Kitabı oku: «Adónde nos llevará la generación "millennial"», sayfa 4
Haciendo queer la teoría de género
Las cuestiones sobre cómo se racializan los patrones de género, cómo varían según la nacionalidad, la sexualidad y la etnia, y cómo estos se experimentan culturalmente son ahora de interés central para la sociología de género. La teoría queer nos lleva un paso más allá del análisis interseccional. Aunque la sexualidad ha estado vinculada a la desigualdad de género desde el comienzo mismo de la segunda ola de teorías feministas (MacKinnon, 1982; Rich, 1980), la teoría queer va más allá al plantear que la sexualidad «es central para nuestra propia conceptualización del género». Butler (1990) sostiene que la «matriz heterosexual» y la heteronormatividad están inextricablemente entrelazadas con la desigualdad de género.
La heterosexualidad presupone que hay, y solo puede haber, dos géneros, y que «deberían» ser opuestos y atraídos el uno por el otro. Crawley et al. (2007) muestran cómo los cuerpos son generizados a través de los procesos sociales involucrados en la conversión del sexo biológico en género y bajo la presunción de que la normalidad requiere que los géneros opuestos se deseen mutuamente. Schilt y Westbrook (2009) mejoran nuestra comprensión sobre la heteronormatividad al examinar lo que sucede cuando las personas trans quiebran la supuesta consistencia entre sexo, género y sexualidad. En la sociedad estadounidense contemporánea, las personas transgénero presentan «genitales culturales» que les permiten «transitar» para ser aceptadas en sus lugares de trabajo. En la esfera pública, el «doing gender» se convierte en lo que entendemos por «sexo». De hecho, los hombres transgénero pueden beneficiarse del privilegio masculino en sus lugares de trabajo después de su transición (Schilt, 2011). Pero cuando las personas transgénero se encuentran en un ambiente más sexualizado o incluso privado, como un baño, a menudo se produce violencia y acoso.
De hecho, las mujeres trans a menudo son asesinadas en encuentros íntimos. Schilt y Westbrook (2009) sostienen que estas diferentes reacciones ante las personas transgénero muestran cómo el género y la (hetero)sexualidad están interrelacionados. Afirman que la desigualdad de género se basa en la presunción de dos y solo dos sexos opuestos, identificados únicamente por la biología. Sugieren lo siguiente:
Este sistema de sexo/género/sexualidad se basa en la creencia de que el comportamiento de género, la identidad sexual (hetero) y los roles sociales fluyen naturalmente desde el sexo biológico, creando atracción entre dos personalidades opuestas. Esta creencia mantiene la desigualdad de género ya que no se puede esperar que los «opuestos» –cuerpos, prácticas sexuales, sexos– cumplan los mismos roles sociales y, por lo tanto, puedan recibir los mismos recursos (2009: 459).
Westbrook y Schilt (2014) van más allá al sugerir que hay dos procesos simultáneos involucrados en la construcción del género, uno «haciendo género» y otro «determinando el género». Sostienen que la definición del género se hace tanto en la interacción como a través de la política social y la legislación. En la sociedad contemporánea se suelen aceptar las reivindicaciones en torno a la identidad de género en los espacios públicos, pero cuando se afirma que un género no es consistente con el sexo biológico atribuido al nacer, a menudo se producen «temores públicos» y se invoca el criterio biológico. Estas «facturas de baño»,7 que exigen a las personas transgénero que usen el baño que prescribe su partida de nacimiento, son ejemplos del miedo que genera la definición del género en espacios privados. El argumento teórico de Westbrook y Schilt es que tales temores son necesarios para reafirmar públicamente un binarismo, para promover públicamente la creencia de que las diferencias biológicas de sexo constituyen la distinción primaria entre mujeres y hombres, y que esta distinción legitima la retórica de la protección de las mujeres, aunque en realidad fomente su subordinación. Es como si estas sociólogas, cuyos escritos son anteriores, hubieran pronosticado los proyectos de ley sobre el uso de los baños aprobados en 2016 por la ciudad de Houston y los estados de Mississippi y Carolina del Norte. El pánico relacionado con los lugares privados muestra la continua necesidad de prestar atención a cómo se entrelazan el género y la sexualidad.
