Kitabı oku: «Adónde nos llevará la generación "millennial"», sayfa 3
Aunque las académicas han denominado la experiencia –y últimamente también la teoría– de ser oprimidas de distintas maneras y a través de múltiples dimensiones mediante diferentes términos (por ejemplo, interseccionalidad, womanismo, feminismo multirracial, etc.), comparten el objetivo de poner el foco de atención en cómo las ventajas o desventajas asociadas a la pertenencia a un grupo, en relación con el género, la raza, la sexualidad, la clase, la nacionalidad y la edad, deben entenderse en su totalidad y no de manera acotada, como si se tratara de esferas distintas de la vida (Collins, 1990; Crenshaw, 1989; Harris, 1990; Mohanty, 1990; Glenn, 2003; Nakano Glenn, 1999). En Black Feminist Thought, Patricia Hill Collins (2000: 16) se basa en los primeros trabajos sobre la interseccionalidad (por ejemplo, Crenshaw, 1989; Lorde, 1984) para hablar de la «matriz de dominación» como un concepto que busca entender «cómo […] se organiza realmente el cruce de opresiones» que oprime a los individuos marginados. Hill Collins va más allá del reconocimiento de la multiplicidad de ejes de opresión y nos desafía a comprender cómo, según el lugar en el que se vean posicionados los individuos en la matriz de dominación, serán oprimidos de manera diferente. En un artículo reciente, Wilkins (2012) ilustra cómo aplicar esta propuesta en una investigación con estudiantado universitario. Su estudio muestra cómo las estudiantes universitarias afroamericanas construyen relatos identitarios que las hacen aparecer como mujeres negras fuertes e independientes, creando límites entre ellas y los hombres y mujeres blancos. Las implicaciones que ha supuesto la crítica de la perspectiva interseccional para la teoría de los roles de género han llevado a los estudios de sexo y género a prestar atención al contexto social y a preocuparse por la desigualdad racial. La investigación en este campo ya no puede abordarse como el análisis de las «diferencias sexuales», puesto que a menudo las diferencias no justifican la desigualdad, y la desigualdad no existe solo entre mujeres y hombres, sino también como resultado de una variedad de dimensiones transversales, como la raza, la etnia, la sexualidad y los estados-nación.
Más allá de lo individual
A medida que en sociología comenzábamos a estudiar el género y la desigualdad, nos situamos en aquellas perspectivas que se centraban en el contexto social y nos dimos cuenta de que contábamos con poca evidencia que ayudara a entender el género más allá del rasgo psicológico. De esta manera, la sociología desarrolló varias propuestas teóricas, algunas previas a otras. Aquellos y aquellas que se interesaron por la interacción social y el significado que la gente otorga a las relaciones cara a cara desarrollaron un enfoque teórico que llegó a conocerse como «doing gender».5 En 1987, West y Zimmerman publicaron un artículo, ya clásico, en el que argumentaban que el género es algo que hacemos, no lo que somos. Exponían que los hombres y las mujeres somos tachados/as de inmorales si fracasamos al construir nuestro género de acuerdo con las expectativas; la violencia que se observa contra las personas transgénero apoya ciertamente este argumento. Otras sociólogas y sociólogos, más focalizados en el estudio de la desigualdad que se da en organizaciones sociales como las empresas y las familias, dieron una explicación estructural para entender las diferencias sexuales en el trabajo. En 1977, Kanter aplicó un marco teórico estructural sobre género en su libro Men and Women of the Corporation (Mayhew, 1980). El estudio de caso de Kanter demostró que la desigualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, la existencia de un poder masculino de élite y el número reducido de mujeres en puestos relevantes eran los responsables de la desigualdad de género en el trabajo, y no la diferencia de personalidades tipificadas de mujeres y hombres. Estas dos trayectorias de investigación se desarrollaron de forma independiente. De hecho, si bien cada una de las tradiciones hizo lo posible por distanciarse del paradigma de los roles sexuales, por aquel entonces ampliamente aceptado, también es cierto que este alejamiento se produjo igualmente entre ambas propuestas. Reviso aquí el desarrollo de cada una de ellas. Un poco más tarde, la psicología social aportó la investigación sobre las expectativas de estatus y la investigación psicológica sobre el sesgo cognitivo (Ridgeway, 2001; Ridgeway y Correll, 2004) al estudio sociológico del género. Por último, a finales del siglo XX, cuando la sociología experimentó su giro cultural, fue creciendo la preocupación por comprender las lógicas macroculturales que sustentan la desigualdad de género (Swidler, 1986; Hays, 1998; Blair-Loy, 2005) (véase la figura 1.3 como muestra de las tradiciones sociológicas).
