Kitabı oku: «Hotel California», sayfa 3

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Sin embargo, Waronker también tenía el presentimiento de que los grupos de pop como Harper’s Bizarre, con sus trajes y corbatas a juego, tenían los días contados. El nuevo modelo para las bandas eran los Rolling Stones, que parecían y sonaban mucho más amenazadores de lo que nunca lo hicieran los Beatles. Había llegado la pandilla de rebeldes por excelencia, que alardeaba abiertamente de su sexualidad y su drogadicción. Mientras tanto, Mo Ostin, que ya había fichado a los Kinks, andaba fijándose en otra exportación británica, un extravagante guitarrista nacido y criado en Estados Unidos. Jimi Hendrix no era del estilo personal de Waronker, pero lo identificó muy acertadamente como el fenómeno de una nueva sensibilidad en el pop, o «rock», como empezaba a ser conocido.

A Waronker, natural de Los Ángeles, le intrigaba más una nueva tendencia en el sonido local: un toque country, como de vuelta a las raíces, que se apreciaba en las canciones de los Byrds y otros grupos. «Yo tenía un objetivo muy sencillo», afirma. «Consistía en encontrar una banda de rock que sonara como los Everly Brothers.»

III. Así que quieres ser una estrella del rock

«Un día estaba sentado en el café Barney’s Beanery», comenta Denny Doherty de The Mamas and the Papas, «y en eso que entra Stephen Stills. Parecía deprimido, así que le pregunté qué hacía, y me suelta: “Una puta mierda, tío, no hago una mierda”. Al cabo de dos o tres semanas, entro en el Whisky y, ¡flipa!, lo veo subido al escenario con una banda. Le dije: “¿Qué cojones has hecho? ¿Sacarte una banda de la manga?”.»

A principios de abril de 1966, a Stills y Richie Furay les pilló un atasco en Sunset Strip cuando iban en el Bentley de Barry Friedman. Mientras esperaban parados en el coche, Stephen vio un coche fúnebre, un Pontiac de 1953 con matrícula de Ontario, al otro lado de la calle. «¿Qué te apuestas a que es Neil Young?», dijo Stephen. Friedman hizo un cambio de sentido ilegal y estacionó detrás del coche fúnebre. Acababa de producirse una de las mayores serendipias del rock.

Young, un canadiense larguirucho con los dientes mal colocados, acababa de llegar conduciendo sin parar desde Detroit en compañía del bajista Bruce Palmer. Se habían contagiado del mismo virus que atraía a otros cientos de aspirantes a estrellas del pop a la Costa Oeste. «No tenía ni puta idea de lo que hacía», comentaba Young. «Tirábamos adelante, como borregos.» Una semana después Stills ya tenía la banda con la que llevaba meses soñando. Dewey Martin, al que reclutaron de los Dillars, un grupo de bluegrass, completaba la formación: tres cantantes y guitarristas (Stills, Young y Furay) y una sección rítmica mejor que la de los Byrds. Van Dyke Parks vio una apisonadora que llevaba escrito el nombre «Buffalo Springfield» y a todo el mundo le encantó. Era perfecto, porque evocaba la idea de paisaje y de la historia de Norteamérica que les interesaba a todos, y a Neil Young en particular.

Young era flaco y tranquilo, y estaba más que flipado con la prometedora expansión de la industria automotriz en Los Ángeles. Su mirada intensa con aquellos ojos oscuros, enmarcados por unas largas patillas, fascinaba a las mujeres. «Neil era un tipo muy dulce», afirma Nurit Wilde, que lo había conocido en Toronto. «Estaba enfermo y era vulnerable, así que las mujeres querían darle de comer y cuidar de él.» Al menos Young y Palmer ya no tenían que seguir durmiendo en el coche fúnebre. Cuando Stephen y Richie los llevaron a la casa que tenía Barry Friedman en Fountain Avenue, les ofrecieron colchones y un suelo donde dormir. «Todo aquello fue… un gran alivio», le contó Young a su padre, Scott. «Barry nos daba un dólar diario a cada uno para comida. Lo único que teníamos que hacer era seguir ensayando.»