Pascoe (2007) profundiza en la reflexión sobre el vínculo necesario entre la sexualidad y los estudios de género en su investigación sobre la masculinidad en la enseñanza secundaria. La autora se centra en cómo la sexualidad actúa como principio organizador de la vida social que ayuda a construir el significado mismo de la masculinidad. Ella define la sexualidad no solo como actos eróticos o incluso como identidad, sino también como significados públicos asociados al género. Por ejemplo, mientras que la heterosexualidad implica deseo sexual y una identidad heterosexual, también confiere todo tipo de derechos de ciudadanía e implica la erotización de la dominación masculina y la sumisión femenina. Los chicos adolescentes reclaman públicamente su poder romántico sobre las chicas, algo que estos necesariamente desarrollarán después. Incluso en estos tiempos, las mujeres deben esperar a que los hombres se declaren, y este acto de espera para ser elegidas es el marcador en sí mismo de la dependencia y la subordinación femenina (Robnett y Leaper, 2013).
La teoría queer desestabiliza la supuesta naturalidad de las categorías de género y sexualidad (Seidman, 1996; Warner, 1993) y aporta un marco a los estudios de género que se centra en cómo las prácticas sociales producen las categorías que damos por sentadas, hombre y mujer, femenino y masculino, gay y heterosexual. Como escribe Pascoe (2007: 11), «la teoría queer enfatiza las múltiples identidades y la diversidad en general. En lugar de crear conocimiento sobre las categorías de identidad sexual, las teorías queer buscan averiguar cómo se crean, sostienen y deshacen esas categorías». Esta nueva sensibilidad respecto a la construcción de categorías nos lleva a la posibilidad implícita de deconstruirlas. Y esta posibilidad de ir más allá de las categorías, más allá del género en sí mismo, será fundamental para mis conclusiones sobre hacia dónde debemos dirigirnos en la búsqueda de la igualdad de género.
TEORÍAS INTEGRADORAS
Existen varias propuestas para comprender el género: aquellas que se focalizan en cómo somos socializadas las personas e internalizamos los rasgos específicos de género y aquellas que explican cómo el género está definido por las expectativas de los demás, ya sea en los encuentros cara a cara en una misma habitación ya sea por estereotipos culturales. Nos hemos centrado en la propuesta alternativa sobre el poder del orden social estructural y las creencias culturales frente al poder de los estereotipos y de la socialización en la construcción de yoes de género. A finales del siglo pasado, Browne y England (1997) propusieron que se dejase de pensar en estas explicaciones en términos de «una cosa o la otra». Argumentaban de manera convincente que toda teoría presupone algún proceso mediante el cual las opresiones se interiorizan y se convierten en parte del yo. Y toda teoría sobre el yo requiere una comprensión de la organización social. Las teorías sobre el género no son «una u otra», sino deben ser, utilizando una frase acuñada por Collins (1998), «ambas y». Las teorías integradoras que se discuten a continuación son todas, de algún modo, multidisciplinares, y si bien se centran en el género como sistema de estratificación, incluyen la preocupación por el modo mediante el que la opresión se interioriza y forma parte de una misma. En un escrito reciente, England (2016) retoma este tema, recordándonos que el poder de la desigualdad está socialmente estructurado para entrar en nosotras, y por lo tanto puede convertirse en opresión internalizada. Estudiar los efectos de la opresión internalizada en los individuos no es negar la estructura social, o «culpar a la víctima», sino reconocer el poder de la estructura social para influir en nuestra conciencia.