Fig. 1.3. Desde los roles de género a las alternativas sociológicas.
El marco teórico «estructural»
El replanteamiento hacia las explicaciones estructurales del género se produjo como reacción al énfasis previo puesto en lo meramente individual (Mayhew, 1980). La sociología que se posiciona en esta perspectiva argumenta que las demandas de nuestro propio campo de estudio nos llevan a analizar cómo la estructura social determina el comportamiento humano directamente, en lugar de hacerlo la socialización. Kanter (1977) precisó la contradicción entre lo individual y lo estructural al sugerir que era la organización del trabajo, y no las personas trabajadoras, la responsable de la desigualdad de género en los salarios. Las personas trabajadoras que ocupan posiciones de menor poder formalizado y con menos posibilidades de promoción están menos motivadas y son menos ambiciosas en el trabajo; así mismo, raramente se las percibe como líderes y ejercen como jefas más autoritarias cuando ocupan cargos de rango menor. Kanter identificó que estas características eran muy comunes en hombres y mujeres de color, dado que ocupaban fundamentalmente puestos de poco poder y que ofrecían pocas oportunidades. Esta circunstancia ocasionaba que fuesen estereotipadas como líderes menos motivadas y efectivas. Además, era anecdótico el que las mujeres y los hombres de color ocupasen posiciones de liderazgo, y el desequilibrio en la proporción de sexos y razas en sus lugares de trabajo conllevaba que se enfrentaran a un examen mucho más minucioso, así como a valoraciones negativas. Del estudio de caso de Kanter sobre una de las principales centrales de una compañía de seguros se desprendía que la mayoría de hombres blancos que ocupaban posiciones con poca movilidad ascendente y escaso poder en la organización también cumplían con el estereotipo de jefe ineficaz en la microgestión. Las aparentes diferencias de género en el estilo de liderazgo reflejan los roles desfavorecidos de las mujeres en la organización, no sus personalidades. El trabajo de Kanter ha tenido una destacada influencia en los estudios de género. En su ambicioso metaanálisis sobre la investigación en diferenciación sexual, Epstein (1988) priorizó el argumento socioestructural para sugerir que las diferencias que se daban entre hombres y mujeres eran resultado de los roles y las expectativas sociales, y que actuaban como «distinciones engañosas» (el título del libro). Si a hombres y mujeres se les ofrecieran las mismas oportunidades y limitaciones, las diferencias entre unos y otras se desvanecerían rápidamente, según entendía Epstein. Partiendo de esta premisa, el género se podría considerar más un engaño que una realidad. En el epicentro de esta afirmación se encuentra la idea de la neutralidad del género. Unas condiciones estructurales similares dan lugar a un comportamiento similar de hombres y mujeres; el problema simplemente es que rara vez se les permite desarrollar los mismos roles sociales a unas y a otros.
Esta perspectiva resulta políticamente seductora, pues sugiere que el progreso se puede dar de una manera rápida. Cambia la ratio de mujeres respecto a la de hombres, la estructura en sí misma, y acabarás con el sexismo. Desafortunadamente, las investigaciones que han puesto a prueba esta idea concluyeron que la cuestión resultaba mucho más compleja. En una revisión de investigaciones sobre puestos de trabajo, Zimmer (1988) identificó que la desigualdad de género no se explicaba solo por la posición estructural de las mujeres como grupo subordinado. Según esta teoría, que alude a la neutralidad de género, cualquier grupo que se encuentre en una posición mayoritaria se convertirá en el de mayor poder, y el grupo que esté en la minoritaria se verá en desventaja; sin embargo, no se margina a los hombres cuando son minoría en un lugar de trabajo, sino que siguen gozando de una posición de ventaja. Las investigaciones indican que los enfermeros hombres ocupan los puestos de administración en los hospitales y los maestros hombres ascienden rápidamente a los puestos de dirección en los centros escolares. Ascienden hasta lo más alto con las escaleras de cristal (Williams, 1992). Por supuesto, esto no se puede aplicar a todos los hombres. La bibliografía más reciente sugiere que son solo los hombres blancos los que ascienden en su escalera de cristal hasta la cúspide, mientras que los de color que ocupan puestos de trabajo feminizados se quedan en los primeros peldaños de la escalera (Wingfield, 2009). Tanto el estatus de género como el racial constituyen una desventaja en las organizaciones. Otras investigaciones indican que la ventaja masculina se amplía a todo tipo de organizaciones, tanto si el número de mujeres es simbólico como si no.
