Kitabı oku: «Adónde nos llevará la generación "millennial"», sayfa 5

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Una concepción de la estructura como algo más que un patrón de restricciones materiales, objetivas y eternas que producen pasividad humana; una concepción de la agencia como algo más que una acción no estructurada, individual, subjetiva, aleatoria, que implica libertad absoluta; y una concepción de la cultura como parte de la estructura social.

Como señala Hays, la agencia depende de la estructura, lo que incluye los significados culturales que están en el núcleo de la estructura social. Así como debemos reconocer constantemente que la estructura es una construcción social, también es cierto que la estructura social produce distintos tipos de personas. La estructura social es a la vez posibilitadora y limitante (Hays, 1998; Giddens, 1984). La tradición cultural en sociología (Swidler, 1986; Schippers, 2007; Hays, 1998) me ha ayudado a mejorar mis concepciones anteriores del género como estructura social al sugerirme que, para cada nivel de la estructura de género, debemos identificar tanto los procesos culturales, como las condiciones materiales. Si bien profundizaré en los aspectos materiales y culturales de la estructura de género más adelante, quiero diferenciarlos aquí de un modo simplificado refiriéndome a la cultura en tanto que procesos ideológicos, es decir, significados atribuidos a los cuerpos y legitimaciones para las reglas y regulaciones de las organizaciones a las que nos enfrentamos en la vida cotidiana. Las condiciones materiales incluyen los cuerpos en sí mismos, así como las reglas que distribuyen las recompensas y limitaciones físicas en un momento histórico dado. Solo cuando prestamos atención tanto a la cultura como a la realidad material podemos empezar a identificar bajo qué condiciones las diferencias corporales se convierten en desigualdad en el seno de una estructura de género (véase la figura 1.5 como resumen del modelo).

Para entender cómo se produce y reproduce la estratificación de género, y a veces cómo se ve restringida, de generación en generación, necesitamos entender la amplitud y profundidad del poder del género en tanto que estructura social. Por lo tanto, no deberíamos preocuparnos de si el género se conceptualiza mejor como un rasgo individual, en el nivel de la interacción, o como parte de las reglas de las organizaciones y las creencias culturales; más bien necesitamos construir un panorama completo para abordar la complejidad del género en tanto que estructura. Es preciso utilizar la investigación empírica para estudiar la fuerza de los «yo» individuales ante las expectativas culturales frente a las instituciones, y hacerlo intentando dar una explicación a preguntas particulares, o momentos históricos concretos, o variables dependientes identificadas. Aprendemos más si abordamos cada cuestión empírica desde su propia complejidad, una preocupación para cada nivel de análisis –el individual, el interactivo y el organizacional, y las relaciones recursivas entre estos–. Debemos preocuparnos por la relación recursiva entre los procesos culturales y materiales en cada nivel y a través de los niveles de la estructura de género. Como sostiene Hay (1994), necesitamos entender que la estructura no solo nos limita, sino que también nos ayuda a crear un sentido de nosotras mismas, nos da herramientas para la acción y, por lo tanto, hace posible la agencia –y el cambio social que podría resultar de ello–.


Fig. 1.5. El género en tanto que estructura social. Modelo del género como estructura.

