Kitabı oku: «Adónde nos llevará la generación "millennial"», sayfa 2

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En la conclusión me deslizo más allá de los datos presentados en este libro. Vuelvo a la pregunta sobre la revolución de género. ¿En qué punto se encuentra el género en la actualidad? Sostengo que es posible que la generación millennial quiera transformarlo, pero su enfoque de hacerlo desde la individualidad puede obstaculizar su efectividad. Termino con una proyección y un consejo sobre lo que espero que hagan con la estructura de género. Espero que la desmantelen. Sigue leyendo para entender por qué.

1 Según un informe del Pew Research Center (2015), muchas/os millennials no están de acuerdo con esta etiqueta dada a su generación por académicos y especialistas en marketing. Solo el 40 % aceptan esta denominación generacional. Aun así, es la palabra con la que se designa a su generación y utilizaré el término para referirme a esta.

2 En castellano utilizamos morfemas diferenciados para distinguir los adjetivos masculinos de los femeninos. Dado que en este texto se alude reiteradamente a la clasificación de verdaderas/os creyentes, oscilantes, innovadoras/es y rebeldes y con la intención de no sobrecargar la lectura, haremos uso de distintas estrategias inclusivas para referirnos a las personas que forman parte de la muestra relativa a estas categorías analíticas (nota de la traducción).

3 Utilizamos el femenino en referencia a las personas. Entre el grupo de rebeldes encontramos a las personas no binarias que no se reconocen en categorías dicotómicas (N. de la T.).

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El género en tanto que estructura social

Si queremos entender lo que es el género para la generación millennial, primero debemos estar de acuerdo en cómo conceptualizamos la idea de género.1 En este capítulo presento una forma de pensar el género que va mucho más allá de la identidad personal, me refiero al género en tanto que estructura social. Empezaré con un recorrido sobre cómo se ha entendido el género en el pasado, principalmente desde el punto de vista de la investigación en ciencias sociales. Mi contribución pretende sintetizar las aportaciones anteriores. Empiezo con una explicación de las teorías e investigaciones previas sobre género, para integrarlas después en una versión revisada del marco teórico sobre el que he trabajado durante la mayor parte de mi carrera.

Para iniciar este recorrido, haremos un breve repaso tanto de las primeras teorías biológicas que buscaban explicar las diferencias sexuales, como de aquellas que se encuentran en desarrollo. Después nos centraremos en las teorías que, desde la psicología, conceptualizan el género como un rasgo de la personalidad, fundamentalmente como algo que es propio de los individuos. Después de ello nos proponemos intentar comprender la pugna entre las diversas teorías sociológicas que se desarrollaron para cuestionar la presunción de que el género es simplemente una característica individual. Con este bagaje previo, me aproximo a los enfoques integrativo e intersectorial, que emergieron hacia finales del siglo pasado, incluido el mío propio. A pesar de la interdisciplinariedad –a menudo contradictoria– de las investigaciones publicadas en las últimas décadas, es posible identificar una narrativa coherente que da cuenta de una comprensión cada vez más sofisticada del género y de la desigualdad sexual. La investigación en género constituye, en muchos sentidos, un estudio de caso que ilustra el método científico. Cuando la investigación empírica no confirmaba las premisas teóricas, estas se revisaban, se contextualizaban e incluso a veces se descartaban, lo que daba origen a nuevas teorías. En este capítulo trazaremos ese recorrido. Finalizaré aportando mi propia contribución, un enfoque integrador y multinivel que entiende el género en tanto que estructura social con consecuencias para los sujetos individuales, para las expectativas que se generan en la interrelación con las otras personas, así como para las instituciones y organizaciones (Risman, 1998; 2004; Risman y Davis, 2013). Usaremos mi marco teórico a lo largo de este libro para intentar entender adónde podría llevarnos la generación millennial.