«La gente pensaba que Neil era una persona temperamental, pero a mí no me lo parecía», asegura Friedman. «Me parecía simplemente otro tipo más que escribía buenas canciones, aunque lo que sí que tenía era una voz rara.» Para Young, de los miembros de Buffalo Springfield el afable Richie Furay era «el que te caía bien con mayor facilidad», aunque en unas declaraciones a World Countdown News dijo que Richie «debería dejarse el pelo más largo». Furay tenía un cuartito en una casa de Laurel Canyon que pertenecía a Mark Volman, de los Turtles, un exitoso grupo de L.A. «Nuestro salón era el lugar de encuentro habitual de Stephen, Neil y Richie», recuerda Volman. «Dickie Davis siempre se dejaba caer por allí. En el caso de los Springfield, todo se creó en gran parte a partir de la energía que Dickie derrochaba.»

Gracias a Davis y Friedman, la carrera de los Springfield tuvo un comienzo fulgurante. Su primera actuación fue en el Troubadour el 11 de abril, apenas una semana después de la creación del grupo. Aquel concierto, poco más que un ensayo con público, fue el preludio de una minigira como teloneros de los Byrds, cuyo miembro Chris Hillman era un ferviente defensor de la banda desde el primer día. Al resto de los Byrds, los Springfield los dejaron directamente en shock. En cuestión de semanas el grupo había desarrollado un sonido en directo acojonante cuyo fuerte era el bombardeo guitarrero a dos bandas entre Stills y Young. «Los directos de los Springfield eran clarísimamente un duelo de guitarras», afirma Henry Diltz, que hizo las primeras fotos promocionales del grupo en Venice Beach. «Se cruzaban fraseos con las guitarras y a partir de ahí la cosa se iba poniendo intensa.»

Friedman quería que los Springfield ficharan por Elektra, pero Jac Holzman no era el único ejecutivo de la industria discográfica interesado en el grupo, como tampoco era Friedman el único dispuesto a ser su mánager. Cuando los Springfield regresaron de la gira, Dickie Davis les presentó a un par de buscavidas de Hollywood llamados Charlie Greene y Brian Stone. Aquel dúo de ambiciosos publicistas había aterrizado en la ciudad cinco años atrás y se había montado una oficina falsa en el plató de un estudio de cine. Greene era el que daba la cara y usaba la labia, mientras que Stone se quedaba en la trastienda controlando el flujo de efectivo. Inspirados por mentores influyentes y extravagantes como Phil Spector, Charlie y Brian se desplazaban en limusina y ejercían de magnates del pop.

Según Van Dyke Parks, la presencia de maquinadores como Greene y Stone cambió la atmósfera inocente del folk rock en L.A. «En aquella escena musical había un ambiente tremendamente competitivo», recordaba Parks. «Los Beatles lo habían petado y el mercado juvenil había quedado definido.» Greene y Stone se dispusieron a cautivar a los Springfield a base de alimentar las fantasías que tenía Stills de convertirse en una estrella y no tuvieron ningún tipo de reparo a la hora de quitar a Barry Friedman de en medio. Se lo llevaron a dar una vuelta en la limusina y lo sentaron entre los dos. A los pocos minutos, Greene le puso sigilosamente una pistola a Friedman en el muslo. Para cuando el viaje hubo acabado, Barry les había firmado una cesión de sus derechos de Buffalo Springfield en una servilleta de papel. «La gente así hace lo que hace», afirma Friedman. «Yo no, aunque sigo esperando a que me llegue un cheque. Leí en el libro de Neil que me debe dinero, pero debe de haber perdido mi dirección.»