Toda sociedad tiene una estructura de género, un sistema por el cual se asigna a los organismos una categoría de sexo a partir de la cual se construye la desigualdad de género. La estructura de género influye en los individuos, en sus identidades y en sus personalidades y, por lo tanto, en las decisiones que toman. Las ciencias sociales han priorizado durante mucho tiempo el nivel individual de análisis del género, lo que ha llevado a considerarlo, al menos en parte, como la justificación de los patrones de género y, por lo tanto, de la desigualdad; pero el poder de la estructura de género va mucho más allá de la formación de una misma. Cada vez que nos encontramos con otro ser humano, o incluso cuando imaginamos tal encuentro, las expectativas asociadas a nuestra categoría de sexo se vuelven evidentes para nosotras y, tanto si cumplimos tales expectativas como si no, somos consideradas a través de ellas por nosotras mismas y por las demás. Este es el poder del nivel de análisis interactivo. Sin embargo, la estructura de género va mucho más allá de la formación de los individuos y de nuestras expectativas de interacción. El sistema legal, las religiones y, a menudo, nuestras organizaciones también están profundamente marcadas por el género mediante creencias sobre el privilegio y la agencia masculina, así como sobre la crianza femenina, que se incorporan en las reglas y las lógicas culturales que acompañan a las regulaciones. A continuación, me ocuparé de cada uno de estos niveles de análisis por separado, aunque todos ellos se encuentran visiblemente entrelazados en una estructura de género determinada. El modelo se ha revisado a partir de formulaciones anteriores, diferenciando los aspectos materiales de los culturales en cada nivel de análisis. Me referiré ahora al nivel macro de análisis por sí mismo, y no como el nivel institucional, para destacar que incluyo tanto las regulaciones institucionales como las creencias culturales que las acompañan.

Nivel individual de análisis. En tanto que nos preocupan los mecanismos por los cuales los niños y las niñas llegan a tener una preferencia a partir de la que hacen género, debemos focalizar nuestra atención en cómo se construyen las identidades en el desarrollo de la primera infancia a través de los procesos explícitos de socialización y modelamiento, y cómo se interiorizan estas preferencias. El aspecto cultural de la estructura de género influye, hasta cierto punto, en la concepción del yo. En la medida en que las mujeres y los hombres decidan adoptar comportamientos típicos de género en todos los roles sociales y durante el ciclo de vida, debemos centrarnos en esas explicaciones individuales. La psicología ha prestado mucha atención a la socialización de género y a las hipótesis individualistas sobre el género, pero en sociología hemos rehuido de ello, para centrarnos más en la interacción y la ideología macro. Es necesario prestar una atención continuada a la construcción del yo, tanto por lo que se refiere a los medios por los cuales la socialización conduce a predisposiciones internalizadas, como por la forma como –una vez que los yos son adoptados– las personas utilizan la identidad para mantener comportamientos que refuerzan un sentido positivo de sí mismas (Schwalbe et al., 2000). Cómo o en qué medida la estructura de género se interioriza en el yo es una cuestión empírica importante. Debemos comprender hasta qué punto las ideologías culturales se arraigan en los individuos; el poder de la socialización sigue siendo un aspecto central de la estructura de género.

Existe también una realidad material a nivel individual. Niños y niñas, hombres y mujeres, pero también aquellxs8 que rechazan las identidades binarias, están todxs encarnadxs mediante objetos materiales reales de carne y hueso –los cuerpos– que han de interpretar y mostrar. Una parte de ello puede estar influenciado por la genética y las hormonas, aunque esto resulta complicado de estudiar, dado que también los roles sociales y las experiencias influyen en el sistema hormonal (Freese et al., 2003; Perrin y Lee, 2007; Rosenblitt et al., 2001). Pretender que los cuerpos no importan es como esconder la cabeza bajo la arena. Por tanto, las cuestiones relativas a su importancia y su descodificación deben formar parte de la investigación sobre la estructura de género.

La teoría de la práctica de Bourdieu (1988), particularmente el concepto de habitus, resulta muy útil para conceptualizar la creación social de la materialidad a un nivel individual en la estructura de género. Los seres humanos pequeños aprenden a caminar como una niña y a lanzar la bola como un niño. La estructura de género se incrusta en los cuerpos de los niños y las niñas (o no, como cuando rechazan el género que se les asigna). El habitus crea la posibilidad de lo que es posible imaginar. Aunque algunas personas rechazan claramente el entrenamiento infantil, no pueden hacerlo fuera de los límites de su habitus, más allá de su imaginación. Gracias a intervenciones médicas cada vez más sofisticadas, las personas pueden elegir alterar la materialidad de sus vidas y utilizar la tecnología para encarnar su identidad. Cualesquiera que sean las circunstancias materiales de las vidas individuales, ya sea que los cuerpos nazcan o se formen, o ambas, la estructura de género ha definido las posibilidades, las opciones permitidas y las limitaciones establecidas.