LA EVOLUCIÓN DE LAS TEORÍAS BIOLÓGICAS SOBRE LAS DIFERENCIAS SEXUALES

Las endocrinólogas, profesionales de la medicina especialistas en la producción y regulación de las hormonas, han mantenido durante mucho tiempo que la masculinidad y la feminidad eran resultado de las hormonas sexuales (Lillie, 1939). William Blair Bell, ginecólogo británico, fue el primero en explicitar este supuesto en 1916, cuando escribió: «… la psicología normal de toda mujer depende del estado de sus secreciones internas, y a menos que sea impulsada por la fuerza de las circunstancias –económicas y sociales–, no tendrá deseo propio por abandonar su esfera normal de acción» (Bell, 1916: 129). Esta afirmación, al igual que otras sostenidas en aquella época, se centraba en las hormonas como factores limitantes solo de la vida de las mujeres, como si los hombres no fueran también seres biológicos. Con el auge de la ciencia, las conductas de género empezaron a ser justificadas por las hormonas sexuales en vez de por explicaciones religiosas (Bem, 1993), pero entonces la investigación reveló una mayor complejidad al demostrar que la mera existencia de hormonas sexuales en el cuerpo no permitía distinguir a los hombres de las mujeres, ya que ambos sexos segregaban estrógenos y testosterona, aunque en cantidades diferentes (Evans, 1939; Frank, 1929; Laqueur, 1927; Parkes, 1938; Siebke, 1931; Zondek, 1934). No es solo que los hombres y las mujeres tengan estrógeno y testosterona corriendo por sus venas, sino que estas hormonas tienen efectos mucho más allá del sexo o el género, ya que se encuentran, aunque no solo, en el hígado, los huesos y el corazón (Davis et al., 1934). La posibilidad de que las hormonas sexuales fueran la causa directa de las diferencias sexuales y solo de las diferencias sexuales empezó a ponerse en duda.

En un simposio celebrado por la New England Psycological Association se abordaron los nuevos avances en la investigación sobre la diferencia sexual (Money, 1965). Entre estos se incluía la sugerencia de que, durante la gestación, las hormonas sexuales generaban diferenciación cerebral. Es decir, que, durante el desarrollo fetal, las hormonas eran las responsables de dar forma a cerebros masculinos o cerebros femeninos; por lo tanto, las hormonas eran también responsables de las diferencias sexuales, aunque indirectamente (véase también Phoenix et al., 1959). Se comenzó a pensar que el cerebro era el responsable de la diferenciación sexual, así como de la orientación sexual y de las conductas de género (ibíd.).

Aunque los argumentos que justifican la diferenciación de los cerebros masculino y femenino se originaron hace mucho tiempo, recientemente asistimos a un resurgimiento de este tipo de investigaciones (Arnold y Gorski, 1984; Brizendine, 2006; Cahill, 2003; Collaer y Hines, 1995; Cooke et al., 1998; Holterhus et al., 2009; Lippa, 2005). A finales del siglo XX (véase el artículo de revisión de Cooke et al.) existía un gran consenso respecto a la diferencia existente entre el cerebro masculino y el femenino, pero no con relación a las consecuencias de esta disparidad. Algunas investigaciones concluyen que la exposición prenatal a andrógenos está fuertemente correlacionada con el comportamiento sexual arquetípico posnatal (Hrabovszky y Hutson, 2002; Collaer y Hines, 1995). En el siglo XXI, las teorías sobre el sexo del cerebro continúan manteniendo que este órgano es el eslabón intermedio entre las hormonas sexuales y la conducta de género. Los metaanálisis han hallado poca evidencia con respecto a la tesis de los hemisferios derecho e izquierdo para explicar las diferencias de sexo (Pfannkuche et al., 2009).

La investigación científica que aborda la diferenciación sexual de los cerebros no está exenta de crítica (Epstein, 1996; Fine, 2011; Fausto-Sterling, 2000; Jordan-Young, 2010; Oudshoorn, 1994). Por ejemplo, Jordan-Young (2010) llevó a cabo una revisión de más de 300 investigaciones sobre la diferenciación sexual del cerebro y entrevistó a algunos de los científicos que las habían coordinado, y sus conclusiones apuntan a que los estudios sobre la dis posición del cerebro son tan deficientes desde el punto de vista metodológico, que no cumplen los estándares mínimos de calidad de la investigación científica. Los estudios no son consistentes en sus conceptualizaciones de «sexo»,2 género y hormonas, y cuando se aplican los conceptos de uno de los estudios a otro, los resultados no son replicados.