Hacia finales del siglo XX se convirtió en el nuevo consenso la conceptualización del género como sistema de estratificación que existe más allá de las características individuales (por ejemplo, Connell, 1987; Lorber, 1994; Martin, 2004; Risman, 1998; 2004) y que varía según otros ejes de desigualdad (por ejemplo, Collins, 1990; Crenshaw, 1989; Ingraham, 1994; Mohanty, 2003; Nakano Glenn, 1992; 1999). Entender el género como sistema de estratificación lleva a explicitar que este no es solo una cuestión de diferencia, sino también de distribución del poder, la propiedad y el prestigio. La mayoría de las científicas y los científicos sociales adoptaron la definición de género no solo en tanto que rasgo de personalidad, sino como un sistema social que restringe y promueve el comportamiento a través de patrones e implica desigualdad. Discuto brevemente varios de estos marcos teóricos multidimensionales (por ejemplo, Connell, 1987; Lorber, 1994; Martin, 2004; Risman, 2004; Rubin, 1975) antes de presentar el mío propio, que entiende el género como estructura social, y de aplicarlo para ayudarnos a entender cómo opera el género en las vidas de las y los jóvenes millennials de hoy en día.
No es nuevo apostar por una aproximación multidimensional al género. En su ensayo de 1975, Gayle Rubin argumentaba que la desigualdad sexual constituía un tipo de opresión económico-política que denominó el sistema sexo/género. R. W. Connell (1987: 13) llevó esta idea más lejos en su libro Gender and Power con el argumento de que se debía «pensar el género como característica de las colectividades, las instituciones y los procesos históricos». La autora puso el acento en considerar el género como proceso y no tanto como una entidad estática. Connell propone que cada sociedad cuenta con un orden de género compuesto por regímenes de género, con relaciones de género que son distintas en cada institución social, con lo que el régimen de género en un contexto laboral puede ser más o menos sexista que un ré gimen de género en las familias heterosexuales. Connell sugiere que en cada régimen de género se pueden distinguir tres ámbitos: trabajo, poder y cathexis. De la propuesta de la autora se desprende una idea muy relevante y útil: los regímenes de género que se hallan en una misma sociedad pueden ser complementarios, aunque no siempre lo son, y la inconsistencia entre ellos puede convertirse en el lugar en el que emerjan «las tendencias a la crisis» y donde, por lo tanto, el cambio social sea más probable.
Lorber (1994) utiliza el lenguaje de la institución social para desarrollar una teoría integradora sobre género. La autora subraya la desigualdad entre hombres y mujeres en cada aspecto de la vida, desde el trabajo doméstico, hasta la vida familiar, pasando por la religión, la cultura y los puestos de trabajo. Concluye que el género, en tanto que institución históricamente establecida, ha creado y perpetuado las diferencias entre hombres y mujeres con el objetivo de justificar la desigualdad. Aunque Lorber (1994; 2005) presenta el género como una institución social, confía en que se pueda superar. Respondiendo a su desafío de superar las desigualdades de género, me he basado en su trabajo con el objetivo de eliminarlas (Lorber, 1994: 294). La igualdad de género solo puede darse cuando todos los individuos tienen garantizado el acceso a los recursos de valor y, de acuerdo con Lorber, cuando la sociedad se «des-generiza».
Una de las mayores virtudes de las teorías integradoras multidimensionales es que nos alejan de las disputas entre teorías de la ciencia. En el modelo científico tradicional del siglo XX, la comprobación de una teoría pasa por la refutación de otra; en ese caso hay teorías ganadoras y perdedoras. El mundo de la ciencia se presta a ello porque el hecho de estar entre los/as ganadores/as implica un ascenso en la carrera, pero ello no quiere decir que se aprenda más sobre la temática concreta. De hecho, si lo que queremos es comprender mejor una sociedad que cambia constantemente, debemos superar este tipo de ciencia. Necesitamos encontrar respuestas complejas para preguntas complicadas, advirtiendo que estudiamos procesos, no productos, dado que el mundo social está constantemente reinventándose a sí mismo. Nuestros análisis han de tener un impacto en el mundo que estudiamos, por lo menos eso es a lo que aspiramos en tanto que científicas sociales feministas.
Mi trabajo añade cemento a la pared construida por todas esas investigadoras que me precedieron. Tengo el privilegio de alzarme sobre los hombros de gigantas, aquella primera generación de académicas feministas que hicieron posible el estudio del género y aquellas que las sucedieron y que pusieron los pilares para que yo los usara en mi propuesta integradora multidisciplinar de género. En este capítulo he dado un rápido repaso a las innumerables teorías utilizadas para entender la desigualdad de género. Veréis que mi teoría trata principalmente de ensamblar partes que otras concibieron. Le he dedicado mucho tiempo a la teorización y la investigación de las teorías predecesoras porque me remito a ellas en gran medida, pero también me distancio de ellas con mi propia propuesta.
