ, 144s; VC2, 334s

84 Cf. JD7, 536-538

85 Cf. JD7, 701

86 Cf. FZ, 196-200; VC2, 346s, 353

87 Cf. Aps5, 345-347

88 Cf. FZ, 199s; VC2, 432-434, 551

89 Cf. VC2, 32-34; DM, 393s

90 Cf. VC2, 459s; DM, 444-447

91 Cf. VC2, 468-470; FZ, 405-407

92 Cf. VC2, 491-494; FZ, 403-410

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