Una deficiencia importante de las investigaciones sobre las diferencias sexuales en los cerebros humanos es que carecen de fiabilidad y dependen de definiciones y mediciones de los conceptos que no tienen consistencia. Además, muchas de estas investigaciones se basan en animales que, en principio, cabe pensar, tienen menos influencia cultural en sus vidas que la mayoría de las personas. Fine (2011) ha revisado un amplio espectro de estudios y metaanálisis, así como informes, que aportan poca evidencia científica, aunque sus autores afirmen lo contrario. Por ejemplo, cuestiona la afirmación de Brizendine (2006) de que los cerebros femeninos están configurados para mostrar una mayor empatía, y advierte de que la investigación que apoya esta propuesta incluye solo cinco referencias, de las cuales una se ha publicado en Rusia, otra está basada en autopsias y el resto no aportan datos comparativos por sexo. De manera similar, Fine argumenta que mientras que los datos de imágenes cerebrales muestran alguna diferenciación sexual en las funciones cerebrales, no existe ninguna evidencia de que el desempeño real de dichas funciones sea diferente. Muchas investigaciones sugieren que la mayoría de las diferencias respecto al sexo son específicas de grupos raciales o étnicos particulares, así como de clases sociales diferentes. Por ejemplo, sabemos que las habilidades que se entiende que presentan diferencias según el sexo, como por ejemplo las matemáticas, a menudo difieren de manera bastante evidente según la etnia y la nacionalidad.

En mi propia investigación (Davis y Risman, 2014) he explorado las afirmaciones que relacionan los niveles hormonales en el útero con el comportamiento de género a lo largo de la vida (Udry, 2000). Analizamos datos bastante inusuales que medían los niveles de hormonas fetales y luego medimos las hormonas, las actitudes y los comportamientos décadas más tarde, cuando el feto devino en niña y luego en mujer. Comenzamos esta investigación absolutamente convencidas de que los hallazgos previos de Udry (2000) resultaban totalmente inexactos debido a que las mediciones no eran válidas, pero nuestros resultados no fueron tan evidentes como para confirmar nuestras hipótesis de partida. Detectamos inexactitudes en la investigación previa, pero, a pesar de nuestras predicciones, identificamos relaciones estadísticamente significativas entre los niveles hormonales en el útero y la autopercepción de los rasgos de personalidad a los que a menudo se hace referencia como «masculinos» o «femeninos». Sin embargo, tales asociaciones fueron mucho menos significativas de lo que la investigación anterior había sugerido y mucho menos relevantes que los efectos combinados de las experiencias de socialización recordadas, las vivencias adolescentes y los roles sociales adultos.

Esta investigación ha fortalecido mi convicción de que necesitamos una explicación para el género que se sitúe en diferentes niveles, incluyendo la atención al nivel individual de análisis, de los cuerpos y la personalidad. En término medio, ¿cuántas mujeres son más empáticas? En primer lugar, cabe prever que se encontrará una enorme variabilidad entre los individuos; en segundo, hay que anticipar que el hecho de que la empatía sea una característica reconocida es algo socialmente determinado. Podríamos decir que el y la mejor profesional de la medicina es quien ofrece un mejor trato. ¿Será recompensado o recompensada por esta habilidad?

En una revisión exhaustiva sobre las aportaciones científicas sobre la diferenciación sexual, Wade (2013) explica que la ciencia del siglo XXI ha superado el debate naturaleza versus crianza. En un giro verdaderamente paradigmático, investigaciones recientes han demostrado que los contextos ambientales y sociales afectan a nuestros cuerpos de la misma manera que nuestros cuerpos afectan al comportamiento humano. El nuevo campo de la epigenética sugiere que un solo gen puede dar lugar a resultados impredecibles, y que las consecuencias de cualquier tendencia genética dependen de factores desencadenantes presentes en el entorno. Las investigaciones también sugieren que las experiencias ambientales, como la hambruna en una generación, se pueden detectar en el cuerpo de los nietos y nietas. De manera similar, aunque es posible que las hormonas fetales tengan algún efecto duradero sobre la personalidad, sabemos que la actividad humana también transforma la producción de hormonas. La testosterona aumenta según el estado en el que se encuentre el sujeto. Los hombres que compiten en deporte experimentan un aumento de su testosterona, pero este es menor cuando pierden (Booth et al., 1989; 2006). La testosterona disminuye cuando los hombres se involucran en el cuidado de niños/as pequeños/as (Gettler et al., 2011). Ahora sabemos que la plasticidad cerebral dura mucho más tiempo que el primer año de vida (Halpern, 2012).