Entiendo el género en tanto que estructura social articulada a través de procesos sociales que se dan a nivel individual, interactivo y macrosocial; reconozco explícitamente que cada nivel es igualmente relevante y que el mundo en el que habitamos se asemeja a un juego de dominó en el que cuando una pieza cae puede hacer caer las siguientes. Mi hipótesis reside en considerar que se da una causalidad dinámica y repetitiva entre los yoes individuales, las expectativas interactivas y la ideología cultural y la organización social a nivel macro. Modifica una de las partes y prepárate para comprobar las consecuencias de ese cambio. Hasta ahora, he trazado la historia sobre el modo como, hacia finales del siglo XX, las teóricas feministas comenzaron a ir más allá del debate sobre si el género se entendía mejor como un yo interiorizado o como una opresión externa limitadora, y comenzaron a desarrollar teorías que encapsulaban lo que Collins (1990) describe como una teoría de la ciencia «ambas y», teorías multidimensionales que abordan el género como sistema de estratificación sexual y no meramente como una característica psicológica del individuo (Butler, 2004; Connell, 1987; Ferree y Hall, 1996; Lorber, 1994; Martin, 2004; Risman, 2004). En adelante entrelazaré las aportaciones anteriores a mi conceptualización del género como estructura social. He estado escribiendo sobre ello durante casi dos décadas, pero en este libro reviso el marco teórico distinguiendo los elementos materiales y los culturales.
Me refiero al género en tanto que estructura social con la intención de hacer patente que resulta tan sistemático como lo es lo político o lo económico; sin embargo, aunque el lenguaje de la estructura responde a mi propósito, no es el ideal, puesto que, a pesar del uso común que hacemos de él en el discurso sociológico, no contamos con una definición de estructura ampliamente compartida. Se podría argumentar que el término lingüístico estructura sugiere causalidad desde lo macro a lo micro. Si eso es así, tengo la intención de matizar esa definición. Utilizo la palabra estructura en lugar de sistema, institución o régimen para situar el género como elemento central de la organización de una sociedad, como la estructura económica o la estructura política. Todas las definiciones de estructura comparten la presunción de que las estructuras sociales existen más allá de los deseos o motivos individuales y explican, al menos parcialmente, las acciones humanas (Smelser, 1988). En este sentido, casi toda la sociología es estructuralista. Más allá de estas premisas, el consenso desaparece. Blau (1977) focaliza su atención concretamente en cómo las constricciones de la vida colectiva se imponen a los individuos. En su influyente trabajo, Blau y sus colegas (por ejemplo, ibíd.; Rytina et al., 1988) argumentaban que el concepto de estructura se trivializa si se sitúa en el interior de la mente del sujeto en forma de normas y valores internalizados. El foco priorizado de Blau en las limitaciones que la vida colectiva impone a los individuos nos lleva a pensar que, bajo esta mirada, la estructura debe ser conceptualizada como una fuerza que se opone a la motivación individual. Esta definición de estructura impone un dualismo claro entre estructura y acción, entendiendo la primera como constricción y la segunda como elección.
La constricción es, por supuesto, una de las funciones importantes de la estructura, pero si nos centramos solo en la estructura en tanto que constricción, minimizamos la importancia de lo estructural. No solo se coarta a las mujeres y a los hombres para que asuman roles sociales diferenciados, sino que a menudo ellos y ellas también eligen sus itinerarios de género dentro de las posibilidades proyectadas y estructuradas socialmente. England (2016) muestra cómo funciona esto para las mujeres con bajos ingresos. La pobreza reduce directamente su acceso a la movilidad ascendente y a los medios para controlar su propia fertilidad; pero la estructura social, la pobreza por sí sola, no determina sus preferencias sexuales. La estructura social también se internaliza.