Sigue habiendo cuestiones empíricas importantes que se deben plantear en relación con la perdurabilidad del género en las personas a lo largo de sus vidas y que las llevan a elegir o rechazar las opciones de género disponibles. Los hombres y las mujeres que han desarrollado fuertes identidades de género pueden optar por moldear sus vidas de acuerdo con criterios tradicionales que tienen en cuenta el sexo, y ello lo consiguen gracias a la férrea orientación provista por el esquema de la estructura social de género. Los hombres y las mujeres pueden elegir rechazar esas etiquetas y cambiar sus cuerpos, pero también deben dar forma a nuevos yos dentro de las posibilidades imaginadas –la realidad de las ideas– propias de la estructura de género de su contexto. Nadie nace sabiendo que el pintalabios y los tacones son signos de feminidad. De hecho, los tacones fueron concebidos para hombres de la élite y las pinturas faciales raramente se han restringido a los cuerpos de las mujeres a lo largo de la historia o en las diferentes culturas. Sin embargo, hoy en día, los tacones y el pintalabios a menudo forman parte de la transición a la feminidad; lo vemos en la transformación de las niñas a mujeres y en las mujeres transexuales en su transición hacia una presentación reconociblemente femenina de sí mismas. La feminidad puede ser construida socialmente, pero el deseo de las personas de adoptar el género o de rechazarlo es real. La lección importante que nos ha ofrecido la literatura científica del siglo XX no es que la estructura social resulta insuficiente para determinar las decisiones individuales, sino que ni la forma de nuestros cuerpos ni los efectos de la socialización infantil pueden explicar la estratificación de género.

No podemos dar por concluida la discusión sobre el nivel individual de análisis de la estructura de género sin prestar más atención tanto al papel de la libre elección, como al de la agencia.9 Aunque los individuos toman decisiones, no son puramente libres. Si la agencia se definiera simplemente como libre albedrío, se ignoraría el papel restrictivo del contexto social, de las normas y del poder. Los individuos están profundamente moldeados por la estructura de género que existe antes de que nazcan y antes de que ellos mismos la pongan en práctica, pero, sin embargo, si la agencia humana no existiera, el cambio social no sería posible. Utilizo la definición de Ahearn (2001: 112) de agencia como «la capacidad de actuar mediada socioculturalmente». Las estructuras de género están en continuo cambio, al igual que todas las estructuras sociales, y los individuos, solos o en colectividades, reaccionan a ellas y las transforman. Las personas tratan de tomar las mejores decisiones que pueden dentro de las limitaciones a las que se enfrentan. La agencia debe ser conceptualizada como lo suficientemente amplia como para incorporar tanto la resistencia, como la reproducción de la vida social. Aunque la atención de Foucault (1978) a la omnipresencia del poder opresivo es importante para el pensamiento feminista, me parece más útil centrarnos en una teoría de la práctica como la de Giddens (1984) para explicar la siempre cambiante construcción social de la realidad (Berger y Luckmann, 1966). Necesitamos ocuparnos no solo de los significados que las personas dan, sino también de cómo y cuándo la estructura moldea el comportamiento y cuándo las opciones humanas remodelan la estructura de género en sí misma. ¿Qué ayuda a explicar el cambio?