En un libro reciente, Fine (2017) revisa incluso la literatura científica más actual sobre género y biología, y aborda el mito que denomina «testosterona rex», esto es, la asunción de que es precisamente el efecto de la testosterona en el cerebro masculino lo que convierte a los chicos jóvenes en hombres estereotipados y, por lo tanto, que la ausencia de esta hace a las chicas femeninas. La autora demuestra que, aunque no hay duda de que la testosterona afecta a los cerebros y los cuerpos, no es la fuerza motriz de la masculinidad competitiva; de hecho, insiste en que las mujeres pueden ser tan competitivas y arriesgadas como los hombres. En vez de ser la estructura hormonal del cerebro la que determina el comportamiento, son las actitudes arraigadas las que son difíciles de cambiar y las que constriñen a mujeres y hombres en su adaptación al nuevo mundo social. Fine argumenta convincentemente que el contexto social influye en nuestros cuerpos de la misma manera que nuestros cuerpos influyen en nuestro comportamiento. Una clara evidencia de ello es que el fuerte carácter sexista de las normas sociales frena la adaptación humana a la sociedad posmoderna, sea cual sea la estructura de nuestros cerebros.

Nuestros cerebros cambian cuando aprendemos nuevas habilidades, lo que lo convierte en un órgano tan social como el resto de nuestro cuerpo.

La sociología cuenta ahora con poderosos argumentos contra la naturalización de las premisas biológicas. Hallar pruebas sobre un posible aspecto biológico de la estratificación social ya no puede utilizarse para argumentar que se trata de algo natural u objetivo. Tampoco puede utilizarse para argumentar que es irreversible, incluso en una sola generación. La idea de que algunos rasgos de nuestra biología son prácticamente inmutables, difíciles o imposibles de cambiar, ya no resulta una posición defendible (Wade, 2013: 287).

Cualquiera que sea la forma como los factores biológicos influyen en el desarrollo humano, ahora sabemos que nuestro entorno social también influye en nuestra propia biología. La manera en que el potencial biológico se forma, se desarrolla y da significado también depende del contexto social.

LAS CIENCIAS SOCIALES DESCUBREN EL SEXO Y EL GÉNERO

Pocos científicos sociales se ocuparon de las cuestiones del sexo y el género antes de mediados del siglo XX, a pesar de que las activistas sociales de la Era Progresista lucharan por los derechos de la mujer. La sociología consideraba que la familia tradicional contribuía al buen funcionamiento de la sociedad (por ejemplo, Parsons y Bales, 1955; Zelditch, 1955) y se abordaban las cuestiones de género haciendo referencia a las mujeres en tanto que «corazón» de unas familias con «cabeza» masculina. Al mismo tiempo, la psicología (Bandura y Waters, 1963; Kohlberg, 1966) remitía a la teoría de la socialización para explicar cómo se podía entrenar a las niñas y los niños para que desarrollasen los roles socialmente apropiados como hombres y mujeres, maridos y esposas. Nadie parecía darse cuenta de que muchas familias pobres y de color no tenían madres que se quedaran en casa, sino que estas trabajaban para contribuir económicamente a la supervivencia de la familia. Más allá de la teoría de la socialización en los roles sexuales y la sociología de la familia, pocas investigaciones o textos teóricos se centraron en el sexo o el género, y casi ninguno lo hizo en la desigualdad entre mujeres y hombres antes de la segunda ola del movimiento feminista (Ferree y Hall, 1996). Por supuesto, entonces, este campo de estudio experimentó literalmente una explosión, tal vez debido al cambio en la composición demográfica de los/las científicos/as. A medida que las mujeres entraban en la academia, estas se interesaban más por la vida de las mujeres y se prestaba más atención a este aspecto, y, con el tiempo, el efecto del género se trató de manera más profunda (England et al., 2007).3 Si bien las mujeres todavía suelen chocar contra un techo de cristal tanto en la academia como en otras organizaciones, la investigación sobre la desigualdad de género avanza rápida y sólidamente.