Cuando Lenny Waronker vio a los Springfield en directo, llevaban sombreros de vaquero y Neil estaba a un lado del escenario ataviado con una casaca comanche con flecos. Se volvió loco: «Pensé: “¡Dios mío, esto es lo que andaba buscando!”». Waronker consiguió que Jack Nitzsche se interesara por el proyecto desde sus inicios: «Necesitaba un peso que me avalara, y Jack tenía ese peso, así que le comenté la idea de que coprodujera al grupo». Nitzsche hizo buenas migas con Young de inmediato, al reconocer de manera intuitiva a otro cuadradito como él que no encajaba en el molde circular de L.A. «A Jack le encantaba Neil», afirma Judy Henske. «Me dijo que Neil era el artista más grande que había pisado Hollywood.» El sentimiento de Young, conocedor del pedigrí de Jack, era mutuo. Sin embargo, contar con la aprobación de Nitzsche no bastaba para que Buffalo Springfield se hicieran con un contrato discográfico en Burbank. Greene y Stone acudieron a Ahmet Ertegun de Atlantic Records, que estaba en Nueva York. Ertegun, que aumentó la oferta de Warner de diez mil a veintidós mil dólares, estuvo más que encantado de levantarle el grupo a Mo Ostin en sus propias narices y los asignó al sello Atco, una filial de Atlantic.

Para cuando Greene y Stone se metieron en el estudio con los Springfield, después de autoimponerse como productores del álbum de debut del grupo en Atlantic, ya era demasiado tarde. No cabía duda de que la carrera del grupo estaba en manos de unos charlatanes. Para el ingenuo de Neil Young, sobre todo, la impresión que tenía de haberse quitado una venda de los ojos era casi demasiado para él. «Había muchos problemas con los Springfield», diría más adelante. «Groupies, drogas, mierda. Yo no había visto gente así en mi vida. Recuerdo que de repente me empezó a asaltar la obsesión de: “¿Cómo encajo yo aquí? ¿Me gusta lo que hago?”.» El descontento de Young se vio exacerbado por la creciente competitividad existente entre él y Stills. El grupo no era lo suficientemente grande para los dos. Neil reconocía y respetaba el empuje y la versatilidad de Stephen, pero su ego —el atrevimiento por su parte de pensar que Buffalo Springfield era su grupo— estaba empezando a hacer mella en él. Si bien el primer single de Buffalo Springfield con Atco fue el fantasioso y ligeramente pretencioso tema de Young «Nowadays Clancy Can’t Even Sing», Stills no tardaría en criticar duramente el material del canadiense. Para consternación de las chicas hippies que le curaban a Neil las heridas emocionales, Stephen aprovechaba la menor ocasión para desacreditarlo.

Robin Lane, que mantuvo un breve noviazgo con Neil, recordaba cómo una vez Stills irrumpió violentamente en el pequeño apartamento que había alquilado su compañero de grupo. Stephen, furioso porque Neil había faltado a un ensayo, cogió la guitarra de Lane y se contuvo lo justo para no partírsela a Neil en la cabeza. «¡Vas a acabar con mi carrera!», le gritó Stills al aterrorizado canadiense. Para Dickie Davis no era ninguna casualidad que Young sufriera el primero de varios ataques epilépticos tan solo al cabo de un mes de crearse Buffalo Springfield. Durante la residencia que tuvo la banda en el Whisky en el estupendo verano de 1966, no era raro ver a Young deambular por el escenario con convulsiones en plena crisis tónico-clónica. Lo cierto era que tanto Stills como Young eran tipos resueltos y egocéntricos; la terquedad de Stills era simplemente más manifiesta. Neil, un caso clásico de pasivo-agresivo, reprimía su resentimiento y se lamía las heridas en la intimidad. «Ya nos conocemos», comentaría Stills más adelante en referencia a su relación con Young. «Siempre hubo cierto distanciamiento con respecto a la gente de nuestro alrededor. Son cosas del pasado que no van a desaparecer por mucha psicoterapia, psicoanálisis y cosas de esas que hagas.»