Este nuevo giro hacia explicaciones estructurales pronto se aplicó al campo de estudio de la familia. Yo misma fundamenté mi tesis, Necesidad e invención de la maternidad, en la teoría de Kanter. Mi hipótesis sugería que las diferencias entre la maternidad y la paternidad respondían exclusivamente a las expectativas volcadas sobre las madres como cuidadoras principales. Estudié a hombres que debían asumir el cuidado de sus hijas e hijos en solitario (viudos o abandonados por sus mujeres) y los comparé con madres en solitario y padres y madres casados/as; comparé su feminidad y su masculinidad, pero también la asunción del trabajo doméstico, las técnicas de crianza y la relación paterno-filial. Mi hipótesis era que los padres en solitario actuaban del mismo modo que las madres en solitario; sin embargo, los resultados (Risman, 1987) sugirieron una explicación mucho más compleja. Los padres en solitario se parecían a las madres en muchas cosas. Se describían a sí mismos con caracteres más femeninos (por ejemplo, como cuidadores y empáticos) de los que usaban los otros padres, lo que demuestra que los rasgos de personalidad son maleables según las circunstancias. No obstante, incluso en el caso de los hombres que ejercían como cuidadores principales se daban diferencias estadísticamente significativas respecto a las madres en varios ítems, incluyendo sus puntuaciones en las medidas de masculinidad y crianza. Se parecían más a las madres que otros hombres, pero no eran igual a ellas. Ha habido otras investigaciones que se han sustentado parcialmente en las explicaciones estructurales. En un estudio en el que se analizaron historias de vida de mujeres de la generación del baby boom americano, Gerson (1985) concluyó que la socialización de estas y sus preferencias como adolescentes no predecían a sus estrategias ante las «decisiones difíciles» (título del libro) para conciliar los compromisos laborales con los familiares. La mejor explicación de por qué las mujeres «eligen» entre una vida doméstica o una centrada en el trabajo reside en la estabilidad marital o el éxito laboral. Aquí las condiciones estructurales de la vida cotidiana resultan ser más importantes que los yo femeninos, pero no constituyen la única explicación relevante.
La mayoría de las investigaciones sobre maridos y mujeres que pretenden probar la importancia de los factores estructurales a la hora de explicar el comportamiento no han logrado aportar evidencias sólidas que apoyen una explicación puramente estructural de la conducta de género en las familias. Casi todas las investigaciones cuantitativas sugieren que las mujeres continúan dedicando más tiempo a tareas domésticas que sus maridos, incluso cuando trabajan fuera del hogar tantas horas por semana como ellos y ganan salarios equivalentes (Davis y Greenstein, 2013; Bittman et al., 2003; Bianchi et al., 2000). La investigación cualitativa de Tichenor (2005) proporciona una sólida evidencia empírica de que las esposas con mayores sueldos que los de sus maridos se ven obligadas, por la lógica cultural de la maternidad intensiva, a asumir una mayor parte del trabajo familiar de cuidados. Mientras que Sullivan (2006) y Kan et al. (2011) muestran de manera convincente que la tendencia ha cambiado con el tiempo y que los hombres asumen cada vez más trabajo familiar a medida que avanzan las décadas, el género todavía supera las variables estructurales de tiempo y dependencia económica cuando se trata de tareas domésticas y trabajo de cuidados (Risman, 2011). Si los factores puramente estructurales fueran los responsables de la desigualdad de género, podríamos rediseñar simplemente las organizaciones y los roles sociales, y así las mujeres y los hombres serían iguales. El núcleo del argumento estructural es la neutralidad del género; las mismas condiciones estructurales crean el comportamiento, con independencia de los roles sociales que desempeñen los hombres o las mujeres. Las implicaciones de una teoría puramente estructural suponen que, si movemos a las mujeres a las posiciones de los hombres y a los hombres a las posiciones de las mujeres, sus comportamientos serán idénticos y esto tendrá consecuencias similares. Sería de esperar que los cuidadores masculinos fuesen «madres» de la misma manera que las mujeres o que en política las mujeres liderasen y tuvieran seguidores al igual que los hombres. Pero esto no parece ser así.