Ahearn (2001) sugiere que el contacto intercultural contribuye a menudo a la acción reflexiva, lo que permite que el cambio sea posible. El cosmopolitismo abre un abanico más amplio de opciones a las imaginadas. Un hecho indiscutible es que las estructuras sociales cambian con el tiempo, incluyendo las estructuras de género. Mi objetivo como investigadora feminista es comprender ese cómo y ese porqué con la finalidad de que se pueda estimular y apoyar ese cambio que nos libere a todas de las constricciones de género. Connell (1987) afirma que se dan «tendencias a la crisis», lo que permite que se produzcan grietas en la base de la estructura de género cuando los niveles de esta son inconsistentes. Un ejemplo de tal grieta se da cuando se requiere que los comportamientos se adapten a nuevas circunstancias, pero las creencias se mantienen estáticas. Por ejemplo, cuando tanto hombres como mujeres son progenitores empleados que participan en el mercado laboral mientras sus hijos e hijas son menores, pero los estereotipos siguen anticipando que sean las madres las cuidadoras principales y, por lo tanto, se conviertan en empleadas ineficaces. Existe una discrepancia entre las expectativas de las mujeres respecto a la igualdad en el trabajo y sus experiencias con las diferencias salariales y los prejuicios de género. Esta tendencia a las crisis se está dando ahora mismo. Las circunstancias cambian, pero las creencias de género se ralentizan. ¿Qué es lo que está pasando? Podríamos experimentar un éxodo laboral de madres jóvenes, empujadas por unos salarios reducidos, unos horarios de trabajo rígidos y unos maridos sexistas. O puede ser que las millennials vuelvan a ponerse la capa del feminismo y se trate, esta vez, de una ola interseccional del feminismo que se adentre más en la raíz del problema, en la propia estructura de género.

¿Necesitan las millennials superar sus identidades de género para impulsar la revolución de género? Aunque esta cuestión es de carácter empírico y nos referiremos a ella en el siguiente capítulo, es importante señalar que los géneros no se establecen de manera concreta en la infancia, sino que experimentan una elaboración continua (Kondo, 1990). Ilustraré esta idea con unos pocos ejemplos. Jones (2009) muestra cómo las jóvenes negras que viven en los barrios pobres y violentos de Filadelfia aprenden el patrón cultural que vincula la feminidad con su apariencia, incluyendo el cabello liso y el tono de piel claro; sin embargo, a medida que envejecen, llegan a comprender que para sobrevivir tienen que ser fuertes y, a veces, lo hacen convirtiéndose en «luchadoras» físicas. Estas chicas se encuentran con, y luego llegan a encarnar, feminidades racializadas que son complicadas, complejas, inconsistentes y que evolucionan con el tiempo. Mi propia investigación ha demostrado que se anima a las niñas de secundaria a competir académicamente con los niños y que a menudo creen que viven en un mundo posfeminista en el que pueden ser lo que deseen (Risman y Seale, 2010), pero en la pubertad se ven interpeladas a revisar su concepción sobre sí mismas y preocuparse por parecer guapas para evitar la estigmatización, por lo que, a pesar de tener éxito en clase o en los deportes, comienzan a usar complementos. Lo que otros esperan de nosotros importa, por lo que ahora pasamos al nivel de análisis interactivo.

Nivel de análisis interactivo. Las expectativas interactivas que orientan cada momento de la vida son de género; los estereotipos culturales que cada una de nosotras afronta en cada encuentro social son diferentes en función de nuestra supuesta categoría de género. Los procesos más relevantes de la estructura de género en el plano interactivo son los culturales. La cultura conforma las expectativas de las demás con las que nos encontramos en nuestra vida cotidiana. Tanto las expectativas del «doing gender», como las expectativas de estatus a las que nos enfrentamos estarían relacionadas directamente con el nivel de la interacción. Como West y Zimmerman (1987) sugirieron, «hacemos género» para satisfacer las expectativas de interacción de quienes nos rodean. Ridgeway y sus colegas (Ridgeway, 1991; 2001; 2011; Ridgeway y Correll, 2004) muestran cómo son de poderosos los procesos por los cuales las expectativas de estatus se vinculan con las categorías de género (y raza) y se vuelven transsituacionales. En una sociedad sexista y racista se espera que las mujeres y todas las personas de color ejerzan menos responsabilidades que los hombres blancos, a menos que cuenten con algún elemento de prestigio o autoridad validada externamente. Se espera que las mujeres sean más empáticas y afectuosas, y que los hombres sean más eficaces y demuestren más iniciativa. Correll (2004) también demuestra que los estereotipos cognitivos sobre el género pueden afectar a las opciones que tienen las mujeres, dado que se evalúan sus capacidades respecto a estos estereotipos culturales. Tales expectativas de estatus constituyen uno de los motores que reproducen la desigualdad incluso en situaciones nuevas en las que no se esperaría que emergieran los privilegios masculino o blanco. Las expectativas marcadas por el estatus crean un sesgo cognitivo que lleva a privilegiar a los hombres con la agencia y a esperar que las mujeres los cuiden (Ridgeway, 2011). Este tipo de sesgo cognitivo ayuda a explicar la reproducción de la desigualdad de género en la vida cotidiana. Los estereotipos que perduran más en torno al género son los que se encuentran en los ejes que distribuyen la agencia para los hombres y la crianza para las mujeres.