Un análisis socioestructural no solo se focaliza en las limitaciones externas, sino que debe ayudarnos a entender cómo y por qué los actores eligen entre alternativas posibles. Una teoría estructural de la acción plantea que los actores se comparan a sí mismos y comparan sus opciones con respecto a aquellos que ocupan posiciones estructurales similares (Burt, 1982). Desde este punto de vista, los actores tienen sus propios propósitos, buscan racionalmente maximizar su bienestar autopercibido bajo las restricciones sociales estructurales. Tal y como sugiere Burt (1982), podemos decir que los actores eligen las mejores alternativas, sin que esto suponga que tienen la información suficiente para hacerlo adecuadamente, ni tampoco que cuenten con las opciones disponibles con las que tomar decisiones que satisfagan realmente sus intereses. Desde este punto de vista, las estructuras son fijas, pero ofrecen alternativas. Por ejemplo, las mujeres casadas pueden optar por hacer mucho más de lo que se consideraría como una participación equitativa en el cuidado de sus hijos e hijas, en lugar de privarlos/las de lo que signifique para ellas una crianza «suficientemente buena», cuando se dan cuenta de que es bastante improbable que el padre de las/os niñas/os, o cualquier otra persona, se haga cargo de la situación. Mientras que las acciones se dan en función de los intereses, la capacidad de elegir está modelada por la estructura social. Burt (1982) postula que las normas se desarrollan cuando los actores ocupan posiciones similares en la estructura social y evalúan sus propias opciones frente a las alternativas de otros que se encuentran en una situación parecida. A partir de estas comparaciones evolucionan tanto las normas como los sentimientos de privación o ventaja relativa. Fijémonos en la idea «de manera similar a los demás», que ha aparecido antes. Mientras las mujeres y los hombres se vean a sí mismos como diferentes tipos de personas, es poco probable que las mujeres comparen sus opciones de vida con las de los hombres. Es ahí donde está precisamente el poder del género.
En un mundo en el que la anatomía sexual se utiliza para proyectar una tipología dicotómica entre los seres humanos, la propia diferenciación vuelve opacas tanto las reivindicaciones como las expectativas en materia de igualdad de género. La estructura social no es experimentada como opresiva si hombres y mujeres no se ven a sí mismos como sujetos posicionados en un lugar similar. Tal y como se ha discutido antes, cuando en el pasado se aplicaba una perspectiva de género meramente estructural (Epstein, 1988; Kanter, 1977), se erraba fundamentalmente en la lógica aplicada. Las teorías estructurales aplicadas al género asumían que, si las mujeres y los hombres experimentaran condiciones materiales iguales, las diferencias de género, de modo empíricamente observable, se diluirían. Esta postura ignora no solo la internalización del género en el nivel individual, sino también las expectativas interactivas que se asignan a los hombres y mujeres a propósito de las categorías de género, así como las lógicas e ideologías culturales embebidas en los estereotipos sociales. Una perspectiva estructural sobre el género es adecuada solo si nos damos cuenta de que el género mismo es una estructura profundamente arraigada en la sociedad, en el interior de los individuos, en cada expectativa normativa sobre las demás personas, y dentro de las instituciones y las lógicas culturales a nivel macro.