CÓMO MEDIMOS LOS «ROLES SEXUALES» PSICOLÓGICOS Y POR QUÉ ESTO ES IMPORTANTE

Los intentos rigurosos de estudiar el sexo y el género coincidieron con la irrupción de las mujeres en la ciencia, así como con la influencia de la segunda ola del feminismo en las discusiones intelectuales. La psicología (por ejemplo, Bem, 1981; Spence Helmreich y Holahan, 1975) empezó a medir las actitudes de los roles sexuales utilizando las escalas que acostumbraban a usar en los test de personalidad y empleo (Terman y Miles, 1936). Estas medidas asumían que la masculinidad y la feminidad constituían puntos opuestos de una sola dimensión, por lo tanto, si un sujeto tenía «altos» índices de feminidad, necesariamente, según el diseño de la medición, tenía «bajos» índices de masculinidad (figura 1.1).


Fig. 1.1 Medida unidimensional del género.

Sin embargo, la investigación científica empezó a considerar que la representación de la feminidad y la masculinidad como polos opuestos no reflejaba de manera fiel la experiencia real de estas (Locksley y Colten, 1979; Pedhazur y Tetenbaum, 1979; Edwards y Ashworth, 1977). La evidencia cientí fica llevó a Bem (1993; 1981) a sugerir un nuevo enfoque del género que se ha convertido en modelo de referencia para las ciencias sociales; actualmente esta concepción se da tan por sentada que ya no se cita a la autora cuando se utilizan estos indicadores. Bem sugiere que la masculinidad y la feminidad son realmente dos dimensiones de la personalidad diferentes. Por ejemplo, un individuo puede ser muy masculino (lo que incluye ser eficaz, coherente, con estrategia) y también muy femenino (que implica el cuidado, la empatía, la afectuosidad). Las mujeres tradicionales serían muy femeninas y muy poco masculinas. Los hombres tradicionales serían muy masculinos y muy poco femeninos. Una mujer agresiva y perspicaz puntuaría bajo en feminidad y, en cambio, puntuaría alto en masculinidad, pero si también fuera cuidadora y afectuosa, puntuaría alto tanto en masculinidad como en feminidad. Lo nuevo en esta manera revolucionaria de pensar el género es que estos rasgos de personalidad se encuentran desvinculados del sexo de las personas que los detentan. Las mujeres puntúan en feminidad, pero los hombres también. Los hombres puntúan en masculinidad, y las mujeres también (figura 1.2).


Fig. 1.2. Masculinidad y feminidad como medidas independientes.

A todo ello le siguió una década de discusiones sobre los ajustes para utilizar y medir mejor esta nueva conceptualización (Bem, 1981; 1974; Spence, Helmreich y Holahan, 1975; Spence, Helmreich y Stapp, 1975; Taylor y Hall, 1982; White, 1979), lo que derivó finalmente en un consenso renovado. Muchos/as psicólogos/as optaron por combinar las dos escalas para medir la androginia, una etiqueta que se asignaba a hombres y mujeres que obtenían valores altos en ambas medidas. Se entendía que estas personas andróginas eran más flexibles y conseguían adaptarse mejor a una gran variedad de roles sociales. Connell (1995) nos ofrece una excelente visión general a propósito de la medición del género, con especial atención a las masculinidades. Podemos plantearnos preguntas sobre qué tipo de expectativas de género existen actualmente, cómo las aprende la gente y si se convierten en parte de la personalidad de hombres y mujeres.

La psicología reciente que apuesta por esta línea (Choi et al., 2008; Choi y Fuqua, 2003; Hoffman y Borders, 2001) sugiere que deberíamos abandonar el uso de los términos masculinidad y feminidad y pasar más bien a la descripción del concepto de personalidad. La escala denominada de masculinidad mide la eficacia, la agencia y el liderazgo, y la escala de feminidad mide el cuidado y la empatía. Quizá lo que deberíamos hacer es etiquetar estas medidas de forma descriptiva, tal vez como agencia y crianza. Aunque estoy de acuerdo en que este giro lingüístico constituye la vía que se debe seguir en el futuro, en este libro, siguiendo la tradición mayoritaria en las ciencias sociales, continuaré utilizando el lenguaje de la masculinidad y la feminidad. Sin embargo, en la conclusión, retomaré esta sugerencia e incorporaré a mi visión utópica esta crítica lingüística que permite disociar los rasgos de la personalidad de aquellas etiquetas que relacionamos directamente con categorías sexuales biológicas. Iré incluso más allá, al proponer que eliminemos también el género en tanto que estructura social.