Asumimos las normas de género; tanto si decidimos satisfacer esas expectativas como si decidimos rechazarlas, las expectativas existen. Hollander (2013) ha demostrado la naturaleza compleja del proceso de rendición de cuentas. En su análisis, esta comienza con la orientación del individuo hacia la categoría de género (en mis términos: a nivel individual). Hacemos género porque estamos en riesgo de que nuestro comportamiento sea evaluado negativamente, pero para saber cómo actuar debemos tener un conocimiento a priori de qué comportamiento es apropiado y cuál no lo es. Ese conocimiento ha sido aprendido con la finalidad de que el comportamiento pueda ocurrir instantáneamente, sin reflexión, por lo que la rendición de cuentas, incluso en el plano individual, se encuentra vinculada a las instituciones porque las creencias que dictaminan la conformidad o el rechazo a la propia categoría de género son ideologías culturales compartidas. Pero esto es solo el comienzo de la rendición de cuentas. Todas las personas evaluamos nuestro propio comportamiento, así como el de las demás, testando si es apropiado para nuestro género pretendido. En última instancia, nos enfrentamos a la aplicación de la ley (por parte de otras) con consecuencias reales para la interacción futura, dependiendo de si nos ajustamos a sus expectativas normativas.

Martin (2003; 2006) acuñó la expresión «practicar género», que remite a un proceso que involucra tanto al actor que «hace género», como a la persona que lo percibe, que lo capta. Martin muestra que a veces las mujeres perciben que los hombres están practicando la masculinidad cuando los propios hombres no tienen la intención de hacerlo o no lo admiten. Las mujeres pueden ser sancionadas con la exclusión por practicar la feminidad en el trabajo, pero también pueden ser sancionadas si no la practican, al ser percibidas como groseras e innecesariamente agresivas. Kondo (1990) muestra cómo las mujeres japonesas activan la feminidad en los puestos de trabajo para reivindicar su lugar central en la cultura «familiar» laboral y, al hacerlo, ganan cosas –una legitimación culturalmente apropiada– y pierden cosas –la posibilidad de ser iguales debido a su aceptación de la posición marginada de la mujer–. Practicar género depende de la comprensión y los significados culturales preestablecidos y refleja y reproduce aspectos de género de las instituciones. Citando a Martin (2003: 252):

Las prácticas de género se aprenden y se adoptan en la infancia y en los lugares principales donde se gesta comportamiento social a lo largo de la vida, incluyendo las escuelas, las relaciones íntimas, las familias, los lugares de trabajo, los lugares de culto y los movimientos sociales. Con el tiempo, como si montáramos en bicicleta, las prácticas de género se vuelven casi automáticas. Se mantienen las relaciones de género a la vez que se reconstituye la institución de género. Con el tiempo, el decir y el hacer crean lo que se dice y se hace.