Pese a todos sus conflictos, Buffalo Springfield representaban un nuevo capítulo en la narrativa del pop de L.A. que estaba en pleno desarrollo. Eran unos jóvenes cabreados que estaban en la onda, fusionaban varios géneros y contaban con el talento y la actitud necesarios. Eran el último grupo de folk-pop, pero también una de las nuevas bandas de rock eléctrico. Y ahora hasta tenían un hit. Tras presenciar la manera contundente con la que el Departamento de Policía de Los Ángeles cargó contra una manifestación en Sunset Strip el 12 de noviembre de 1966, Stills compuso «For What It’s Worth (Stop Hey What’s That Sound)». Con versos sobre la paranoia pegando fuerte y «el hombre» que se te lleva, se trataba de un tema de pop protesta en toda regla al estilo de «Eve of Destruction» de Barry McGuire. Sin embargo, a diferencia de los singles de Neil, entró disparado al Top 10.

Al igual que los Springfield, los Byrds estaban divididos por las peleas internas y el resentimiento. La enemistad entre David Crosby y Jim (ahora Roger) McGuinn saltaba a la vista. McGuinn, un tipo delgado y distante que lucía unas gafas de sol rectangulares, era la antítesis del regordete y hedonista de Crosby, ataviado con capa y sombrero. La voz cerebral de McGuinn y los destellos de su guitarra habían definido el sonido de los Byrds, pero Crosby estaba decidido a añadir a aquel cóctel sus baladas más dispersas y floridas. «David era una especie de mocoso», afirma Billy James. «Sembraba la polémica a su alrededor. Se irritaba con mucha facilidad.» Entretanto, el mejor compositor de los Byrds se encontraba atrapado entre Crosby y McGuinn. Gene Clark, el líder del grupo que tocaba la pandereta, era paradójicamente el miembro más introspectivo. Había aportado la cara B de «Mr. Tambourine Man»5 y compuesto la mayoría de los temas del primer disco. Como consecuencia —para indignación y envidia de sus compañeros de grupo— le llovían los cheques por los derechos de autor y no tardaría en ir escopetado por toda la ciudad en un Ferrari granate.

Clark, alcohólico desde muy joven, era un alma en pena. A diferencia de las canciones de McGuinn y Crosby, sus baladas de regusto folk sonaban solemnes y atemporales, más cercanas a la grandeza conmovedora de un Roy Orbison que a la poesía anfetamínica de un Bob Dylan. El agridulce «Set You Free This Time», un single fallido de Turn! Turn! Turn!, sirvió de modelo para varias obras maestras de folk-country que grabaría Clark. Crosby reconoció que Gene era «un potente proyector de emociones a grandísima escala», lo cual no les impidió a él y a McGuinn cebarse con sus inseguridades. «Al principio, David se sentía muy intimidado a nivel musical, así que intentaba intimidar a los demás», comentaba Jim Dickson. «Socababa el sentido del tiempo que [Gene] tenía al decirle que estaba fuera de onda.» A comienzos de 1966, Clark decidió que ya estaba bien; que ya estaba bien de tanta fama repentina y de tantas tensiones.

«Después de “Eight Miles High” sentí que nos habíamos marcado una dirección que podía haber sido absolutamente increíble», dijo Clark en 1977. «Podíamos haber seguido nuestro camino desde ahí, pero sentí que por culpa de la confusión y de los egos —los egos de unos jóvenes con éxito—, habíamos tomado una dirección que no tendría aquella importancia ni aquel impacto.» Una tarde de marzo de 1966, Barry Friedman y su amigo el batería Denny Bruce fueron a pillar maría a Laurel Canyon, a casa de una amiga suya llamada Jeannie «Butchie» Cho. Sentado en el salón se encontraron al mismísimo Clark. Se le veía muy deteriorado y con unas ojeras terribles.

Clark estaba en plena crisis y se desahogaba y sinceraba con Butchie. Le dijo que tenía que irse de gira con los Byrds al día siguiente. «No puedo hacerlo», no paraba de repetir. «No me veo mañana subido a ese avión.» Butchie le dijo que nadie abandonaba un grupo con éxito. «Me importa una mierda», insistía Gene. «No me gusta lo que le está haciendo a mi cerebro.» Clark sí que se presentó en el aeropuerto de Los Ángeles, pero empezó a gritar en cuanto el avión se dirigía a la pista de despegue. Los Byrds viajaron a Nueva York como cuarteto y en julio se anunció oficialmente que Clark dejaba el grupo.