Debemos ir más allá de las variables puramente socioestructurales para explicar el poder del género. Esto resultó evidente para la sociología posicionada en una perspectiva más interaccionista, y su recorrido se explica en la sección siguiente.
«Doing gender»
En la misma época en la que se articuló el marco teórico estructural, se hacía evidente la importancia del interaccionismo simbólico y del abordaje que tenía en cuenta la interacción cara a cara para la comprensión del género. En 1987, West y Zimmerman (1987) publicaron un artículo pionero en el que argumentaban que el género es algo que hacemos, no lo que somos. En él sugerían que somos responsables de «hacer» género y que se nos considera inconformes si no lo hacemos. Los autores distinguían claramente los conceptos de sexo, categoría de sexo y género, de tal manera que se ilustraba la importancia de cómo performativizamos el género para demostrar nuestra categoría de sexo. El sexo de un individuo se asigna, generalmente al nacer, de acuerdo con distinciones biológicas socialmente definidas. La categoría de sexo, por otro lado, es lo que reclamamos a los demás, y se utiliza como un sustituto del sexo. La categoría de sexo depende de que el sexo sea aceptado de forma adecuada y no siempre coincide con el sexo biológico de la persona. Se establece mediante lo que mostramos a través de nuestro cuerpo, incluyendo el lenguaje corporal, la ropa, el corte de pelo o el comportamiento asignado, pero no solo esto; es decir, para reivindicar una categoría de sexo, las mujeres y los hombres tienen que hacer género.
Al conceptualizar el género como algo que hacemos, West y Zimmerman (1987) ponían el foco de atención en las maneras mediante las cuales se fuerzan, restringen y vigilan los comportamientos durante la interacción social.
La perspectiva de género de West y Zimmerman es similar a la teoría de la «performatividad» de Judith Butler (1990; 2004). Comparten el enfoque de la producción de género a través de la actividad del actor, pero difieren en la idea de la existencia de un yo «real» subyacente al «hacer» género. Las ciencias sociales estudian la flexibilidad del yo, el yo construido socialmente, pero generalmente presuponen la existencia de alguna versión del yo, aunque solo sea temporal. Sin embargo, Butler, filósofx y teóriqux queer,6 reflexiona sobre el yo como si este fuera más bien imaginario que construido socialmente. Otras teóricas queer como Butler han contribuido a la discusión del «doing gender» de una manera crítica, lo que ha ayudado a afinar la mirada sobre la «performatividad».
El marco teórico del «doing gender» se ha convertido quizá en la perspectiva más común en la investigación sociológica contemporánea. En 2016, el artículo de West y Zimmerman había sido citado más de 8.500 veces desde su publicación en 1987, y, sin embargo, el género no se describe fácilmente a partir de una sola versión de masculinidad y feminidad. Las investigadoras han descrito una gran variedad de formas mediante las cuales las niñas y las mujeres hacen feminidad: desde la «maternidad intensiva» (Hays, 1998; Lareau, 2003) hasta las lesbianas «femme» que se apropian de los símbolos tradicionales enfatizados de la feminidad, como los tacones y las medias (Levitt et al., 2003), pasando por las chicas latinas que negocian relaciones sexuales sin riesgo (Garcia, 2012) o las afroamericanas que caminan por la delgada frontera que separa el mundo del bien del mundo del gueto (Jones, 2009). La evidencia nos ha desplazado desde los «roles» de género hasta la variedad de maneras mediante las cuales la gente hace género. Los trabajos de Martin (2003) y Poggio (2006) ponen el énfasis en el «giro práctico» (ibíd.: 229) de los estudios de género, lo que añade complejidad a la tradición del interaccionismo al mostrar cómo se practica el género en las organizaciones laborales. Por ejemplo, Gherardi y Poggio (2007) muestran cómo se modifican las dinámicas de interacción cuando una mujer ingresa por primera vez en un entorno laboral masculinizado dominado por hombres, lo que evidencia la falacia de que los comportamientos laborales que se daban antes de su llegada eran neutrales en cuanto al género.