El nivel de interacción involucra también condiciones materiales, que tienen que ver con el decir, hacer y practicar género mientras simultáneamente se asumen las expectativas culturales. La parte que hay de otros en la categoría de género de una misma es una realidad material que cambia la dinámica de las interacciones, con las distintas posiciones enfrentándose a desafíos únicos, e individuos que destruyen los entornos homogéneos enfrentándose a consecuencias negativas (Kanter, 1977; Gherhardi y Poggio, 2007). El patrón de desigualdad en el acceso a puestos de poder y la resistencia a la integración en las redes sociales10 crea desventajas objetivas para las mujeres y las personas de color. Esta desventaja también se extiende claramente a aquellas personas cuya posición de género es atípica, por ejemplo, una mujer o un hombre que se presenta como andrógino o cualquier persona que lo haga con un género no conforme al sexo asignado al nacer. Los individuos que no «hacen el género» como se esperaba o que «no hacen el género» de acuerdo con su sexo asignado interrumpen la interacción al infringir las presunciones que se dan por sentadas. Esta disrupción conduce a una desigualdad en el acceso a los recursos, el poder y los privilegios. Es al patrón más macro de recursos y a las lógicas culturales que los acompañan a lo que nos referiremos ahora.

Nivel macro de análisis. La estructura de género también influye en la organización de las instituciones sociales y todo tipo de organizaciones. En muchas sociedades, la realidad social descansa en un sistema jurídico que presupone que las mujeres y los hombres tienen derechos y responsabilidades distintos, y aquellas personas que viven fuera del binarismo de género tienen escasos derechos –incluyendo su existencia legal–. En sociedades con sistemas jurídicos fundamentados en la doctrina religiosa tradicional, el privilegio masculino y los derechos fundamentados en el género están entretejidos en el entramado del control social, pero incluso en las sociedades democráticas occidentales, algu nos estados todavía establecen diferentes edades de jubilación para las mujeres y los hombres, incorporando así el género a la burocracia legislativa. En Estados Unidos, la mayoría de las leyes son neutras respecto al género, pero las compañías de seguros privados pueden aplicar precios diferentes a hombres y a mujeres. Casi todos los países tienen multitud de leyes que discriminan a las personas cuyo género no coincide con el sexo con el que fueron etiquetadas al nacer. En todas las sociedades, la asignación de recursos materiales y el poder en las organizaciones siguen estando, predominantemente, en manos de hombres de la élite.

El género también está simbólicamente arraigado en la cultura de las entidades. Las organizaciones económicas incorporan significados de género en la definición de empleos y puestos de trabajo (Gherardi, 1995; Acker, 1990; Martin, 2004). Cualquier organización que presuponga que los buenos trabajadores estarán disponibles cincuenta semanas al año y al menos cuarenta horas semanales durante décadas sin interrupción está dando por hecho que estos trabajadores no tienen ninguna responsabilidad práctica o moral en el cuidado. La estructura económica industrial y postindustrial asume que los trabajadores tienen esposas o que no las necesitan. La situación ha comenzado a cambiar en las democracias occidentales a medida que las leyes avanzan hacia la neutralidad de género, pero, incluso cuando las normas y los reglamentos formales comienzan a cambiar –ya sea gracias al gobierno, ya a los tribunales, la religión, la educación superior o las reglas de organización–, la lógica organizacional sigue a menudo ocultando el privilegio masculino en la ley formal neutral de género (Acker, 1990; 2006; Williams, 2001). Las creencias culturales androcéntricas que justifican la disparidad en la distribución de los recursos que privilegian a los hombres sobreviven muchas veces a las normas y reglamentaciones formales de las organizaciones.