Me baso en la teoría de la estratificación de Giddens (1984), que pone el énfasis en la relación interactiva entre la estructura social y el individuo. Desde su perspectiva, la estructura social modela lo individual, pero, simultáneamente, lo individual modela la estructura social. Giddens aboga por el poder transformador de la acción humana; insiste en que cualquier teoría estructural debe contemplar la reflexividad y las interpretaciones de los actores sobre sus propias vidas. Las estructuras sociales no solo actúan sobre las personas, las personas también actúan sobre las estructuras sociales. Por otra parte, estas no han sido creadas por fuerzas misteriosas, sino por la acción humana. Cuando la gente actúa desde la estructura, lo hace por sus propias razones, lo que nos debe llevar a preocuparnos por las razones que llevan a los actores a escoger sus actos. Las acciones alteran el mundo en el que hemos nacido; las instituciones tienen poder, pero no son determinantes, puesto que a menudo las instituciones y las posibilidades que ofrecen entran en conflicto unas con otras. Estos conflictos desencadenan una movilización individual y colectiva que cambia el statu quo. Giddens insiste en que la preocupación por el significado debe ir más allá de la justificación verbal explicitada por parte de los actores, ya que gran parte de la vida social es rutinaria, y se da por sentado que los actores no expresarán, ni siquiera considerarán, por qué actúan. En su tratado sobre género y poder (véase particularmente el capítulo 4), Connell (1987) reproduce la preocupación de Giddens (1984) por la estructura social como restricción de la acción al mismo tiempo que es creada por esta. En este análisis, la estructura restringe la acción, pero «puesto que la acción humana implica una libre invención […] y es reflexiva, la práctica puede volverse en contra de lo que la limita; por lo tanto, la estructura puede convertirse deliberadamente en el objeto de la práctica» (Connell, 1987; 1995). La acción puede transgredir la estructura, pero nunca puede escapar de ella. Debemos prestar atención a cómo la estructura moldea la elección individual y la interacción social, pero también a cómo la agencia humana crea, sostiene y modifica la estructura actual. La acción por sí misma puede cambiar el contexto inmediato o futuro. En esta teoría del género en tanto que estructura social, integro esta noción de causalidad recursiva poniendo la atención en las consecuencias que tiene para el género en sus múltiples niveles de análisis. Ahearn (2001: 118) resume sucintamente las razones por las que la teoría de Giddens es tan importante para entender tanto las restricciones como la agencia:
En la teoría de la estratificación está la comprensión de que las acciones de las personas están moldeadas (tanto de manera restrictiva como posibilitadora) por las mismas estructuras sociales que esas acciones sirven para reforzar o reconfigurar. Dado este bucle recursivo que consiste en acciones influenciadas por estructuras sociales y estructuras sociales (re)creadas por las acciones, la cuestión de cómo puede ocurrir el cambio social es crucial.
Incorporo su paradigma dialéctico a mi argumentación ya que me refiero a las fuerzas estructurales que parecen ineludibles –y, como mínimo, crean comportamientos sociales a través de patrones– y a la estructuración de las decisiones que los hombres y las mujeres son libres de tomar y del significado que les dan. Exploro los mecanismos mediante los cuales tales elecciones restringidas consiguen a veces cambiar la estructura social y a veces reforzarla; las causas y el ritmo de ese cambio constituyen mis preguntas centrales. Todo lo que concierne a la relación dialéctica entre estructura y agencia debe estar necesariamente relacionado con los significados que las personas dan a sus elecciones. El resurgimiento de la sociología cultural a finales del siglo XX volvió a integrar las cuestiones sobre los significados en las teorías de la estructura social. Swidler (1986) argumentaba que si conceptualizamos la cultura como un conjunto de herramientas, se ve de manera más clara su importancia sin tener que definirla como algo opuesto a la estructura, sino como un componente importante de esta. Tenemos cajas de herramientas de conocimiento cultural a nuestro alcance para ayudarnos a dar sentido al mundo que nos rodea; el conocimiento existe, tanto si se interioriza como si no, en tanto que aspectos del ser. A veces este conocimiento es tan común que se convierte en hábito. Béland (2009) ha mostrado cómo las investigadoras del género (por ejemplo, Stryker y Wald, 2009; Padamsee, 2009) han contribuido a entender la importancia de las ideas en la política social, ya que la ideología de género desempeña un papel importante en la comprensión de la variabilidad entre países.
El componente cultural de la estructura social –el género en tanto que convicción ideológica– incorpora también las expectativas interactivas que cada cual portamos y con las que nos topamos también en cada encuentro social. Los actores actúan a menudo sin pensar, siguiendo simplemente hábitos que definen el significado cultural de sus vidas, y, sin embargo, siguen siendo agentes conocedores que pueden –y a veces lo hacen reflexivamente– replantearse sus propias acciones. Las presunciones que se dan por sentadas y que a menudo no se reconocen dan forma al comportamiento, pero lo hacen a medida que los seres humanos supervisan reflexivamente las consecuencias intencionadas y no intencionadas de su acción, a veces reificando la estructura y a veces modificándola. Mi trabajo se basa en el argumento de Hays (1988: 58):