La partida de Clark no hizo más que agudizar la tensión entre McGuinn y Crosby, incluso en un momento en que los Byrds llevaban el folk rock a un nuevo terreno psicodélico con Fifth Dimension. Para cuando llegó el verano de 1967, la relación entre ambos era muy tensa. McGuinn afrontaba la música de los Byrds con lo que Derek Taylor describió como «una actitud de señorita Rottenmeier». Crosby, enamorado de la nueva escena transgresora que había aparecido en San Francisco, tenía la impresión de que los Byrds se habían quedado anticuados. Quería formar parte de una banda dinámica, como los Buffalo Springfield o los Jefferson Airplane. Veía cada vez más a menudo a Stephen Stills, cuyo apetito voraz para tocar y hacer jams lo tenía entusiasmado. «Recuerdo haber escuchado un montón de historias terribles sobre lo capullo y arrogante que era David», comentaba Stills, al que a menudo acusaban de lo mismo. «Pero cuando lo conocí, me di cuenta de que era básicamente igual de tímido que yo y de que compensaba aquella timidez con grandes dosis de comportamiento agresivo.» Crosby tenía otros intereses además de la música. Uno consistía en alternar con habituales de la escena musical, como Cass Elliott. El otro, a pesar de la vergüenza que le producía su físico rollizo, acostarse con cualquier nínfula atractiva que se le ofreciera. «David era encantador con las chicas», afirma Nurit Wilde, que vivía a la vuelta de la esquina de la casa de Crosby en Laurel Canyon. «Pero llevaba un rollo como de puerta giratoria: una chica entra y otra sale. Y si alguna se quedaba preñada, era cruel con ella y la dejaba.» Para el verano de 1967 Crosby se había vuelto tan insoportable que McGuinn y Hillman ya no lo aguantaban. Después de que aprovechara la actuación de los Byrds en el Monterey Pop Festival para soltar una diatriba contra el Informe Warren sobre el asesinato de Kennedy —con el añadido de su aparición en el escenario junto a Buffalo Springfield—, decidieron echarlo del grupo.

En octubre, McGuinn y Hillman se dirigieron en sus Porsches a la nueva casa de Crosby en Lisbon Lane, en Beverly Glen. «Vinieron a verme», contó Crosby en una entrevista radiofónica de 1971, «y me dijeron que era malísimo, que estaba loco y que era poco sociable; que era un mal compositor y un pésimo cantante, y que hacía canciones horrorosas y que les iría mucho mejor sin mí.» Se quedó impresionado, pero fue un alivio que le echaran. Después de aceptar un finiquito de diez mil dólares de los Byrds, estaba preparado para marcharse y tomarse un tiempo. Su obsesión por la navegación le llevó a plantearse el tema de los barcos. Se juntaba con Mama Cass, que ahora congregaba a sus admiradores en su nueva morada a la última en Summit Ridge, al lado de Mulholland Drive. Cass era una atrevida exploradora del mundo de los estupefacientes, que incluso tonteaba con la heroína y otros fármacos opiáceos, algo que estaba muy mal visto entre la comunidad del LSD y la marihuana de aquella época. «[El jaco] siempre fue la droga mal vista», escribiría Crosby. «Dejó de ser algo tan secreto en la época en que Cass y yo nos chutábamos, pero no era algo que fueras contando por ahí.»

Crosby era el nexo de una escena musical naciente, como una araña superguay colocada en el centro de una telaraña de nuevas relaciones. «Para mí era el principal referente cultural», afirma Jackson Browne, que por aquel entonces luchaba por hacerse un hueco en la escena de las hoots. «Tenía un microbús Volkswagen legendario, con un motor de Porsche, que lo resumía a la perfección: ¡un hippie con garra!» Para Ron Stone, nacido en el Bronx y propietario de una boutique hippie de Santa Monica Boulevard que Crosby solía frecuentar, el exByrd era la escena. «Los Byrds eran la banda californiana del momento», comenta, «y ahí estaba Crosby, el rebelde del grupo al que habían echado a la puta calle. No había duda alguna de que todo giraba en torno a él y a Cass.»