Las lógicas culturales de género existen como procesos que tienen que ver con las ideas, más allá de los lugares de trabajo. Mientras que los análisis materialistas eluden o incluso niegan a veces el poder de las ideas, Béland (2005) argumenta que debemos estudiar las creencias cambiantes para analizar las transformaciones históricas en la política y las políticas, incluyendo aquellas relativas al género. Se ha dado un debate en el seno del feminismo que estudia los regímenes de bienestar y de género sobre si la ideología tiene poder en la definición de la política social (Béland, 2009; Adams y Padamsee, 2001; Brush, 2002), pero sugiero que los procesos que tienen que ver con las ideas deben ser considerados como una parte importante del nivel macro de la estructura de género. Investigaciones empíricas recientes muestran la existencia de poderosos significados culturales ligados al género. Budig et al. (2012) muestran que el impacto de la maternidad en los ingresos de las mujeres varía de una cultura a otra, dependiendo del ideario de género. Si existe una cultura de apoyo a la participación de las madres en el mercado laboral, el permiso parental y los servicios públicos de guardería aumentan los ingresos de las mujeres; en cambio, si se priorizan culturalmente las familias encabezadas por hombres que actúan como sostén de la familia y mujeres que ejercen de amas de casa, entonces el permiso parental y la provisión pública de cuidado para los/las menores no tienen ningún efecto; por el contrario, llegan a tener efectos perjudiciales en los ingresos de las mujeres. Desde una propuesta similar, Pfau-Effinger (1998) compara los modelos de empleo de las mujeres en Alemania Occidental, Finlandia y los Países Bajos, y proporciona evidencia contundente de que la política de estado del bienestar (incluyendo la disponibilidad de guarderías) por sí sola no puede explicar las diferencias entre países en lo relativo a la estructura familiar y el trabajo remunerado de las mujeres. Estas políticas deben combinarse con un ideario de género predominante y con valores culturales históricos específicos de cada país, con el fin de comprender la singular trayectoria del empleo remunerado de las mujeres. El campo de las ideas es fundamental para la equidad de género en la fuerza laboral y también para la igualdad en otros ámbitos.

La investigación de Pierotti (2013) sobre la rápida difusión que ha experimentado, a escala mundial, el rechazo a la legitimidad moral de la violencia ejercida por la pareja íntima es un ejemplo fundamental de cómo las ideas respecto al género son importantes y pueden hacer cambiar las cosas en un sentido positivo. En el siglo XXI, Naciones Unidas y diversas ONG internacionales han trabajado intensamente para definir la violencia contra la mujer, incluida la violencia doméstica, como una violación de los derechos humanos. Los proyectos de desarrollo con perspectiva de género y las acciones de divulgación en los medios de comunicación han tratado de llegar a las familias y a las élites políticas nacionales. Pierotti traza los cambios de actitud de las mujeres en veintiséis países a lo largo de cinco años para ver si estos esfuerzos internacionales han llevado a una convergencia hacia «esquemas culturales globales» que redefinen la violencia contra las mujeres como inaceptable. La autora pudo comprobar que, en 23 de los 26 países, se habían transformado las creencias de las mujeres, tanto que a menudo se trataba de cambios muy significativos en las actitudes. Por ejemplo, en 2003 solo un tercio de las mujeres de Nigeria pensaban que era incorrecto que un marido golpeara a su esposa, pero en 2008 más de la mitad lo creían así. En los países en los que se disponía de datos sobre los hombres, los cambios de actitud fueron similares. No se habían producido grandes transformaciones materiales: no hubo cambios en los patrones demográficos, económicos o educativos que explicaran estas diferencias de actitud en todo el mundo. La autora concluía que la difusión de material cultural sobre los derechos de la mujer y la violencia influyó tanto en los responsables de las políticas nacionales, como en las personas corrientes. La labor de las activistas feministas internacionales resultó fundamental para impulsar esta agenda, un hecho que retomaré en el último capítulo del libro, cuando discuta sobre el cambio social y las posibilidades que nos ofrece la utopía.

En el nivel macro de la estructura de género, las ideologías no son fijas ni inmutables, pero existen y tienen un evidente impacto en la conformación de las posibilidades para el cambio social feminista. Este nivel, similar al individual y al institucional, debe conceptualizarse con atención tanto a los aspectos materiales como a los culturales. Para comprender íntegramente el nivel macro de la estructura de género (Adams y Padamsee, 2001) debemos combinar las preocupaciones feministas por el significado cultural con los análisis institucionales de la desigualdad material (O’Conner et al., 1999).

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