El estudio de la masculinidad y la feminidad dejó de ser competencia solo de la psicología de la personalidad, ya que la psicología social, que investigaba los estereotipos, también se introdujo en este campo (Fiske, 1993; Deaux y Major, 1987; Heilman y Eagly, 2008). Los estereotipos pueden ser categorizados como descriptivos –simplemente representan con precisión lo que es– o prescriptivos –apuntan a lo que debería ser–.

Los padres que manejan estereotipos prescriptivos de género pueden influir en el desarrollo de las/os niñas/os para que se conviertan en este estereotipo. Así mismo, es cierto que en los departamentos de recursos humanos también se utilizan estereotipos que, en el caso de los trabajos tradicionalmente masculinos, colocan a las mujeres en una posición de desventaja (Ely y Padavic, 2007), así como a las que son madres cuando son estereotipadas como trabajadoras poco confiables. Fiske (2001) argumenta que, cuando no se controlan, los estereotipos dan origen a prejuicios que pueden mantener las diferencias de poder.

LA SOCIOLOGÍA SE INVOLUCRA: DESDE LOS RASGOS DE LA PERSONALIDAD A LA DESIGUALDAD

Cuando en sociología empezamos a prestar una seria atención al sexo y al género, nos guiamos por la psicología, que nos precedía, y nos centramos en las diferencias en la socialización de roles de género destinada a chicos y chicas durante la primera infancia (Lever, 1974; Stockard y Johnson, 1980; Weitzman, 1979). Lo que estudiaba la sociología era cómo se alentaba a aquellos bebés asignados a la categoría de hombre a participar de los comportamientos masculinos: se les ofrecían juguetes apropiados para niños, se les recompensaba por jugar con ellos y se les castigaba por actuar de un modo feminizado. A las bebés asignadas a la categoría de mujer se las animaba a participar de comportamientos femeninos, y solo utilizaban juguetes apropiados para niñas, tales como muñecas y hornos Easy Bake Ovens4 (Weitman et al., 1972). El resultado de esta socialización endémica es lo que propicia la ilusión de que el género se da de manera natural. Lo irónico de la situación es que estas sólidas prácticas de socialización consiguen que su producto final aparezca como libre elección de los individuos por una vida tradicional de género. Sin embargo, la presión social para ajustarse a los estereotipos, que es el proceso de socialización en sí mismo, constituye una forma de coerción lenta y sutil, así como de reproducción social de la desigualdad. Las primeras investigaciones feministas mostraron que la socialización femenina perjudica a las niñas (Lever, 1974), aunque incluso en la propia investigación se valoraban los rasgos masculinos por encima de los femeninos. Investigaciones más recientes (Martin, 1998; Kane, 2006; 2012) también estudian las formas en las que se interioriza el género. Martin (1998) ilustra cómo los cuerpos de los niños y las niñas se ven moldeados por las prácticas de los centros de preescolar. La investigación de Kane (2012) sobre la crianza de los hijos demuestra que, si bien para muchos padres es importante que sus hijos no tengan estereotipos de género, la mayoría de estos padres ponen límites a la libertad de sus hijos para proclamar su feminidad. La implicación de esta investigación sociológica, bastante diferente a la investigación psicológica discutida anteriormente, es la preocupación por cómo se produce el género a través de la interacción con los niños. La sociología centra su atención en cómo influyen las creencias estereotipadas en el desempeño de género apropiado y también en cómo los y las menores muestran determinadas conductas para evitar el estigma. Los niños y las niñas aprenden a ser responsables de desarrollar comportamientos adecuados de género. La similitud entre esta investigación sociológica y los estudios psicológicos reside en el supuesto de que al menos una de las claves para cambiar la desigualdad de género reside en centrarse en la formación de una nueva generación más libre.