Los hombres «haciendo género» se ha convertido en un campo de estudio en sí mismo. Connell (1995) puso la atención en cómo la enfatización de una masculinidad «hegemónica», que se define como la práctica que encarna la versión culturalmente aceptada como «mejor» y más poderosa de la masculinidad, crea desigualdad entre los hombres.
Los hombres que pertenecen a grupos marginados por la clase social, la raza o la sexualidad, que no tienen acceso a la posición social de poder necesaria para «hacer» la masculinidad hegemónica, devienen actores de género desfavorecidos, subordinados, aunque no tanto como lo son muchas de las mujeres. Históricamente, los hombres homosexuales han sido excluidos incluso de la posibilidad de la masculinidad hegemónica; sin embargo, Anderson (2012) ha sugerido recientemente que, en las sociedades occidentales actuales, la homofobia ha disminuido lo suficiente como para que coexistan distintas masculinidades de forma horizontal, sin que necesariamente una de ellas sea mejor calificada que otra, lo que reduce las formas de estigmatizar a los hombres homosexuales. Se da un claro consenso en que existen tantas masculinidades como feminidades y en que difieren de un grupo a otro, e incluso dentro de un mismo contexto social.
Ha habido algunas críticas, incluyendo la mía, a la vaguedad de lo que constituye una prueba evidente del «doing gender». Deutsch (2007) sugirió que cuando en las investigaciones se identifican comportamientos inusuales, simplemente se afirma haber identificado otra variedad de feminidad o masculinidad, en lugar de cuestionar si el género está siendo «deshecho». El uso demasiado impreciso del «doing gender» para explicar casi todo lo que hacen las mujeres y los hombres crea confusión conceptual cuando estudiamos un mundo que se encuentra en transformación (Risman, 2009). La premisa de que podemos estar haciendo género incluso cuando este género no tiene la apariencia de lo que se espera de nosotras es problemático. Básicamente, cuando estudiamos el comportamiento de género debemos saber lo que estamos buscando, pero también hay que estar dispuestas y preparadas para admitir que no lo hemos encontrado. ¿Por qué etiquetar los nuevos comportamientos adoptados por grupos de niños o niñas como masculinidades y feminidades alternativas simplemente porque el grupo en sí está compuesto por hombres o mujeres biológicos? Si las mujeres jóvenes adoptan estratégicamente comportamientos tradicionalmente masculinos para adaptarse al momento, ¿está realmente haciendo género este comportamiento, o está desestabilizando la actividad y desacoplándola del sexo biológico? A medida que los acuerdos matrimoniales se vuelven más igualitarios, necesitamos ser capaces de diferenciar cuándo los maridos y las esposas están haciendo género y cuándo, por lo menos, están tratando de deshacerlo. De manera similar, a medida que aumentan las oportunidades para que las niñas sean deportistas y se orienten hacia el éxito, lo que necesitamos es describir cómo están rehaciendo sus vidas, en lugar de limitarnos a acuñar una etiqueta para ese nuevo tipo de feminidad que incluye lo que sea que estén haciendo en ese momento. Esto no quiere decir que se deba ignorar la evidencia de que existen múltiples masculinidades y feminidades y de que varían según la clase, etnia, raza y posición social. Tampoco debemos subestimar los casos en los que el género simplemente cambia de forma sin disminuir el privilegio masculino. Pero hay que prestar mucha atención a si nuestra investigación está documentando diferentes géneros o si es el género, en sí mismo, el que se está deshaciendo. Al fin y al cabo, si todo lo que hacen las personas con identidades femeninas se llama feminidad y todo lo que hacen las personas con identidades masculinas se denomina masculinidad, entonces el «doing gender» se vuelve tautológico.