Si bien Crosby utilizó el Monterey Pop Festival para sabotear su papel en los Byrds, fue una figura clave de aquel fin de semana tan influyente de junio de 1967. David salvó el abismo —a veces insalvable— existente entre la facción de Los Ángeles responsable del evento y las bandas de Haight-Ashbury que tenían una mayor presencia en él, y se codeaba con todo el mundo, desde el irritable Paul Kantner hasta el sereno Brian Jones. De todas las estrellas de Los Ángeles, fue el más rápido en responder a lo que estaba pasando en el Área de la Bahía de San Francisco.

Monterey Pop, obra de Lou Adler y John Phillips —que se habían forrado con los éxitos de The Mamas and the Papas—, era en realidad una feria comercial disfrazada de love-in6. Al arrebatarle el control del festival a Alan Pariser, heredero de la fortuna de una gran empresa de vasos de papel con sede en L.A., Adler y Phillips lo transformaron en un terremoto musical donde embutieron —entre amigos y contactos— a tantas superestrellas como pudieron en aquel fin de semana largo. También estuvieron presentes en el evento los ejecutivos de la industria del rock más importantes del momento: Clive Davis, de Columbia; Ahmet Ertegun, de Atlantic; y Mo Ostin y Joe Smith, de Warner/Reprise. Una vez Mo se hubo agenciado a Jimi Hendrix, Joe fichó a los Grateful Dead, el grupo de Haight-Ashbury por excelencia. Clive Davis, por su parte, acababa de hacerse con Big Brother and the Holding Company, que contaba con Janis Joplin como cantante principal.

Country Joe McDonald describió el festival de Monterey como «una auténtica traición ética a todo lo que habíamos soñado», y puede que así fuera, pero también fue el momento inevitable en que lo underground se volvió comercial. «A los grupos de San Francisco ese giro hacia lo comercial que había dado Los Ángeles les había dejado muy mal sabor de boca», reconocería Adler décadas más tarde. «Y es cierto que éramos una industria comercial. No era ningún hobby.»

Desde el punto de vista de Haight-Ashbury, L.A. era una anticomunidad apolítica, una expansión de barrios residenciales centrada meramente en la mentira del entretenimiento de masas. Los grupos de Haight-Ashbury hubieran estado de acuerdo con el avinagrado cantautor folkie Phil Ochs, quien describió Los Ángeles, su ciudad adoptiva, como «La Ciudad Muerte… el no va más de la exacerbación del materialismo que es Norteamérica». Sin embargo, fue esa misma tensión entre Los Ángeles y San Francisco lo que hizo que Monterey resultara tan fascinante. «Allí vi cómo cambió todo», afirma Judy James, la esposa de Billy James. «Era como si todo el mundo dijera asombrado: “¡Qué fuerte! Hemos dejado de predicar a los conversos”. Llegaban a aquella tienda de drogas y sexo y veían que la gente aceptaba aquella música como banda sonora de todo aquel fenómeno.»

«La industria cambió de manera radical después de Monterey», opina Tom Wilkes, diseñador del famoso póster del festival. «El festival era básicamente una protesta pacífica contra la guerra de Vietnam, el racismo y todo lo que estaba sucediendo. Después, hubo una apertura de miras generalizada.»

Un año después del Monterey Pop, el poeta underground inglés Jeff Nuttall reflexionaba desilusionado sobre el verano del amor. «El mercado se percató de que se podía meter a aquellos revolucionarios en un corralito seguro y darles sus bienes de consumo», escribió. «Lo que no calculamos bien fue el poder y la complejidad de los medios de comunicación, que dieron al traste con todo. Se hicieron con todo el negocio. Y aquello ocurrió en 1967, justo cuando parecía que habíamos ganado.»

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