Crítica a la teoría de los roles de género

Lopata y Thorne (1978) publicaron un artículo pionero convertido en referente en el que argumentaban que la sociología estaba ignorando las implicaciones problemáticas de usar la palabra rol en la formulación «rol de sexo o de género». La palabra en sí misma implica una complementariedad funcional entre las vidas masculinas y femeninas. La propia retórica del «rol» nos obliga a pensar en un conjunto de relaciones utilitariamente complementarias, pero vaciadas de las cuestiones de poder y privilegio. ¿Se nos ocurriría utilizar el lenguaje de los «roles raciales» para explicar la desigualdad entre blancos y negros en la sociedad estadounidense? También existen otros problemas con la retórica de los roles. El lenguaje del «rol sexual» presupone una estabilidad de comportamiento que se espera de mujeres y hombres, ya sea en el hogar o en el trabajo, ya sean jóvenes o mayores, de cualquier grupo racial o étnico (véanse Connell, 1987; Ferree, 1990; Lorber, 1994; Risman, 1998; 2004). ¿Cabe esperar que una abogada que se muestra audaz y agresiva en la sala del tribunal se comporte del mismo modo en la guardería o incluso en su casa? La revisión exhaustiva de Lorber (1994) sobre la investigación de género en el siglo XX demostró la inexistencia de un único rol para mujeres y hombres, ni siquiera en la sociedad estadounidense.

En sociología ya casi no se hace referencia a los roles de género. Kimmel (2008: 106) resume la postura contemporánea más extendida cuando afirma que «la teoría de los roles de género enfatiza en exceso la primera infancia como momento decisivo en el que se produce la socialización de género». Actualmente la sociología estudia el género más allá de los seres socializados. Cada vez que leo un artículo de una revista de sociología que utiliza el lenguaje de los roles sexuales o de género, me pregunto inmediatamente si el autor o autora está al día en el tema. En los trabajos de mi alumnado (y en los manuscritos que reviso) siempre tacho el lenguaje de los «roles» y sugiero un concepto más matizado y preciso. Mi esperanza es que nadie que lea este libro vuelva a cometer este error. No es que el concepto sociológico de «rol social» sea en sí mismo un problema, lo es la presunción de que existe un único «rol de género» en la sociedad estadounidense o en cualquier otra. No se espera que las mujeres se comporten de la misma manera como madres que como esposas, y menos aún como madres que como abogadas. Esto no significa que no existan expectativas de género en el mundo de la abogacía; de hecho, cuando las mujeres se comportan de un modo tan agresivo como lo hacen los hombres, les es más fácil ser aceptadas como buenas profesionales y, al mismo tiempo, se espera que esas mismas mujeres se comporten más contundentemente como abogadas que como madres o esposas. Las expectativas de género se dan para todos los roles sociales, pero no existe un «rol de género» que se aplique a las mujeres o a los hombres per se, ni ciertamente que opere para las mujeres y los hombres de diferentes razas, etnias y clases.

Críticas a la perspectiva académica de género como teoría de la mujer blanca

Desde los inicios de la segunda ola del feminismo, las mujeres de color han teorizado el género como algo más que una característica de la personalidad, poniendo el acento en cómo la masculinidad, la feminidad y las relaciones de género varían según las comunidades étnicas y las fronteras nacionales. Por ejemplo, Patricia Hill Collins (1990), Kimberlé Crenshaw (1989), Deborah King (1988) y Audre Lorde (1984) entienden el género como un eje de opresión que se interrelaciona con otros ejes de opresión, entre los que se incluyen la raza, la sexualidad, la nacionalidad, la capacidad, la religión y otros muchos. Las feministas de color cuestionan aquellas investigaciones y teorías que sitúan a las mujeres blancas de Occidente como «sujeto femenino universal», así como las teorías sobre la raza por situar a los hombres de color como el «sujeto racial universal». Nakano Glenn (1999: 3) describe esta situación así: «… las [m]ujeres de color fueron apartadas de ambas narrativas, invisibilizadas tanto como sujetos raciales, como sujetos de género». Del mismo modo, Mohanty (2003) critica a las feministas de la academia por presuponer, demasiado a menudo, que las mujeres del mundo occidental blanco representan a todas las mujeres y no integrar una perspectiva global en sus teorías.

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681 s. 20 illüstrasyon
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9788491348221
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