A medida que las fortalezas y debilidades de estas propuestas sociológicas alternativas se hicieron evidentes, se fueron desarrollando la investigación y la teoría. Se han postulado tres teorías distintas para comprender mejor el género desde el punto de vista sociológico. En primer lugar, la psicología social aportó al estudio sociológico del género el estudio sobre las expectativas de estatus y la investigación psicológica sobre el sesgo cognitivo (Ridgeway, 2001; Ridgeway y Correll, 2004). Aunque en este caso se pone también el foco de atención en la interacción social, como hace el «doing gender», el análisis es a menudo experimental y se preocupa más por el poder que tiene el estatus social para moldear las expectativas. En segundo lugar, coincidiendo con el giro cultural de la sociología a finales del siglo XX, la atención se focalizó en las lógicas macroculturales que sustentan la desigualdad de género (Swidler, 1986; Hays, 1998; Blair-Loy, 2005). Finalmente, a medida que los derechos de las personas LGBTQ han aumentado y los estudios sobre sexualidad han proliferado, se ha articulado desde la academia sociológica la teoría queer (por ejemplo, Butler, 1990), lo que ha renovado nuestro interés por el complejo vínculo entre la sexualidad y el género (Schilt y Westerbrook, 2009; Pascoe, 2007) (véase la figura 1.4 como resumen).
Fig. 1.4. (Más) perspectivas sociológicas contemporáneas.
Expectativas de estatus que enmarcan el género
Si pensamos en cumplir con la responsabilidad moral, las expectativas que crean género en la interacción no pueden quedar reducidas a personalidades femeninas y masculinas ni al «doing gender». Parte de la reproducción de la desigualdad de género puede atribuirse a la forma en que todas las personas usamos el género para clasificar lo que percibimos, un proceso mediante el cual subconscientemente categorizamos a las personas y reaccionamos ante ellas basándonos en los estereotipos asociados a la categoría (Fiske, 1998; Fiske y Stevens, 1993; Ridgeway, 2011). La perspectiva de género postula que este existe como una identidad de fondo que utilizamos cognitivamente para hacer cumplir las expectativas de interacción entre nosotros. También usamos clasificaciones de género para dar forma a nuestro propio comportamiento o explicarlo (Ridgeway y Correll, 2004; 2006). En cada nuevo entorno, asumimos la expectativa de que los hombres son buenos como líderes y las mujeres en la comprensión y el cuidado. Tales expectativas crean un comportamiento de género incluso en entornos que son nuevos y que deberían permitir una mayor libertad de género.
Cuando el género se utiliza de esta manera, como clasificación para la cognición, recurrimos a normas de género culturalmente aceptables como referencia para nuevas situaciones y nuevos tipos de relaciones. El género deviene entonces el motor de la reproducción de la desigualdad entre mujeres y hombres (Ridgeway y Correll, 2004). Las expectativas interactivas vinculadas al género como categoría de estatus (Ridgeway, 2011) son particularmente potentes en torno a la crianza, la empatía y el cuidado. Esperamos que las mujeres –y las mujeres llegan a esperar de sí mismas– sean moralmente responsables de realizar el trabajo de cuidados. Por lo tanto, el género sigue siendo un poderoso sesgo cognitivo en el nivel de análisis interactivo, incluso cuando no está internalizado en los distintos «yo» femenino y masculino. Esperamos que las mujeres que logran éxito profesional concilien su trabajo con la maternidad (Tichenor, 2005), de la misma manera que esperamos que las mujeres pobres de color quieran a los niños que cuidan a cambio de una remuneración (Nakano Glenn, 2010). La presunción de que las mujeres son mejores cuidadoras que los hombres y los hombres más independientes que las mujeres sigue estando muy arraigada en nuestra cultura y bien asentada en las sociedades occidentales en una amplia variedad de dimensiones (Ridgeway, 2011). Las implicaciones de esta teoría son evidentes. Para avanzar hacia la igualdad de género debemos cambiar las expectativas que están vinculadas a la condición de hombre y mujer. O, tal vez, con más dificultad, eliminar por completo la importancia del estatus masculino y femenino.
Lógicas culturales
Acker (1990; 1992) transformó la teoría de género al aplicar la lógica cultural del género a los lugares de trabajo en vez de a los individuos que los ocupan. En lugar de describir una estructura organizativa neutra desde el punto de vista del género, ilustró cómo el género está profundamente arraigado en el diseño organizativo. Mientras que Kanter (1977) explicaba que las diferencias de sexo en el trabajo se deben a que las mujeres ocupan puestos inferiores en la organización, Acker (1990; 1992) argumentó que la propia definición de los puestos de trabajo y las jerarquías organizativas está basada en el género, construida para beneficiar a los hombres o a otras personas a quienes no se atribuye la responsabilidad del cuidado. Acker (1992: 567) acuñó el término «instituciones generizadas» para referirse a que el género está presente en los procesos, las prácticas, las «imágenes, ideologías y distribuciones de poder en los diversos sectores de la vida social». Sostenía que hay poco espacio para que aquellas personas (históricamente mujeres) que ocupan posiciones de cuidadoras fuera del mundo laboral puedan cumplir con los requisitos de la élite de las corporaciones modernas, ya que el trabajador abstracto «es en realidad un hombre, y es el cuerpo del hombre […] lo que impregna el trabajo y los procesos organizativos» (Acker, 1990: 152). Si bien la creación de oportunidades para que las mujeres se integren en el mundo laboral puede incrementar su presencia dentro de una organización, lo que sostiene Acker es que ello no paliará el sexismo subyacente que bloquea el éxito de estas. Recientemente, Anne-Marie Slaughter (2015) ha planteado un argumento similar. Las mujeres no pueden «tenerlo todo» según esta autora, porque «tenerlo todo» requiere que seas una persona que no se preocupe por nadie en absoluto, ni siquiera por tu autocuidado.
Los puestos de trabajo que requieren un compromiso 24 horas al día, 7 días a la semana, presuponen que sus trabajadores o bien tienen esposas o no las necesitan. En otras palabras, el patriarcado está incorporado en nuestro diseño organizativo. Por supuesto, algunas mujeres privilegiadas entran en los espacios masculinos mediante la externalización de su trabajo doméstico a otras mujeres menos privilegiadas (MacDonald, 2011; Nakano Glenn, 2010) y así logran un estilo de vida que se aproxima al masculino. Slaughter argumenta, sin embargo, que incluso las cuidadoras muy privilegiadas, como ella, se ven obligadas a evitar que ningún periodo de cuidado intensivo afecte a su trabajo remunerado; incluso las vidas de las mujeres de élite tienen que cambiar para criar o cuidar de madres y padres de edad avanzada. Esta nueva comprensión de la organización del trabajo a través del enfoque de género ayudó a impulsar el retorno a la atención a la cultura organizacional.
Al mismo tiempo, asistimos a un renovado interés por comprender la importancia de la cultura para explicar todo comportamiento humano, incluyendo el género, en nuestras relaciones más íntimas. La reconceptualización de Swidler (1986) de la cultura como un «juego de herramientas», de hábitos y habilidades, a partir del cual la gente puede construir «estrategias de acción», en lugar de personalidades estables e internalizadas, ha tenido una gran influencia en el estudio del género. Por ejemplo, en una investigación sobre mujeres de diversas clases sociales y diferente situación laboral, Hays (1998) concluyó que creer en la necesidad de la maternidad intensiva marcaba los límites de las estrategias de crianza de las madres empleadas y desempleadas. De manera similar, Blair-Loy (2005) observó que incluso las ejecutivas muy bien remuneradas son a veces expulsadas del mercado laboral debido al conflicto que ellas mismas perciben entre la dedicación competitiva al trabajo y la crianza intensiva de las hijas e hijos. Estas lógicas culturales no solo se imponen a las mujeres en tanto que madres, sino que también son adoptadas por las propias mujeres, tal vez mediante la socialización de género y la adopción de creencias culturales. Pfau-Effinger (1998) sugiere que las creencias culturales pueden explicar mejor las diferencias empíricas por las que las mujeres de los distintos países europeos concilian el trabajo y la maternidad, y que ignoramos las creencias culturales sobre la feminidad, lo que implica cierto riesgo para nuestros análisis. Se ha renovado el interés por el valor cultural de la feminidad (Schippers, 2007). La discusión sobre si debemos volver a centrar la atención en las creencias culturales en materia de género es objeto de un acalorado debate. Rojek y Turner (2000) argumentan que el giro cultural en la sociología es meramente «ornamental» y constituye una distracción para el estudio de la desigualdad. Puedo identificar un retorno a los «juegos de herramientas» y significados disponibles para hacer género –y para deshacerlo– tan útil en la tarea de entender el género como lo es la estructura social, que remite a la desigualdad, un tema al que pronto nos referiremos. En sociología, la teoría de género ha sido profundamente influenciada por el giro cultural, por la perspectiva de la interseccionalidad y, más recientemente, por la teoría queer. Mientras que la sociología ha ofrecido estas propuestas alternativas para entender el género, los estudios feministas interdisciplinares y queer también han ofrecido las suyas.